Resultados de la búsqueda

Keyword: ‘mindfulness’

Mindfulness en el aula

El aprendizaje social y emocional es como una póliza de seguros para una vida sana, positiva y satisfactoria.

Linda Lantieri

¿Qué es el mindfulness?

Mindfulness, literalmente atención o conciencia plena, es una de las múltiples formas de meditación que se basa en centrar la mente en el momento presente, es decir, es una conciencia que se desarrolla prestando una atención concreta, sostenida y deliberada sin juzgar las experiencias del aquí y del ahora (Kabat-Zinn, 2013).

Ya hace mucho tiempo que se incorporaron con éxito los programas terapéuticos de reducción del estrés basados en el mindfulness (del inglés, MBSR) para sobrellevar el dolor crónico, aliviar el sufrimiento psicológico o mitigar la ansiedad y la depresión pero, en los últimos años, se han identificado los cambios cerebrales que producen este tipo de prácticas: 8 semanas de entrenamiento son suficientes para incrementar la actividad de la corteza prefrontal izquierda que está asociada al bienestar y la resiliencia (Davidson y Begley, 2012) o para aumentar la concentración de materia gris en regiones cerebrales que intervienen en procesos relacionados con la memorización y aprendizaje (ver figura 1), la atención o la  regulación emocional (Hölzel et al., 2011):

Figura 1

Aunque la mayoría de las investigaciones sobre los efectos de estas prácticas se habían realizado con adultos, ya disponemos en los últimos tiempos de estudios que demuestran los beneficios del mindfulness  relacionados con la salud, el bienestar psicológico, las competencias sociales o el rendimiento académico de niños y adolescentes e, incluso,  se ha analizado también la incidencia positiva sobre el estrés o el burnout en profesores. Y es que el mindfulness, al igual que el ejercicio físico, constituye una forma de actividad (en este caso mental) que promueve sus mismos beneficios. Y ello tiene grandes implicaciones educativas porque cuando los alumnos mejoran su capacidad atencional y se encuentran más relajados se facilita su aprendizaje.

Mindfulness para alumnos

Ya hemos comentado en muchas ocasiones los beneficios reportados por los programas de educación socioemocional. Así, por ejemplo, en un metaanálisis con más de 270000 alumnos de todas las etapas académicas, se demostró que aquellos que participaron en primaria en este tipo de programas no solo mostraron mejoras significativas siendo adolescentes en cuestiones conductuales, sino que también obtuvieron una mejora en promedio del 11% en sus resultados académicos respecto a los que no recibieron esa formación (Durlak et al., 2011). Pero, además, cuando se añaden a este tipo de programas de educación socioemocional las prácticas contemplativas como el mindfulness se mejoran los resultados obtenidos en relación a cuando se utilizan estas técnicas por separado.  Por ejemplo, cuando un niño está alterado, decirle que tome conciencia de sus propias emociones puede ser insuficiente; o la simple práctica del mindfulness no garantiza que adquiera las competencias necesarias para resolver conflictos. Sin embargo, cuando se integra el mindfulness en los programas de educación socioemocional, algunas de sus competencias se ven reforzadas: la autoconciencia adopta una  nueva profundidad de exploración interior, la gestión emocional fortalece la capacidad para resolver conflictos y la empatía se convierte en la base del altruismo y la compasión (Lantieri y Zakrzewski, 2015).

Comentemos, a continuación, algunos de los estudios aleatorizados y controlados con los correspondientes grupos experimental  y de control que han analizado los beneficios del mindfulness en diferentes etapas educativas:

En Educación Infantil

En una investigación en la que participaron 68 niños con edades entre los 4 y los 5 años, se analizó durante 12 semanas la incidencia de un programa diseñado para la educación infantil (Kindness Curriculum, KC) que utiliza el mindfulness y que pretende mejorar la atención, la regulación emocional y fomentar la bondad o la compasión.

Aquellos niños que participaron en el programa mostraron grandes mejoras en competencias interpersonales y mejores resultados en actividades relacionadas con el aprendizaje, la salud o el desarrollo socioemocional al final del curso escolar (ver figura 2). Incluso se comprobó cierta incidencia del programa en estos niños en la flexibilidad cognitiva o el aplazamiento de la recompensa, a diferencia de los integrantes del grupo de control que, además, mostraron actitudes más egoístas durante el curso (Flook et al., 2015).

Figura 2

En Educación Primaria

En otro estudio en el que participaron 99 alumnos con edades comprendidas entre los 9 y los 11 años se analizó cómo un programa de educación socioemocional que incorporaba el mindfulness (MindUP), diseñado específicamente para primaria, podía promover en los alumnos habilidades relacionadas con el autocontrol, la gestión del estrés, el bienestar, la conducta prosocial y cómo incidía sobre el rendimiento académico (Schonert-Reichl et al., 2015). A diferencia de los integrantes del grupo de control, aquellos que participaron en el programa MindUP, el cual consistía en doce clases (una por semana) de menos de una hora de duración cada una de ellas en las que se practicaba la autoobservación o la respiración consciente, mejoraron el autocontrol, la fisiología del estrés, la empatía, el optimismo, el autoconcepto o las relaciones con los compañeros (ver figura 3). Según los propios autores, el entrenamiento de la atención a través del mindfulness, junto a la realización de actividades que permiten a los alumnos poner en práctica el optimismo, la gratitud o la bondad con los demás, les permite mejorar tanto las competencias sociomeocionales como las cognitivas, es decir, se favorece el aprendizaje a todos los niveles.

 Figura 3

En Educación Secundaria

En otra investigación (Bluth et al., 2015) se quiso probar un programa basado en el mindfulness  diseñado específicamente para la prevención de trastornos emocionales en adolescentes (Learning to BREATHE) que tiene como objetivo mejorar la regulación emocional a través de técnicas que pretenden “centrar” al alumno mediante la relajación.

27 adolescentes con alto riesgo de desarrollar alguna problemática psicológica o social fueron asignados aleatoriamente al programa semestral de mindfulness, que consistía en una clase semanal de 50 minutos, o al grupo de control que participaba en un curso sobre abuso de sustancias durante ese periodo de tiempo.

Los resultados fueron muy positivos. Aquellos alumnos que participaron en el programa de mindfulness fueron aceptando su aplicación con el paso del tiempo y con ello redujeron los síntomas asociados a la depresión y al estrés,  a diferencia de los del grupo de control. Los autores de esta investigación identificaron una serie de factores que contribuyeron a la buena aceptación del programa por parte de los alumnos:

  • Se estableció un espacio físico donde los alumnos se sentían seguros.
  • El personal de la escuela participó en la aplicación del programa.
  • Se dedicó tiempo fuera del aula a compartir experiencias con los alumnos para mejorar su confianza y la relación con ellos.
  • Se les invitaba a los alumnos a participar en las actividades y no se les juzgaba si no querían hacerlo.
  • Se fue flexible en las adaptaciones curriculares menos importantes para identificar mejor las necesidades de los alumnos.

 Mindfulness para profesores

Es evidente que el profesor desempeña un papel crucial en la creación del clima emocional en el aula que facilita el aprendizaje del alumno y su bienestar personal. Sin embargo, en muchas ocasiones, la enseñanza puede resultar estresante para el educador y la gestión del aula agotadora, con lo que se deterioran sus relaciones con los alumnos, se genera menos tolerancia a los comportamientos disruptivos y se dedica menos tiempo a su trabajo. De hecho, en Estados Unidos, más del 50% de los nuevos profesores abandonan la profesión en los primeros cinco años (Ingersoll, 2003).

Aunque en los últimos años existe un predominio de los programas basados en el mindfulness diseñados para los alumnos, ya disponemos de alguno de ellos adaptados específicamente para profesores, mayoritariamente basados en el programa MBSR.

En un estudio en el que se dedicaron 26 horas de enseñanza y práctica durante 8 semanas y en el que participaron 18 profesores, aquellos que intervinieron en el programa basado en el mindfulness mostraron una reducción significativa en los síntomas del estrés y burnout y una mejora en pruebas que requerían la atención ejecutiva, a diferencia de los participantes del grupo de control (Flook et al., 2013). Por otra parte, los resultados de un estudio de publicación todavía más reciente en el que participaron 36 profesores de secundaria durante 8 semanas donde también se aplicó una adaptación del programa MBSR, revelaron que aquellos que intervinieron en el mismo mejoraron su regulación emocional, la autocompasión, algunas competencias asociadas al mindfulness, como observar o no juzgar, e incluso su calidad de sueño (Frank et al., 2015).

Ocho semanas de entrenamiento son suficientes para mejorar el bienestar personal físico y emocional del profesor, lo cual tendrá una incidencia directa en la mejora de sus relaciones con otros compañeros, con sus alumnos y en la creación del clima emocional positivo en el aula que comienza desde que entra por la puerta de la misma. Una necesidad imperiosa para el aprendizaje del alumno. Sin olvidar que un requisito imprescindible para la implementación de programas de educación socioemocional en el aula es la formación previa del profesorado.

De la teoría a la práctica

Los estudios revelan que con la práctica del mindfulness mejoran muchos factores asociados a las llamadas funciones ejecutivas del cerebro como la atención, la memoria de trabajo, la regulación emocional o la flexibilidad mental, todos ellos imprescindibles tanto para el buen desempeño personal como académico del alumno. Y esto sugiere que la implementación de estos programas debería iniciarse ya en las primeras etapas educativas, siguiendo un proceso continuo de aprendizaje, evaluación y adaptación de las actividades realizadas para cada edad (ver video).

Junto a la utilización de estrategias para calmar a los niños que comenta en el video anterior Mark Greenberg, como la metáfora de la tortuga, se ha comprobado que es muy útil crear el llamado “rincón de la paz” (ver figura 4) en el aula: un lugar tranquilo que pueden diseñar los propios alumnos y al que pueden ir para serenarse y recuperar el equilibrio interior. Cuando el alumno se siente estresado o descontrolado, estar solo en el rincón de la paz puede serle de gran ayuda.

Figura 4

Asimismo, resulta imprescindible la integración de estos programas en los diversos contenidos curriculares. Así, por ejemplo, el mindfulness puede incorporarse al estudio de la fisiología o del cerebro humano en el contexto de la biología. Los alumnos pueden medirse la tensión arterial o el ritmo cardiaco antes y después de una actividad del programa cuando están estudiando los mecanismos fisiológicos de la reacción de lucha o huida. O el profesor les puede pedir que sean conscientes de sus emociones cuando estén estudiando las regiones cerebrales que dirigen nuestras conductas.

Analicemos, a continuación, de forma breve, algunos de los ejercicios que pueden formar parte del programa de mindfdulness en el aula, sin olvidar que estos no se restringen a la meditación, sino que también se pueden realizar actividades que fomenten la conciencia de la acción, por ejemplo, al comer, escuchar música, caminar o dibujar (para más información, ver Hassed y Chambers, 2014):

Escáner corporal

Sentado el alumno en una posición confortable en una silla, sobre un cojín o acostado en el suelo, cierra los ojos, realiza alguna respiración profunda y comienza sintiendo el cuerpo entero siguiendo un recorrido ordenado para evitar confusión, por ejemplo, de pies a cabeza o viceversa. El cuerpo se ve sometido  a un escáner a través de la propia atención que permite ir sintiendo los pies, los tobillos, las rodillas,… Se trata de observar y aceptar qué sensaciones negativas o positivas destacan en el cuerpo, como la temperatura o su peso, y ser consciente de la postura y la respiración.

La respiración como un ancla

Este ejercicio que los alumnos pueden realizar sentados o tumbados consiste en prestar atención y observar cómo el aire entra y sale de la nariz. Para facilitar la atención a la propia respiración se puede enseñar al alumno a que cuente cada vez que respira, que recite una palabra o frase adecuada por cada inspiración y espiración o que se percate de alguna sensación corporal al entrar y salir el aire como, por ejemplo, la temperatura (“frío y caliente”). Es conveniente recordarles que la espiración debe durar aproximadamente el doble que la inspiración y que deben aceptar con naturalidad las distracciones, volviendo a conectar con la respiración cuando sea necesario.

La música

En este ejercicio que también los alumnos pueden realizar sentados o acostados, se les pide inicialmente que realicen un escáner corporal durante dos minutos, preferiblemente con los ojos cerrados. Entonces se les invita a que centren su atención en los sonidos ambientales para que tras unos segundos lo hagan en los diferentes fragmentos musicales (es útil dejar unos segundos entre cada uno de ellos) que escucharán sin juzgarlos. A continuación, se les pide a los alumnos que reflexionen sobre qué tipo de pensamientos o emociones despertaron en ellos cada uno de los fragmentos musicales. Desde esa perspectiva, la elección musical será importante para cultivar estados mentales o corporales concretos. En algunos casos se puede producir un efecto relajante y en otros se pueden evocar emociones positivas o negativas.

Conclusiones finales

Los programas de educación soicioemocional son capaces de cambiar y mejorar nuestro cerebro gracias a la neuroplasticidad. A través del mindfulness, se profundiza en estas dimensiones emocionales que construyen el carácter humano fortaleciéndose los circuitos cerebrales responsables de la atención, el autocontrol, la empatía, la compasión o la resiliencia ante las situaciones cotidianas generadoras de estrés. En los tiempos actuales en los que los niños están tan sobreestimulados, enseñarles a calmar la mente y centrar la atención desde etapas tempranas afectará positivamente a su salud y bienestar a largo plazo y mejorarán sus relaciones personales y sus resultados académicos. Y esa es la esencia del aprendizaje, el que nos capacita para la vida y nos permite ser mejores personas. En el fondo, todo se reduce a que la enseñanza y el aprendizaje constituyan experiencias felices. Afortunadamente, nuestro cerebro lo hace posible.

Jesús C. Guillén

.

Referencias:

  1. Bluth K. et al. (2015): “A school-based mindfulness pilot study for ethnically diverse at-risk adolescents”. Mindfulness. Advance online publication.
  2. Davidson, Richard y Begley, Sharon (2012). El perfil emocional de tu cerebro: claves para modificar nuestras actitudes y reacciones. Destino.
  3. Durlak, J.A. et al. (2011): “The impact of enhancing students’ social and emotional learning: a meta-analysis of school-based universal interventions”. Child Development 82 (1), 405-432.
  4. Flook L. et al. (2013): “Mindfulness for teachers: A pilot study to assess effects on stress, burnout and teaching efficacy”. Mind, Brain and Education 7(3), 182-195.
  5. Flook L. et al. (2015): “Promoting prosocial behavior and self-regulatory skills in preschool children through a mindfulness-based Kindness Curriculum”. Developmental Psychology 51(1), 44-51.
  6. Frank J. et al. (2015): “The effectiveness of mindfulness-based stress reduction on educator stress and well-being: results from a pilot study”. Mindfulness 6, 208-216.
  7. Hassed Craig y Chambers, Richard (2014). Mindful learning: reduce stress and improve brain performance for effective learning. Exisle Publishing.
  8. Hölzel B. et al. (2011): “Mindfulness practice leads to increases in regional brain gray matter density”. Psychiatry Research: Neuroimaging 191, 36–43.
  9. Ingersoll, R., & Smith, T. (2003): “The wrong solution to the teacher shortage”. Educational Leadership 60(8), 30–33.
  10. Kabat-Zinn, Jon (2013). Mindfulness para principiantes. Kairós.
  11. Lantieri L. y Zakrzewski V. (2015): “How SEL and Mindfulness Can Work Together”:

http://greatergood.berkeley.edu/article/item/how_social_emotional_learning_and_mindfulness_can_work_together

  1. Schonert-Reichl K. A. et al. (2015): “Enhancing cognitive and social-emotional development through a simple-to-administer mindfulness-based school program for elementary school children: a randomized controlled trial”. Developmental Psychology 51(1), 52-66.

El eje intestino-cerebro

Deja que el alimento sea tu medicina y que la medicina sea tu alimento.

Hipócrates

Durante mucho tiempo se ha ignorado el papel principal que desempeñan dos de los sistemas más importantes del cuerpo a la hora de mantener nuestra salud global: el cerebro (el sistema nervioso) y los intestinos (el sistema digestivo). Estamos empezando a entender que el intestino, los microorganismos que lo pueblan (microbiota) y las moléculas de señalización que producen gracias a sus innumerables genes (microbioma) conforman un sistema de regulación del buen funcionamiento corporal y cerebral trascendental. El gran Hipócrates iba muy bien encaminado.

La microbiota

La microbiota es el conjunto de bacterias y otros microorganismos presentes en un ambiente determinado. Nuestra microbiota se adapta a nichos concretos del cuerpo (boca, pie o intestino, por ejemplo) distribuyéndose de forma característica y diferente en cada persona, por lo que depende del entorno en el que vivimos.

Aunque tenemos microorganismos en todas las superficies en contacto con el exterior, una gran parte reside en el intestino grueso. Por ello, cuando nos referimos a la microbiota estamos hablando generalmente de la intestinal. Es lo que antiguamente se conocía como flora intestinal, término que no gusta a los puristas ya que nuestros microorganismos no son del reino vegetal.

La microbiota del tracto intestinal es de mayor complejidad que la del resto del cuerpo y consta de bacterias, arqueas, hongos, protozoos y ciertos virus. En particular, la del intestino grueso, ya que la microbiota del colon es mucho mayor en número y diversidad que la del intestino delgado (De Vos et al., 2022; ver figura 1).

Figura 1. Abundancia total de bacterias en diferentes partes del cuerpo (De Vos et al., 2022).

La microbiota intestinal depende de muchos factores. Influye la genética, la microbiota materna, los microorganismos que conviven en nuestro organismo, la dieta, el ejercicio e, incluso, el estado de ánimo de la persona.

La microbiota humana y su composición genética (el microbioma humano), se comenzó a estudiar a gran escala hace pocos años dentro del marco de grandes proyectos como el Human Microbiome Project (HMP), en Estados Unidos, y el Metagenomics of the Human Intestinal Tract, financiado por la Comisión Europea. Es por ello que los avances científicos vinculados al estudio de la microbiota no paran de sucederse.  

Cambios con la edad

Las personas vamos cambiando con el paso del tiempo. Lo mismo ocurre con la microbiota intestinal. La adquirimos al nacer por transmisión de la madre y se va modificando a lo largo de la vida con los correspondientes procesos neuronales vinculados a cada una de las etapas (ver figura 2). Incluso se han observado pequeñas variaciones de la microbiota intestinal en el transcurso de un día (Costello et al., 2009).

Figura 2. Gráfico cronológico que indica cambios en la diversidad de la microbiota a lo largo de la vida acompañada de cambios típicos en el desarrollo neuronal. La profundidad de la barra azul indica el período de tiempo durante el cual los procesos indicados son mayores (Cryan et al., 2019).

En un parto natural, los lactobacilos presentes en la vagina de la madre serán las primeras bacterias que colonizarán al bebé, junto a otros microorganismos. Mientras que en un parto con cesárea los primeros microorganismos provendrán de los guantes del personal sanitario y de otras zonas de la sala de parto que es imposible esterilizar por completo. Por ello, en algunos hospitales suelen restregar gasas empapadas de los flujos vaginales de la madre por la piel del bebé. Bacterias importantes como las bifidobacterias tardan más en colonizar el aparato digestivo de los bebés nacidos por cesárea que los nacidos por parto vaginal (Zhang et al., 2021). Los bebés necesitan esas bacterias para desarrollarse adecuadamente, especialmente a nivel neuronal. Estudios con ratones en los que se les cría en un ambiente libre de gérmenes han demostrado que son más ansiosos y presentan déficits cognitivos (Cryan y Dinan, 2012), tal como analizaremos luego.

Además de la transmisión en el parto, la microbiota también se puede transmitir a través de las relaciones con otras personas o animales, los alimentos o incluso por los objetos con los que el bebé está en contacto. Respecto al tema social, se ha comprobado que los bebés nacidos en familias numerosas tienen una microbiota más compleja y sana. De hecho, las personas que viven juntas tienen una mayor diversidad microbiana que las que viven solas (Sherwin et al., 2019).

Aunque años atrás se creía que el bebé comenzaba a adquirir bacterias dentro del útero de la madre, en la actualidad se duda que pasen bacterias completas de la madre al feto (De Goffau et al., 2019). No obstante, sabemos que el desarrollo prenatal está influenciado por la microbiota de la madre, pudiendo afectar la dieta, el estrés, la higiene, fumar, etc. (Sinha et al., 2023; ver figura 3).

Figura 3. Factores que pueden afectar antes y durante el embarazo (Sinha et al., 2023).

Más allá de la genética (que siempre cuenta), se han identificado una serie de factores del entorno que regularán la microbiota intestinal y serán imprescindibles para una buena salud global. El principal factor de impacto sobre la microbiota es la dieta, siendo imprescindible adecuarla a las necesidades individuales (gran reto de la medicina personalizada).

En la infancia temprana juega un papel muy relevante la lactancia materna. La leche materna contiene oligosacáridos (constituyentes de la fibra), unos hidratos de carbono complejos que favorecen el desarrollo de bifidobacterias que serán esenciales para formar la microbiota del bebé. La leche materna contiene nutrientes y factores de reconocimiento inmunitario que protegen contra las infecciones intestinales en un momento en que la microbiota tiene una baja diversidad y todavía no está preparada para defender al bebé de las infecciones. Los estudios longitudinales con niños amamantados sugieren que la lactancia materna puede beneficiar a circuitos neuronales que intervienen en el desarrollo cognitivo, social y emocional del bebé (Victora et al., 2016). La secreción de oxitocina (hormona del vínculo) en el cerebro durante el amamantamiento podría influir. Y es que la lactancia materna es mucho más que alimentar con el pecho.

Por otra parte, otros factores importantes que pueden tener un impacto en la microbiota intestinal son el ejercicio, el cual puede mejorar su composición y capacidad funcional, independientemente de la dieta, el ambiente en el que crecemos (qué importante la naturaleza), la ingesta de medicamentos, etc. En lo referente a los antibióticos, se ha comprobado que su administración a la madre antes o durante el parto modifica las bacterias que recibe el bebé (Ratsika et al., 2023).

Durante la primera fase de la vida se va generando la homeostasis intestinal necesaria para un buen funcionamiento metabólico y del sistema inmunológico. Junto a esto, la microbiota intestinal también juega un papel relevante en el desarrollo cerebral.

En el caso de la adolescencia, los hábitos alimentarios pueden suponer una gran diferencia. En muchas ocasiones, el desequilibrio nutricional puede conllevar problemas gastrointestinales. Y el estrés puede perjudicar de forma específica, tanto a su microbiota, como a su cerebro, ya que en esta importante etapa de la vida no se han desarrollado los mecanismos de regulación emocional adecuados debido a la falta de desarrollo de circuitos específicos de la corteza prefrontal.

En la adultez, un problema recurrente es el exceso de sedentarismo que, lamentablemente, va muchas veces acompañado de una nutrición inadecuada. Hoy se come mucho y muchas veces, lo que conlleva una sobrealimentación junto a la falta de nutrientes de lo que comemos. Como veremos en un apartado posterior, las alteraciones en la composición de la microbiota intestinal están asociadas con varias enfermedades crónicas, entre las que se incluyen la obesidad y las enfermedades inflamatorias.

Existen estudios que demuestran una clara asociación entre la dieta y el envejecimiento, viéndose afectados los principales grupos de bacterias del tracto intestinal. Por ejemplo, las dietas con niveles elevados de azúcar y grasas producen un sobrecrecimiento de las bacterias Firmicutes, mientras que dietas ricas en fibra (pensemos en verduras y legumbres) conllevan un incremento de la actividad de los Bacteroidetes. Existen evidencias de que nunca es demasiado tarde para mejorar nuestra microbiota, incluso en la vejez. Por ejemplo, comiendo más fibra (Koh et al., 2016) o adoptando una dieta de tipo mediterráneo, compuesta por un alto consumo de verduras, legumbres, frutas, nueces, aceite de oliva y pescado, y un bajo consumo de carnes rojas, productos lácteos, grasas saturadas y alimentos procesados, lo que conlleva un aumento de las Bacteroidetes y una disminución de las Firmicutes (Badal et al., 2020).

Una buena dieta puede mejorar nuestra microbiota y nuestra salud a todos los niveles, también en lo emocional. Aunque, por supuesto, pueden intervenir otros factores. En un interesante estudio en el que participaron 178 personas mayores (media de 78 años) que no estaban en tratamiento con antibióticos, se encontró que aquellas personas internadas en residencias y sometidas a dietas monótonas y bajas en fibra tenían una menor diversidad microbiana que aquellas que vivían en su entorno familiar, siendo más frágiles y teniendo peor salud (Claesson et al., 2012).  Más allá de la dieta, seguramente intervengan otros factores socioemocionales que, aunque influyan de forma específica en edades avanzadas, nos pueden afectar en cualquier etapa de la vida.

Conexión entre el cerebro y el intestino

El llamado eje intestino-cerebro hace referencia a la comunicación bidireccional que se ha identificado entre el sistema nervioso central y la microbiota intestinal a través de múltiples rutas neurales (mediante neurotransmisores a través del nervio vago), inmunes (con citoquinas), endocrinas (con hormonas como el cortisol) y metabólicas (por ejemplo, a través de ácidos grasos de cadena corta que algunas bacterias producen cuando consumen fibra o del metabolismo del triptófano) (ver figura 4). Por una parte, la microbiota intestinal influye en el funcionamiento cerebral y, recíprocamente, la actividad cerebral impacta en la composición y desarrollo de la microbiota.

Figura 4. La comunicación entre el intestino y el cerebro tiene lugar a través de múltiples canales: nervio vago, citoquinas, cortisol, ácidos grasos de cadena corta (SCFAs) o del metabolismo del triptófano (Cryan et al., 2012).

El tracto gastrointestinal es el único órgano interno que ha evolucionado con su propio sistema nervioso independiente: el sistema nervioso entérico. Es la red neuronal más extensa fuera del cerebro. Por ello se le conoce como el segundo cerebro.  El sistema entérico se encarga del funcionamiento básico gastrointestinal (motilidad, secreción, flujo sanguíneo) y se comunica con el cerebro (sistema nervioso central) a través de los sistemas nerviosos simpático y parasimpático. Sintetizando, podemos decir que el eje intestino-cerebro está formado por la microbiota, el sistema nervioso central, el sistema nervioso autónomo, el sistema nervioso entérico, el sistema neuroendocrino y el sistema neuroinmune.

El sistema nervioso entérico puede llegar a tener hasta cien millones de neuronas. Las células inmunitarias en los intestinos constituyen la mayor parte del sistema inmunitario de nuestro cuerpo. Y las células endocrinas intestinales son críticas para nuestra salud y bienestar debido a su abundancia y eficacia en la comunicación con el sistema nervioso (Furness, 2012).

Del cerebro al intestino

El sistema nervioso central influye y es influenciado por el sistema gastrointestinal. La mayoría de las investigaciones sobre esta conexión intestino-cerebro se han centrado en cómo las señales ascendentes del intestino y su microbioma alteran el funcionamiento cerebral. Se ha prestado menos atención a cómo las señales descendentes del sistema nervioso central alteran la función intestinal.

Utilizando un modelo animal, un estudio reciente (Levinthal y Strick, 2020) identificó vías neuronales concretas que conectan el cerebro con el estómago, unas vinculadas al sistema nervioso simpático (activación) y otras asociadas al sistema nervioso parasimpático (recuperación).

Las vías parasimpáticas conectan el estómago con la ínsula anterior, una región del cerebro que interviene en la interocepción (sentido del estado fisiológico del cuerpo) y la regulación de las emociones. También participaron zonas de la corteza prefrontal medial. Estas regiones envían, a su vez, instrucciones al intestino. Como explicaron los autores de la investigación, esto significa que nuestras intuiciones se construyen a partir de información sensorial que proviene del estómago, pero también a través de todas las influencias en la ínsula anterior, como las experiencias pasadas y el conocimiento contextual, por ejemplo. Técnicas que trabajen la conciencia corporal, como el mindfulness, pueden ayudar al sistema digestivo a través de estas vías parasimpáticas. Y, en general, las buenas estrategias que permitan mejorar las funciones ejecutivas (corteza prefrontal).

Por el contrario, las vías simpáticas del sistema nervioso central, que se activan cuando estamos estresados, conectan principalmente el estómago con la corteza motora primaria, que interviene en la ejecución del movimiento, junto a la corteza somatosensorial primaria y la corteza motora secundaria. Como también mencionan los propios autores de la investigación, cada vez es más común que los llamados trastornos gastrointestinales funcionales, generados por múltiples situaciones estresantes, sean resistentes a los tratamientos convencionales, especialmente los que son graves. Para ello podría ser útil la utilización de estimulación transcraneal no invasiva sola o combinada con terapias cognitivas, conductuales y basadas en el movimiento. Qué importante el ejercicio, el baile, etc. La actividad física es una estrategia fantástica para combatir el estrés y, por ende, para combatir la aparición de úlceras estomacales.

Del intestino al cerebro

El intestino se comunica con el cerebro a través del nervio vago, principalmente, y también de muchas terminaciones nerviosas intestinales que forman parte del sistema nervioso periférico. Las fibras del nervio vago, principal componente del sistema nervioso parasimpático, transmiten información vital desde los sistemas gastrointestinal, respiratorio y cardiovascular y proporcionan retroalimentación a las vísceras. Aunque en el nervio vago hay un predominio de fibras nerviosas aferentes (80%), aquellas que trasladan la información desde los receptores sensitivos hasta el sistema nervioso central (Bonaz et al., 2018).

La gran mayoría de las células y receptores digestivos que se codifican como sensaciones intestinales están estrechamente ligadas al cerebro a través del nervio vago. Recientemente se han descubierto un tipo de neuronas intestinales (neuropod cells) que, al igual que las células del olfato y del gusto, son capaces de extraer información sobre los nutrientes y enviar información al cerebro en milisegundos, a través del nervio vago, sobre la calidad nutricional de los alimentos (Kaelberer et al., 2020). En consecuencia, podemos decir que nuestras preferencias por las comidas tienen una base inconsciente. Estas neuropod cells detectan moléculas específicas de los nutrientes que, generando vías neuronales distintas, nos permiten diferenciarlos. Son las responsables, por ejemplo, de que los humanos y los animales prefiramos el azúcar sobre los edulcorantes teniendo ambos un sabor dulce. Incluso los ratones que carecen de receptores gustativos pueden distinguir el azúcar del edulcorante o el agua (Buchanan et al. 2022).

La evidencia de la influencia de la microbiota intestinal en la fisiología del cerebro ha surgido principalmente del estudio de roedores libres de gérmenes que muestran alteraciones en varios aspectos de su neurofisiología, desde las funciones sensoriomotoras intestinales y el vaciado gástrico, hasta la integridad de la barrera hematoencefálica y las funciones inmunes (Fülling et al. 2019). La falta de microbiota en estos ratones afectó a regiones críticas como el hipocampo (memoria), la amígdala (emociones), la corteza prefrontal (funciones ejecutivas), el hipotálamo (respuesta al estrés) o el cuerpo estriado (motivación). Y también se vieron alterados los niveles del BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro), que se incrementa con la actividad física y está asociado a procesos neuronales básicos, como la sinaptogénesis o la neurogénesis. Como consecuencia de ello, los animales sin microbiota muestran alteraciones en el comportamiento y déficits de aprendizaje (Sharvin et al., 2023; ver figura 5).

Figura 5. La ausencia total de comunicación entre la microbiota, el intestino y el cerebro puede perjudicar el funcionamiento de importantes regiones del cerebro de los mamíferos (Sharvin et al., 2023).

Si bien estas investigaciones indicaron una relación entre la microbiota, el cerebro y el comportamiento, la evidencia clara de este vínculo provino de los estudios en los que los rasgos fenotípicos de la ansiedad podían transmitirse entre cepas de animales únicamente mediante el trasplante de la microbiota intestinal (trasplantes fecales). Y no solo esto. Como mencionaremos luego, diversos estudios han relacionado la microbiota intestinal con la salud y la enfermedad. Se han observado cambios drásticos en la microbiota intestinal en pacientes con trastorno del espectro autista, esquizofrenia, depresión, enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Parkinson y esclerosis múltiple (Morais et al., 2021). Curiosamente, al transferir la microbiota intestinal de pacientes con estas enfermedades a animales libres de gérmenes, muchos de los síntomas comienzan a surgir, lo que añade un elemento causal al que muchos autores ya llaman eje microbiota-intestino-cerebro.

Disfunciones de la microbiota

Los desequilibrios intestinales están asociados a cambios en la composición de la microbiota que tienden a disminuir su diversidad. Este nuevo estado se llama disbiosis microbiana. Cuando esto ocurre, la microbiota dispone de menos recursos para reaccionar ante los patógenos.

Se ha observado disbiosis microbiana en personas con inflamaciones intestinales crónicas, obesidad o síndrome metabólico. Pero también en personas con ansiedad, depresión, autismo y hasta en enfermedades neurodegenerativas como la enfermedad de Parkinson o la de Alzheimer. En estos casos la disbiosis puede originarse en trastornos del comportamiento alimentario que afectan a la microbiota. Pero, a la vez, los desequilibrios en la microbiota pueden afectar al cerebro y provocar desordenes psicológicos y conductuales. Cuando existe disbiosis microbiana pueden darse desordenes metabólicos, inmunológicos y neuronales. E, inversamente, estos desórdenes suelen aparecer asociados a la disbiosis. Es el eje bidireccional que analizamos en el apartado anterior. ¿Cuál es la causa y cuál es el efecto? No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que el exceso de permeabilidad intestinal puede provocar muchos problemas de salud (alergias, enfermedades autoinmunes, inflamación en el intestino, etc.). En esta situación, se daña el recubrimiento intestinal permitiendo que los patógenos se difundan hasta nuestro sistema circulatorio. Como consecuencia de ello, las células inmunes provocan una inflamación sistémica.

Sabemos que el estrés es uno de los factores que incrementan más esta permeabilidad. Aunque hay que matizar que todo depende de la dosis. Es lo que se conoce como hormesis (“lo que no te mata, te hace más fuerte”). Pequeñas dosis de adversidad fisiológica pueden ser muy beneficiosas para la salud, mientras que el exceso de esa misma adversidad puede ser tremendamente perjudicial. Por ejemplo, la restricción calórica y pasar de vez en cuando hambre es bueno para la microbiota. Y lo mismo ocurre con una breve exposición al frío o sufrir un poco de sed.

Por otra parte, la mayoría de los antibióticos son de amplio espectro y eliminan a una extensa variedad de bacterias presentes en el intestino que nos protegen de otros patógenos (no todas las bacterias son malas). Algunas de ellas no se podrán recuperar, lo que es especialmente relevante en etapas iniciales de la vida en las que el desarrollo y equilibrio de la microbiota intestinal no es todavía el adecuado para hacer frente a las agresiones externas. Pensemos, por ejemplo, en la Salmonella. Cuando nuestras bacterias pueden hacer bien su trabajo, podemos combatirla y no tener síntomas. Sin embargo, los tratamientos con antibióticos pueden dañar nuestra microbiota y dejarnos indefensos frente a la Salmonella. Lo que también podría darse como consecuencia de una enfermedad o de la edad.

Volviendo a la infancia, en España se ha detectado un alto consumo de antibióticos en menores de 5 años, muchas veces prescritos en procesos no bacterianos (Pérez et al., 2023). Esto es muy preocupante porque en los primeros años de vida se están sentando las bases de un buen sistema inmunitario futuro.

Y si el uso inadecuado de los fármacos está perjudicando nuestra microbiota y, en general, nuestra salud, lo mismo podríamos decir de sustancias como los disruptores endocrinos (el bisfenol A, ftalatos, pesticidas, metales pesados, etc.) que se han asociado con una mayor incidencia de trastornos metabólicos (Gálvez-Ontiveros et al., 2020).

Cuando hablamos de microbiota tendemos a asociarla rápidamente a la alimentación y, ciertamente, es muy importante. Aunque, tal como ya hemos mencionado, la salud intestinal no solo refleja los hábitos nutricionales, sino que también se ve afectada por otros muchos factores de nuestra vida cotidiana (Hou et al., 2022; ver figura 6) en los que intervienen el entorno en el que vivimos, nuestra actitud diaria, cuánto nos movemos, cómo dormimos, qué relaciones tenemos, los medicamentos que tomamos, etc. En definitiva, lo que comemos afecta a la microbiota. Pero, también lo que hacemos, pensamos y sentimos.

Figura 6. Factores que afectan al eje microbiota-cerebro-intestino (Hou et al., 2022).

Modulación de la microbiota

Aunque no sabemos si la disbiosis microbiana es la causa de muchas de las patologías mencionadas en el apartado anterior, investigaciones recientes están demostrando la importancia de utilizar estrategias que modulen el funcionamiento y composición de la microbiota intestinal. Entre las estrategias más estudiadas están el uso de probióticos, el consumo de prebióticos y los trasplantes fecales. Nos vamos a centrar en las dos primeras. A menudo se utilizan como complemento dietético para intervenciones clínicas mediante administración oral. Se considera que la dosis adecuada y la interacción con la microbiota son factores importantes que afectan la eficacia de los probióticos y prebióticos.

Los probióticos son microorganismos (como las bifidobacterias y los lactobacilos) que podemos obtener de forma natural de los alimentos fermentados, como yogures, kimchi, chucrut, etc. Tomados en cantidades adecuadas pueden incrementar la diversidad de la microbiota intestinal. Los microorganismos comercializados como probióticos incluyen bacterias de diferentes géneros (Lactobacilos, Bifidobacterias, etc.) y levaduras (Saccharomyces, por ejemplo).

Se han obtenido beneficios en el tránsito intestinal, frente a diarreas o en el síndrome de intestino irritable, por ejemplo. El potencial uso terapéutico en otras enfermedades (obesidad, resistencia a la insulina, ansiedad, etc.) es objeto de estudio. En estudios preclínicos (con roedores, principalmente) varias cepas mejoran el metabolismo, la inmunidad, la función endocrina y retrasan el envejecimiento, asumiendo que la dieta y la propia microbiota pueden afectar al probiótico (Cunningham et al., 2021).

Quizás el efecto más intrigante de algunos probióticos sea el impacto sobre el funcionamiento cerebral. Son los denominados psicobióticos. Estos probióticos modulan de forma específica el eje intestino-cerebro, pudiendo mejorar la salud mental, incluida la ansiedad o depresión (Cryan et al., 2019). Dichas bacterias son capaces de incrementar la producción de neurotransmisores como el GABA y la serotonina, que afectan a la función cerebral a través del nervio vago.

Tanto los lactobacilos como las bifidobacterias, dos de las familias de bacterias más abundantes en nuestro colón, producen GABA, un importante neurotransmisor que tiene efectos inhibidores en el cerebro. Su disfunción está implicada en varios trastornos mentales (Ullah et al., 2023). De hecho, muchos medicamentos contra la ansiedad, como el Valium, imitan los mecanismos de señalización del GABA. La administración de ciertas bacterias probióticas puede producir efectos similares, elevando las concentraciones de GABA o sus receptores en el cerebro.  

En el colon, las especies de Streptococcus y Escherichia producen serotonina, un neurotransmisor importante en la digestión, el apetito, el sueño, el humor o el estado de ánimo, por ejemplo. Más del 90 % del total de serotonina en el cuerpo se sintetiza en células intestinales a partir del triptófano que ingerimos con los alimentos (Cryan et al., 2019).De hecho, sabemos que una dieta deficiente en triptófano (las principales fuentes son los huevos y la leche, seguidos de pescados y carnes; también abunda en los cereales integrales) reduce los niveles de serotonina en el cerebro. Asimismo, se ha identificado una pérdida de diversidad en la microbiota intestinal en personas con síntomas de ansiedad o depresión y bajos niveles de serotonina circulante. Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina son fármacos muy utilizados como antidepresivos ya que bloquean la reabsorción de la serotonina en las neuronas. Seguramente parte del éxito de estos fármacos tenga que ver con su efecto sobre la microbiota. En los últimos años se han probado psicobióticos que incrementan la producción de serotonina. Por ejemplo, el Bifidobacterium longum y el Lactobacillus bulgaricus que están presentes de forma natural en el yogur y el kéfir (Cryan et al., 2020). La esperanza es que finalmente puedan emplearse los psicobióticos con tanta facilidad como ahora se usa Prozac, para tratar la depresión, o Valium para tratar la ansiedad, pero con menos efectos secundarios.

Respecto a los prebióticos, son componentes de los alimentos no digeribles, presentes de forma natural o añadidos, que ejercen un efecto beneficioso estimulando selectivamente el crecimiento y/o la actividad de determinadas bacterias en el colon. Es la fibra que actúa como alimento para los probióticos. Por eso los encontramos en hortalizas como las endibias, alcachofas, puerros y ajos, los granos integrales, etc. Los efectos beneficiosos para la salud deben documentarse para que una sustancia se considere prebiótica (Gibson et al., 2017).

Los estudios han confirmado que la ingesta de prebióticos puede estimular el enriquecimiento selectivo de probióticos en el tracto intestinal, regulando así la respuesta inmune y previniendo patógenos. Los prebióticos más conocidos son la inulina, los fructooligosacáridos, la lactulosa y los galactooligosacáridos. Un prebiótico en fase de estudio del que se habla mucho últimamente y que parece interesante es el almidón resistente. Y se están estudiando también los prebióticos no hidratos de carbono que incluyen polifenoles, ácidos grasos y otros micronutrientes.

Debido a que los probióticos y prebióticos son baratos y fáciles de manejar, a menudo se utilizan en personas con enfermedades neurodegenerativas. La suplementación a largo plazo con leche enriquecida con Bifidobacteria y Lactobacillus fermentum tuvo un impacto positivo en la memoria y el aprendizaje en pacientes con Alzheimer (Bonfili et al., 2021).

Mejora con la microbiota en mente

A lo largo de la vida, cuanto más rica y diversa sea la microbiota, mejor resistirá las amenazas externas. La microbiota intestinal representa un ecosistema cambiante que se ve gravemente puesto a prueba por muchos factores, como una dieta desequilibrada, el estrés, el uso de antibióticos o las enfermedades.

El intenso intercambio de información entre el cerebro, el intestino y su microbiota se lleva a cabo las veinticuatro horas al día, desde el nacimiento hasta la muerte. Toda esta información coordina las funciones digestivas básicas, pero también tiene un impacto en nuestro desempeño cotidiano: en cómo nos sentimos, cómo nos relacionamos, qué decisiones tomamos, cuánto comemos… y mucho más. Entender este diálogo continuado puede orientarnos hacia una salud óptima. ¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Cómo podemos alimentar a la microbiota para que nuestra salud mejore?

El gran neurocientífico Emeran Mayer, en su fantástico libro Pensar con el estómago: Cómo la relación entre digestión y cerebro afecta a la salud y el estado de ánimo, propone lo siguiente:

-Fomentar la diversidad microbiana maximizando la ingesta regular de alimentos naturales fermentados y probióticos.

-Reducir el potencial inflamatorio de la microbiota intestinal tomando mejores decisiones nutritivas.

-Rebajar la grasa animal de la dieta.

-Evitar dentro de lo posible los alimentos procesados fabricados en serie y escoger alimentos de cultivo ecológico.

-Comer raciones más pequeñas.

-Tener en cuenta la nutrición prenatal.

-Reducir el estrés y practicar la autoconsciencia.

-Evitar comer cuando estamos estresados, enfadados o tristes.

-Disfrutar de los placeres secretos y los aspectos sociales de la comida.

-Convertirnos en expertos en escuchar lo que sentimos en las tripas.

La microbiota es solo uno de los pilares básicos de una vida saludable. Es, a la vez, causa y efecto de esta. Necesitamos cuidarnos de forma integral. Así trabaja el cerebro. Y los pilares básicos para una buena salud cerebral los conocemos. Esos pilares también son básicos para mantener una buena microbiota intestinal. Ya lo dijo Virginia Wolf: “Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien”. En definitiva, uno no puede vivir bien. Cada vez que comemos hemos de confiar en que el intestino tome las decisiones adecuadas para que sigamos viviendo.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Badal, V. D. et al. (2020). The gut microbiome, aging, and longevity: a systematic review. Nutrients12(12), 3759.

2. Bonaz, B. et al. (2018). The vagus nerve at the interface of the microbiota-gut-brain axis. Frontiers in Neuroscience12, 49.

3. Bonfili, L. et al. (2021). Microbiota modulation as preventative and therapeutic approach in Alzheimer’s disease. The FEBS Journal288(9), 2836-2855.

4. Buchanan, K. L. et al. (2022). The preference for sugar over sweetener depends on a gut sensor cell. Nature Neuroscience25(2), 191-200.

5. Claesson, M. J. et al. (2012). Gut microbiota composition correlates with diet and health in the elderly. Nature488(7410), 178-184.

6. Costello, E. K. et al. (2009). Bacterial community variation in human body habitats across space and time. Science326(5960), 1694-1697.

7. Cryan, J. F., & Dinan, T. G. (2012). Mind-altering microorganisms: the impact of the gut microbiota on brain and behaviour. Nature Reviews Neuroscience13(10), 701-712.

8. Cryan, J. F. et al. (2019). The microbiota-gut-brain axis. Physiological Reviews, 99, 1877-2013.

9. Cunningham, M. et al. (2021). Shaping the future of probiotics and prebiotics. Trends in Microbiology29(8), 667-685.

10. De Goffau, M. C. et al. (2019). Human placenta has no microbiome but can contain potential pathogens. Nature572(7769), 329-334.

11. De Vos et al. (2022). Gut microbiome and health: mechanistic insights. Gut71(5), 1020-1032.

12. Fülling, C. et al. (2019). Gut microbe to brain signaling: what happens in vagus… Neuron101(6), 998-1002.

13. Furness, J. B. (2012). The enteric nervous system and neurogastroenterology. Nature Reviews Gastroenterology & Hepatology9(5), 286-294.

14. Gálvez-Ontiveros, Y. et al. (2020). Endocrine disruptors in food: impact on gut microbiota and metabolic diseases. Nutrients12(4), 1158.

15. Gibson, G. R. et al. (2017). Expert consensus document: The International Scientific Association for Probiotics and Prebiotics (ISAPP) consensus statement on the definition and scope of prebiotics. Nature Reviews Gastroenterology & Hepatology14(8), 491-502.

16. Hou, K. et al. (2022). Microbiota in health and diseases. Signal Transduction and Targeted Therapy7(1), 135.

17. Kaelberer, M. M., Rupprecht, L. E., Liu, W. W., Weng, P., & Bohórquez, D. V. (2020). Neuropod cells: the emerging biology of gut-brain sensory transduction. Annual Review of Neuroscience43, 337-353.

18. Koh, A. et al. (2016). From dietary fiber to host physiology: short-chain fatty acids as key bacterial metabolites. Cell165(6), 1332-1345.

19. Levinthal, D. J., & Strick, P. L. (2020). Multiple areas of the cerebral cortex influence the stomach. Proceedings of the National Academy of Sciences117(23), 13078-13083.

20. Morais, L. H. et al. (2021). The gut microbiota–brain axis in behaviour and brain disorders. Nature Reviews Microbiology19(4), 241-255.

21. Pérez, D. et al. (2023). Consumo de antibióticos en pediatría de atención primaria antes y durante la pandemia de COVID-19. Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica41(9), 529-534.

22. Ratsika, A. et al. (2023). Microbiota-immune-brain interactions: A lifespan perspective. Current Opinion in Neurobiology78, 102652.

23. Sharvin, B. L. et al. (2023). Decoding the neurocircuitry of gut feelings: Region-specific microbiome-mediated brain alterations. Neurobiology of Disease179, 106033.

24. Sherwin, E. et al. (2019). Microbiota and the social brain. Science366(6465), eaar2016.

25. Sinha, T. et al. (2023). The maternal gut microbiome during pregnancy and its role in maternal and infant health. Current Opinion in Microbiology74, 102309.

26. Ullah, H. et al. (2023). The gut microbiota-brain axis in neurological disorder. Frontiers in Neuroscience17, 1225875.

27. Victora, C. G. et al. (2016). Breastfeeding in the 21st century: epidemiology, mechanisms, and lifelong effect. The Lancet387(10017), 475-490.

28. Zhang, C. et al. (2021). The effects of delivery mode on the gut microbiota and health: state of art. Frontiers in Microbiology12, 724449.

Libros de divulgación para saber más:

Mayer, E. (2017). Pensar con el estómago: Cómo la relación entre digestión y cerebro afecta a la salud y el estado de ánimo. Grijalbo.

Arponen, S. (2021). ¡Es la microbiota, idiota!: Descubre cómo tu salud depende de los billones de microorganismos que habitan en tu cuerpo. Alienta Editorial.

Cryan, J. F., Anderson, S. C., & Dinan, T. (2020). La revolución psicobiótica. RBA Libros.

Peláez, C., y Requena, T. (2017). La microbiota intestinal (Vol. 79). Los Libros de La Catarata.

Castellanos, N. (2022). Neurociencia del cuerpo: cómo el organismo esculpe el cerebro. Editorial Kairós.

Categorías: Neurociencia Etiquetas: ,

Resiliencia en la educación y en la vida

Todo se le puede arrebatar a un hombre excepto una cosa, la última de las libertades humanas: elegir nuestra actitud ante cualquier circunstancia, elegir nuestro propio camino.

Victor Frankl

Tradicionalmente, la resiliencia se ha definido cono la capacidad que tenemos para soportar la frustración y para superar las adversidades que nos plantea la vida saliendo fortalecidos de ellas (Métais et al. 2022). O como dice Boris Cyrulnik, un prestigioso neurólogo y psiquiatra que huyó de un campo de concentración nazi a los seis años de edad y que popularizó el término, la resiliencia es “Iniciar un nuevo desarrollo después de un trauma” (ver video).

La resiliencia consiste en un aprendizaje que puede darse durante toda la vida y, más allá de los condicionamientos genéticos y las particularidades de cada persona, todos podemos aprender a ser resilientes.

El cerebro resiliente

Investigaciones recientes han comenzado a identificar los mecanismos ambientales, genéticos, epigenéticos y neurales que subyacen a la resiliencia, y han demostrado que la resiliencia está mediada por cambios adaptativos en varios circuitos neurales que involucran numerosos neurotransmisores y vías moleculares. Las alteraciones en sus funciones determinan la variabilidad individual en la resiliencia al estrés. Todos experimentamos sucesos estresantes durante la vida. En algunos casos, el estrés agudo o crónico conduce a la depresión y otros trastornos psiquiátricos, pero la mayoría de las personas son resistentes a tales efectos.

Nuestro cerebro está conformado por redes neurales dinámicas que pueden reorganizarse a través de los mecanismos de neuroplasticidad que constituyen el sustrato de la resiliencia. Por ejemplo, las personas resilientes muestran una mayor activación de la corteza prefrontal ventromedial y un incremento en la conectividad (más sustancia blanca) con regiones del sistema límbico, como la amígdala y el hipocampo. Estas conexiones son importantes para afrontar la adversidad, controlar la ansiedad y el miedo y, en general, para la gestión emocional (Pascual-Leone y Bartres-Faz, 2021). Recordemos que la corteza prefrontal es crítica para el buen funcionamiento ejecutivo de nuestro cerebro, la amígdala interviene en el procesamiento emocional y el hipocampo es imprescindible para el almacenamiento de la memoria explícita. En concreto, la corteza prefrontal ventromedial interviene en la toma de decisiones con contenido emocional.

Los estudios con neuroimágenes han identificado regiones del cerebro que muestran patrones específicos de actividad y conectividad antes, durante y tras la exposición de estímulos estresantes que pueden predecir la forma de afrontar las situaciones adversas (Roeckner et al., 2021; ver figura 1).

Figura 1. Los factores de resiliencia previos al trauma incluyen, entre otros, un mayor volumen y activación de la corteza prefrontal ventromedial (vmPFC) e hipocampo, y una menor activación de la amígdala y la parte dorsal de la corteza cingulada anterior (dACC). En el transcurso de la recuperación, la reactividad funcional en la amígdala, la ínsula y la dACC disminuyen o regresan a los niveles previos al trauma. La conectividad entre la amígdala y la vmPFC, la ínsula o el tálamo también vuelven a los niveles de referencia. Los aumentos estructurales en las regiones frontales y el tálamo también están relacionados con la recuperación, junto a una mayor activación de regiones que intervienen en la gestión emocional, como la vmPFC y el hipocampo (Roeckner et al., 2021).

La capacidad funcional de las estructuras cerebrales que están involucradas en los circuitos integrados que afectan a los estados emocionales determina la resistencia al estrés y, a su vez, se refleja en la psicología de la persona (Feder, 2009). Sin embargo, no se comprende completamente cómo los factores neurobiológicos y psicosociales se influyen mutuamente para producir la resiliencia. Se cree que un funcionamiento más adaptativo del miedo, la recompensa, la regulación de las emociones o los circuitos del comportamiento social subyace en la capacidad de un individuo resistente para enfrentar los miedos, experimentar emociones positivas, buscar formas positivas de replantear eventos estresantes y obtener beneficios de las amistades que le apoyan. Por lo tanto, la resiliencia es un proceso activo, no solo la ausencia de patología, y puede promoverse potenciando los factores protectores.

La resiliencia es también un factor crucial en la salud, en el bienestar individual y comunitario y, tal como analizaremos luego, como habilidad puede ser influenciada a través de la educación (Ungar et al., 2014).

Resiliencia en la educación

La resiliencia suele conceptualizarse como un factor o rasgo relativamente estable, como un proceso o procesos que se ponen en práctica ante la adversidad, o como un resultado (Troy et al., 2023). Seguramente todo influya y la resiliencia se manifieste como un continuo que se presenta de forma particular en las diferentes situaciones que tengamos que afrontar en la vida cotidiana (ver figura 2). En la práctica, más allá de los condicionamientos genéticos que pueden afectar parcialmente (rasgo biológico o de personalidad), la resiliencia también es una habilidad que puede entrenarse a través de intervenciones educativas y cambiar con el tiempo en función del desarrollo y la interacción con el entorno.

Figura 2. Enfoque conceptual de la resiliencia psicológica (Troy et al., 2023). Las dos líneas representan dos trayectorias prototípicas: la verde que conduce a una salud psicológica mejor de lo esperado (resiliencia) y la roja que conduce a una salud psicológica peor de lo esperado (ausencia de resiliencia). El eje x representa el tiempo relativo al inicio de la adversidad, indicando antes y después de la adversidad. El eje y representa la salud psicológica (es decir, la resiliencia). Los fondos en verde y rojo indican que las personas pertenecen a un continuo de resiliencia en lugar de a tipos discretos. El fondo gris indica la compensación gradual de la exposición a la adversidad.

Tal como nos confirmó la pandemia, las frustraciones son inevitables, pero hay que aprender a superarlas. Por eso, desde la perspectiva educativa, cultivar la resiliencia en el alumnado se nos antoja un aprendizaje esencial. Cualquier oportunidad, en cualquier etapa educativa y en cualquier materia, es válida para impulsar este proceso. Las personas con mayor resiliencia tendrán más facilidades para superar las dificultades y aprender de los errores y ello beneficiará su aprendizaje.  En este sentido, un metanálisis de 49 estudios diferentes sugiere que el uso de intervenciones universales centradas en la resiliencia es más prometedor en la reducción a corto plazo de los síntomas depresivos y de ansiedad en niños y adolescentes, especialmente si se utiliza un enfoque basado en la terapia cognitivo-conductual (Dray et al., 2017). En concreto, los programas que se centran en promover la resiliencia y las habilidades de afrontamiento tienen un impacto positivo en la capacidad de los estudiantes para manejar los factores estresantes diarios (Fenwick-Smith et al., 2018)

Una educación orientada a mejorar la resiliencia es flexible, presta más atención a las virtudes del estudiante, genera un entorno en el que se siente respetado, apoyado y querido, fomenta su autonomía y crea un marco creativo en el que se asume con naturalidad el error y en el que el humor es valorado. Sin olvidar el papel destacado de la familia, que establece normas y límites adecuados (Grané y Forés, 2020; ver video). Tal como mencionamos antes, debemos entender la resiliencia como un proceso dinámico de adaptación que puede ser entrenado, es decir, todos podemos aprender a ser más resilientes, más allá de los condicionantes individuales vinculados a situaciones personales, familiares, sociales o profesionales, por ejemplo.

Asumiendo que la gestión de la crisis ha de adaptarse a las circunstancias y posibilidades propias de la persona, a continuación, analizamos algunas características concretas (personales y sociales), muchas directamente relacionados entre sí, que pueden ayudarnos a fortalecer la resiliencia, lo cual es imprescindible en la escuela y en la vida (ver, por ejemplo, Chmitorz et al., 2018; Dahl et al., 2020; Feder et al., 2009; Wu et al., 2013).

Optimismo

Ya hace algunos años, los estudios de Martin Seligman demostraron que el problema básico que subyace en la depresión de muchos niños y en su bajo rendimiento radica en el pesimismo. Las creencias que los propios niños tenían sobre la permanencia de los acontecimientos negativos, junto con la aparición de adversidades en sus vidas, representaban factores significativos de riesgo para sufrir una depresión y el consiguiente fracaso académico.

Las emociones positivas nos ayudan a combatir el estrés (a través de las vías mesolímbicas de la dopamina) recuperándonos antes de las adversidades. Y están asociadas a una mejor salud global (Alexander et al., 2021). Las personas optimistas (nos referimos a un optimismo realista) utilizan más estrategias proactivas, muestran un mayor bienestar subjetivo y tienden a generar conexiones sociales más amplias y satisfactorias que las personas pesimistas (Carver et al., 2010). Todo ello tiene un gran impacto en el desarrollo de la resiliencia.

El “optimismo aprendido” que nos permite reconocer y reinterpretar los pensamientos negativos (ver apartado siguiente) está vinculado al desarrollo de la flexibilidad cognitiva, una función ejecutiva básica que se trabaja en el contexto del aula cuando, por ejemplo, utilizamos analogías y metáforas, planteamos problemas abiertos, permitimos diferentes opciones para la toma de decisiones o asumimos con naturalidad el error en el proceso de aprendizaje.

Reevaluación cognitiva

La reevaluación cognitiva nos permite replantear o reformular aquello que desencadena una experiencia emocional, y reaccionar en función de esa nueva interpretación. Primero analizamos lo que desencadena esa experiencia emocional y luego buscamos una nueva forma de verla. Es clave identificar los errores en el pensamiento que dan lugar a creencias limitantes, cuestionarlos y combatir la evitación de situaciones problemáticas que provocaron los sentimientos anteriores. Esto ayuda a diferenciar entre las causas internas de las externas.

Las personas resilientes utilizan esta técnica mejor o con más frecuencia. Pensemos, por ejemplo, en un estudiante que suspende una asignatura. Puede interpretar que no es inteligente y que no podrá aprobar la materia en el futuro. En lugar de considerar el error como consistente y representativo del trabajo que hace, la reevaluación cognitiva le enseña a contemplar la posibilidad de haber cometido el error porque ha dormido mal esa noche, porque tuvo un mal día o, simplemente, porque todos cometemos errores. Este tipo de entrenamiento que hace participar directamente a la corteza prefrontal da como resultado un incremento de la inhibición prefrontal sobre la amígdala (Buhle et al., 2014), que es un patrón de actividad cerebral característico de la resiliencia.

Estrategias proactivas

Aun cuando es imposible evitar completamente el futuro, podemos anticiparlo y cambiarlo. Enfrentar los miedos promueve estrategias activas de afrontamiento, como la planificación y la resolución de problemas, funciones ejecutivas de orden superior que contribuyen a una mayor resiliencia (Ellis et al., 2017). Pensemos, por ejemplo, en la presentación oral de un trabajo que colma de inseguridad al estudiante. Si visualiza una gran variedad de posibles objeciones que se le pueden plantear podrá planificar una exposición bien estructurada que le ayude a combatir su inseguridad.

Se ha demostrado que la exposición cotidiana a agentes estresantes leves en la infancia mejora nuestra capacidad futura para regular las emociones y nos concede una resiliencia que podemos aprovechar durante toda la vida. Sin embargo, la exposición a un estrés extremo o prolongado produce el efecto contrario: induce la hiperactividad del eje HHA (eje hipotalámico-hipofisario-adrenal) y una vulnerabilidad de por vida al estrés (Dhabhar, 2014). Las personas resilientes no sufren más, sino que gestionan su dolor de forma constructiva. Afrontan el estrés y buscan una salida a la situación de manera activa. En el caso de la resiliencia ocurre algo parecido a lo que pasa con el sistema inmunitario, debemos estar expuestos a los ataques para desarrollar la resistencia necesaria.

Ejercicio físico

En los últimos años se han producido grandes avances en la comprensión de los mecanismos moleculares y celulares responsables de la incidencia positiva del ejercicio físico (que puede verse como una forma de afrontamiento activo) sobre el cerebro. En concreto, los niveles de la molécula BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro) aumentan con la actividad física y esta proteína es muy importante porque mejora la plasticidad sináptica, aumenta la neurogénesis en el hipocampo e incrementa la vascularización cerebral. Pues bien, el cerebro de las personas resilientes produce más BDNF, mientras que los pacientes depresivos presentan menores niveles de BDNF en sangre que las personas sanas. Un número creciente de estudios han demostrado que el ejercicio no solo recupera o minimiza los déficits cognitivos al inducir una mejor neuroplasticidad y reserva cognitiva, sino que también contrarresta la patología cerebral (Arida y Teixeira-Machado, 2021; ver figura 3).

En general, las personas que llevan un estilo de vida activo y saludable (importante también la alimentación) son más resilientes, combaten mejor el estrés, tienen mejor humor e incrementan las posibilidades para establecer buenas relaciones con otras personas. En la práctica, salir a correr unos minutos puede producir los mismos efectos que una pequeña dosis de los fármacos Concerta o Prozac, pero provocando un mayor equilibrio entre neurotransmisores y, por supuesto, de forma más natural y saludable.

Figura 3. El ejercicio influye positivamente en la reserva cognitiva a través de múltiples vías, protegiendo contra las consecuencias de eventos estresantes, mejorando la salud y reduciendo el riesgo de enfermedades crónicas (Arida y Teixeira-Machado, 2021).

Relaciones sociales

El vínculo y las habilidades sociales promueven la resiliencia en la infancia y la adultez. Los estudios con neuroimágenes han revelado que durante la cooperación se activan regiones del sistema de recompensa cerebral, como el núcleo accumbens, o la corteza prefrontal ventromedial (Gangopadhyay et al., 2021).

La liberación de dopamina refuerza el deseo de continuar la interacción, y ello genera más altruismo y permite aplazar la recompensa de los participantes que cooperan en los estudios. Este vínculo entre lo social y lo emocional se ha identificado en las personas más resilientes pues, en promedio, son más empáticas y muestran actitudes más prosociales y altruistas. Cuando compartimos con los demás estimulamos la liberación de la hormona oxitocina en el hipotálamo que reduce la respuesta del sistema nervioso simpático al estrés, entre otros múltiples beneficios  (Insel, 2010).

En general, la superación de una adversidad requiere el encuentro con una persona significativa. Nuestro cerebro es social y la promoción de la resiliencia es una tarea colectiva. Y qué mejor forma de hacerlo que mediante el aprendizaje-servicio (ApS), una propuesta educativa que consiste en aprender haciendo un servicio a la comunidad.

Por otra parte, el aislamiento social no deseado es un gran factor de estrés, perjudicando el funcionamiento adecuado de regiones como la corteza prefrontal y la amígdala que regulan el eje HHA. El apoyo social es importante para cultivar la resiliencia y puede ayudar a combatir la depresión (Cano et al., 2020; ver figura 4).

Figura 4. El apoyo social actúa como moderador en la asociación entre la resiliencia y los síntomas depresivos (Cano et al., 2020).

Humor

Cuando somos capaces de relativizar las situaciones con sentido del humor, mejora nuestro bienestar. Aunque es difícil demostrar que el humor tiene beneficios terapéuticos, sí podemos afirmar que mejora la resiliencia de las personas y ayuda a disfrutar más de la vida. Según el investigador Stefan Vanistendael, especializado en el estudio de la resiliencia, “el humor es la capacidad de conservar la sonrisa ante la adversidad”. Seguramente, el humor se desarrolló como un mecanismo de regulación emocional necesario para afrontar unas relaciones sociales cada vez más complejas. Pero lo que está claro es que las personas que contrarrestan el estrés con humor obtienen beneficios físicos, cognitivos y emocionales, y que, cuando sonreímos, nos sentimos bien porque activamos el sistema de recompensa cerebral (Vrticka et al., 2013)

En un interesante estudio en el que participaron adolescentes se comprobaron los beneficios socioemocionales del humor, facilitando el vínculo con amigos y familiares y siendo un factor protector en situaciones de riesgo sociales (Cameron et al., 2010). En lo referente a la etapa de educación infantil, también se han identificado los beneficios de la dimensión social del humor. Estudiantes de tres años se reían ocho veces más en compañía que solos cuando veían unos dibujos animados (Addyman et al., 2018).

Mindfulness

La práctica continuada del mindfulness nos ayuda a debilitar la cadena de pensamientos que nos mantiene obsesionados sobre un contratiempo y hace que esta obsesión remita. Los estudios con neuroimágenes han demostrado que el mindfulness refuerza las conexiones entre la corteza prefrontal y la amígdala facilitando los recursos mentales para parar la espiral de pensamientos negativos generados (“He vuelto a suspender”, “No se me dan bien las matemáticas”, “No podré ir a la universidad”) que pueden aparecer ante la adversidad (Tang, Hölzel y Posner, 2015; ver figura 5).

Intervenciones específicas basadas en el mindfulness mejoran la resiliencia de estudiantes -incluso universitarios- y les ayudan a combatir el estrés generado por los exámenes (Galante et al., 2018). La evaluación de programas de aprendizaje socioemocional como MindUp en los que cada unidad incorpora prácticas de mindfulness en la infancia, ha demostrado una mejora de la capacidad cognitiva de los estudiantes, que va acompañada de otra no menos importante asociada a habilidades socioemocionales como el autocontrol, la respuesta al estrés, la empatía o las relaciones entre compañeros (Bockmann y Yu, 2023). Todo ello es básico en el desarrollo de la resiliencia.

Figura 5. Regiones del cerebro implicadas en el mindfulness que intervienen en el control de la atención (la corteza cingulada anterior y el cuerpo estriado), la regulación emocional (múltiples regiones prefrontales, regiones límbicas y el cuerpo estriado) y la autoconciencia (la ínsula, la corteza prefrontal medial, la corteza cingulada posterior y el precúneo).

Propósito

La sensación de propósito y de sentido de la vida permite a las personas afrontar más adecuadamente los retos cotidianos, reformulándolos de una forma que favorece la recuperación.  A su vez, una mayor capacidad para recuperarse de eventos negativos puede permitirnos lograr o mantener un sentimiento de mayor propósito en la vida a lo largo del tiempo (Schaefer et al., 2013). Las personas resilientes poseen un “sentido de coherencia”, una característica psicológica que define una orientación vital básica que permite encontrar un sentido a lo que se vive. Las personas con un sentido de coherencia hallan una explicación para la crisis o los avatares del destino y creen que poseen suficientes recursos (personales, sociales, económicos, etc.) para afrontarlos y superarlos utilizándolos de forma más eficiente.  Junto a esto, la investigación indica que es muy importante que el propósito personal trascienda: los planes vitales orientados a ayudar a otras personas tienen un impacto más beneficioso sobre la salud que los dirigidos a uno mismo (Van Den Broeck et al., 2019).

Stefan Vanistendael creó La Casita de la Resiliencia, un modelo cualitativo de elementos de resiliencia como la aceptación de la persona, la búsqueda de sentido o el humor constructivo (ver figura 6). Se trata de una pequeña casa con varios pisos y habitaciones que hacen referencia a posibles campos de intervención para la construcción o mantenimiento de la resiliencia. Por un lado, se buscan cosas generalizables (cada habitación de la casita) y, por otra parte, se han de personalizar las intervenciones (lo que se hace dentro de la habitación). La Casita puede utilizarse como un instrumento de trabajo que puede adaptarse a las necesidades específicas de cada estudiante.

Figura 6. La Casita de la Resiliencia de Vanistendael (2018).

La escuela que se impregna de esperanza, alegría, altruismo o creatividad repercute positivamente en el proceso de formación de personas íntegras y felices. Anna Forés y Jordi Grané lo resumen muy bien: “La resiliencia es más que resistir, es también aprender a vivir”. Una puerta abierta a la esperanza que huye de determinismos y que posibilita el cambio. No somos responsables de los problemas que nos surgen, pero sí de cómo los afrontamos.

Jesús C. Guillén


Referencias:

    1. Addyman, C. et al. (2018). Social facilitation of laughter and smiles in preschool children. Frontiers in Psychology, 1048.

    2. Alexander, R. et al. (2021). The neuroscience of positive emotions and affect: Implications for cultivating happiness and wellbeing. Neuroscience & Biobehavioral Reviews121, 220-249.

    3. Arida, R. M., y Teixeira-Machado, L. (2021). The contribution of physical exercise to brain resilience. Frontiers in Behavioral Neuroscience, 279.

    4. Bockmann, J. O., y Yu, S. Y. (2023). Using mindfulness-based interventions to support self-regulation in young children: A review of the literature. Early Childhood Education Journal51(4), 693-703.

    5. Buhle, J. T. et al. (2014). Cognitive reappraisal of emotion: a meta-analysis of human neuroimaging studies. Cerebral Cortex24(11), 2981-2990.

    6. Cameron, E. L. et al. (2010). Resilient youths use humor to enhance socioemotional functioning during a day in the life. Journal of Adolescent Research25(5), 716-742.

    7. Cano, M. Á. et al.  (2020). Depressive symptoms and resilience among Hispanic emerging adults: Examining the moderating effects of mindfulness, distress tolerance, emotion regulation, family cohesion, and social support. Behavioral Medicine46(3-4), 245-257.

    8. Chmitorz, A. et al. (2018). Intervention studies to foster resilience – a systematic review and proposal for a resilience framework in future intervention studies. Clinical Psychology Review, 59, 78-100.

    9. Dahl, C. J. et al. (2020). The plasticity of well-being: A training-based framework for the cultivation of human flourishing. PNAS, 117 (51), 32197-32206.

    10. Dhabhar, F. S. (2014). Effects of stress on immune function: the good, the bad, and the beautiful. Immunologic Research58, 193-210.

    11. Dray, J. et al. (2017). Systematic review of universal resilience-focused interventions targeting child and adolescent mental health in the school setting. Journal of the American Academy of Child & Adolescent Psychiatry56(10), 813-824.

    12. Ellis, B. J. et al. (2017). Beyond risk and protective factors: An adaptation-based approach to resilience. Perspectives on Psychological Science12(4), 561-587.

    13. Fenwick-Smith, A. et al. (2018). Systematic review of resilience-enhancing, universal, primary school-based mental health promotion programs. BMC Psychology6, 1-17.

    14. Galante, J. et al. (2018). A mindfulness-based intervention to increase resilience to stress in university students (the Mindful Student Study): a pragmatic randomised controlled trial. The Lancet Public Health3(2), e72-e81.

    15. Gangopadhyay, P. et al. (2021). Prefrontal–amygdala circuits in social decision-making. Nature Neuroscience24(1), 5-18.

    16. Insel, T. R. (2010). The challenge of translation in social neuroscience: a review of oxytocin, vasopressin, and affiliative behavior. Neuron65(6), 768-779.

    17. Métais, C. et al. (2022). Integrative review of the recent literature on human resilience: From concepts, theories, and discussions towards a complex understanding. Europe’s Journal of Psychology18(1), 98.

    18. Feder, A. et al. (2009). Psychobiology and molecular genetics of resilience. Nature Reviews Neuroscience, 10, 446–457.

    19. Grané, J., Forés, A. (2020). Hagamos que sus vidas sean extraordinarias: 12 acciones para generar resiliencia desde la educación. Octaedro.

    20. Pascual-Leone, A., Bartres-Faz, D. (2021). Human brain resilience: A call to action. Annals of Neurology, 90(3), 336-349.

    21. Roeckner, A. R. et al. (2021). Neural contributors to trauma resilience: a review of longitudinal neuroimaging studies. Translational Psychiatry11(1), 508.

    22. Schaefer, S. M. et al. (2013). Purpose in life predicts better emotional recovery from negative stimuli. PloS one8(11), e80329.

    23. Tang, Y. Y., Hölzel, B. K., y Posner, M. I. (2015). The neuroscience of mindfulness meditation. Nature Reviews Neuroscience16(4), 213-225.

    24. Troy, A. S. et al.  (2023). Psychological resilience: An affect-regulation framework. Annual Review of Psychology74, 547-576.

    25. Ungar, M. et al. (2014). School-based interventions to enhance the resilience of students. Journal of Educational and Developmental Psychology4(1), 66.

    26. Van Den Broeck, A. et al. (2019). I want to be a billionaire: How do extrinsic and intrinsic values influence youngsters’ well-being? The ANNALS of the American Academy of Political and Social Science682(1), 204-219.

    27. Vanistendael, S. (2018). Hacia la puesta en práctica de la resiliencia. La casita: una herramienta sencilla para un desafío complejo. BICE.

    28. Vrticka, P., Black, J. M., y Reiss, A. L. (2013). The neural basis of humour processing. Nature Reviews Neuroscience14(12), 860-868.

    29. Wu, G. et al. (2013). Understanding resilience. Frontiers in Behavioral Neuroscience, 7 (10).

    Categorías: Neurodidáctica Etiquetas: , ,

    Metacognición en el aprendizaje

    La metacognición, esta capacidad de conocernos, de autoevaluarnos, de simular mentalmente qué pasaría si reaccionáramos de tal o cual manera, tiene un papel fundamental en los aprendizajes humanos. La opinión que nos forjamos de nosotros mismos nos ayuda a progresar o, al contrario, nos encierra en el círculo vicioso del fracaso. Por lo tanto, no es desacertado pensar el cerebro como una tumultuosa reunión de expertos que compiten o colaboran entre sí.

    Stanislas Dehaene

    La autorregulación es un componente básico de todo aprendizaje competencial. En concreto, es muy eficaz para desarrollar la competencia para aprender a aprender. Según algunos autores, el aprendizaje autorregulado tiene tres componentes principales: la cognición, la metacognición y la motivación (Muijs y Bokhove, 2020). La cognición incluye las habilidades necesarias para codificar, relacionar, consolidar y recuperar la información; la metacognición integra estrategias que permiten comprender y controlar los procesos cognitivos; y la motivación incluye las creencias y actitudes que afectan al uso y desarrollo de las habilidades cognitivas y metacognitivas. Cada uno de estos componentes es necesario para el aprendizaje, pero no suficiente. Se requiere la interacción continua entre ellos.

    Desde la perspectiva educativa, la metacognición es especialmente relevante porque permite al estudiante valorar sus propios pensamientos y posibilita reconocer, orientar y mejorar su propio proceso de aprendizaje. Hoy más que nunca es necesario ayudar a nuestro alumnado a convertirse en personas autónomas y eficaces. Fomentar la utilización de estrategias metacognitivas es una forma de lograr este objetivo.

    En los últimos años las investigaciones sobre el impacto de la metacognición en el aprendizaje se han incrementado mucho. Hay dos buenas razones que pueden justificar esto. Por un lado, se ha identificado que los estudiantes que tienen mayor dificultad para aprender no utilizan las estrategias metacognitivas de forma adecuada. Y por otro, parece que estas estrategias se pueden enseñar, lo cual repercute directamente en el rendimiento académico de los estudiantes (Heyes et al., 2020).

    ¿Qué es la metacognición?

    Simplificando, la metacognición puede entenderse como las instrucciones que nos damos a nosotros mismos sobre cómo realizar una tarea de aprendizaje concreta, mientras que la cognición es la forma en que realmente la hacemos.

    Aunque la metacognición se ha estudiado desde diferentes disciplinas, la mayoría de las investigaciones identifican dos elementos esenciales (conocimiento y regulación) que, según Schraw et al. (2006), tienen tres subcomponentes cada uno de ellos:

    Conocimiento metacognitivo

    Es lo que saben los estudiantes sobre sus propios procesos cognitivos. Por ejemplo, “sé que la analogía con el sistema solar me ayuda a entender el modelo atómico de Bohr”. Incluye:

    1. Conocimiento declarativo (saber qué): incluye el conocimiento sobre uno mismo como aprendiz y los recursos y factores que influyen en el rendimiento. Por ejemplo, si nos cuesta recordar una información podemos utilizar estrategias para compensar esa dificultad.

    2. Conocimiento procedimental (saber cómo): se refiere al conocimiento sobre las estrategias que podemos utilizar durante las tareas. Por ejemplo, tomar apuntes, resumir la información relevante, plantearnos preguntas para recordar la información, etc.

    3. Conocimiento condicional (saber cuándo y por qué): hace referencia a saber cuándo y por qué utilizar una determinada estrategia.

    Regulación metacognitiva

    Son los mecanismos de control de la propia cognición que ayudan al desarrollo de la tarea y al aprendizaje. Por ejemplo: “como no acabo de entender el enunciado de la primera ley de Newton, lo reescribo con mis propias palabras”). Incluye:

    1. Planificación (qué estrategias utilizar): son actividades anticipatorias que nos permiten abordar la tarea. Por ejemplo, el establecimiento de metas, la activación de conocimientos previos o asignar el tiempo requerido a la tarea.

    2. Supervisión (cómo lo estoy haciendo): es la conciencia sobre la comprensión de la tarea y el desempeño durante la misma. Por ejemplo, comprobar si el progreso durante la tarea está en consonancia con los objetivos de aprendizaje identificados o retomar la lectura de un texto si se cree que no se ha entendido.

    3. Evaluación (¿debería cambiar las estrategias?): es la valoración de los productos obtenidos y de los propios procesos de regulación del aprendizaje. Por ejemplo, interpretar los resultados obtenidos y reflexionar sobre el proceso de aprendizaje puesto en práctica.

    Podemos concluir que la metacognición permite al estudiante elegir la mejor forma de realizar una tarea. Asumiendo, por supuesto, que no siempre hemos de utilizarla porque algunas acciones se acaban automatizando. Y cuando la utilizamos, las dificultades tienen que ser las adecuadas. Como veremos luego, las estrategias metacognitivas pueden aplicarse en contenidos de cualquier materia, aunque su dominio depende del contexto, es decir, un estudiante puede mostrar buenas habilidades metacognitivas en unas tareas o materias y débiles en otras. Pero antes de adentrarnos en las estrategias concretas, conviene analizar algunos estudios sugerentes sobre el desarrollo de la metacognición que provienen de la neurociencia.

    Desarrollo de la metacognición

    Los estudios de hace unos años con pacientes amnésicos, todos con lesiones en el hipocampo, revelaron que la mayor parte de ellos manifestaban déficits de memoria (como era de esperar) sin ser conscientes de sus dificultades para recordar. Ello sugería que la metacognición podía estar vinculada al lóbulo frontal, el director ejecutivo de nuestro cerebro. Experimentos posteriores identificaron a pacientes con lesiones en el lóbulo frontal que no se creían capaces de reconocer unas frases que les presentaban, aunque sí que podían recordarlas, es decir, mostraban un buen funcionamiento de las regiones que intervienen en la formación de memorias, pero una metacognición deteriorada (Fleming, 2021). En concreto, estudios recientes con neuroimágenes han confirmado un vínculo directo existente entre áreas concretas de la corteza prefrontal (también intervienen la ínsula y la corteza parietal lateral) y la metacognición. Y, además, esas áreas prefrontales también se activan cuando hacemos uso de nuestra particular teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018; ver figura 1). Por consiguiente, podemos decir que los pensamientos sobre nosotros mismos y sobre los demás comparten correlatos neurales.

    Figura 1. Comparación entre la activación cerebral en procesos de metacognición y de teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018)

    Figura 1. Comparación entre la activación cerebral en procesos de metacognición y de teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018)

    El periodo continuo de maduración del cerebro, especialmente la corteza prefrontal (la región del cerebro que tarda más en madurar) seguramente explique el desarrollo de la metacognición durante la infancia y la adolescencia. Debido a que los niños pequeños a menudo proporcionan información inexacta en juicios metacognitivos cuando se les pide que lo hagan verbalmente, se ha asumido durante mucho tiempo que esta capacidad no se desarrolla hasta la infancia tardía. Sin embargo, ya en la infancia temprana regiones críticas de la corteza prefrontal son funcionales y posibilitan cierto grado de metacognición (implícita) que es necesaria para la curiosidad. Con solo 20 meses de edad, los bebés piden ayuda a la persona adulta que los acompaña cuando no son capaces de resolver solos un problema planteado, como recordar la ubicación de un juguete escondido en dos posibles cajas que el experimentador cambió sin que se dieran cuenta (Goupil et al., 2016; ver figura 2). Ser curioso es querer saber y eso conlleva también saber lo que ignoramos.

    Figura 2. Bebés de 20 meses piden ayuda a su madre para recuperar el juguete cuando son más propensos a cometer un error (Goupil et al., 2016)

    En cuanto al proceso continuo de desarrollo de la metacognición, existen experimentos de laboratorio interesantes. Por ejemplo, Hembacher y Ghetti (2014) pidieron a niños de 3, 4 y 5 años que memorizasen unos objetos. Luego se les mostró pares de dibujos en los que aparecían uno de los objetos anteriores y tenían que elegirlo. Tras ello, se les pidió que eligieran la foto de otro niño que revelara cómo se sentían tras la elección: muy inseguros, un poco inseguros o seguros. Los juicios de confianza de los niños de tres años mostraron poca diferencia entre las decisiones correctas e incorrectas. Su capacidad para saber si habían hecho la elección correcta era mala. Por el contrario, los niños de cuatro y cinco años mostraron una buena metacognición.

    Investigaciones posteriores han confirmado que la capacidad de darnos cuenta de que no sabemos algo (meta-ignorancia), surge aproximadamente a los cinco años de edad (Filevich et al., 2020). Asimismo, la capacidad de estimar si alguien más tiene una visión diferente del mundo (teoría de la mente) surge en los niños aproximadamente al mismo tiempo que adquieren una metacognición explícita. Tal como plantea el neurocientífico Stephen Fleming (2021), es posible que la aparición de la metacognición permita a los niños reconocer la diferencia entre creencias y realidad y crear un mundo imaginario por sí mismos. El juego simbólico o el teatro son básicos en este proceso de desarrollo. Y es que el cerebro está continuamente haciendo simulaciones.

    Metacognición en el aula

    Se han identificado algunas características de los estudiantes que muestran una buena autorregulación y las correspondientes estrategias metacognitivas que utilizan de forma efectiva (Clark y Dumas, 2016):

    1. Se autoevalúan (evaluación de los métodos seguidos en el proceso de aprendizaje).

    2. Registran y monitorean el aprendizaje (buscar señales de progreso).

    3. Piden ayuda a los adultos (buscar apoyo social en el docente o en los padres).

    4. Utilizan la autoexplicación (visibilizar explícitamente lo que ocurre en nuestra mente durante el aprendizaje).

    5. Crean nuevas estrategias de aprendizaje (uso de la evidencia para la mejora del aprendizaje).

    6. Establecen metas y planifican el proceso (asumir retos adecuados).

    7. Reestructuran el entorno de aprendizaje (elección de las condiciones físicas y sociales que faciliten el aprendizaje).

    8. Gestionan el tiempo (regular el progreso para optimizar los resultados).

    9.  Interactúan de forma activa con los compañeros (cooperación con los compañeros).

    10. Utilizan recursos fuera del aula (buscar información en Internet, bibliotecas, etc.).

    11. Son persistentes, resilientes y están centrados en la tarea (mantenimiento de la actividad a pesar de la dificultad o distracción).

    12. Se premian cuando toca (actuar según los resultados).

    13. Repasan la información (uso de estrategias para mejorar la recuperación de información).

    14. Son conscientes de sus posibilidades sin juzgarlas (ser conscientes de las propias fortalezas y debilidades).

    Las investigaciones demuestran que las estrategias de metacognición y autorregulación pueden enseñarse y mejorarse en el contexto del aula combinando la enseñanza explícita y la implícita. Por ejemplo, el docente puede analizar el proceso metacognitivo que sigue al resolver un problema, pero también puede guiar la resolución de un problema a través de unas preguntas orientativas. Todo ello tiene un gran impacto en el desempeño académico de los estudiantes, especialmente en lectura, escritura, matemáticas y ciencias, dominios en los que se han realizado más estudios. Asimismo, se han obtenido resultados algo mejores en Secundaria que en Primaria (Dent y Koenka, 2016). Seguramente esto esté relacionado con el lento proceso de maduración de la corteza prefrontal, que puede alargarse hasta pasados los veinte años.

    Aprender a usar estrategias metacognitivas de manera efectiva no ocurre rápidamente. Evidentemente, para que los estudiantes puedan utilizar de forma adecuada estas estrategias necesitan el tiempo necesario para practicarlas, el feedback adecuado que les permita ajustar el proceso y la interiorización de las estrategias para que puedan llegar a utilizar este tipo de pensamiento sin darse cuenta de que lo hacen. Sin olvidar las cuestiones afectivas. El estudiante ha de estar motivado para poder utilizar de forma adecuada las estrategias metacognitivas durante el aprendizaje, es decir, el conocimiento sobre cómo aprendemos tiene que ir acompañado del esfuerzo correspondiente que requiere el aprendizaje. Todos podemos mejorar.

    En una investigación en la que participaron estudiantes universitarios, a los integrantes del grupo de control se les envió un recordatorio de un examen dentro de una semana que ya podían preparar. Mientras que el grupo experimental recibió el mismo recordatorio junto a un ejercicio con tres preguntas sobre las que tenían que reflexionar: “¿Qué recursos me ayudarán a estudiar?”, “¿Por qué son útiles?”, “¿Cómo los utilizaré?”. Los resultados revelaron que los estudiantes del grupo experimental obtuvieron mejores resultados en el examen que realizaron y también en la repetición del experimento (segundo examen), independientemente de la edad o del rendimiento académico (Chen et al., 2017; ver figura 3). Y no solo eso, la utilización de la estrategia metacognitiva condujo a una menor sensación de ansiedad y estrés para el siguiente examen. El desarrollo de las habilidades metacognitivas de los estudiantes impulsa su motivación y aprendizaje. No solo se trata de la cantidad de estudio, sino también de la calidad del mismo.

    Figura 3. Promedio de las calificaciones de los estudiantes en el primer examen, en el segundo y en el curso completo (Chen et al., 2017)

    En una investigación posterior, Patricia Chen ha demostrado que la adopción de una mentalidad estratégica, es decir, la utilización intencionada de estrategias metacognitivas, puede ser beneficiosa en la educación y en la vida. Plantearnos preguntas del tipo “¿Cómo puedo hacer esto?”, “¿Hay cosas que pueda hacer de otra manera?” ¿Hay maneras de hacerlo aún mejor?, pueden ayudarnos a alcanzar los objetivos en la vida, incluidas las metas educativas, laborales, de salud y de estado físico (Chen et al., 2020). Todo ello tiene grandes implicaciones educativas.

    En la práctica

    En la práctica, podemos reforzar la metacognición en el aula aplicando sencillas estrategias. Analicemos algunas actividades concretas (ver más en Agarwal y Bain, 2021; Pérez y González, 2020; Ritchhart y Church, 2020):

    “Dos cosas”

    En cualquier momento de la clase, nos detenemos y les pedimos a los estudiantes que escriban dos cosas acerca de un tema específico. Por ejemplo: “¿Cuáles son las dos cosas más importantes que aprendiste hoy (o ayer)?”, “¿Cuáles son las dos conclusiones de esta unidad?”, “¿Cuáles son dos ejemplos de tu vida que se relacionan con lo estudiado hoy?”, “¿Cuáles son las dos cosas que te gustaría aprender?”, etc. Este es un ejemplo de práctica de recuperación, una técnica de estudio que tiene un gran impacto sobre el aprendizaje y que, además, ayuda al alumnado a reflexionar sobre lo que sabe y lo que no. Junto a ello es importante suministrar el feedback adecuado que haga que la metacognición del estudiante esté en sintonía con su aprendizaje real.

    Los cuatro pasos de la metacognición

    Al final de la clase entregamos a los estudiantes una hoja dividida en diferentes cuadros en los que aparecen definiciones y espacios en blanco, relacionados con lo estudiado antes, que hay que completar. Para rellenar las hojas se siguen los siguientes pasos:

    1. Pon una * si sabes la respuesta o un ? si no la sabes.

    2. Responde todas las * sin revisar tus libros o apuntes.

    3. Completa todos los ? utilizando tus libros y apuntes.

    4. Verifica que todas las * estén correctas.

    De esta forma los estudiantes tienen la oportunidad de recuperar la información y practicar la metacognición.

    Creación de palabras clave

    Pedimos a los estudiantes que generen unas palabras clave que resuman un tema determinado que están estudiando. La creación de palabras clave es una forma interesante de reforzar la conciencia del propio conocimiento. En un estudio que utilizó esta estrategia se comprobó una mejora en la metacognición de los estudiantes que les permitió gestionar mejor el tiempo de estudio y dedicar más esfuerzo a las materias que habían entendido peor (De Bruin et al., 2011).

    Autoexplicación

    Se les plantea a los estudiantes un cuestionario que les permite recordar información relevante que han trabajado en el aula y al final se les pide que elijan entre las frases “¡lo conseguí!” o “¡no estoy seguro!”. Para decidir si lo consiguieron o si no están seguros de ello, se les anima a preguntarse: “¿Cómo se relaciona esto con lo que ya he aprendido?” o “¿Por qué esta pregunta ayuda a generar nuevas ideas?”. La autoexplicación estimula los juicios de aprendizaje y de confianza, junto a la metacognición y la comprensión de su propio aprendizaje (Wiley et al., 2016).

    Junto a esto, qué importante es fomentar las preguntas abiertas del tipo (“¿Cómo?”, “¿Por qué?”) ya que estimulan un pensamiento más complejo y están más vinculadas a la vida real que las preguntas cerradas (“¿Quién?”, “¿Cuándo?”, “¿Dónde?”).

    Pensando en voz alta

    En esta actividad cooperan dos estudiantes. Uno resuelve la tarea explicando en voz alta sus pensamientos y sentimientos durante el desarrollo de la misma, mientras que el compañero va anotando todo lo que escucha, reflexionando e identificando posibles errores.

    Antes pensaba …, ahora pienso

    Esta rutina de pensamiento se utiliza para ayudar a los estudiantes a reflexionar sobre cómo su pensamiento sobre un tema o cuestión ha cambiado a lo largo del tiempo. Además de desarrollar las habilidades de razonamiento, esta rutina también desarrolla sus habilidades metacognitivas. Puede utilizarse después de leer información novedosa, ver una película, escuchar una conferencia, un debate en el aula o al finalizar una unidad didáctica, por ejemplo. Se explica a los estudiantes que el objetivo de esta rutina es ayudarlos a reflexionar sobre su pensamiento acerca del tema elegido e identificar cómo sus ideas han evolucionado a lo largo del tiempo. Se les pide que reflexionen individualmente, lo escriben y, luego, han de compartir las ideas, en parejas o en pequeños grupos, y explicar sus cambios de pensamiento.

    Diario de aprendizaje

    Un instrumento muy útil para promover la autoevaluación y la reflexión es el portafolio, un dosier que recoge de forma sistemática y organizada sus trabajos durante una unidad didáctica o un curso académico. Asimismo, el uso del portafolio promueve el desarrollo de habilidades imprescindibles como la reflexión, el análisis crítico o la autoevaluación, lo cual impulsa el desarrollo metacognitivo. El diario podría ser un diario de papel tradicional, un documento de Google o incluso una grabación de audio o video. En el contexto de matemáticas, por ejemplo, un estudiante podría detallar cómo trabajaron para comprender un problema, cómo intentaron resolverlo, cómo cambiaron el esquema que estaban usando inicialmente, y cómo finalmente llegaron a la solución y la comprobaron.

    ¡Date un respiro!

    Podemos fomentar descansos durante el estudio para reflexionar sobre el propio aprendizaje. En tareas de laboratorio, se ha comprobado que los participantes son más conscientes de su propio aprendizaje al cabo de un tiempo y no inmediatamente después de la tarea (Fleming y Lau, 2014). Asimismo, la meditación parece mejorar también la metacognición (Baird et al., 2014). Esto es muy interesante ya que hemos comprobado lo útil que puede llegar a ser integrar este tipo de técnicas, como en el caso del mindfulness, en los programas de educación emocional. Sin olvidar el para, piensa y actúa, esencia del buen funcionamiento ejecutivo, que podemos y debemos promover en cualquier etapa educativa.

    Seguimos conociéndonos a nosotros mismos y a los demás. Un aprendizaje que es para toda la vida.

    Jesús C. Guillén


    Referencias:

    1. Agarwal, P. K., Bain, P. M. (2021). Enseñanza efectiva: Herramientas de la ciencia cognitiva para el aula. Aptus.

    2. Baird, B. et al. (2014). Domain-specific enhancement of metacognitive ability following meditation training. Journal of Experimental Psychology: General, 143 (5), 1972-1979.

    3. Clark. I., Dumas, G. (2016).  The regulation of task performance: A trans-disciplinary review. Frontiers in Psychology, 6 (1862).

    4. De Bruin, A. et al. (2014). Generating keywords improves metacomprehension and self-regulation in elementary and middle school children. Journal of Experimental Child Psychology 109(3), 294-310.

    5. Chen, P. et al. (2017).  Strategic resource use for learning: A self-administered intervention that guides self-reflection on effective resource use enhances academic performance. Psychol. Sci. 28, 774-785.

    6. Chen, P. et al. (2020). A strategic mindset: An orientation toward strategic behavior during goal pursuit. PNAS, 117(25), 14066-14072.

    7. Dehaene, S. (2019). ¿Cómo aprendemos? Los cuatro pilares con los que la educación puede potenciar los talentos de nuestro cerebro. Siglo XXI Editores.

    8. Dent, A., Koenka, A. (2016). The relation between self-regulated learning and academic achievement across childhood and adolescence: A meta-analysis. Educational Psychology Review, 28(4), 425-474.

    9. Filevich, E. et al. (2020). I know that I know nothing: Cortical thickness and functional connectivity underlying meta-ignorance ability in pre-schoolers. Developmental Cognitive Neuroscience, 41:100738.

    10. Fleming, S. M. (2021). Know thyself. The new science of self-awareness. John Murray Press.

    11. Fleming S. M., Lau H. C. (2014). How to measure metacognition. Frontiers in Human Neuroscience, 8 (443).

    12. Goupil, L. et al. (2016). Infants ask for help when they know they don’t know. PNAS, 113 (13), 3492-3496.

    13. Hembacher, E., Ghetti, S. (2014). Don’t look at my answer: subjective uncertainty underlies preschoolers’ exclusion of their least accurate memories. Psychological Science, 25 (9), 1768-1776.

    14. Heyes, C. et al. (2020). Knowing ourselves together: The cultural origins of metacognition. Trends in Cognitive Sciences, 24(5), 349-362.

    15. Muijs, D., Bokhove, C. (2020). Metacognition and Self-Regulation: Evidence Review. London: Education Endowment Foundation.

    16. Pérez, G., González L. (2020). Actividades para fomentar la metacognición en las clases de biología. Tecné, Episteme y Didaxis, 47, 233-247.

    17. Ritchhart, R. y Church, M. (2020). The power of making thinking visible: practices to engage and empower all learners. Jossey-Bass.

    18. Schraw, G., et al. (2006). Promoting self-regulation in science education: metacognition as part of a broader perspective on learning. Research in Science Education, 36, 111-139.

    19. Vaccaro, A.G., Fleming, S.M. (2018). Thinking about thinking: a coordinate-based metaanalysis of neuroimaging studies of metacognitive judgements. Brain and Neuroscience Advances, 2, 1-14.

    20. Wiley, J. et al. (2016). Improving metacomprehension accuracy in an undergraduate course con- text. Journal of Experimental Psychology: Applied, 22, 393-405.

    Los cuatro pilares del bienestar: transformando mentes para transformar la educación

    16 septiembre, 2020 12 comentarios

    Calmar nuestras mentes y abrir nuestros corazones no solo es bueno para nosotros, sino que realmente puede beneficiar a todos los que nos rodean.

    Richard Davidson

    Explica el prestigioso neurocientífico Richard Davidson cómo un encuentro con el Dalai Lama cambió el foco de sus investigaciones. Tras muchos años estudiando los correlatos neurales de la ansiedad, el estrés o el miedo, pasó a estudiar el impacto sobre la salud mental y cerebral de la bondad, la gratitud o la compasión, algo que parecía tremendamente difícil en sus inicios. Pero el cambio fue posible. Y es que como decía Santiago Ramón y Cajal, si nos lo proponemos, podemos ser los escultores de nuestro propio cerebro. ¡Dichosa neuroplasticidad!

    Basándonos en las investigaciones de Davidson, padre de la neurociencia contemplativa, en este nuevo artículo en Escuela con Cerebro  analizamos los cuatro pilares críticos identificados para promover el bienestar y una buena salud mental (se comentan en la charla TED compartida y son la base del programa Healthy Minds) que, además, tienen muchas implicaciones educativas. Como siempre decimos, nuestro sistema educativo puede (y debe) ayudar a desarrollar en las niñas y niños habilidades que son básicas para el logro de una vida plena.

    Plasticidad del bienestar

    Desde el nacimiento, mostramos una forma recurrente de reaccionar a las experiencias cotidianas que tienen un significado afectivo personal. Estos perfiles o estilos emocionales que nos caracterizan son la base de nuestra vida emocional y las dimensiones que los conforman (resiliencia, actitud, intuición social, autoconciencia, sensibilidad al contexto y atención) tienen sustratos cerebrales específicos. Así, por ejemplo, las personas más resilientes muestran una mayor activación de la corteza prefrontal izquierda ante la adversidad y unas mejores conexiones entre la corteza prefrontal y la amígdala; las personas con mayor intuición social muestran una elevada activación del giro fusiforme y una actividad entre moderada y baja en la amígdala, y una mayor activación de la ínsula está asociada a una mayor autoconciencia emocional (Davidson y Begley, 2012).

    Nuestro perfil emocional se ha ido conformando a través de los genes heredados y de las experiencias vividas, siendo especialmente importantes las de la infancia temprana. Eso hace que permanezca bastante estable a lo largo del tiempo. Pero, aun así, podemos cambiar ese estilo emocional que nos caracteriza promoviendo un mayor bienestar. Independientemente de que no exista un estilo emocional ideal, en ocasiones podemos desear el cambio porque algunas características de ese perfil pueden perjudicar nuestra vida personal o profesional.

    Las mejores evidencias sobre la capacidad de transformar nuestros estilos emocionales provienen de los estudios sobre las prácticas meditativas, con un impacto positivo a diferentes niveles. Por ejemplo, en la estructura y función del cerebro, en el sistema inmunitario o en la regulación epigenética, tal como veremos a continuación. Hay cuatro temas importantes vinculados a estas investigaciones:

    Neuroplasticidad

    Nuestro cerebro está reorganizándose continuamente en los niveles funcional y estructural. Estos cambios continuos son los que posibilitan que todo en la vida sea aprendizaje. Y pueden darse en periodos cortos de tiempo. Por ejemplo, los participantes de un entrenamiento basado en la compasión fortalecieron en solo 7 horas de práctica (media hora por día durante dos semanas), un circuito importante para la cognición social y la regulación emocional que conecta la corteza prefrontal dorsolateral y el núcleo accumbens del sistema de recompensa cerebral, a diferencia de los que participaron en un entrenamiento de terapia cognitiva (Weng et al., 2013; ver figura 1).

    Figura 1. Un entrenamiento en compasión de solo 7 horas mejoró la conectividad entre el núcleo accumbens (en verde) y la corteza prefrontal dorsolateral (en rojo) que es muy importante para ciertos tipos de emociones positivas (Weng et al., 2013).

    Epigenética

    Nacemos con una serie concreta de genes, pero nuestro estilo de vida puede condicionar el modo en el que se expresan esos genes, activándolos o desactivándolos. La plasticidad no solo se da en el cerebro sino también en los genes. Por ejemplo, una sesión intensiva de meditación de 8 horas en un solo día afecta a la expresión de genes importantes que intervienen en el sistema inmunitario y ello va acompañado de cambios epigenéticos en sus células (Chaix et al., 2020).

    Ya hace unos años se demostró, en experimentos con ratas, que el cuidado de la madre hacia las crías alteraba la activación y desactivación de un gen vinculado a la respuesta al estrés del cerebro. De esta forma, las crías mejor cuidadas se convertían a su vez en madres más preocupadas. Tenían menores niveles de glucocorticoides, eran menos ansiosas, más sanas y aprendían con mayor facilidad (Weaver et al., 2004). Y estos efectos perduraban en dos generaciones. En los humanos, hoy sabemos que los malos tratos en la infancia provocan cambios epigenéticos en decenas de genes del hipocampo, región imprescindible para el aprendizaje (McGowan et al., 2009). El estrés inicial en la vida perjudica enormemente el desarrollo cerebral y tiene efectos adversos sobre el autocontrol, la empatía, la cognición, etc.

    Conexión mente-cerebro y cuerpo

    Los buenos hábitos mentales inciden positivamente en nuestro bienestar psicológico, pero también en nuestra fisiología. Los estudios epidemiológicos demuestran que las personas con niveles más altos de emociones positivas presentan mejores medidas en marcadores biológicos que son importantes para la salud, como el ritmo cardiaco, los niveles de cortisol o los de proteínas del plasma sanguíneo que se consideran marcadores generales de la inflamación (Steptoe et al., 2005). Y, por supuesto, lo contrario también se da, algo que se ha constatado en la actual época de pandemia del COVID-19. En promedio, las personas que realizan mayor actividad física manifiestan una mejor salud mental y bienestar (Faulkner et al., 2020).

    El aprendizaje requiere práctica

    Existen muchas investigaciones que muestran la capacidad de comprensión social innata de que gozamos los humanos. Por ejemplo, cuando bebés de entre seis y diez meses observan a un círculo con ojos que intenta subir por una pendiente, y mientras lo hace es ayudado por un triángulo y obstaculizado por un cuadrado, si tienen que elegir una figura o la otra, se decantan por el triángulo altruista (Hamlin et al., 2007; ver figura 2).  Pero este tipo de habilidades son frágiles y tienen que cultivarse para no perderse. Podríamos decir que, con la bondad, elemento crítico para un cerebro sano, pasa algo parecido a lo que ocurre con el lenguaje. Existen predisposiciones genéticas que han de desarrollarse con la práctica adecuada. O si se quiere, hay que considerar el bienestar como una habilidad.

    Figura 2. Los bebés prefieren el triángulo altruista respecto al cuadrado que obstaculiza la subida al círculo (Hamlin et al., 2007).

    Los cuatro pilares del bienestar

    Asumiendo todo lo explicado anteriormente, el grupo de Davidson ha identificado cuatro pilares básicos del bienestar que están relacionados directamente con la atención, las relaciones con los demás, el diálogo interno y el sentido y significado que le damos a nuestra vida. Estos pilares pueden entrenarse, especialmente, a través de prácticas meditativas concretas y otras formas de entrenamiento mental (Dahl y Davidson, 2019). En el caso de la meditación, se ha comprobado que cada práctica concreta tiene una incidencia específica en algún dominio y tiene sus propios correlatos neurales. Así, por ejemplo, la técnica del escáner corporal vinculada al mindfulness puede beneficiar a la atención, la autoobservación a la metacognición y el cultivo de la bondad a la compasión (Tratwein et al., 2020).

    Conciencia (Atención)

    La conciencia es la capacidad que nos permite conectarnos con nuestra experiencia actual, centrando la atención y evitando distracciones, lo cual es complicado en la era digital actual en la que existe una enorme cantidad de estímulos de todo tipo que «invitan» a nuestro cerebro a que se vuelva adicto a ellos.

    Por una parte, nos cuesta estar inactivos. En un sugerente estudio, se pedía a los participantes, todos ellos adultos, que estuvieran entre seis y quince minutos en una habitación con pocos estímulos y sin elementos distractores como móviles, bolígrafos, etc. Pues bien, quedarse a solas con sus propios pensamientos resultó tan desagradable para muchos de ellos que prefirieron administrarse unas descargas eléctricas antes que repetir la experiencia. Es decir, necesitaban hacer algo, aunque fuera negativo, antes que no hacer nada (Wilson et al., 2014).

    Por otra parte, lo importante no es hacer cualquier tarea cotidiana por el hecho de estar activos, sino hacerla manteniendo la atención consciente en la misma. En otro interesante estudio los investigadores crearon una aplicación para móvil con la que realizaron una encuesta a 5000 adultos de diferentes países del mundo. Cuando los participantes eran contactados tenían que responder inmediatamente qué hacían, si estaban concentrados en la tarea y cómo se sentían. Descubrieron que el 46,9 % de las personas consultadas estaban pensando en otras cosas mientras efectuaban las más diversas tareas. Pero no solo eso, las personas distraídas reportaban un peor estado de ánimo, es decir, tal como titularon los autores el artículo, una mente distraída es una mente infeliz (Killingsworth y Gilbert, 2010; ver figura 3).

    Figura 3. Las medidas en la escala de felicidad eran menores cuando los participantes estaban distraídos al realizar sus tareas cotidianas (Killingsworth y Gilbert, 2010).

    ¿Y qué podemos hacer al respecto? Diversos estudios demuestran que el mindfulness puede disminuir nuestra tendencia a querer y desear cosas que no tenemos y mejorar la capacidad de concentración en niños y adolescentes (Dunning et al., 2019).  Una técnica muy conocida para entrenar la atención es la de concentrarnos en la respiración, tomando conciencia de los ciclos de inspiración y expiración, y volviéndonos a concentrar en la respiración cuando la mente divague. Por cierto, relacionado con el silencio necesario para desarrollar este tipo de técnicas, en un experimento con ratones, aquellos que estuvieron dos horas diarias en un entorno de silencio desarrollaron una mayor neurogénesis en el hipocampo (Kirste et al., 2015).

    La confluencia de la concentración y el autocontrol constituyen la atención ejecutiva, que es fundamental en el aprendizaje. Trabajar desde la infancia temprana el para, piensa y actúa, esencia de la autorregulación, resulta fundamental. Ello requiere práctica, tranquilidad y tiempo.

    Conexión (Relaciones con los demás)

    La conexión hace referencia a las cualidades que posibilitan relaciones interpersonales armoniosas. La bondad, la compasión o la gratitud son habilidades que no solo se pueden aprender, sino que también pueden hacernos sentir bien. Todo ello es importante para nuestro cerebro social. La soledad (o, mejor dicho, el sentimiento de soledad) es un indicador muy alto de mortalidad prematura. Lamentablemente, en los tiempos actuales de hiperconectividad digital, muchas personas se sienten solas, lo cual tiende a incrementar las hormonas del estrés perjudicando la salud mental y física. Estudios recientes demuestran que la soledad no deseada está asociada a un mayor riesgo de padecer demencia (Rafnsson et al., 2020).

    A nivel cerebral, existe un correlato neural entre el dolor físico y el dolor provocado por la exclusión social (activación de la ínsula, la corteza cingulada anterior o la amígdala y, tras una demora, se activa la corteza prefrontal ventrolateral derecha aportando regulación; Eisenberger et al., 2003; ver figura 4). Este proceso se amplifica en el caso de los adolescentes (la corteza prefrontal ventrolateral se activa poco), es decir, el rechazo duele mucho más en esta importante etapa de la vida.

    Figura 4. La exclusión social duele en el cerebro. Se activa más la corteza cingulada anterior (percepción del dolor) y menos la corteza prefrontal ventrolateral para racionalizar y regular la situación (Eisenberger et al., 2003).

    En la infancia o en la adolescencia hay muchos factores que pueden contribuir al sentimiento de soledad, tanto dentro de la escuela (dificultad para hacer amistades, rechazo de los compañeros, etc.) como fuera de ella (conflictos familiares, duelo, pérdida de un amigo, cambio de escuela, etc.) que requieren una observación cuidadosa por parte del profesorado. Cuántas niñas y niños de alto riesgo han acabado imprimiendo un nuevo rumbo a su vida como consecuencia del encuentro con un docente bondadoso que se preocupó de forma sincera y desinteresada por su situación. Por ello es muy importante promover el afecto y la compasión en las escuelas, algo que incluso olvidan algunos programas de educación emocional. No es suficiente saber cómo piensan o sienten los demás (empatía), sino que necesitamos preocuparnos por ellos y estar dispuestos a ayudarles (compasión), lo cual se puede aprender.

    Lo anterior nos sugiere la necesidad, en todos los niveles educativos, de desarrollar buenos proyectos de aprendizaje-servicio. Y cuando veas a tu alumno o a tu hijo de mal humor, una buena estrategia es pedirle que vaya a ayudar a alguien. Esto nos lleva a la gratitud, que está vinculada a un montón de beneficios (por ejemplo, ayuda a reducir las conductas antisociales, protege contra el estrés, promueve la salud física y mental, mejora las relaciones y genera resiliencia a lo largo de la vida; Bono y Senders, 2018) y que tiene un aspecto socializador que la hace muy potente. Un ejemplo de ello que puede aportar un gran incremento de bienestar en largos periodos de tiempo lo constituye el ejercicio de la visita de agradecimiento, en el que se pide a los participantes que escriban y entreguen en persona una carta de agradecimiento a alguien que se mostró amable con ellos, pero que nunca se agradeció como es debido. Otra estrategia también muy beneficiosa a largo plazo consiste en pedir a los estudiantes que lleven a cabo cinco buenas obras a la semana durante seis meses (Layous et al., 2017).

    Percepción (Habla interna)

    La percepción está vinculada a la comprensión profunda de cómo funciona nuestra mente. En particular, esta comprensión se aplica a nuestros pensamientos y emociones, y cómo nuestras creencias y expectativas dan forma a nuestra experiencia. Una mente sana implica una relación adecuada con esos pensamientos que conforman nuestro diálogo interno. Las formas de pensamiento demasiado rígidas pueden ser un signo de disfunción de la salud mental. Por ejemplo, las ideas negativas sobre uno mismo pueden hacernos creer que nos definen. Y ese es el camino directo a la depresión que, lamentablemente, se ha incrementado en los últimos años en todas las edades, con el incremento más significado en la adolescencia (Blue Cross Blue Shield Association, 2018; ver figura 5). Y lo mismo ocurre con la tasa de suicidios en esa importante etapa educativa (Curtin, 2020).

    Figura 5. Entre el 2013 y el 2016 el mayor incremento de diagnóstico de depresión en USA se ha dado en la adolescencia (Blue Cross Blue Shield Association, 2018).

    Las habilidades prácticas que fomentan la percepción (como el autoconocimiento o la mirada amable hacia uno mismo)  nos ayudan a aflojar creencias rígidas y formar un sentido flexible de nosotros mismos que puede adaptarse a las circunstancias cambiantes. Este sentido fluido de uno mismo, a su vez, promueve un bienestar duradero al aumentar la resiliencia e impulsar la comprensión transformadora sobre la naturaleza de la mente, las relaciones y la experiencia. Por ejemplo, a través de las técnicas de respiración propias del mindfulness, podemos ir debilitando la cadena de asociaciones que nos hace estar obsesionados sobre una determinada adversidad e ir remitiendo esa obsesión. Los estudios demuestran lo importante que es la respiración en el proceso de relajación. Mediante su control y ralentización, se activa el sistema nervioso parasimpático, a través de la estimulación del nervio vago, ejerciéndose una acción tranquilizadora en nuestra fisiología. A largo plazo, las sesiones de respiración profunda conllevan una disminución de los niveles de cortisol, presión arterial y frecuencia cardíaca (Mason et al., 2013).

    También puede ser útil la reevaluación cognitiva, técnica que nos hace cuestionarnos los pensamientos para redefinir las causas de nuestro propio comportamiento. De esta forma, nos puede ayudar a redefinir la adversidad creyendo que no es tan duradera como podría ser. Por ejemplo, en lugar de pensar un error en nuestro trabajo como algo consistente y representativo de lo que hacemos, pasamos a interpretarlo como algo normal en cualquier persona o porque cualquiera puede tener un mal día. Este tipo de estrategias se pueden adaptar y enseñar desde la infancia.

    Propósito (Misión)

    El propósito es lo que nos motiva, inspira y nos impulsa en la vida. ¿Cuál es mi misión en la vida? ¿Qué me hace feliz? Pensar en estas cuestiones nos puede ayudar a amanecer con renovadas energías tras la tormenta de un día estresante o desagradable.

    Más allá de la edad o de las circunstancias que nos toca vivir, cultivar un sentido profundo de propósito y significado en la vida tiene beneficios de gran alcance, incluso para nuestro bienestar físico y mental. Y, entre las personas mayores, constituye el predictor de longevidad más importante en los años siguientes (Alimujiang et al., 2019; ver figura 6).

    Figura 6. Las personas que dotan de mayor sentido a su vida viven, en promedio, más años (Alimujiang et al., 2019).

    Una de las más fascinantes investigaciones en las que se estudió el vínculo entre la felicidad, la salud y la longevidad es el estudio longitudinal de las monjas de Notre Dame (Snowdon, 2011; ver video). Las monjas que en su juventud manifestaron más emociones positivas y una mejor actitud ante la vida, vivieron un promedio de diez años más que las que manifestaron actitudes menos positivas, e incrementaron su reserva cognitiva. El análisis de sus cerebros reveló que algunas de estas monjas desarrollaron la enfermedad de Alzheimer, con sus depósitos de beta-amiloide y proteína tau característicos, pero no manifestaron síntomas de la misma. Y tal como ya hemos comentado, qué importante que el propósito personal trascienda, es decir, los planes vitales orientados a ayudar a otras personas tienen un impacto más beneficioso sobre la salud que los dirigidos a uno mismo. Y puede ser ejemplo de ello un simple acto cotidiano. Por ejemplo, en un estudio de hace unos años publicado en Science, se les dio a los participantes 5 $ o 20 $. A la mitad se les dijo que lo gastaran en ellos mismos ese mismo día y a la otra mitad que lo invirtieran en otra persona (en un amigo en una donación caritativa, por ejemplo). Los informes sobre el bienestar de los participantes al inicio y al final del día demostraron que gastar el dinero en uno mismo, independientemente de la cantidad, no incrementaba la felicidad. Solo gastarlo en otra persona lo lograba (Dunn et al., 2008)

    En la práctica

    El grupo de investigación de Richard Davidson ha desarrollado el programa Kindness Curriculum, un programa basado en el mindfulness para aplicarse ya en la etapa de infantil y que pretende mejorar la atención, la regulación emocional y fomentar la bondad o la compasión.

    Se realizó una investigación para valorar la eficacia del programa en el que participaron niñas y niños de 4 y 5 años de edad durante 12 semanas. Aquellos que participaron en el programa mostraron grandes mejoras en competencias interpersonales y mejores resultados en actividades relacionadas con el aprendizaje, la salud o el desarrollo socioemocional al final del curso escolar. Incluso se comprobó una incidencia positiva del programa en la flexibilidad cognitiva o el aplazamiento de la recompensa de los participantes y una mejora considerable en empatía y comportamientos altruistas, a diferencia de los integrantes del grupo de control que mostraron actitudes más egoístas durante el curso (Flook et al., 2015; ver figura 7). Todo ello sugiere la necesidad de comenzar este tipo de entrenamiento mental a edades tempranas.

    Figura 7. Las niñas y niños que formaron parte del programa Kindness Curriculum obtuvieron mejores resultados en competencias asociadas al aprendizaje, la salud y la educación socioemocional (Flook et al., 2015).

    Desde la perspectiva educativa, todo lo analizado hasta hora tiene muchas implicaciones importantes. Con la práctica adecuada, todos podemos mejorar.  Y centrarnos en las fortalezas no significa que no hagamos caso a nuestras debilidades, sino que las abordamos desde una nueva perspectiva. La atención hacia lo negativo nos ha ayudado a sobrevivir, mientras el foco hacia lo positivo nos ayuda a prosperar y este crecimiento no tiene sentido sin los demás. Como explica el Dalai Lama en su diálogo con Howard Cutler en el libro The art of hapiness: “El entrenamiento sistemático de la mente –el cultivo de la felicidad, la genuina transformación interna mediante la atención hacia los estados mentales positivos y el rechazo de los negativos– es posible debido a la propia estructura y la función del cerebro… Pero el cableado de nuestro cerebro no es estático, ni está fijado de modo irrevocable. Nuestros cerebros también son adaptables”. Hoy más que nunca, el cambio, la adaptación y la mejora son posibles. No somos responsables de los problemas que nos surgen, pero sí de cómo los afrontamos.

    Jesús C. Guillén


    Referencias:

    1. Alimujiang, A, et al. (2019). Association between life purpose and mortality among US adults older than 50 years.  JAMA Network Open 2(5): e194270.

    2. Bono, G., Sender, J. T. (2018). How gratitude connects humans to the best in themselves and in others. Research in Human Development, 15, 224-237.

    3. Chaix, R. et al. (2020). Differential DNA methylation in experienced meditators after an intensive day of mindfulness-based practice: implications for immune-related pathways. Brain, Behavior, and Immunity, 84, 36-44.

    4. Curtin S. C. (2020). State suicide rates among adolescents and young adults aged 10-24: United States, 2000–2018. National Vital Statistics Reports, 69 (11).

    5. Dahl, C. J., Davidson, R. J. (2019). Mindfulness and the contemplative life: pathways to connection, insight, and purpose. Current Opinion in Psychology, 28, 60–64.

    6. Davidson, R., Begley, S. (2012). El perfil emocional de tu cerebro. Barcelona: Destino.

    7. Dunn, E. et al. (2008). Spending money on others promotes happiness. Science, 319, 1687-1688.

    8. Dunning D. L. et al. (2019). Research review: the effects of mindfulness-based interventions on cognition and mental health in children and adolescents – a meta-analysis of randomized controlled trials. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 60:3, 244-258.

    9. Eisenberger, N.L. et al. (2003). Does rejection hurt? An fMRI study of social exclusion. Science, 302, 290-292.

    10. Faulkner J. et al. (2020). Physical activity, mental health and well-being of adults during early COVID-19 containment strategies: A multi-country cross-sectional analysis. MedRxiv 2020.07.15.20153791.

    11. Flook L. et al. (2015). Promoting prosocial behavior and self-regulatory skills in preschool children through a mindfulness-based Kindness Curriculum. Developmental Psychology, 51(1), 44-51.

    12. Hamlin, J. K. et al. (2007). Social evaluation by preverbal infants. Nature, 450, 557-559.

    13. Killingsworth, M., Gilbert, D. (2010). A wandering mind is an unhappy mind. Science, 330, 932.

    14. Kirste, I. et al. (2015). Is silence golden? Effects of auditory stimuli and their absence on adult hippocampal neurogenesis. Brain Structure and Function, 220, 1221-1228.

    15. Layous, K. et al. (2017). The proximal experience of gratitude. PLoS ONE, 12(7): e0179123.

    16. Mason, H., et al. (2013). Cardiovascular and respiratory effect of yogic slow breathing in the yoga beginner: what is the best approach? Evidence-Based Complementary and Alternative Medicine 743504.

    17. McGowan P. O. et al. (2009). Epigenetic regulation of the glucocorticoid receptor in human brain associates with childhood abuse. Nature Neuroscience, 12(3), 342-348.

    18. Rafnsson S. B. et al. (2020). Loneliness, social integration, and incident dementia over 6 years: prospective findings from the english longitudinal study of ageing. Journals of Gerontology: Social Sciences, 75 (1), 114-124.

    19. Snowdon, D. (2011). Aging with grace: what the Nun Study teaches us about leading longer, healthier, and more meaningful lives. Bantam Books.

    20. Steptoe, A. et al. (2005). Positive affect and health-related neuroendocrine, cardiovascular, and inflammatory processes. PNAS, 102 (18), 6508-6512.

    21. Trautwein, F.M. et al. (2020). Differential benefits of mental training types for attention, compassion, and theory of mind. Cognition, 194: 104039.

    22. Weaver, I. et al. (2004). Epigenetic programming by maternal behavior. Nature Neuroscience, 7, 847-854.

    23. Weng, H. Y. et al. (2013). Compassion training alters altruism and neural responses to suffering. Psychological Science, 24, 1171-1180.

    24. Wilson T. D. et al. (2014). Just think: the challenges of the disengaged mind. Science, 345 (6192), 75-77.

    Diez elementos clave en la acción educativa

    Tenemos un sistema educativo muy primitivo. En parte, porque aún falta por saber cómo funciona nuestro cerebro durante el aprendizaje y, en parte, porque lo que se sabe no se aplica.

    Torsten Wiesel

    Antecedentes
    Hace cinco años que identificamos en Escuela con Cerebro, a través del artículo ‘Neuroeducación: estrategias basadas en el funcionamiento del cerebro’, algunas de las evidencias empíricas que provienen de las ciencias cognitivas que tienen implicaciones pedagógicas relevantes. Tres años más tarde actualizamos esa información en el artículo publicado en Niuco ‘Las claves de la neuroeducación’ (ver figura 1), que se ha analizado de forma más profunda en el libro reciente Neuroeducación en el aula: De la teoría a la práctica, un acercamiento de la ciencia del cerebro al aula en el que se hace confluir la teoría con las aplicaciones prácticas. Siempre interpretando de forma adecuada la información que proviene de ese suministro continuo de pruebas que constituye la ciencia, algo en lo que también incidimos en el libro Neuromitos en educación: el aprendizaje desde la neurociencia.

    8 factores en diagramaFigura 1

    Este mismo año, junto a Anna Forés, hemos creado un modelo en el que identificamos 10 factores que tienen el respaldo empírico de las investigaciones y que creemos que pueden ser importantes en la acción educativa, como en la planificación y desarrollo de la unidad didáctica, por ejemplo. Este modelo se analiza en profundidad en el capítulo ‘¿Qué nos dice la neuroeducación acerca de las pedagogías emergentes?’ del libro Pedagogías emergentes: 14 preguntas para el debate, recientemente publicado. A continuación compartimos cuáles son estos factores en un breve resumen (ver figura 2). Los tres primeros son anteriores a la ejecución de la propuesta pedagógica; los elementos interiores del hexágono hacen referencia a la realización de la propuesta, siendo el 7 (evaluación formativa y feedback) un factor transversal que está presente en todo el proceso. Y los últimos elementos, el 9 y el 10, tendrían mayor incidencia después de la acción educativa propiamente dicha.

    Modelo2Figura 2

    1. Cooperación del profesorado
    En los centros educativos se habla mucho de la importancia del trabajo cooperativo, pero este no se limita al alumnado y requiere un aprendizaje socioemocional previo que, en el aula, siempre parte de nuestra formación. Un trabajo eficaz entre el profesorado en la planificación curricular, en el análisis y mejora de las prácticas educativas o en la evaluación del aprendizaje constituye una de las estrategias que inciden más en el rendimiento académico del alumnado. Si los profesores somos capaces de cooperar de forma adecuada podremos generar entornos de aprendizaje propicios en los que las expectativas sean positivas y una cultura de centro capaz de abrirse a toda la comunidad educativa y a la sociedad. Todo en consonancia con nuestro cerebro plástico y social.
    Para saber más:
    Donohoo J. (2017). Collective efficacy: how educators’ beliefs impact student learning. Thousand Oaks: Corwin.

    2. Evaluación inicial
    Nuestro cerebro está constantemente comparando la información almacenada con la novedosa. Como vamos aprendiendo en un proceso continuado en el que se van integrando las ideas nuevas en las ya conocidas a través de la asociación de patrones, resulta imprescindible identificar los conocimientos previos del alumnado.
    Esto se puede hacer, por ejemplo, a través de formularios, mapas conceptuales, debates, preguntas abiertas, rutinas de pensamiento, plataformas digitales como AnswerGarden, etc. Constituye el punto de partida antes de abordar un tema o una unidad didáctica, para poder adaptar la planificación prevista a la evolución de cada estudiante.
    Hay algunas preguntas que nos podríamos plantear:
    • ¿Qué tiempo durará la evaluación inicial?
    • ¿Cómo haré la evaluación inicial?
    • ¿En qué momento anterior a la unidad didáctica debo hacer la evaluación inicial?
    • ¿Tendré tiempo tras conocer los resultados de la evaluación inicial para preparar y/o modificar mi planificación didáctica?
    Para saber más:
    Sousa D. A. (2015). Brain-friendly assessments: what they are and how to use them. West Palm Beach: Learning Sciences International.

    3. Objetivos de aprendizaje y criterios de éxito
    Los objetivos de aprendizaje constituyen un punto de partida fundamental en la planificación de la unidad didáctica, pero para que puedan alcanzarse es imprescindible que el profesor sea capaz de comunicar y compartir con el alumnado, de forma clara y precisa y en toda la experiencia de enseñanza y aprendizaje, qué conocimientos, actitudes, valores o competencias son útiles en el proceso. Junto a ello, los criterios de éxito, si son claros y concretos, permitirán a los estudiantes conocer cómo y cuándo alcanzan los objetivos de aprendizaje. Y también podemos involucrarlos en su creación, por supuesto. Las investigaciones revelan que el reto, compromiso, confianza, expectativas altas y comprensión constituyen componentes esenciales del aprendizaje vinculados a los objetivos de aprendizaje y a los criterios de éxito.
    Para saber más:
    Hattie, J. (2012). Visible learning for teachers. Maximizing impact on learning. London: Routledge.

    4. Atención
    La neurociencia ha confirmado que la atención no constituye un proceso cerebral único ya que existen diferentes redes atencionales que hacen intervenir circuitos neuronales, regiones cerebrales y neurotransmisores concretos, y que siguen procesos de desarrollo distintos. Especialmente relevante en educación es la red de control o atención ejecutiva que permite al estudiante focalizar la atención de forma voluntaria inhibiendo estímulos irrelevantes. A parte de ciertos programas informatizados, se han comprobado los beneficios del ejercicio físico y del mindfulness sobre esta atención ejecutiva.
    Si la atención es un recurso limitado y a los niños y a los adolescentes les cuesta focalizarla durante periodos de tiempo prolongados resultará muy útil fraccionar el tiempo dedicado a la clase en bloques con los respectivos parones que pueden ser activos, por supuesto. El juego y el ejercicio físico constituyen estrategias potentes para optimizar los procesos atencionales que son imprescindibles para el aprendizaje.
    Para saber más:
    Posner M. I., Rothbart M. K., Tang Y. Y. (2015): “Enhancing attention through training”. Current Opinion in Behavioral Sciences 4, 1-5.

    5. Pensamiento crítico y creativo
    El aprendizaje requiere dotar de sentido y significado lo que se está trabajando. Las necesidades educativas en los tiempos actuales van más allá de los contenidos curriculares concretos. Requieren la adquisición de competencias básicas, como la creatividad, el pensamiento crítico o la resolución de problemas, que fomentan un pensamiento de orden superior y vinculan el aprendizaje a la vida cotidiana. Y una buena estrategia para facilitar un aprendizaje real y profundo reside en la utilización de metodologías híbridas inductivo-deductivas que combinan transmisión y cuestionamiento. Enfoques como el Peer Instruction o el Flipped Learning que sacan la transmisión de información fuera de la clase y liberan mucho tiempo de la misma para que los alumnos puedan ser protagonistas activos del aprendizaje, son buenos ejemplos de ello. En esta situación, las tecnologías digitales pueden ser herramientas potentes facilitadoras del aprendizaje.
    En lo referente a la creatividad, sabemos que es una capacidad que no es innata y que puede fomentarse en cualquier materia, etapa educativa o estudiante. Y una estupenda forma de potenciar un aprendizaje más abierto, reflexivo y creativo consiste en integrar las actividades artísticas en los contenidos curriculares identificados.
    Para saber más:
    Freeman S. et al. (2014): “Active learning increases student performance in science, engineering, and mathematics”. Proceedings of the National Academy of Sciences 111 (23), 8410-8415.

    6. Trabajo cooperativo
    El aprendizaje constituye un proceso social. En la vida compartimos, aprendemos y vivimos junto a otras personas, pero esas situaciones de aprendizaje no prevalecen en muchas escuelas. Se aprende en grupo, pero no como grupo. Al crearse el adecuado vínculo emocional entre los compañeros se genera un sentido de pertenencia a la clase y a la escuela que facilita el buen desarrollo académico y personal del alumnado. Como confirman estudios muy recientes, cuando nos sentimos socialmente apoyados mejoran nuestras funciones ejecutivas del cerebro.
    Cuando los estudiantes han adquirido mayor experiencia en este tipo de trabajo, ya pueden realizar mejor proyectos cooperativos. Como en el caso del aprendizaje-servicio, una propuesta educativa que consiste en aprender haciendo un servicio a la comunidad. Este tipo de proyectos son los que parece que inciden más en el aprendizaje del alumnado.
    Asimismo, se han comprobado los beneficios de la tutoría entre iguales, una situación en la que los estudiantes se convierten en profesores de otros compañeros. La simple expectativa de la acción cooperativa es suficiente para liberar la dopamina que fortalecerá el deseo de seguir cooperando.
    Para saber más:
    Lieberman, M. D. (2013). Social: why our brains are wired to connect. Oxford: Oxford University Press.

    7. Evaluación formativa y feedback
    Tradicionalmente, los profesores nos hemos centrado en transmitir de forma correcta los conocimientos y no tanto en entender las causas por las que los alumnos no los comprenden. Pero si lo verdaderamente importante es el aprendizaje, especialmente de competencias, deberíamos disponer de una gran variedad de actividades que nos permitieran ver cómo se va gestando el aprendizaje del alumno, identificando sus fortalezas y analizando los errores que les permitan seguir mejorando. Y ese tendría que ser el gran objetivo de la evaluación: impulsar el aprendizaje a través de un proceso continuo.
    Los estudios sugieren que una buena evaluación formativa se caracteriza por:
    1. Clarificar y compartir los objetivos de aprendizaje y los criterios de éxito.
    2. Obtener información clara sobre el aprendizaje del alumno a través de distintas formas de evaluación (sean formales o informales como, por ejemplo, a través de debates en el aula, cuestionarios o tareas concretas de aprendizaje).
    3. Suministrar feedback formativo a los alumnos para apoyar su aprendizaje.
    4. Promover la enseñanza entre compañeros y la coevaluación.
    5. Fomentar la autonomía del alumno en el aprendizaje a través de la autoevaluación y la autorregulación.
    Para saber más:
    Heitink M. C. et al. (2016): “A systematic review of prerequisites for implementing assessment for learning in classroom practice”. Educational Research Review 17, 50-62.

    8. Memoria
    Dejando aparte los sucesos emocionales que se graban en nuestro cerebro de forma más directa, en situaciones normales (o si se quiere, menos emotivas) disponemos de distintos tipos de memoria que activan diferentes regiones cerebrales. En el aula es especialmente importante la memoria explícita, la cual requiere un enfoque más asociativo en el que la reflexión, la comparación y el análisis adquieren un gran protagonismo.
    Las investigaciones demuestran que cuando se distribuye la práctica en el tiempo, los estudiantes aprenden mejor y tienen más tiempo para reflexionar sobre lo que están aprendiendo. Y, además, constituye una estupenda forma de optimizar la motivación de logro y combatir el aburrimiento que pudiera ocasionar la repetición de una tarea cuando no existe la necesaria variedad en la misma. Junto a ello, se ha comprobado que cada vez que intentamos recordar modificamos nuestra memoria y este proceso de reconstrucción del conocimiento tiene una gran incidencia en el aprendizaje, tanto el asociado a hechos concretos como a inferencias. Esta técnica se puede incorporar fácilmente en el aula durante el desarrollo de la unidad didáctica a través de pequeños cuestionarios utilizando, por ejemplo, recursos digitales conocidos.
    Para saber más:
    Dunlosky J., et al. (2013): “Improving students’ learning with effective learning techniques: promising directions from cognitive and educational psychology”. Psychological Science in the Public Interest 14(1), 4-58.

    9. Metacognición
    La metacognición nos permite valorar nuestros propios pensamientos. Hace que seamos conscientes de las estrategias que seguimos al resolver problemas, y que evaluemos la eficacia de las mismas para poder cambiarlas si no dieran el resultado deseado. Diversos estudios muestran la importancia de que el estudiante se plantee preguntas durante las tareas de aprendizaje que le permitan explicarse y reflexionar sobre lo que está haciendo, intentando relacionar los nuevos conocimientos con los previos.
    Se ha comprobado la utilidad de realizar descansos durante el estudio para reflexionar sobre el propio aprendizaje. También resulta interesante reforzar la conciencia del propio conocimiento creando palabras clave. Cuando se les pide a los estudiantes que generen unas pocas palabras que resuman un tema concreto mejoran su metacognición y distribuyen mejor su tiempo de estudio. Asimismo, la meditación parece mejorar también la metacognición.
    Para saber más:
    Diamond A., Ling D. S. (2016): “Conclusions about interventions, programs, and approaches for improving executive functions that appear justified and those that, despite much hype, do not”. Developmental Cognitive Neuroscience 18, 34-48.

    10. Impacto del aprendizaje
    Una unidad didáctica no debería terminar cuando se cumple el plazo temporal previsto sino cuando el profesor analiza cuál ha sido el impacto sobre el aprendizaje del alumno en relación a los objetivos y los criterios de éxito inicialmente identificados. Porque lo verdaderamente necesario es garantizar el aprendizaje de todos y, en el caso de no producirse, ser flexible y cambiar las estrategias de enseñanza cuando sea necesario.
    La esencia del aprendizaje radica en poder aplicar lo que hemos aprendido en un determinado contexto a otros nuevos contextos. Esa transferencia tan importante que hace que los estudiantes tomen las riendas de su propio aprendizaje puede favorecerse a través de la metacognición, la diversificación de las tareas de aprendizaje, el uso de analogías y diferencias, metáforas,…, en definitiva, a través de la práctica. Pero una práctica que tiene sentido y significado para la vida del estudiante y en la que el feedback frecuente es un elemento imprescindible para fomentar su autorregulación. Por eso es interesante permitir a los estudiantes explorar sus propios intereses a través de nuevos problemas o proyectos que conecten con su aprendizaje previo.
    Para saber más:
    Hattie J. (2015): “The applicability of visible learning to higher education”. Scholarship of Teaching and Learning in Psychology 1(1), 79–91.

    En la práctica, uno de los grandes retos educativos es el de permitir que los profesores trabajen de forma cooperativa analizando el aprendizaje y convirtiéndolo en un proceso de investigación real. Porque es muy importante conocer qué prácticas educativas son útiles pero también conocer las razones por las que son útiles y así poder adaptarlas al contexto concreto del aula. En eso consiste la neuroeducación, en educar con cerebro para mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje. Sin olvidar el corazón.
    Jesús C. Guillén

    Cerebros hiperactivos en el aula: algunas estrategias neuroeducativas

    El TDAH es mucho más que un problema de atención, hiperactividad o impulsividad. Es un trastorno del sistema ejecutivo del cerebro, un sistema que es esencial para el buen funcionamiento en la escuela y en la mayor parte de situaciones cotidianas.

    Russell Barkley

    Cuando preguntamos a padres de niños con TDAH (trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad), o a docentes con alumnos a los que se les ha diagnosticado este trastorno, suelen utilizar frases como las siguientes para describir el comportamiento de los hijos o estudiantes: “Se mueve continuamente, se distrae con facilidad, no para de hablar, es desordenado, nunca acaba las tareas, olvida lo que tiene que hacer, obtiene malos resultados académicos, etc.” Curiosamente, estos mismos niños o adolescentes son capaces de estar concentrados durante periodos de tiempo prolongados jugando a su videojuego favorito y pueden desenvolverse de forma extraordinaria en tareas extraescolares muy alejadas de situaciones académicas de estrés continuo a las que están expuestos con frecuencia. Porque las dificultades cognitivas que persisten en el tiempo, las críticas o la sensación de que no resuelven las cosas como se espera pueden provocar, por ejemplo, ansiedad o un autoconcepto negativo. Y ello puede interferir en las interacciones sociales. ¿Podemos hacer los adultos algo al respecto? Asumiendo una mentalidad de crecimiento real, seguro que sí. Y mucho, tanto en casa como en la escuela, que es donde nos centraremos específicamente.

    El cerebro en el TDAH

    Sabemos que el TDAH se manifiesta con síntomas de inatención, hiperactividad o una combinación de ambos –tiene una gran comorbilidad con otros trastornos o déficits de aprendizaje–, es congénito y persiste en la edad adulta en el 65% de los casos (Hart et al., 2013).

    No existe un biomarcador que permita detectarlo sino que el diagnóstico –si es completo será complejo– lo realiza el médico a partir de entrevistas, cuestionarios, escalas de evaluación o exploraciones físicas que le permitan descartar otras razones, y para su tratamiento se utilizan medicamentos psicoestimulantes (el famoso Concerta) junto a terapias cognitivo-conductuales. Estos medicamentos tienen una estructura química similar a la anfetamina y actúan sobre los neurotransmisores de la corteza prefrontal inhibiendo su recaptación, con lo que llegan a reducirse los síntomas del trastorno en el 70 % de los casos, aunque sus procesos de acción no son del todo conocidos (Rubia et al, 2014), al igual que sus efectos sobre la salud a más largo plazo.

    En los últimos años, los estudios con neuroimágenes han identificado algunas de las particularidades que caracterizan a los cerebros de los niños y adolescentes con TDAH. Una investigación reciente (Hoogman et al., 2017) en la que han participado 1713 personas con TDAH y una media de edad de 14 años, frente a 1529 integrantes del grupo de control, ha revelado que el tamaño del cerebro de las personas con TDAH es menor, en concreto en regiones subcorticales (ver figura 1) como el núcleo accumbens (recompensa), la amígdala (procesamiento emocional) o el hipocampo (memoria). Esto no significa que los niños con TDAH sean menos inteligentes sino que los problemas que manifiestan están asociados a una estructura cerebral diferente.

    Estudios anteriores habían identificado en personas con TDAH alteraciones en los circuitos que conectan la corteza prefrontal –sede de las funciones ejecutivas– con áreas emocionales y motoras, como los ganglios basales y el cerebelo, lo que justificaría la mayor dificultad que muestran los estudiantes con TDAH para inhibir los impulsos (Hart et al., 2013; ver figura 2).

    También se han identificado niveles más bajos de dopamina en algunas regiones del sistema de recompensa cerebral, como en el núcleo accumbens (Volkow et al, 2011), lo cual explicaría la mayor necesidad de estimulación que tienen los niños con TDAH. Y junto a los estudios de neuroimagen, la evaluación neuropsicológica ha identificado un perfil muy heterogéneo de alteraciones cognitivas asociadas a la memoria de trabajo, el control inhibitorio, la planificación o la detección y corrección de errores, entre otras muchas. Sin olvidar los déficits motivacionales observados en estos niños que les dificulta aplazar la recompensa pero que no les impide ejecutar mejor tareas que les interesan. Y son la baja tolerancia a la demora, junto a las dificultades en el control inhibitorio, dos de los primeros signos que predicen el trastorno. Lo cual es muy importante porque la detección temprana del TDAH en las primeras etapas educativas es necesaria para intervenir y disminuir su prevalencia en etapas posteriores (Rueda et al., 2016a).

    Existen pues evidencias sólidas que muestran que el TDAH es una alteración del desarrollo de origen biológico y que las conductas observadas son el resultado de estas anomalías. Aunque un entorno familiar desorganizado o un currículo escolar inadecuado pueden amplificar esas conductas.

    En la práctica

    La pregunta que nos planteamos los educadores es cómo podemos optimizar el potencial de los niños y adolescentes con TDAH para que disfruten y aprovechen realmente el proceso de aprendizaje. Pues bien, existen algunas estrategias que están en consonancia con los planteamientos que proponemos desde la neuroeducación y que también nos pueden ayudar a mejorar la atención y el funcionamiento ejecutivo de todo el alumnado. Pero antes, escuchemos a Michael Posner, un referente mundial en el estudio de la atención:

    Bueno para el corazón, bueno para el cerebro

    A los niños y a los adolescentes –también a los adultos– les cuesta focalizar la atención en las tareas durante periodos de tiempo prolongados, un hecho que se amplifica en aquellos estudiantes con TDAH. En general, el ejercicio puede ser un buen antídoto para mejorar la concentración durante las tareas. Por ejemplo, con parones durante las clases para realizar unos movimientos de cierta intensidad (Ma et al., 2015) o iniciando la jornada escolar dedicando unos minutos -15 o 20- a una actividad aeróbica moderada (Stylianou et al., 2016). Y se ha comprobado que los niños con TDAH –a diferencia del resto– resuelven mejor pruebas cognitivas en las que interviene la memoria de trabajo cuando se les permite moverse (Sarver et al., 2015; ver figura 3).

    En consonancia con este enfoque activo del aprendizaje que está muy alejado de la enorme cantidad de horas que pasan los estudiantes sentados en una situación pasiva, los estudios parecen sugerir la necesidad de cambiar con frecuencia los entornos de aprendizaje. Y nada mejor para los estudiantes con TDAH que puedan moverse o jugar en plena naturaleza. Un simple paseo por un entorno natural de unos 20 minutos puede combatir la fatiga mental que les provoca la atención focalizada (Taylor y Kuo, 2009). Qué importante para el cerebro y el aprendizaje es abrir las puertas del aula y la escuela a la realidad cotidiana y a la naturaleza (ver figura 4).

    La actividad física y el deporte –especialmente los colectivos, en los que hay que tomar decisiones continuas en un contexto social– constituyen un buen entrenamiento de las funciones ejecutivas. Pero en el caso de los estudiantes con TDAH, todavía puede ser mejor cuando se combina con una mayor actividad mental, como en el caso de las artes marciales. Este tipo de deportes constituyen un reto, tanto para el cerebro como para el cuerpo, porque en ellos confluyen movimientos específicos que requieren una buena concentración para su aprendizaje. Por ejemplo, un programa de taekwondo de 3 meses de duración aplicado en la etapa de primaria provocó progresos en la autorregulación de los niños que posibilitaron mejoras, tanto conductuales como académicas (Lakes y Hoyt, 2004).

    Respiro y siento

    La práctica regular del mindfulness fortalece circuitos cerebrales que intervienen en los procesos atencionales. De ello se puede beneficiar cualquier estudiante, especialmente aquellos con TDAH. Un programa de mindfulness de 8 semanas de duración en el que intervinieron niños con edades entre los 8 y los 12 años, junto a sus padres, produjo mejoras significativas en el entorno familiar, especialmente en los síntomas relacionados con la falta de atención –de forma moderada en los síntomas asociados a la hiperactividad (Van der Oord et al., 2012).

    Técnicas como el mindfulness ayudarán al estudiante a mejorar su concentración y a combatir el estrés, por ejemplo. Pero su mayor utilidad se da cuando se integran estas estrategias en los programas de educación emocional. Y con ellos, a los niños y a los adolescentes se les enseñan estrategias que facilitan la mejora de su diálogo interno, la resolución de problemas o la organización de las tareas, por ejemplo. Cuando van aprendiendo competencias interpersonales básicas relacionadas con la toma de decisiones, la comunicación, la solidaridad, el respeto o la resolución de conflictos, ya podrán cooperar realmente en el aula. Se ha comprobado que el trabajo cooperativo puede resultar muy beneficioso para el alumnado con TDAH (DuPaul y Stoner, 2014), especialmente en pequeños grupos y cuando enseñan a otros compañeros (tutoría entre iguales). Además, eso contribuye a generar un clima emocional positivo. Esto también es muy importante para los estudiantes con TDAH porque, en muchas ocasiones, son penalizados por la falta de precisión en los resultados finales de las tareas haciendo un esfuerzo superior al de sus compañeros. ¡Qué importante es relativizar los errores con sentido del humor!

    Visuales y juguetones

    En los últimos años, desde la neurociencia, se han utilizado programas de entrenamiento cognitivo, generalmente informatizados, que inciden en las regiones cerebrales que sustentan las distintas redes atencionales. Por ejemplo, a través de ejercicios que fomentan la focalización atencional y la discriminación perceptual (Rueda et al., 2016b). En especial, la importante atención ejecutiva, que los estudios longitudinales demuestran que contribuye al rendimiento académico del alumnado. Además, se ha comprobado que los videojuegos de acción inciden positivamente en el funcionamiento ejecutivo cerebral mejorando la agudeza visual, la flexibilidad cognitiva o las redes atencionales orientativa y ejecutiva (Green y Bavelier, 2015; ver figura 5). ¿Se pueden utilizar este tipo de estrategias en el caso del TDAH? Pues parece que sí. En un estudio holandés, niños de 11 años con TDAH realizaron un entrenamiento de la atención durante ocho sesiones de una hora. Jugaban a un videojuego en el que tenían que advertir la presencia de robots enemigos sin olvidar que debían impedir que la energía de su avatar bajara de un cierto umbral. Los niños que recibieron ese entrenamiento, tras cuatro semanas, mejoraron varios parámetros atencionales, entre ellos la capacidad de concentrarse pese a las distracciones, y no solo mientras jugaban (Tucha et al., 2011).

    Asimismo, hay niños con TDAH que tienen problemas con la escritura como consecuencia de dificultades en la coordinación motora. En estos casos será muy beneficioso la utilización de determinados programas informáticos que posibilitan formas de expresión alternativas. Y no solo en los problemas de lectoescritura –tan comunes en los niños con TDAH porque muchos de ellos también son disléxicos– sino que, en general, la utilización de audiovisuales constituye una estupenda estrategia educativa ya que contextualiza la información y reduce la carga de la misma que reciben.

    Los aspectos motivacionales son básicos en el aprendizaje y más en niños con TDAH porque pierden el interés por las tareas más rápidamente. Juegos como el ajedrez, actividades manuales, puzles y otros juegos creados de forma informal por los propios niños pueden optimizar su atención. Al igual que actividades artísticas como el baile, la música o el teatro porque requieren control motor, emocional y cognitivo. Y la realización de tareas o proyectos vinculados a situaciones reales siempre despertará la curiosidad más fácilmente vinculando el aprendizaje a cuestiones concretas, alejándonos de las típicas tareas académicas tantas veces abstractas y descontextualizadas.

    En el fragor de la batalla

    Los niños con TDAH se distraen con facilidad y les cuesta más manipular la información mentalmente debido a déficits en la memoria de trabajo. Por ello –en consonancia con lo que comentábamos en el apartado del movimiento– resulta muy útil dividir las tareas en otras más pequeñas y realizar los correspondientes parones entre las mismas. Eso también se puede hacer en exámenes escritos (una hora es una eternidad para estos estudiantes). Y las dificultades para manipular mentalmente la información pueden compensarse si se les permite convertir la resolución de problemas en algo manual, un enfoque cuya utilidad ya comentábamos en un artículo anterior sobre la cognición corporizada.

    Una estrategia interesante para combatir la dificultad para aplazar las recompensas que manifiestan los niños con TDAH es mediante lo que se conoce como intenciones de implementación. Suelen tomar la forma de proposiciones del tipo “si X entonces Y” y sirven para planificar con antelación, como en el caso siguiente: “si me llama mi amiga Cristina le diré que no puedo ir al cine porque tengo que estudiar”. La práctica continuada de este tipo de estrategias posibilita a los niños con TDAH automatizar las respuestas sin tanto esfuerzo cognitivo. Y este aprendizaje les permite desenvolverse mejor en tareas ejecutivas, como algunas asociadas al control inhibitorio (Gawrilow et al., 2011). Todo en consonancia con el aprendizaje emocional que comentábamos anteriormente y que asumimos en Escuela con Cerebro como esencial.

    El cerebro hiperactivo es un maestro de la procrastinación, aunque le encanten los desafíos iniciales que suponen las tareas. Terminar el trabajo en el aula puede representar un éxito para el maestro pero no para el estudiante con TDAH. En estos casos, se ha comprobado que resulta beneficioso utilizar recompensas inmediatas al acabar las tareas asignadas. Pero ello requiere una supervisión del adulto y suministrar un feedback frecuente e inmediato. Premiar las conductas adecuadas se puede hacer elogiando, animando, o suministrando ciertos privilegios. Pero siempre de forma personal, breve y precisa (Barkley, 2016). Una mano tendida en el hombro mejora mucho el exceso de comunicación oral al que estamos acostumbrados los docentes. La necesidad de las consecuencias inmediatas hace muy útil que el niño vaya informando de forma continuada sobre el trabajo que está realizando. En este sentido, los contratos conductuales en los que se explicita de forma clara los objetivos del trabajo y las consecuencias del mismo pueden ser muy útiles.

    Conclusiones

    Desde la perspectiva neuroeducativa se asume con naturalidad la importancia del movimiento, el juego, el arte y las emociones. Porque este enfoque es el que va a favorecer un mejor desarrollo cerebral. O si se quiere, es el que nos va a permitir trabajar de forma adecuada esas funciones cognitivas complejas que son necesarias para un buen desarrollo académico, pero también para el crecimiento personal del alumnado: las funciones ejecutivas. A través de una adecuada educación emocional –que en el aula parte de la formación del profesorado y que en casa depende de las familias–, podremos generar la necesaria mentalidad de crecimiento, que está en consonancia con lo que sabemos sobre el cerebro, plástico y en continua reorganización tanto funcional como estructural. No podemos seguir etiquetando y estigmatizando el comportamiento de tantos niños y adolescentes con todos los problemas que les acarreamos. En el caso del TDAH, son nuestras expectativas negativas las que, en muchas ocasiones, generan en la práctica los conflictos. Cuando se asumen con naturalidad las diferencias, las aulas son inclusivas y las escuelas abren las puertas a toda la comunidad educativa y a la sociedad. Así ganamos todos.

    Jesús C. Guillén

    .

    Referencias:

    1. Barkley, Russell (2016). Managing ADHD in school: the best evidence-based methods for teachers. Eau Claire: PESI Publishing & Media.
    2. DuPaul G. J. y Stoner G. (2014). ADHD in the schools: assessment and intervention strategies. Nueva York: The Guilford Press.
    3. Gawrilow C., Gollwitzer P. M., y Oettingen G. (2011): “If-then plans benefit delay of gratification performance in children with and without ADHD”. Cognitive Therapy and Research, 35, 442–455.
    4. Green C. S. y Bavelier D. (2015): “Action video game training for cognitive enhancement”. Current Opinion in Behavioral Sciences 4, 103-108.
    5. Hart H. et al. (2013): “Meta-analysis of fMRI studies of inhibition and attention in ADHD: Exploring task-specific, stimulant medication and age effects”. JAMA Psychiatry 70, 185–198.
    6. Hoogman M. et al. (2017): “Subcortical brain volume differences in participants with attention deficit hyperactivity disorder in children and adults: a cross-sectional mega-analysis”. Lancet Psychiatry 4(4), 310-319.
    7. Lakes K. D. y Hoyt W. T. (2004): “Promoting self-regulation through school-based martial arts training”. Applied Developmental Psychology 25, 283–302.
    8. Ma J. K. et al. (2015): “Four minutes of in-class high-intensity interval activity improves selective attention in 9- to 11-year olds”. Applied Physiology Nutrition and Metabolism 40, 238-244.
    9. Rubia K. et al. (2014): “Effects of stimulants on brain function in attention-deficit/hyperactivity disorder: a systematic review and meta-analysis”. Biological Psychiatry 76(8), 616-628.
    10. Rueda M. R. et al. (2016a): “Neurociencia cognitiva del desarrollo”. En Mente y cerebro: de la psicología experimental a la neurociencia cognitiva. Madrid: Alianza Editorial.
    11. Rueda M. R., Conejero A. y Guerra S. (2016b): “Educar la atención desde la neurociencia”. Pensamiento Educativo. Revista de Investigación Educacional Latinoamericana 53(1), 1-16.
    12. Sarver D. E. et al. (2015): “Hyperactivity in attention-deficit/hyperactivity disorder (ADHD): Impairing deficit or compensatory behavior?” Journal of Abnormal Child Psychology 43(7), 1219-1232.
    13. Stylianou M. et al. (2016): “Before-school running/walking club: effects on student on-task behavior”. Preventive Medicine Reports 3, 196-202.
    14. Taylor A.F. y Kuo F.E. (2009): “Children with attention deficits concentrate better after walk in the park”. Journal of Attention Disorders 12, 402–409.
    15. Tucha O. et al. (2011): “Training of attention functions in children with attention deficit hyperactivity disorder”. ADHD Attention Deficit and Hyperactivity Disorders 3(3), 271-283.
    16. Van der Oord S., Bögels S. M., Peijnenburg D. (2012): “The effectiveness of mindfulness training for children with ADHD and mindful parenting for their parents”. Journal of Child and Family Studies 21, 139-147.
    17. Volkow N. D. et al. (2011): “Motivation deficit in ADHD is associated with dysfunction of the dopamine reward pathway”. Molecular Psychiatry 16(11), 1147-54.

     

    Categorías: Neurodidáctica Etiquetas: , ,

    El cerebro en la adolescencia: el secreto del éxito de nuestra especie

    El cerebro del adolescente no es defectuoso, ni tampoco se corresponde con el de un adulto a medio formar. La evolución lo ha forjado para que opere de distinta forma que el de un niño o el de un adulto.

    Jay N. Giedd

    Cuenta la prestigiosa neurocientífica Sarah-Jayne Blakemore que un amigo suyo siempre conseguía que su hija de diez años dejara de hacer travesuras en el supermercado, junto a su hermana menor, prometiéndole que le cantaría una canción allí mismo. La estrategia siempre surtía efecto, las niñas dejaban de portarse mal y escuchaban su canción favorita. Sin embargo, cuando su hija mayor cumplió trece años, el padre observó que la única forma de conseguir que dejara de enredar con su hermana en las tiendas era amenazándola con cantar. Imaginar a su padre en público era suficiente para que se portaran bien. ¡Cuántos cambios en tan solo unos años y cuántas nuevas oportunidades!

    Cambios en el cerebro adolescente

    Los estudios con neuroimágenes de los últimos años han revelado que la adolescencia constituye un periodo en el que se produce una extraordinaria reorganización cerebral, tanto a nivel funcional como estructural, comparable a la que acontece en los tres primeros años de vida. Y es esta gran plasticidad cerebral la que hace que la adolescencia sea un periodo de grandes oportunidades, pero también de grandes riesgos. Así, por ejemplo, el adolescente puede progresar rápidamente en su desarrollo cognitivo, emocional y social, pero también es más vulnerable a conductas de riesgo o a trastornos psicológicos.

    En términos generales, durante la adolescencia se dan dos grandes cambios en el cerebro, tanto en el de las chicas como en los chicos. El primero corresponde a un incremento de la sustancia blanca (axones recubiertos de mielina) y el segundo a un descenso gradual de la sustancia gris (estructuras no mielinizadas, como somas neuronales o dendritas).

    En la corteza frontal, a diferencia de lo que ocurre en otras regiones cerebrales, las sinapsis continúan proliferando durante toda la infancia y se alcanza un máximo de la sustancia gris a los 11 años en las chicas y a los 12 años en los chicos, aproximadamente (Lenroot y Giedd, 2006; ver figura 1). En los años posteriores va disminuyendo de forma gradual y luego se mantiene bastante estable en la vida adulta. La eliminación selectiva de conexiones se debe a un proceso de poda que permite mantener sinapsis que se utilizan y desechar aquellas que no (a nivel cerebral se aplica aquello de “úsalo o tíralo”) para mejorar así la eficiencia neuronal. La última región en la que se aprecian este tipo de cambios es la corteza prefrontal, la sede de las llamadas funciones ejecutivas, aquellas que nos permiten tomar decisiones adecuadas y que, en definitiva, nos hacen humanos.

    figura-1

    Junto a esto, también se produce un incremento de la sustancia blanca en la corteza prefrontal durante la adolescencia. Este es el resultado de un proceso de mielinización que empieza en la infancia y se prolonga hasta la adultez con el que las neuronas, conforme van desarrollándose, crean una capa de una sustancia grasa blanca llamada mielina en torno a los axones que mejora la velocidad de transmisión de información entre las neuronas y conlleva un aumento de la conectividad entre las regiones cerebrales (Giedd et al., 2015). La rápida mielinización de las neuronas en la adolescencia permite coordinar una gran diversidad de tareas cognitivas en las que intervienen diversas regiones del cerebro, para así ir mejorando progresivamente su funcionamiento ejecutivo. Y conforme van mejorando la conectividad y la eficiencia neuronal, se va configurando el cerebro adulto.

    Emoción vs control

    Los cambios más importantes que se dan en el cerebro durante la adolescencia no están asociados al desarrollo de regiones cerebrales sino a un proceso de reorganización que mejora la comunicación entre las mismas. Estos cambios se dan, principalmente, en la corteza prefrontal y en el sistema límbico o emocional.

    En la actualidad, se cree que lo más determinante para explicar la conducta típica del adolescente no es únicamente el desarrollo tardío de las funciones ejecutivas, asociado al lento proceso de maduración de la corteza prefrontal -que puede alargarse hasta pasada la veintena-, o los cambios drásticos que experimenta el sistema límbico durante la pubertad estimulado por las hormonas, sino el desfase temporal entre ambos procesos (Mills et al., 2014; ver figura 2). La mayor sensibilidad de regiones subcorticales durante la adolescencia promueve la aparición de conductas evolutivamente muy arraigadas que animan al joven a explorar nuevos ambientes, asumir riesgos o alejarse del entorno familiar para entablar relaciones entre iguales, por ejemplo. Pero la falta de desarrollo de la corteza prefrontal explicaría su mayor dificultad para controlarse, entender a los demás o percibir esos mensajes tan importantes en las interacciones sociales.

    figura-2

    Asimismo, las diferencias en el ritmo de maduración cerebral y en la producción hormonal podrían explicar, en parte, por qué la adolescencia afecta de forma diferente a las chicas y a los chicos. Por ejemplo, en las chicas maduran antes regiones de la corteza frontal, que intervienen en el procesamiento lingüístico o en la inhibición de impulsos, y el hipocampo, imprescindible en los procesos de memoria y aprendizaje. Mientras que en los chicos madura antes el lóbulo parietal inferior, fundamental para las tareas espaciales, o la amígdala (Lenroot y Giedd, 2010). Y en lo referente a las cuestiones hormonales, sabemos que en las chicas existe una gran sensibilidad a las relaciones sociales y la liberación de dopamina y oxitocina activada por los estrógenos explicaría la necesidad que tienen de compartir experiencias con sus amistades, mientras que en los chicos el aumento de los niveles de testosterona o de vasopresina justificaría la falta de interés social o la ansias por ser competitivos, respectivamente, que tantas veces percibimos en ellos.

    El placer de la recompensa

    El proceso de reorganización y maduración gradual que experimenta el cerebro en la adolescencia afecta a regiones que regulan la experiencia del placer (recompensa), la forma en la que vemos y pensamos sobre los demás (cognición social) y cómo nos controlamos (autorregulación).

    Relacionado con la búsqueda de la novedad y las conductas de riesgo típicas en la adolescencia, se ha comprobado que en la pubertad, especialmente, existe un incremento en la densidad de receptores de dopamina (Silverman et al., 2015). Este neurotransmisor asociado a la curiosidad y a la búsqueda de lo novedoso interviene en el llamado sistema de recompensa cerebral, el que nos motiva y nos permite aprender. Los adolescentes resuelven los problemas de forma similar a los adultos y reconocen los riesgos igual que ellos, pero son más sensibles a las recompensas. O si se quiere, valoran el premio por encima de las posibles consecuencias negativas. Y en presencia de sus amigos, el efecto se amplifica.

    Gardner y Steinberg (2005) utilizaron un videojuego en el que los participantes debían atravesar una ciudad con un coche lo más rápido posible porque cobraban en proporción al tiempo invertido. En muchas intersecciones del recorrido había semáforos que se ponían de forma aleatoria en ámbar y ello obligaba a tomar una rápida decisión. El jugador podía esperar y reanudar la marcha en verde o ahorrar tiempo atravesándolo en ámbar, aunque se exponía a un choque probable que le penalizaría con un intervalo de tiempo mayor. Pues bien, cuando los adolescentes hacen el recorrido solos asumen unos riesgos parecidos a los de los adultos. Sin embargo, en compañía de sus amigos -incluso cuando no se les deja comunicarse entre ellos- cambian su forma de conducir e incrementan mucho más sus riesgos (ver figura 3), algo que no ocurre en los adultos porque siguen conduciendo de la misma forma aunque tengan al lado sus amigos.

    figura-3

    Qué importante para el adolescente es sentirse aceptado por el grupo de iguales. La respuesta del cerebro a la exclusión del grupo es similar a la que se observa en situaciones de amenaza física o de depresión (Masten et al., 2009).

    Desarrollo de la cognición social

    El desarrollo de las competencias sociales que nos permiten interactuar y entender a otras personas también se ve afectado de forma especial en la etapa adolescente. Imaginemos que participamos en una tarea típica de laboratorio (Kilford et al., 2016) en la que hay una estantería con diversos objetos, algunos de los cuales no puede ver una persona que está situada detrás porque están tapados por un fondo gris oscuro (ver figura 4a; Director Condition). Esa persona nos pide mover algunos objetos pero, naturalmente, serán aquellos que él sí puede ver. Por ejemplo, nos puede decir “Mueve la pelota más grande”. Desde nuestra perspectiva, esa pelota es la de baloncesto, sin embargo, esa no la puede ver la otra persona, por lo que debemos ponernos en su situación y entender que se está refiriendo a la de fútbol. En el laboratorio se suministra este tipo de tareas a adolescentes y a adultos y también se realizan en una situación de control en la que no hay persona detrás (ver figura 4b; No Director Condition) y simplemente hay que aplicar la regla “ignorar los objetos con el fondo gris oscuro”.

    figura-4

    Aunque pueda parecer sorprendente, los adultos cometen un 50% de errores en la tarea en la que han de seguir las instrucciones de la otra persona y muchos menos cuando solo deben recordar la regla de ignorar el fondo gris. Como se puede observar en la figura 5, los errores van disminuyendo en las dos situaciones conforme se va incrementando el rango de edad de los participantes. Pero al comparar los dos últimos grupos, el de los adolescentes entre 14-17,7 años y el de los adultos, no hay casi variación en la condición ‘sin director’,  pero sí que existe una mejora significativa en la condición ‘con director’. Es decir, el adolescente emplea de la misma forma que el adulto las estrategias cognitivas básicas, pero le falta desarrollar la capacidad para interpretar las acciones ajenas, lo cual es imprescindible para navegar con rumbo en el océano de las relaciones sociales.figura-5

    Un mayor conocimiento del cerebro adolescente posibilitará optimizar su desarrollo, pero también nos ayudará a diferenciar las conductas típicas de esta etapa y las enfermedades mentales. Porque, con la excepción del TDAH, los trastornos de aprendizaje o el autismo, por ejemplo, la gran mayoría de trastornos, como la depresión, la anorexia o la bulimia, el trastorno bipolar, los trastornos de ansiedad, la drogadicción o la esquizofrenia, se inician en el periodo comprendido entre los 10 y los 25 años de edad (Lee et al., 2014).

    Importancia del contexto

    La inclinación a tomar riesgos en la adolescencia ha demostrado tener un valor adaptativo porque, en muchas ocasiones, el éxito en la vida requiere afrontar situaciones menos seguras. Al igual que ocurre con la tendencia a relacionarse con iguales -los compañeros de la misma edad ofrecen más novedades que el entorno familiar ya conocido-, las conductas de riesgo entre los adolescentes se han observado en todas las culturas, aunque en grado diferente (Steinberg, 2014). Esto sugiere que, en lugar de intentar cambiar la naturaleza adolescente, deberíamos incidir en el contexto en el que estas inclinaciones naturales se dan. Por ejemplo, muchos programas educativos de prevención -como los de embarazos no deseados o de consumo de alcohol- asumen que los adolescentes pensarán en las consecuencias futuras de sus actos en estados de alto impacto emocional (no lo harán) o que asumen riesgos porque no están bien informados sobre esas consecuencias (no son conscientes de ello).

    Otro enfoque diferente que no se limita a suministrar información sobre las actividades de riesgo y que está mucho más en consonancia con las necesidades cerebrales del adolescente es el de los programas que inciden en la mejora de la autorregulación. Y aunque la contribución de la escuela puede ser importante, la incidencia del entorno familiar es fundamental. Los hijos de padres que captan sus necesidades afectivas, fijan límites adecuados y fomentan una autonomía que les permite desarrollar todo su potencial tendrán una mayor probabilidad de mejorar su autorregulación y tener éxito en la vida (Luyckx et al., 2011).

    También puede resultar muy beneficioso para los adolescentes, especialmente para aquellos que pertenecen a entornos socioeconómicos desfavorecidos, participar en actividades extraescolares bien estructuradas y supervisadas por los adultos, como en el caso de los deportes o del teatro. De hecho, las decisiones que toman los adolescentes en presencia de un adulto ligeramente mayor que ellos son mucho más prudentes que las que toman en presencia de sus compañeros y similares a lo que deciden cuando están solos (Silva et al., 2016; ver figura 6).

    figura-6

    El poder de la autorregulación

    La capacidad de controlar nuestras acciones depende de la integridad del sistema de funcionamiento ejecutivo, una red extensa distribuida fundamentalmente en la corteza prefrontal. El lento desarrollo de esta región -la más moderna del cerebro, pero también la más vulnerable- hace que el desarrollo de la autorregulación sea el gran objetivo que deberíamos perseguir los educadores, especialmente en la adolescencia, y más ahora que constituye un periodo más amplio. Pero ello requiere ir más allá de la enseñanza de competenciales académicas que tienen una incidencia menor en el desarrollo de la persona y en su éxito en la vida. Sabemos, por ejemplo, que el estrés, la tristeza, la soledad o la fatiga pueden perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal e interferir con el autocontrol a cualquier edad, pero la incidencia será mayor cuando su desarrollo es parcial, como en el caso de los adolescentes. Afortunadamente, disponemos de múltiples evidencias empíricas de distintos tipos de programas que pueden beneficiar el desarrollo de la necesaria autorregulación, imprescindible para el desarrollo académico y personal del joven. Según Steinberg (2014), las estrategias más útiles para el adolescente provienen del entrenamiento cognitivo, el ejercicio aeróbico, el mindfulness y los programas de educación emocional.

    En lo referente al contexto escolar, los programas de ejercicio físico con adolescentes constituyen una estupenda forma de entrenamiento ejecutivo y son muy adecuados para combatir el estrés, mientras que los programas de educación socioemocional son imprescindibles en el desarrollo de competencias emocionales básicas, algunas de las cuales se refuerzan cuando se integra el mindfulness en las actividades. Y no olvidemos la importancia de la educación artística en el entrenamiento del autocontrol, como en el caso del teatro (ver video). Cuando el niño o el adolescente cante o actúe inhibirá los impulsos, no se distraerá y estará orgulloso de mostrar el resultado final a sus compañeros. Y eso ocurre porque encuentra motivadoras las actividades propuestas. Esa es la clave de la efectividad de las tareas lúdicas, deportivas o artísticas.

    Del problema a la oportunidad

    La gran plasticidad del cerebro durante la adolescencia convierte esta etapa en una oportunidad fantástica para el aprendizaje, el desarrollo de la creatividad y el crecimiento personal del estudiante. Tanto que algunos autores sugieren que la adolescencia podría representar un nuevo periodo sensible en el desarrollo cerebral, tras las ventanas plásticas tempranas asociadas al desarrollo sensorial, motor o del lenguaje (Furhmann et al., 2015).

    Conocer las particularidades del desarrollo cerebral hará que no estigmaticemos las conductas típicas observadas y entendamos que el adolescente necesita nuestra guía, supervisión y comprensión. Como el cerebro adolescente es especialmente sensible a lo novedoso, sería interesante implicar a los alumnos en actividades que constituyan retos estimulantes que les permitan amplificar esas ansias que muestran por ser creativos. El adolescente busca nuevas expectativas y quiere investigar sobre su propia identidad por lo que nada mejor que animarle a adoptar formas de pensamiento abiertas, lo cual puede conseguirse a través de proyectos transdisciplinares como los APS (aprendizaje-servicio), una estupenda forma de vincular el aprendizaje a situaciones reales y de fomentar la cooperación o el análisis crítico, entre otras muchas competencias esenciales en los tiempos actuales. Porque los estudios longitudinales con adolescentes revelan que el mejor rendimiento académico y las relaciones más satisfactorias entre compañeros están asociadas a un trabajo cooperativo en el aula y no a uno individualista (Roseth et al., 2008). Por otra parte, cuando se les hace preguntas del tipo “¿Cómo se podría mejorar el mundo?” y se les pide que vinculen la respuesta a lo que están aprendiendo en la escuela, la reflexión sobre la contribución al bienestar ajeno impulsa su motivación hacia el aprendizaje y fomenta su autorregulación (Yeager et al., 2014). Y es que así somos los humanos, seres sociales con una capacidad de cambio, adaptación y aprendizaje única. Especialmente, en la adolescencia. Gracias a nuestro cerebro.

    Jesús C. Guillén

    .

    Referencias:

    1. Fuhrmann D., Knoll L. J., Blakemore S. J. (2015): “Adolescence as a sensitive period of brain development”. Trends in Cognitive Sciences 19(10), 558-566.
    2. Gardner M., Steinberg L. (2005): “Peer influence on risk taking, risk preference, and risky decision making in adolescence and adulthood: an experimental study”. Developmental Psychology 41, 625-635.
    3. Giedd J. N. et al. (2015): “Child psychiatry branch of the National Institute of Mental Health longitudinal structural magnetic resonance imaging study of human brain development”. Neuropsychopharmacology 40(1), 43-49.
    4. Giedd J. N. (2015): “The amazing teen brain”. Scientific American 312(6), 32-37.
    5. Kilford E. J., Garrett E., Blakemore S. J. (2016): “The development of social cognition in adolescence: An integrated perspective”. Neuroscience and Biobehavioral Reviews 70, 106-120.
    6. Lee F. S. et al. (2014): “Mental health. Adolescent mental health–opportunity and obligation”. Science 346(6209), 547-549.
    7. Lenroot R. K., Giedd J. N. (2006): “Brain development in children and adolescents: Insights from anatomical magnetic resonance imaging”. Neuroscience and Biobehavioral Reviews 30, 718-729.
    8. Lenroot R K., Giedd J. N. (2010): ”Sex differences in the adolescent brain”. Brain and Cognition 72(1), 46-55.
    9. Luyckx K. et al. (2011): “Parenting and trajectories of children’s maladaptive behaviors: a 12-year prospective community study”. Journal of Clinical Child & Adolescent Psychology 40(3), 468-478.
    10. Masten C. L. et al. (2009): “Neural correlates of social exclusion during adolescence: nderstanding the distress of peer rejection”. Social Cognitive and Affective Neuroscience 4(2), 143-157.
    11. Mills K. L. et al. (2014): “The developmental mismatch in structural brain maturation during adolescence”. Developmental Neuroscience 36, 147-160.
    12. Roseth C., Johnson D. y Johnson R. (2008): “Promoting early adolescents’ achievement and peer relationships: the effects of cooperative, competitive, and individualistic goal structures”. Psychological Bulletin, 134(2), 223-246.
    13. Silva K., Chein J., Steinberg L. (2016): “Adolescents in peer groups make more prudent decisions when a slightly older adult is present”. Psychological Science 27(3), 322-330.
    14. Silverman M. H., Jedd K., Luciana M. (2015): “Neural networks involved in adolescent reward processing: an activation likelihood estimation meta-analysis of functional neuroimaging studies”. Neuroimage 122, 427-439.
    15. Steinberg L. (2014). Age of opportunity: Lessons from the new science of adolescence. Nueva York: Houghton Mifflin Harcourt.
    16. Yeager D. S. et al. (2014): “Boring but important: a self-transcendent purpose for learning fosters academic self-regulation”. Journal of Personality and Social Psychology 107(4), 559-580.

     

    Funciones ejecutivas en el aula: una nueva educación es posible

    Hemos de preocuparnos por el bienestar emocional, social y físico de los niños si queremos que sean capaces de resolver problemas, ejercitar el autocontrol o utilizar de forma adecuada cualquier función ejecutiva.  

    Adele Diamond

    Cuenta Mariano Sigman (2015) -reconocido neurocientífico argentino- que, mientras estaba haciendo su doctorado, visitó un día el laboratorio de Álvaro Pascual-Leone cuando se comenzaba a utilizar la estimulación magnética transcraneal, una técnica que permite, por ejemplo, activar o inhibir regiones cerebrales de una forma no invasiva. Al joven Sigman le tentó participar en un experimento en el que se desactivaba temporalmente la corteza prefrontal. En esa situación, debía pensar palabras que empezaran con una letra que aparecía en una pantalla y, segundos más tarde, tenía que pronunciarlas. Sin embargo, con la corteza prefrontal inhibida, esa espera era imposible. En el momento de pensar las palabras empezaba a nombrarlas de forma compulsiva. Aunque sabía que tenía que esperar antes de decirlas, no podía hacerlo. Y es que sin la participación de la corteza prefrontal no es posible realizar tareas como la comentada. Una región cerebral que nos distingue como humanos y que es la sede de las llamadas funciones ejecutivas, funciones cognitivas complejas que nos definen como seres sociales y que nos permiten planificar y tomar decisiones adecuadas. Una especie de sistema rector que coordina las acciones y facilita la realización eficiente de las tareas, sobre todo cuando son novedosas o requieren mayor complejidad. Estas funciones ejecutivas -fundamentales en el desarrollo académico y personal del alumno- se pueden mejorar, por lo que su conocimiento constituye una auténtica necesidad educativa.

    Consideraciones generales

    La capacidad de controlar nuestras acciones depende de la integridad del sistema de función ejecutivo, una red extensa distribuida fundamentalmente en la corteza prefrontal. Esta región que nos hace realmente humanos está situada en la parte anterior del lóbulo frontal, es el área mejor conectada del cerebro (ver figura 1) y se desarrolla de forma mucho más lenta que otras regiones cerebrales. Aunque es la región más moderna del cerebro, también es la más vulnerable. El estrés, la tristeza, la soledad o una mala condición física pueden perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal. De hecho, en una situación de estrés se pueden manifestar síntomas parecidos a los asociados al TDAH debido a la dificultad para pensar con claridad o ejercitar el adecuado autocontrol (Diamond y Ling, 2016).

    Figura 1

    La gran mayoría de los estudios publicados (Bagetta y Alexander, 2016) mencionan tres componentes básicos de las funciones ejecutivas que están directamente relacionados entre ellos y que permiten desarrollar otras funciones complejas como el razonamiento, la resolución de problemas o la planificación: el control inhibitorio, la memoria de trabajo y la flexibilidad cognitiva. Este conjunto de habilidades directamente vinculadas al proceso madurativo de la corteza prefrontal son muy importantes para la vida cotidiana y resultan imprescindibles para el éxito académico (Best et al., 2011) y el bienestar personal del alumno. Se pueden entrenar y mejorar a cualquier edad a través de procedimientos diferentes -tal como veremos en los apartados posteriores- con la práctica adecuada, por lo que enseñar al niño a desarrollar estas funciones ejecutivas debería ser una prioridad educativa (Diamond, 2013).

    Control inhibitorio

    Es la capacidad que nos permite inhibir o controlar de forma deliberada conductas, respuestas o pensamientos automáticos cuando la situación lo requiere. Así pues, a los niños a los que les cuesta inhibir los impulsos responden sin reflexionar, buscan recompensas inmediatas o tienen dificultades para proponerse objetivos a largo plazo, por ejemplo. En la práctica, será más fácil para el alumno comprometerse en una tarea o finalizarla si entiende las opciones que tiene antes de decidirse a actuar, reconoce cómo le afecta esa acción o puede visualizar la opción correcta para esa tarea (Moraine, 2014).

    Un buen control inhibitorio del niño aparece cuando es capaz de mantener la atención en la tarea que está realizando sin distraerse (atención ejecutiva), tal como ocurre cuando participa en una canción grupal, interviene en una obra de teatro, realiza una construcción de bloques o intenta andar sin que se le caiga el huevo que sostiene con una cuchara en la boca. Ejemplos claros de la importancia del juego, de las artes y del movimiento a través de actividades tradicionales que facilitan el desarrollo de las funciones ejecutivas del niño. Y en cuanto al componente conductual de la inhibición (autocontrol), qué importante es que el niño disponga del tiempo necesario para reflexionar. Como en el caso de la tarea ‘día-noche’ en la que ha de responder ‘día’ cuando se le muestra una luna y ‘noche’ cuando aparece un sol. Unos segundos para cantar ‘piensa en la respuesta, no me la digas’ son suficientes para mejorar su desempeño en esa tarea típica de entrenamiento del autocontrol (ver video).

    Memoria de trabajo

    Es una memoria a corto plazo que nos permite mantener y manipular información que es necesaria para realizar tareas cognitivas complejas como razonar o aprender. Cuando el niño manifiesta déficits en su memoria de trabajo tiene dificultad para pensar en varias cosas a la vez u olvida el significado de lo que va escribiendo, por ejemplo. Por ello, resulta útil para estos niños subrayar, apuntar todo lo necesario, desarrollar ciertos automatismos al leer o escribir o clarificar los objetivos de aprendizaje (Marina y Pellicer, 2015).

    La narración de historias constituye una estupenda forma de ejercitar la memoria de trabajo del niño porque focaliza la atención durante periodos de tiempo prolongados y necesita recordar todo lo que va sucediendo -como la identidad de los distintos personajes o detalles concretos de la historia- e integrar la nueva información en lo ya sucedido. Y como una muestra más de la naturaleza social del ser humano, se ha comprobado que cuando se le narra una historia al niño mejora más su vocabulario y el recuerdo de detalles de la misma que cuando la lee simplemente, siendo muy importante la interacción entre el adulto que cuenta la historia y el niño (Gallets, 2005). Asimismo, cuando el niño cuenta una historia al compañero que previamente ha escuchado, intenta memorizar la letra de una canción en la que interviene o participa en un juego que consiste en realizar movimientos concretos asociados a imágenes aparecidas, también ejercita su memoria de trabajo.

    Flexibilidad cognitiva

    Es la capacidad para cambiar de forma flexible entre distintas tareas, operaciones mentales u objetivos. Conlleva el manejo de estrategias fluidas que nos permiten adaptarnos a situaciones inesperadas pensando sin rigidez y liberándonos de automatismos poco eficientes. Como, por ejemplo, cuando el niño participa en una actividad en la que en unas situaciones ha de hablar y, en otras, ha de escuchar. O cuando tiene que elegir entre diferentes estrategias para resolver un problema y existe la necesidad de ser creativo. Es por ello que el desarrollo de la flexibilidad cognitiva se puede facilitar si utilizamos analogías y metáforas, planteamos problemas abiertos, permitimos diferentes opciones para la toma de decisiones o asumimos con naturalidad el error en el proceso de aprendizaje. Tareas como llevar una cometa, jugar a fútbol o caminar por un entorno natural conllevan un uso adecuado de la flexibilidad mental, porque se han de ir ajustando las decisiones a las circunstancias que se van dando.

    En la práctica, estas funciones básicas pueden intervenir relacionadas. Así, por ejemplo, mediante el juego simbólico -una estupenda forma de fomentar el pensamiento creativo o la conciencia emocional-, los niños deben mantener su rol y recordar el de los compañeros (memoria de trabajo), actuar según el personaje elegido (control inhibitorio) o ajustarse a los cambios de roles (flexibilidad cognitiva). Y qué importante es no subestimar la capacidad de los niños y fomentar su autonomía, lo cual es posible si los adultos somos capaces también de controlar nuestros impulsos y no intervenir de forma prematura. En el siguiente video se muestra cómo un niño de 3 años es capaz de no distraerse ante los estímulos externos en el aula y de resolver una tarea con bloques focalizando la atención y perseverando ante la misma. Juega, disfruta y aprende.

    A continuación analizamos brevemente algunos programas o intervenciones que se han puesto en práctica en el aula y que parecen incidir positivamente sobre el desarrollo de las funciones ejecutivas, especialmente en aquellos alumnos con peor funcionamiento de las mismas o que pertenecen a entornos socioeconómicos desfavorecidos:

    Programas informáticos

    Existen programas de ordenador que integran el componente lúdico, como Cogmed, que han resultado beneficiosos para mejorar la memoria de trabajo, aunque no está claro que esta mejora pueda transferirse a las tareas académicas (Roberts et al., 2016). Con el videojuego NeuroRacer (ver figura 2) que está diseñado para realizar dos tareas a la vez, una de discriminación perceptiva y otra de coordinación visomotora, se mejoró en adolescentes y en personas mayores la atención sostenida y la memoria de trabajo, dos capacidades no entrenadas (Anguera et al., 2013). Hay indicios de que determinados juegos de ordenador sí que pueden mejorar las capacidades cognitivas también en los niños, como en el caso del entrenamiento de la atención ejecutiva (Rueda et al., 2012).

    Figura 2

    Programas de actividad física

    Aunque los programas de actividad física continuados han producido efectos positivos sobre el aprendizaje en niños y adolescentes, los mejores resultados para las funciones ejecutivas se obtienen cuando se combina con una mayor actividad mental, como en el caso de las artes marciales. En un estudio en el que participaron niños con edades comprendidas entre los 5 y los 11 años se analizaron los efectos producidos por un programa de taekwondo respecto a los de un programa de educación física tradicional. Después de tres meses, los resultados indicaron que los alumnos del grupo de artes marciales habían mejorado más que los del otro grupo en todas las medidas realizadas de las funciones ejecutivas, tanto cognitivas como afectivas, y en la autorregulación emocional (Lakes y Hoyt, 2004), algo especialmente útil en alumnos con TDAH.

    Programas de educación emocional

    Este tipo de programas promueven el aprendizaje de toda una serie de competencias sociales y emocionales, como el autocontrol u otras asociadas a las funciones ejecutivas. Así, por ejemplo, en el programa PATHS se les enseña a los niños que cuando están enfadados han de abrazarse como una tortuga y hacer un par de respiraciones profundas. Este parón les ayuda a calmarse. Y muy beneficiosos han resultado también programas que incorporan técnicas de relajación y meditación en el aula, como MindUP. Este programa de entrenamiento en mindfulness que se combina con actividades que promueven el optimismo, la gratitud o la bondad incide sobre las funciones ejecutivas de los niños mejorando su control inhibitorio (ver figura 3) y su gestión del estrés (Schonert-Reichl et al., 2015).

    Figura 3

    Enseñanza bilingüe

    Nuestro cerebro tiene una enorme capacidad para aprender varias lenguas en la infancia temprana y ello confiere diversas ventajas. Las personas bilingües muestran una mejor atención ejecutiva y obtienen mejores resultados en tareas que requieren control inhibitorio, memoria de trabajo visuoespacial o flexibilidad cognitiva. En el caso de niños de 5 años ya se han identificado los patrones de actividad electrofisiológica que diferencian a los cerebros bilingües respecto a los monolingües y que les permiten un mejor desempeño ejecutivo (Barac, Moreno y Bialystoc, 2016). Incluso, cuando bebés de 7 meses aprenden a identificar una señal auditiva o visual que anticipa la aparición de un objeto en una pantalla, aquellos que son educados en un entorno bilingüe son capaces de reorientar la atención cuando el objeto aparece de forma sorpresiva en otra posición, a diferencia de los monolingües que siguen esperando que el objeto aparezca en la misma situación (Kovacs y Mehler, 2009; ver figura 4).

    Figura 4

    En la práctica

    Como hemos comentado, existen diferentes formas de entrenar directamente las funciones ejecutivas. Sin embargo, Adele Diamond (2014), una de las pioneras en el campo de la neurociencia cognitiva del desarrollo, sugiere que las tareas que provocan la mayor mejora de las funciones ejecutivas son aquellas que las trabajan de forma indirecta, incidiendo en aquello que las perjudica -como el estrés, la tristeza, la soledad o una mala salud- provocando mayor felicidad, vitalidad física y un sentido de pertenencia al grupo. ¿Y cuáles son estas estrategias? Pues todas aquellas que están en concordancia con lo que proponemos desde la neuroeducación. Si para un buen funcionamiento ejecutivo lo más importante es fomentar el bienestar emocional, social o físico, el aprendizaje del niño tiene que estar vinculado al juego, el movimiento, las artes o la cooperación. O si se quiere, nada mejor para facilitar un aprendizaje eficiente y real que promover la educación física, el juego, la educación artística y la educación socioemocional. Todo ello en consonancia con el proceso natural de maduración del cerebro humano porque en cualquier cultura los niños aprenden a descubrir el mundo que les envuelve bailando, cantando, dibujando, jugando, compartiendo, resolviendo retos… todas ellas tareas que colman las necesidades sociales que tenemos los seres humanos. Seguramente, el entrenamiento puramente cognitivo no es la mejor forma de mejorar la cognición. El éxito académico y personal requiere atender las necesidades sociales, emocionales y físicas de los niños. Una nueva educación es posible. Nuestro cerebro plástico y social agradecerá el nuevo cambio de paradigma.

    Jesús C. Guillén

    Referencias:

    1. Anguera et al. (2013): “Video game training enhances cognitive control in older adults”. Nature 501(7465), 97-101.
    2. Baggetta P., Alexander P. A. (2016): “Conceptualization and Operationalization of Executive Function”. Mind, Brain, and Education 10 (1), 10-33.
    3. Barac R., Moreno S., Bialystok E. (2016): “Behavioral and electrophysiological differences in executive control between monolingual and bilingual children”. Child Development 87 (4), 1277-1290.
    4. Best J. R. et al. (2011): “Relations between executive function and academic achievement from ages 5 to 17 in a large, representative national simple”. Learning and Individual Differences 21, 327-336.
    5. Diamond A., Ling D. S. (2016): “Conclusions about interventions, programs, and approaches for improving executive functions that appear justified and those that, despite much hype, do not”. Developmental Cognitive Neuroscience 18, 34-48.
    6. Diamond A. (2013): “Executive functions”. The Annual Review of Psychology 64, 135-168.
    7. Diamond A. (2014): “Executive functions: Insights into ways to help more children thrive”. Zero to Three 35(2), 9-17.
    8. Gallets M. P. (2005): “Storytelling and story reading: a comparison of effects on children’s memory and story comprehension”. Electronic Theses and Dissertations. Paper 1023.
    9. Kovács A. M., Mehler J. (2009): “Cognitive gains in 7-month-old bilingual infants”. PNAS 106, 6556–6560.
    10. Lakes K. D., Hoyt W. T. (2004): “Promoting self-regulation through school-based martial arts training”. Applied Developmental Psychology 25, 283–302.
    11. Marina, José Antonio y Pellicer, Carmen (2015). La inteligencia que aprende. Madrid: Santillana.
    12. Moraine, Paula (2014). Las funciones ejecutivas del estudiante. Madrid: Narcea.
    13. Purper-Ouakil D. et al. (2011): “Neurobiology of attention deficit/hyperactivity disorder”. Pediatric Research 69 (5), 69-76.
    14. Roberts G. et al. (2016): “Academic outcomes 2 Years after working memory training for children with low working memory: a randomized clinical trial”. JAMA Pediatrics 170(5): e154568.
    15. Rueda M. R. et al. (2012): “Enhanced efficiency of the executive attention network after training in preschool children: Immediate changes and effects after two months”. Developmental Cognitive Neuroscience 2(1), 192-204.
    16. Schonert-Reichl K. A. et al. (2015): “Enhancing cognitive and social – emotional development through a simple-to-administer mindfulness-based school program for elementary school children: a randomized controlled trial”.Developmental Psychology 51, 52-66.
    17. Sigman, Mariano (2015). La vida secreta de la mente: nuestro cerebro cuando decidimos, sentimos y pensamos. Buenos Aires: Debate.

    ¿Cuáles son las asignaturas más importantes para el cerebro?

    El excesivo interés por ciertas asignaturas y capacidades acarrea la marginación casi sistemática de otras competencias e intereses de los alumnos. Inevitablemente, muchos de ellos desconocen cuáles son sus auténticas capacidades y, en consecuencia, sus vidas pueden ser menos plenas.

    Ken Robinson

    Lo asumimos. Suena mal. El mundo jerarquizado de las asignaturas que hemos creado los adultos está alejado de las necesidades actuales. De hecho, una de las grandes diferencias entre las etapas educativas iniciales (Infantil y Primaria) y las etapas superiores (Secundaria y la Universidad) radica en que en las primeras se enseña a los niños, mientras que en las posteriores se enseña asignaturas. Pero sigue predominando en la mayoría de los sistemas educativos, en los que se han considerado prioritarias algunas de ellas y se han relegado a un papel secundario otras muchas. Sin embargo, desde la perspectiva integradora de la neuroeducación en la que consideramos como básico un aprendizaje directamente vinculado al mundo real, significativo, competencial e interdisciplinar, se plantea un enfoque diferente. Las matemáticas, las ciencias o la lengua no dejan de ser importantes -que lo son- pero comparten protagonismo con otras asignaturas (¿mejor disciplinas?) que no marginarán muchas competencias e intereses de los alumnos, y que facilitarán un mayor aprendizaje, más eficiente y, en definitiva, real. Porque nuestro cerebro necesita, y mucho, la educación socioemocional, la educación física, la educación artística y el juego. A continuación, compartimos con todos los seguidores de Escuela con Cerebro algunas evidencias empíricas que justifican la aplicación de este nuevo paradigma educativo.

    Educación socioemocional

    Las emociones sí importan

    No podemos separar lo cognitivo de lo emocional. Cuando en el laboratorio se muestra a los participantes del experimento imágenes que corresponden a contextos emocionales diferentes, se activan regiones del cerebro concretas. Ante las fotografías que generan emociones positivas se activa el hipocampo y ello posibilita que los participantes puedan memorizar más palabras en ese contexto (Erk et al., 2003; ver figura 1). Esto sugiere la necesidad de generar en el aula climas emocionales positivos y seguros en los que se asume con naturalidad el error, en donde los alumnos cooperan y son protagonistas activos del aprendizaje o en los que las expectativas, tanto del profesor como del alumno, son siempre positivas. Este es el camino directo para facilitar el aprendizaje en el aula.

    Figura 1

    Junto a esto, los estudios longitudinales confirman los anteriores resultados. En un metaanálisis de varios años de duración en el que participaron más de 270.000 alumnos hasta la etapa preuniversitaria, se compararon 213 escuelas que utilizaban programas de aprendizaje socioemocional con otras que no los utilizaban. Respecto a los grupos de control, los participantes en los programas socioemocionales impartidos en primaria mostraron mejoras significativas en las habilidades sociales y emocionales, con actitudes más positivas y mayor compromiso escolar a los 18 años de edad. Y no sólo eso, sino que obtuvieron una mejora en el rendimiento académico del 11%, en promedio (Durlak et al., 2011; ver figura 2).

    Figura 2

    Desde la perspectiva neuroeducativa entendemos que la educación ha de ser integral, es decir, no puede limitarse a la adquisición de conocimientos o destrezas, sino que debe orientarse a formar personas. Y en eso consiste la educación emocional, en la adquisición de toda una serie de competencias emocionales que van a capacitar a la persona para la vida, fomentando su bienestar personal y social. Porque cambia y mejora nuestro cerebro. Pero para que el diseño, la implementación y la evaluación de estos programas de educación emocional sean eficientes se deben cumplir ciertas condiciones. Las más relevantes son las siguientes (Bisquerra et al., 2015):

    • Basar el programa en un marco conceptual sólido.
    • Especificar los objetivos del programa en términos evaluables.
    • Realizar esfuerzos coordinados que impliquen a toda la comunidad educativa.
    • Asegurar el apoyo del centro.
    • Impulsar una implantación sistemática a lo largo de varios años.
    • Emplear técnicas de enseñanza-aprendizaje activas y participativas que promuevan el aprendizaje cooperativo y sean variadas.
    • Incluir planes de formación y de asesoramiento del personal responsable del programa.
    • Incluir un plan de evaluación del programa antes, durante y después de su aplicación.

    Consideramos especialmente importante que la implementación de estos programas se inicie en las primeras etapas educativas, las cuales tienen una incidencia específica en las funciones ejecutivas del cerebro (control inhibitorio, memoria de trabajo y flexibilidad cognitiva, las básicas). Pero para ello es necesario que el profesor conozca las estrategias adecuadas que permiten optimizar y desarrollar de forma apropiada estas importantes funciones ejecutivas. Y para fomentar un trabajo cooperativo eficiente en el aula es necesario enseñar a los alumnos diversas competencias emocionales básicas, lo cual resulta imposible si el docente no utiliza estas técnicas en su práctica diaria (no solo han de cooperar los alumnos). Porque el éxito de cualquier programa de educación emocional parte siempre de la formación del profesorado.

    Cuando se añaden a este tipo de programas las prácticas contemplativas, como el mindfulness, se mejoran los resultados obtenidos en relación a cuando se utilizan estas técnicas por separado. Por ejemplo, cuando un niño está alterado, decirle que tome conciencia de sus propias emociones puede ser insuficiente; o la simple práctica del mindfulness no garantiza que adquiera las competencias necesarias para resolver conflictos. Sin embargo, cuando se integra el mindfulness en los programas de educación socioemocional, algunas de sus competencias se ven reforzadas: la autoconciencia adopta una nueva profundidad de exploración interior, la gestión emocional fortalece la capacidad para resolver conflictos y la empatía se convierte en la base del altruismo y la compasión (Lantieri y Zakrzewski, 2015). Y cuando se utilizan este tipo de estrategias, mejora la capacidad atencional (ver figura 3) y la gestión del estrés de los alumnos (Schonert-Reichl et al., 2015), lo cual incide positivamente sobre su rendimiento académico, pero también –y más importante- sobre su bienestar personal. Y eso no se restringe a una etapa educativa concreta.

    Figura 3

    Educación física

    Bueno para el corazón, bueno para el cerebro

    El ejercicio tiene una incidencia positiva en nuestra salud física, emocional, pero también cognitiva. Ya hace algunos años que se demostraron los beneficios de la actividad física sobre el cerebro de personas de edad avanzada. Y en los últimos tiempos, también se han realizado investigaciones que muestran su importancia sobre el cerebro de niños y adolescentes. Además de ser un estupendo recurso para combatir el tan temido estrés crónico o mejorar el bienestar, el ejercicio puede beneficiar el funcionamiento de las funciones ejecutivas que tienen una incidencia directa sobre el desarrollo académico y personal del alumnado. Y ello se debe a que durante el ejercicio se liberan toda una serie de moléculas (BDNF o IGF-1, por ejemplo) que intervienen en procesos neuronales básicos, como la plasticidad sináptica, la neurogénesis o la vascularización cerebral (Gómez-Pinilla y Hillman, 2013), junto al incremento del nivel de neurotransmisores imprescindibles para un buen aprendizaje, como la dopamina (motivación), serotonina (estado de ánimo) o noradrenalina (atención), por ejemplo.

    Los niños o adolescentes que practican deporte y poseen una mejor capacidad cardiovascular, tienen un hipocampo mayor y, como consecuencia de ello, se desenvuelven mejor en tareas que requieren la memoria explícita (Chaddock et al., 2010; ver figura 4).

    Figura 4

    Y aquellos alumnos que realizan pruebas académicas relacionadas con la comprensión lectora, la ortografía o la aritmética tras una actividad aeróbica moderada de 20 minutos (caminando o corriendo en la cinta, por ejemplo), obtienen mejores resultados que aquellos que han estado en una situación pasiva en ese intervalo de tiempo (Hillman et al., 2009). Incluso, simples parones de 4 minutos en la actividad académica diaria de niños en educación primaria para realizar una serie de movimientos rápidos son suficientes para optimizar la atención necesaria que requiere la tarea posterior y mejorar el desempeño en la misma (Ma et al., 2015; ver figura 5). Esto será muy útil para todos los alumnos, en general, pero especialmente para aquellos con TDAH, que tienen mayores dificultades para focalizar la atención durante periodos de tiempo prolongados. Los síntomas que caracterizan a estos niños con TDAH parecen reducirse cuando pueden moverse y jugar en entornos naturales. Y también se ha comprobado la utilidad de combinar el ejercicio físico con una mayor actividad mental como se da, por ejemplo, en el caso de las artes marciales. Un programa de taekwondo de tres meses de duración mejoró los procesos de autorregulación que posibilitaron mejoras, tanto conductuales como académicas, en los niños que participaron en los mismos (Lakes y Hoyt, 2004).

    Figura 5

    Las implicaciones educativas de estas investigaciones sugieren la necesidad de dedicar más tiempo a la educación física y no de relegarla a las últimas horas de la jornada escolar, como suele hacerse tradicionalmente. Esto en la práctica se ha comprobado, por ejemplo, con el programa Zero Hour de las escuelas Naperville 203 en Illinois, el cual ha permitido mejorar el bienestar personal de los alumnos y su rendimiento académico general (Ratey y Hagerman, 2010). Y cuando se han aplicado programas de ejercicio físico antes del inicio de la jornada escolar en los que los niños caminan o corren durante 15-20 minutos, mejora su comportamiento, su concentración durante las tareas y su disposición para el aprendizaje en las horas posteriores (Stylianou et al., 2016). Las últimas recomendaciones sobre el tiempo adecuado para optimizar la salud y el rendimiento académico de los alumnos son las siguientes: 150 minutos semanales en primaria y 225, como mínimo, en secundaria (Castelli et al., 2015).

    Junto al necesario protagonismo de la educación física, también resulta fundamental enseñar al alumnado la importancia que tienen el sueño y la alimentación sobre el aprendizaje, tanto a corto como a largo plazo.

    Educación artística

    El arte: una necesidad cerebral

    Los niños descubren de forma natural el mundo que les rodea cantando, dibujando, bailando o recreando, todas ellas actividades vinculadas al arte. Y ello es necesario para un adecuado desarrollo sensorial, motor, cognitivo y emocional. Las investigaciones muestran que las diferentes variedades artísticas pueden incidir de forma positiva en el aprendizaje del alumnado. Así, por ejemplo, existen diversas evidencias empíricas que demuestran que la música (ver figura 6) mejora el rendimiento académico o la lectura, el teatro fortalece las habilidades verbales y las artes visuales pueden beneficiar el razonamiento geométrico (Winner et al., 2014). Pero por encima de estas particularidades, la educación artística resulta necesaria porque nos permite adquirir toda una serie de hábitos mentales y competencias básicas en los tiempos actuales -como la creatividad, cooperación, pensamiento crítico, resolución de problemas o iniciativa- que están en consonancia con la naturaleza social del ser humano y que son imprescindibles para el aprendizaje de cualquier contenido curricular. Porque al experimentar el arte creado por otros vemos y sentimos el mundo como ellos. ¡Dichosas neuronas espejo!

    Figura 6

    Sousa y Pilecki (2013) han identificado algunas de las razones por las que las artes constituyen une necesidad para los estudiantes de cualquier etapa educativa: activan el cerebro, hacen la enseñanza más interesante, reducen el estrés, introducen novedad, fomentan la cooperación, promueven la creatividad, mejoran la memoria a largo plazo y favorecen el desarrollo intelectual. Y existen diversos estudios que confirman esto. Por ejemplo, cuando se diseña una unidad didáctica de ciencias en la que los alumnos realizan actividades que incluyen actuaciones teatrales, dibujos de posters, recreación de movimientos o utilización de la música, en consonancia con los objetivos de aprendizaje identificados, mejoran la memoria a largo plazo frente a aquellos que siguen un enfoque tradicional (Hardiman et al., 2014). Una muestra clara de la necesidad de asumir un enfoque educativo interdisciplinar en el que las diferentes disciplinas se solapan de forma natural y no son independientes. Porque enseñar poesía de Lope de Vega a ritmo de rap, convertir la clase de biología en una galería de arte (ver figura 7) o pedir a los alumnos de matemáticas que escriban unas estrofas donde relatan los pasos que deben seguir para aplicar un teorema, puede motivar y facilitar el aprendizaje. No podemos pedir a nuestros alumnos que sean creativos si nosotros no hacemos el esfuerzo por serlo. Y más sabiendo que la creatividad no es innata y puede mejorarse con el entrenamiento adecuado.

    Figura 7

    Los programas de educación artística pueden resultar especialmente beneficiosos para adolescentes que pertenecen a entornos socioeconómicos desfavorecidos. En un estudio de tres años se permitió elegir a los alumnos entre diferentes formas artísticas como la música, la pintura, la grabación de videos, la escritura de guiones o el diseño de máscaras. Luego profundizaban más en sus elecciones a través de la cooperación y, finalmente, realizaban una recreación teatral o grababan en video su trabajo realizado. Los tres años de aplicación del programa revelaron que los estudiantes mejoraron sus habilidades artísticas y sociales, redujeron sus problemas emocionales y, en general, desarrollaron más que el grupo de control diversas competencias interpersonales como la comunicación, la cooperación o la resolución de conflictos (Wright et al., 2006).

    En la práctica, los alumnos desarrollan un pensamiento más profundo y creativo cuando se integran las artes en los contenidos curriculares. Un ejemplo de ello lo representa el programa Artful Thinking desarrollado por el Project Zero de la Universidad de Harvard que utiliza el poder de las imágenes visuales para desarrollar la creatividad y facilitar el aprendizaje. A través de la metáfora de la paleta de un pintor se estimula en los alumnos procesos como el cuestionamiento, la observación, el razonamiento, la indagación o la comparación (ver figura 8).

    Figura 8

    Existen también centros como las escuelas A+, en Carolina del Norte, que se han comprometido a enseñar arte todos los días a través de un plan de estudios consensuado que favorece múltiples formas de aprendizaje más cercano a la realidad y en el que interviene toda la comunidad educativa. Los resultados muestran un incremento de satisfacción entre el alumnado y el profesorado y una mejora del rendimiento académico de los estudiantes. Algo que está en consonancia con el famoso estudio longitudinal dirigido por James Catterall (2009) que duró 12 años y en el que intervinieron 12000 alumnos de las etapas preuniversitarias. Los resultados indicaron que la educación artística tiene una incidencia positiva en el rendimiento académico del alumnado y en el desarrollo de conductas prosociales.

    Juego

    Juego, me divierto y aprendo

    El juego constituye un mecanismo natural arraigado genéticamente que suscita la curiosidad, es placentero y nos permite adquirir toda una serie de competencias básicas para la vida que están en plena consonancia con nuestra naturaleza social. Y, por ello, es necesario para el aprendizaje y constituye un recurso que debe utilizarse a cualquier edad y en cualquier etapa educativa. En experimentos con ratas -poseen una genética parecida a la nuestra- se ha comprobado que se altera el desarrollo normal del cerebro de las crías cuando se les impide jugar, manifestando en el futuro déficits de comportamiento social y conductas agresivas ante estímulos novedosos. Aunque algunos de los experimentos realizados con ratas, obviamente, no pueden ser replicados en seres humanos, existen indicios que mostrarían que los niños a los que se les impide jugar con normalidad tendrían mayor probabilidad de desarrollar en el futuro problemas de personalidad, impulsividad o una menor capacidad metacognitiva (Iliceto et al., 2015).

    El juego es imprescindible para el aprendizaje debido, básicamente, al reto asociado al mismo que nos motiva y al feedback suministrado que nos va aportando información continua sobre cómo vamos progresando. Cuando en el laboratorio se han analizado los cerebros de personas jugando, se ha comprobado que se activa el llamado sistema de recompensa cerebral asociado a la dopamina que despierta nuestra motivación intrínseca y que, en definitiva, nos permite aprender. Pero también, durante el feedback suministrado, se desactiva la red neuronal por defecto y así se facilita que el jugador pueda enfocar la atención hacia los estímulos externos (Howard-Jones et al., 2016; ver figura 9).

    Figura 9

    A raíz de todo lo anterior, se antoja necesario integrar el componente lúdico en el aula. Pero mantener el interés de los alumnos por el juego durante un trimestre o un curso escolar completo constituye un reto mucho mayor que incorporar una actividad lúdica un día aislado. En este caso concreto, hablamos ya de gamificación, la cual convierte la clase en una experiencia de juego, y no consiste en enmascarar con puntos, rankings o avatares lo que siempre hemos hecho. Porque para implementar un diseño educativo gamificado real hemos de identificar los objetivos de aprendizaje (¿por qué queremos gamificar esa experiencia?), crear la narrativa o historia (ver figura 10) que guiará el proceso (¿cómo participarán los alumnos en la experiencia?, ¿cómo se desarrollará la historia?, etc.) y cómo se integrarán las dinámicas (¿cómo trabajarán los alumnos?, ¿qué tipos de actividades les pediremos?, etc.) y las mecánicas propias del juego (puntos, avatares, rankings, insignias, niveles, etc.) que harán progresar la acción y motivarán e involucrarán al alumno en la historia.

    Figura 10

    Y en este proceso, las tecnologías digitales constituyen un recurso que puede facilitar enormemente el aprendizaje. La utilización de animaciones (ver figura 11), líneas del tiempo, infografías, murales digitales, screencasts, realidad aumentada, videojuegos… constituye en el fondo una actualización de las prácticas pedagógicas convencionales que puede ser aprovechada para atender la diversidad en el aula.

    Figura 11

    De hecho, en muchas investigaciones en neurociencia se han utilizado programas y aplicaciones informáticas basadas en el juego con la finalidad de mejorar determinados trastornos del aprendizaje o funciones mentales y, en muchos casos, se han llegado a comercializar. Graphogame (dislexia), Number Race (discalculia) o NeuroRacer (memoria de trabajo) son algunos ejemplos conocidos.

    Cuando se utilizan este tipo de estrategias en el aula, resulta natural integrar en las mismas metodologías inductivas en las que el profesor propone retos y preguntas que suscitan la curiosidad del alumno, fomentan su autonomía, favorecen el trabajo cooperativo y proporcionan experiencias de aprendizaje vinculadas al mundo real que permiten una mayor interdisciplinariedad. Algunos ejemplos conocidos son el aprendizaje basado en problemas o proyectos, la enseñanza por medio del estudio y discusión de casos o el aprendizaje por indagación. Y otro buen ejemplo que integra también con naturalidad esta forma de trabajar es el modelo Flipped Clasroom en el que se invierte el proceso tradicional en el aula. En casa, el alumno ve videos cortos, a su propio ritmo, relacionados con los contenidos que se están trabajando y esta información puede consultarla cuando lo desee (ver figura 12). Mientras que el tiempo en el aula se aprovecha para realizar tareas de aprendizaje activo que fomenten la reflexión y la adquisición de hábitos intelectuales como, por ejemplo, resolución de problemas, proyectos cooperativos o prácticas de laboratorio, con lo que el profesor puede ser más sensible a las necesidades particulares y disponer de más tiempo para ello.

    Figura 12

    Está claro que los nuevos tiempos requieren nuevas necesidades educativas. Nuestro cerebro plástico y social -en continua reorganización- agradece este tipo de retos y así sigue mejorando su funcionamiento y el de los demás.

    Jesús C. Guillén

    .

    Referencias:

    1. Bisquerra R., Pérez González J. C. y García E. (2015). Inteligencia emocional en educación. Madrid: Síntesis.
    2. Blood A. J. & Zatorre R. (2001): “Intensely pleasurable responses to music correlate with activity in brain regions implicated in reward and emotion”. PNAS 98 (20), 11818-11823.
    3. Castelli, D. M. et al. (2015): “Active education: growing evidence on physical activity and academic performance”. Active Living Research.
    4. Catterall J. S. (2009). Doing well and doing good by doing art: the effects of education in the visual and performing arts on the achievements and values of young. Los Angeles/London: Imagination Group/IGroup Books.
    5. Chaddock L. et al. (2010): “A neuroimaging investigation of the association between aerobic fitness, hippocampal volume, and memory performance in preadolescent children”. Brain Research 1358, 172-183.
    6. Durlak, J.A. et al. (2011): “The impact of enhancing students’ social and emotional learning: a meta-analysis of school-based universal interventions”. Child Development 82, 405-432.
    7. Erk, S. et al. (2003): “Emotional context modulates subsequent memory effect”. Neuroimage, 18, 439-447.
    8. Gómez-Pinilla F. and Hillman C. (2013): “The influence of exercise on cognitive abilities”. Comprehensive Physiology 3, 403-428.
    9. Hardiman M. et al. (2014): “The effects of arts integration on long-term retention of academic content”. Mind, Brain and Education, 8(3), 144-148.
    10. Hillman C.et al. (2009): “The effect of acute treadmill walking on cognitive control and academic achievement in preadolescent children”. Neuroscience 159, 1044-1054.
    11. Howard-Jones P. A., Jay T., Mason A., Jones H. (2016): “Gamification of learning deactivates the default mode network”. Frontiers in Psychology 6 (1891).
    12. Iliceto P. et al. (2015): “Brain emotion systems, personality, hopelessness, self/other perception, and gambling cognition: a structural equation model”. Journal of Gambling Studies, April 18, 1-13.
    13. Lakes K. D., Hoyt W. T. (2004): “Promoting self-regulation through school-based martial arts training”. Applied Developmental Psychology 25, 283–302.
    14. Lantieri L. y Zakrzewski V. (2015): “How SEL and Mindfulness Can Work Together”:

    http://greatergood.berkeley.edu/article/item/how_social_emotional_learning_and_mindfulness_can_work_together

    1. Ma J. K., Le Mare L., Gurd B. J. (2015): “Four minutes of in-class high-intensity interval activity improves selective attention in 9- to 11-year olds”. Applied Physiology Nutrition and Metabolism 40, 238-244.
    2. Ratey, John J. y Hagerman, Eric (2010). Spark! How exercise will improve the performance of your brain. London: Quercus.
    3. Robinson, Ken y Aronica, Lou (2015). Escuelas creativas. La Revolución que está transformando la educación. Barcelona: Grijalbo.
    4. Schonert-Reichl K. A. et al. (2015): “Enhancing cognitive and social-emotional development through a simple-to-administer mindfulness-based school program for elementary school children: a randomized controlled trial”. Developmental Psychology 51(1), 52-66.
    5. Sousa, David A. (Anthony), Pilecki, Thomas J. (2013). From STEM to STEAM: Using Brain-Compatible Strategies to Integrate the Arts. Thousand Oaks: Corwin.
    6. Stylianou M. et al. (2016): “Before-school running/walking club: effects on student on-task behavior”. Preventive Medicine Reports 3, 196-202.
    7. Winner, E., T. Goldstein y S. Vincent-Lancrin (2014). ¿El arte por el arte? La influencia de la educación artística. OECD Publishing.
    8. Wright R. (2006): “Effect of a structured performing arts program on the psychosocial functioning of low-income youth: findings from a Canadian longitudinal study”. Journal of Early Adolescence, 26.