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La nueva ciencia del sueño: algunas ideas clave e implicaciones educativas
El sueño es el precio que ha de pagar el cerebro para mantener su plasticidad.
Giulio Tononi
Los seres humanos pasamos una tercera parte de nuestra vida durmiendo, por lo que es difícil creer que la evolución haya permitido que el sueño no sirva para una función absolutamente vital. Y los seres humanos, curiosos por naturaleza, evolucionamos planteándonos preguntas e intentando dar respuestas a las mismas investigando de forma adecuada. En lo referente al sueño, algunas podrían ser las siguientes: ¿Por qué necesitamos dormir? ¿Cómo es posible que dediquemos tantas horas a una actividad pasiva, irrelevante en apariencia desde el punto de vista intelectual y que simplemente nos permite algo de descanso corporal? ¿No podríamos recuperarnos igual después de la actividad diurna durmiendo unas horas menos?
Lo cierto es que todavía no existen respuestas definitorias a todas las cuestiones planteadas, aunque la investigación neurocientífica en los últimos años nos está revelando información sugerente que nos puede ayudar a entender la razón del sueño. Y, efectivamente, en la actualidad sabemos que el sueño, además de permitirnos descansar y preparar el cuerpo para la vigilia, constituye una necesidad biológica, provocada activamente por nuestro cerebro, que tiene una gran incidencia en los sistema nervioso, inmunitario y endocrino (ver video) afectando todo ello a nuestra salud física, emocional y cognitiva. En el siguiente artículo en Escuela con Cerebro queremos compartir algunos estudios relevantes que, por supuesto, tienen muchas implicaciones educativas.
Regeneración durante el sueño
Es lógico pensar, al igual que ocurre con cualquier máquina, que nuestro cerebro necesite un tiempo específico para realizar una especie de mantenimiento de su maquinaria molecular y celular y optimizar así su funcionamiento. Por ejemplo, se ha demostrado que durante el sueño se eliminan mejor las toxinas no deseadas que se han ido acumulando durante la actividad diurna y cuya acumulación puede afectar negativamente a nuestra salud mental o emocional (¿verdad que te has sentido alguna vez aturdido/a o irritable cuando no dormiste bien?). Cuando dormimos, el espacio entre neuronas se ensancha, lo que mejora la circulación del líquido cefalorraquídeo entre el encéfalo y la médula espinal (Xie et al., 2013). Ello facilita la eliminación de residuos (como las beta-amiloides, sustancias precursoras de las placas amiloides características de la enfermedad de Alzheimer) llevándolos al hígado para realizar la desintoxicación.
Dormimos para poder aprender
La actividad regeneradora del sueño está en consonancia con la llamada hipótesis de la homeostasis sináptica, que está respaldada por muchas evidencias empíricas (Tononi y Cirelli, 2019). La idea básica es que el sueño sirve, básicamente, para restaurar el estado energético y la plasticidad neuronal cuando estamos despiertos. La actividad durante la vigilia incrementaría el consumo energético de las neuronas potenciando sus sinapsis y el sueño serviría para restaurar la energía consumida por las neuronas manteniendo las conexiones adecuadas y reduciendo o eliminando las conexiones innecesarias (ver figura 1). Ello nos permitiría mantener un equilibrio a nivel cerebral evitando saturaciones, conservando energía para funcionar con normalidad el día siguiente, y seguir aprendiendo utilizando los mecanismos inherentes de la plasticidad neuronal.

Figura 1. Diagrama esquemático de la hipótesis de la homeostasis sináptica (Tononi y Cirelli, 2019)
Consolidando memorias
Cada vez que evocamos una memoria la fortalecemos porque reactivamos los circuitos neuronales que la albergan. Y eso es lo que parece que ocurre durante el sueño y que permite consolidar (formación de las memorias a largo plazo) lo aprendido durante la vigilia. En determinadas regiones del cerebro, como en el hipocampo o la corteza, se generan las mismas pautas de activación que se dieron para codificar la información durante el aprendizaje. Una analogía interesante de cómo el sueño potencia el aprendizaje sería la siguiente: “se vacía un buzón lleno de cartas (memoria temporal del hipocampo); las cartas clasificadas son depositadas en una carpeta (corteza cerebral) y, a continuación, se suceden el procesamiento y las respuestas a las cartas (durante fases específicas del sueño, especialmente la de ondas lentas)”. Un mecanismo fisiológico que podría explicar la transferencia de información desde el hipocampo a la corteza y su integración en redes neuronales ya existentes (¡qué importantes son los conocimientos previos en el aprendizaje!; ver figura 2) serían unas descargas de ondas agudas (ripples) que se dan cuando se reactivan las neuronas del hipocampo durante el sueño (Klinzing et al., 2019).

Figura 2. Cuando en la corteza existen redes neuronales relacionadas con la información novedosa, ésta deja de depender del hipocampo y se integra rápidamente en los esquemas existentes (Klinzing et al., 2019)
¿Antes o después del aprendizaje?
Muchos estudios han demostrado la importancia del sueño cuando se produce después del aprendizaje, estabilizando e integrando las memorias en el proceso de consolidación. Además, sabemos que la memoria es selectiva y que el sueño es especialmente importante para consolidar esos conocimientos que creemos que son relevantes para nosotros o que tienen un significado especial. Por ejemplo, en una interesante investigación en la que los participantes debían aprender una serie de palabras, aquellos a los que avisaron de que debían recordarlas al día siguiente obtuvieron mejores resultados que el resto (Wilhem et al., 2011).
Pero el sueño también es importante cuando precede a la tarea de aprendizaje preparando al cerebro para codificar la información novedosa que nos llega a través de los estímulos sensoriales. Una siesta de pocos minutos puede producir ciertas mejoras en la memoria de estudiantes de cualquier etapa educativa aunque parece que los mejores resultados se obtienen con periodos de tiempo más prolongados. En un estudio reciente con universitarios, a un grupo de estudiantes se les permitió dormir una siesta de 1 hora en el intermedio de una sesión de aprendizaje de 5 horas, mientras que un segundo grupo siguió estudiando y un tercero hizo un parón. 30 minutos después del final de la sesión, los estudiantes que durmieron la siesta recordaban la información relevante igual de bien que los que siguieron estudiando y mucho mejor que los que hicieron el parón. Pero una semana más tarde, esta diferencia solo se mantuvo para los que durmieron la siesta (Cousins et al., 2019; ver figura 3).

Figura 3. Los estudiantes que durmieron la siesta (en verde) recordaron mejor la información que los que siguieron estudiando (en azul) y los que hicieron un parón (en rojo; Cousins et al., 2019)
Cambios epigenéticos
Nacemos con un número determinado de genes, pero nuestra forma de vivir puede condicionar cómo se expresan esos genes. Si nos adentramos en las profundidades genéticas de la célula, llegamos a los cromosomas. Y en sus extremos hay unas porciones de ADN recubiertas de una funda protectora a base de proteínas que constituyen los telómeros. Las investigaciones de los últimos años han demostrado que los telómeros son muy importantes porque se van acortando con cada división celular y contribuyen a determinar a qué velocidad envejecen y mueren tus células (Blackburn y Epel, 2018). La buena noticia es que los extremos de nuestros cromosomas pueden alargarse contribuyendo a ello muchos de nuestros hábitos cotidianos, entre ellos el sueño, tanto su duración, como calidad y ritmo. En concreto, se ha comprobado que no dormir las horas adecuadas (menos de 7) conlleva un acortamiento de la longitud de los telómeros en hombres de la tercera edad (ver figura 4), algo que también se ha identificado en niñas y niños de 9 años de edad (James et al., 2017).

Figura 4. Las personas de la tercera edad que duermen 5 o 6 horas tienen telómeros más cortos. Si duermen más de 7 horas, la longitud de los telómeros es parecida a la de los adultos más jóvenes (Cribbet et al., 2014)
¿Y cuántas horas necesitamos dormir?
Cuando los estudios sugieren unas necesidades de sueño de unas 7 u 8 horas se refieren a adultos sanos. En el caso de la infancia y la adolescencia las necesidades son mayores (ver figura 5). Sin olvidar que existe mucha variabilidad al respecto (por ejemplo, hay un pequeño porcentaje de personas que necesita únicamente 5 o 6 horas de sueño) y que esas necesidades se pueden ver afectadas por múltiples factores, sean genéticos o ambientales.

Figura 5. Recomendación de la American Academy of Sleep Medicine (Paruthi et al., 2016)
En cuanto a las necesidades particulares y la distribución de las horas de sueño, en la literatura científica se conoce como “alondras” a aquellas personas que madrugan más y son más productivas a primeras horas del día, mientras que los “búhos” somos personas que preferimos los horarios más tardíos y nos acostamos más tarde (como consecuencia de ello, nos cuesta más madrugar, lo cual no significa que seamos vagos). En la práctica, todos nos encontramos en un continuo entre esos dos extremos y aunque no existan evidencias de que un cronotipo sea más beneficioso que otro (también pueden cambiar) para la salud física o mental, lo que está claro es que pueden afectar a los horarios laborales o escolares. Y si ya sabíamos que en la etapa de infantil las necesidades de sueño son mayores, también el adolescente necesita dormir más que el adulto.
Búhos adolescentes
Nuestro reloj interno (ver video), el núcleo supraquiasmático del hipotálamo, hace que la glándula pineal del cerebro libere la hormona inductora del sueño llamada melatonina, que hace que nos sintamos soñolientos y cansados. Estas señales son enviadas como parte de un patrón muy predecible que se repite, aproximadamente, cada 24 horas, el ritmo circadiano, que determina el nivel de alerta y regula el sueño junto al mecanismo homeostático de sueño y vigilia que nos impulsa a dormir cuando existe necesidad. El ritmo y la intensidad de la liberación de melatonina es inversamente proporcional a luminosidad, es decir, a más luz, menos melatonina y menos sueño y, al contrario, a menos luz, más melatonina y más sueño. La actividad cíclica del núcleo supraquiasmático también regula la temperatura, incrementándose durante el día para luego disminuir durante la noche, lo cual facilitará el sueño.
Los ritmos circadianos no nos vienen preinstalados, aunque los bebés, ya a los pocos meses, se van acostumbrando a dormir más por la noche. Durante la adolescencia, se da un retraso en el ritmo circadiano (Crowley et al., 2018), o si se quiere, el adolescente se convierte en un “búho” que tiene necesidad de acostarse más tarde y dormir más. Aunque no están claras las razones por las que pasa lo comentado anteriormente (parece que existe una menor sensibilidad a la luz en la adolescencia que retrasaría la liberación de melatonina), lo que está claro es que la adolescencia constituye una atapa de grandes cambios cerebrales, también en lo referente a los patrones de sueño. De hecho, los estudios con electroencefalogramas revelan una reducción del 50 % de la fase de sueño de ondas lentas (básica para la consolidación de las memorias) y una reducción del 75 % de los picos de amplitud de las ondas delta en la fase NREM en la adolescencia (Giedd, 2009).
Incidencia sobre el rendimiento académico
Los metaanálisis revelan que la somnolencia diurna, la falta de sueño y la mala calidad del mismo conllevan un peor rendimiento académico en la infancia y la adolescencia (Dewald et al., 2010).
En lo referente a las funciones ejecutivas del cerebro, sabemos que la corteza prefrontal es muy sensible a la falta de sueño. Por ejemplo, la privación del sueño durante 24 horas conlleva una reducción en el metabolismo de la glucosa en esta región, junto a otras también básicas para un buen rendimiento cognitivo, que no se revierte completamente con una noche de sueño posterior (Satterfield y Killgore, 2019; ver figura 6).

Figura 6. Tras 24 horas sin dormir, se reduce el metabolismo de la glucosa en áreas como la corteza prefrontal o la cingulada posterior (Satterfield y Killgore, 2019)
También sabemos que el estrés perjudica el correcto funcionamiento de la corteza prefrontal y que puede ser generado por la falta de sueño. Por ejemplo, en el caso del TDAH (el cual está asociado a déficits en el funcionamiento ejecutivo), muchos adolescentes tienen problemas de sueño y un ritmo circadiano retrasado. Pues bien, se ha comprobado que existe una asociación bidireccional entre el sueño y la actividad física y que aquellos jóvenes que se ejercitan de forma moderada o vigorosa de forma diaria mejoran la cantidad y calidad de su sueño (Master et al., 2019), lo cual puede ser especialmente beneficioso para aquellos con TDAH. Y ello puede ayudar a combatir la obesidad o la diabetes tipo 2 que cada vez se dan más en la infancia y en la adolescencia.
Las tecnologías no ayudan
Evidentemente, ya existían unos déficits de sueño bastante generalizados en la población mundial antes de la irrupción de las pantallas digitales y nuestra correspondiente adicción. Pero ahora la tecnología supone un nuevo desafío para el sueño. Existen múltiples estudios que demuestran que la exposición a la luz artificial de teléfonos móviles, tabletas, ordenadores y similares, especialmente la de menor longitud de onda, como la luz azul que emiten las pantallas LED, puede inhibir la liberación normal de melatonina, retrasar el ritmo circadiano y perturbar el sueño. Por ejemplo, se comprobó que personas que leían en un libro electrónico antes de acostarse liberaban un 50 % menos de melatonina que aquellas que leían libros impresos en papel. Como consecuencia de ello, les costaba más dormirse, su sueño era menos completo conteniendo una menor fase REM y su estado de alerta por la mañana era peor (Chang et al., 2015; ver figura 7). No obstante, se requieren más investigaciones porque puede haber diferencias según el medio digital utilizado, asumiendo también que cada persona puede tener una diferente sensibilidad a la luz que afecte a su ritmo circadiano (Phillips et al., 2019).

Figura 7. Los que leen el ebook suprimen un porcentaje mayor de melatonina (ver derecha) y muestran un desfase en el ritmo circadiano (ver izquierda) respecto a los que leen el libro físico (Chang et al., 2015)
¿Y si comenzamos la jornada más tarde?
El retraso en el ritmo circadiano del adolescente se encuentra con un gran problema: el horario de inicio de la jornada escolar. Ya en el libro Neuroeducación en el aula: de la teoría a la práctica, analizamos estudios longitudinales que avalan retrasar el inicio de la jornada, aunque sabemos que esta medida topa con las necesidades laborables de las familias, e incluso con los horarios de las actividades extraescolares de los propios estudiantes. Pero en el 2019 disponemos de nuevas evidencias que confirman el impacto positivo de esta medida sobre la salud física, emocional y cognitiva del adolescente como consecuencia de la mejora de su sueño. Por ejemplo, en un estudio reciente se ha comprobado que retrasar 1 hora el inicio de la jornada escolar (de 7,30 a 8,30) de adolescentes de 15 años supone un desplazamiento en su ciclo del sueño (se acuestan y se levantan un poco más tarde) que puede conllevar una mayor duración del mismo y que puede llegar a superar la media hora (Nahmod et al., 2019). Y resultados muy parecidos se han encontrado en una investigación que ha analizado el impacto del retraso del inicio de la jornada en casi una hora (de 7,50 a 8,40), en las escuelas públicas de Seattle. En promedio, el incremento de sueño de los adolescentes ha sido de 34 minutos. Y junto a ello se ha identificado una mejora de la atención de los estudiantes en el aula y un incremento del 4,5 % en sus resultados académicos (Dunster et al., 2018; ver figura 8). La conclusión es clara, no se puede pedir a un adolescente que muestre un óptimo rendimiento cognitivo a primera hora de la mañana.

Figura 8. Mejora del sueño en el 2017 de adolescentes que empezaron más tarde la jornada escolar (en azul; Dunster et al., 2018)
¿Y entonces qué?
La investigación científica está revelando que no dormimos las horas necesarias y que ello repercute en nuestra salud a todos los niveles. A nivel educativo esto es muy relevante, porque la insuficiente cantidad y calidad del sueño de niños y adolescentes perjudica claramente su estado de ánimo y salud mental. En la infancia temprana, en concreto, el papel de las familias se ha demostrado que es fundamental estableciendo rutinas a la hora de acostarse, algo que es especialmente significativo en entornos socioeconómicos desfavorecidos (Covington et al., 2019).
Recientemente, Matthew Walker, uno de los neurocientíficos que está contribuyendo más a la ciencia del sueño, analiza en su último libro algunas ideas que nos pueden ayudar a mejorar el sueño (Walker, 2018). Recopilamos las más significativas que, por supuesto, también tienen implicaciones educativas que siempre hay que compartir con los estudiantes y las familias:
1. Mantén un horario estable de sueño, también los fines de semana.
2. Haz ejercicio físico, pero no en horarios tardíos.
3. Evita estimulantes, como la cafeína o la nicotina, y bebidas alcohólicas o comidas copiosas antes de acostarte.
4. No duermas siestas o en horario tardío si tienes problemas de sueño.
5. Establece una rutina relajante antes de acostarte que esté alejada de lo que te provoque estrés o un estado de alerta (leer en formato físico o meditar, por ejemplo).
6. Ten una habitación confortable: cama cómoda, baja iluminación, poco ruido, temperatura fresca (un poco más de 18 ºC, como máximo; por eso un baño caliente antes de dormir ayuda a mantener la temperatura corporal más baja). Y las pantallas mejor alejadas.
7. Aprovecha la luz natural diurna (es clave para regular los patrones de sueño). Y evita la luz brillante por la noche.
8. Y si no puedes dormir, no estés despierta/o un tiempo prolongado en la cama. Levántate y realiza una actividad relajante hasta que tengas sueño.
Seguimos viviendo, creciendo y, por supuesto, durmiendo y soñando. Una dulce necesidad cerebral.
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Referencias:
1. Blackburn E. y Epel E. (2018). La solución de los telómeros: Aprende a vivir sano y feliz. DeBolsillo.
2. Chang A. M. et al. (2015). Evening use of light-emitting eReaders negatively affects sleep, circadian timing, and next-morning alertness. PNAS 112, 1232–1237.
3. Cousins, J. N. et al. (2019). The long-term memory benefits of a daytime nap compared to cramming. Sleep 42 (1), 1-7.
4. Covington L. B. et al. (2019). Toddler bedtime routines and associations with nighttime sleep duration, and maternal and household factors. J Clin Sleep Med. 15(6), 865-871.
5. Cribbet M. R. et al. (2014). Cellular aging and restorative processes: subjective sleep quality and duration moderate the association between age and telomere length in a sample of middle-aged and older adults. Sleep 37, 65-70.
6. Crowley S. et al. (2018). An update on adolescent sleep: New evidence informing the perfect storm model. Journal of adolescence 67, 55-65.
7. Dewald J. F. et al. (2010). The influence of sleep quality, sleep duration and sleepiness on school performance in children and adolescents: a meta-analytic review. Sleep Med Rev. 14 (3), 179-189.
8. Dunster G. (2018). Sleepmore in Seattle: Later school start times are associated with more sleep and better performance in high school students. Science Advances 4, 1-7.
9. Giedd J. N. (2009). Linking adolescent sleep, brain maturation, and behavior. Journal of Adolescent Health 45(4), 319-320.
10. James S. et al. (2017). Sleep duration and telomere length in children. J Pediatr 187, 247-252.
11. Klinzing J. G. et al. (2019). Mechanisms of systems memory consolidation during sleep. Nature Neuroscience: https://www.nature.com/articles/s41593-019-0467-3
12. Master L. et al. (2019). Bidirectional, daily temporal associations between sleep and physical activity in adolescents. Scientific Reports 9 (7732), 1-14.
13. Nahmod, N. G. et al. (2019). Later high school start times associated with longer actigraphic sleep duration in adolescents. Sleep 42 (2), 1-10.
14. Paruthi S. et al. (2016). Recommended amount of sleep for pediatric populations: a consensus statement of the American Academy of Sleep Medicine. J Clin Sleep Med 12(6), 785-786.
15. Phillips A. et al. (2019). High sensitivity and interindividual variability in the response of the human circadian system to evening light. PNAS 116 (24), 12019-12024.
16. Satterfield B., Killgore W. (2019). Sleep loss, executive function, and decision-making. En Sleep and Health (Grandner ed.), Academic Press.
17. Tononi G., Cirelli C. (2019). Sleep and synaptic down‐selection. European Journal of Neuroscience. Jan 5.
18. Walker M. (2018). Why we sleep. The new science of sleep and dreams. Penguin Books.
19. Wilhelm I. et al. (2011). Sleep selectively enhances memory expected to be of future relevance. The Journal of Neuroscience 31(5), 1563-1569.
20. Xie L. et al. (2013). Sleep drives metabolite clearance from the adult brain. Science 342, 373-377.
El cerebro en la adolescencia: el secreto del éxito de nuestra especie
El cerebro del adolescente no es defectuoso, ni tampoco se corresponde con el de un adulto a medio formar. La evolución lo ha forjado para que opere de distinta forma que el de un niño o el de un adulto.
Jay N. Giedd
Cuenta la prestigiosa neurocientífica Sarah-Jayne Blakemore que un amigo suyo siempre conseguía que su hija de diez años dejara de hacer travesuras en el supermercado, junto a su hermana menor, prometiéndole que le cantaría una canción allí mismo. La estrategia siempre surtía efecto, las niñas dejaban de portarse mal y escuchaban su canción favorita. Sin embargo, cuando su hija mayor cumplió trece años, el padre observó que la única forma de conseguir que dejara de enredar con su hermana en las tiendas era amenazándola con cantar. Imaginar a su padre en público era suficiente para que se portaran bien. ¡Cuántos cambios en tan solo unos años y cuántas nuevas oportunidades!
Cambios en el cerebro adolescente
Los estudios con neuroimágenes de los últimos años han revelado que la adolescencia constituye un periodo en el que se produce una extraordinaria reorganización cerebral, tanto a nivel funcional como estructural, comparable a la que acontece en los tres primeros años de vida. Y es esta gran plasticidad cerebral la que hace que la adolescencia sea un periodo de grandes oportunidades, pero también de grandes riesgos. Así, por ejemplo, el adolescente puede progresar rápidamente en su desarrollo cognitivo, emocional y social, pero también es más vulnerable a conductas de riesgo o a trastornos psicológicos.
En términos generales, durante la adolescencia se dan dos grandes cambios en el cerebro, tanto en el de las chicas como en los chicos. El primero corresponde a un incremento de la sustancia blanca (axones recubiertos de mielina) y el segundo a un descenso gradual de la sustancia gris (estructuras no mielinizadas, como somas neuronales o dendritas).
En la corteza frontal, a diferencia de lo que ocurre en otras regiones cerebrales, las sinapsis continúan proliferando durante toda la infancia y se alcanza un máximo de la sustancia gris a los 11 años en las chicas y a los 12 años en los chicos, aproximadamente (Lenroot y Giedd, 2006; ver figura 1). En los años posteriores va disminuyendo de forma gradual y luego se mantiene bastante estable en la vida adulta. La eliminación selectiva de conexiones se debe a un proceso de poda que permite mantener sinapsis que se utilizan y desechar aquellas que no (a nivel cerebral se aplica aquello de “úsalo o tíralo”) para mejorar así la eficiencia neuronal. La última región en la que se aprecian este tipo de cambios es la corteza prefrontal, la sede de las llamadas funciones ejecutivas, aquellas que nos permiten tomar decisiones adecuadas y que, en definitiva, nos hacen humanos.
Junto a esto, también se produce un incremento de la sustancia blanca en la corteza prefrontal durante la adolescencia. Este es el resultado de un proceso de mielinización que empieza en la infancia y se prolonga hasta la adultez con el que las neuronas, conforme van desarrollándose, crean una capa de una sustancia grasa blanca llamada mielina en torno a los axones que mejora la velocidad de transmisión de información entre las neuronas y conlleva un aumento de la conectividad entre las regiones cerebrales (Giedd et al., 2015). La rápida mielinización de las neuronas en la adolescencia permite coordinar una gran diversidad de tareas cognitivas en las que intervienen diversas regiones del cerebro, para así ir mejorando progresivamente su funcionamiento ejecutivo. Y conforme van mejorando la conectividad y la eficiencia neuronal, se va configurando el cerebro adulto.
Emoción vs control
Los cambios más importantes que se dan en el cerebro durante la adolescencia no están asociados al desarrollo de regiones cerebrales sino a un proceso de reorganización que mejora la comunicación entre las mismas. Estos cambios se dan, principalmente, en la corteza prefrontal y en el sistema límbico o emocional.
En la actualidad, se cree que lo más determinante para explicar la conducta típica del adolescente no es únicamente el desarrollo tardío de las funciones ejecutivas, asociado al lento proceso de maduración de la corteza prefrontal -que puede alargarse hasta pasada la veintena-, o los cambios drásticos que experimenta el sistema límbico durante la pubertad estimulado por las hormonas, sino el desfase temporal entre ambos procesos (Mills et al., 2014; ver figura 2). La mayor sensibilidad de regiones subcorticales durante la adolescencia promueve la aparición de conductas evolutivamente muy arraigadas que animan al joven a explorar nuevos ambientes, asumir riesgos o alejarse del entorno familiar para entablar relaciones entre iguales, por ejemplo. Pero la falta de desarrollo de la corteza prefrontal explicaría su mayor dificultad para controlarse, entender a los demás o percibir esos mensajes tan importantes en las interacciones sociales.
Asimismo, las diferencias en el ritmo de maduración cerebral y en la producción hormonal podrían explicar, en parte, por qué la adolescencia afecta de forma diferente a las chicas y a los chicos. Por ejemplo, en las chicas maduran antes regiones de la corteza frontal, que intervienen en el procesamiento lingüístico o en la inhibición de impulsos, y el hipocampo, imprescindible en los procesos de memoria y aprendizaje. Mientras que en los chicos madura antes el lóbulo parietal inferior, fundamental para las tareas espaciales, o la amígdala (Lenroot y Giedd, 2010). Y en lo referente a las cuestiones hormonales, sabemos que en las chicas existe una gran sensibilidad a las relaciones sociales y la liberación de dopamina y oxitocina activada por los estrógenos explicaría la necesidad que tienen de compartir experiencias con sus amistades, mientras que en los chicos el aumento de los niveles de testosterona o de vasopresina justificaría la falta de interés social o la ansias por ser competitivos, respectivamente, que tantas veces percibimos en ellos.
El placer de la recompensa
El proceso de reorganización y maduración gradual que experimenta el cerebro en la adolescencia afecta a regiones que regulan la experiencia del placer (recompensa), la forma en la que vemos y pensamos sobre los demás (cognición social) y cómo nos controlamos (autorregulación).
Relacionado con la búsqueda de la novedad y las conductas de riesgo típicas en la adolescencia, se ha comprobado que en la pubertad, especialmente, existe un incremento en la densidad de receptores de dopamina (Silverman et al., 2015). Este neurotransmisor asociado a la curiosidad y a la búsqueda de lo novedoso interviene en el llamado sistema de recompensa cerebral, el que nos motiva y nos permite aprender. Los adolescentes resuelven los problemas de forma similar a los adultos y reconocen los riesgos igual que ellos, pero son más sensibles a las recompensas. O si se quiere, valoran el premio por encima de las posibles consecuencias negativas. Y en presencia de sus amigos, el efecto se amplifica.
Gardner y Steinberg (2005) utilizaron un videojuego en el que los participantes debían atravesar una ciudad con un coche lo más rápido posible porque cobraban en proporción al tiempo invertido. En muchas intersecciones del recorrido había semáforos que se ponían de forma aleatoria en ámbar y ello obligaba a tomar una rápida decisión. El jugador podía esperar y reanudar la marcha en verde o ahorrar tiempo atravesándolo en ámbar, aunque se exponía a un choque probable que le penalizaría con un intervalo de tiempo mayor. Pues bien, cuando los adolescentes hacen el recorrido solos asumen unos riesgos parecidos a los de los adultos. Sin embargo, en compañía de sus amigos -incluso cuando no se les deja comunicarse entre ellos- cambian su forma de conducir e incrementan mucho más sus riesgos (ver figura 3), algo que no ocurre en los adultos porque siguen conduciendo de la misma forma aunque tengan al lado sus amigos.
Qué importante para el adolescente es sentirse aceptado por el grupo de iguales. La respuesta del cerebro a la exclusión del grupo es similar a la que se observa en situaciones de amenaza física o de depresión (Masten et al., 2009).
Desarrollo de la cognición social
El desarrollo de las competencias sociales que nos permiten interactuar y entender a otras personas también se ve afectado de forma especial en la etapa adolescente. Imaginemos que participamos en una tarea típica de laboratorio (Kilford et al., 2016) en la que hay una estantería con diversos objetos, algunos de los cuales no puede ver una persona que está situada detrás porque están tapados por un fondo gris oscuro (ver figura 4a; Director Condition). Esa persona nos pide mover algunos objetos pero, naturalmente, serán aquellos que él sí puede ver. Por ejemplo, nos puede decir “Mueve la pelota más grande”. Desde nuestra perspectiva, esa pelota es la de baloncesto, sin embargo, esa no la puede ver la otra persona, por lo que debemos ponernos en su situación y entender que se está refiriendo a la de fútbol. En el laboratorio se suministra este tipo de tareas a adolescentes y a adultos y también se realizan en una situación de control en la que no hay persona detrás (ver figura 4b; No Director Condition) y simplemente hay que aplicar la regla “ignorar los objetos con el fondo gris oscuro”.
Aunque pueda parecer sorprendente, los adultos cometen un 50% de errores en la tarea en la que han de seguir las instrucciones de la otra persona y muchos menos cuando solo deben recordar la regla de ignorar el fondo gris. Como se puede observar en la figura 5, los errores van disminuyendo en las dos situaciones conforme se va incrementando el rango de edad de los participantes. Pero al comparar los dos últimos grupos, el de los adolescentes entre 14-17,7 años y el de los adultos, no hay casi variación en la condición ‘sin director’, pero sí que existe una mejora significativa en la condición ‘con director’. Es decir, el adolescente emplea de la misma forma que el adulto las estrategias cognitivas básicas, pero le falta desarrollar la capacidad para interpretar las acciones ajenas, lo cual es imprescindible para navegar con rumbo en el océano de las relaciones sociales.
Un mayor conocimiento del cerebro adolescente posibilitará optimizar su desarrollo, pero también nos ayudará a diferenciar las conductas típicas de esta etapa y las enfermedades mentales. Porque, con la excepción del TDAH, los trastornos de aprendizaje o el autismo, por ejemplo, la gran mayoría de trastornos, como la depresión, la anorexia o la bulimia, el trastorno bipolar, los trastornos de ansiedad, la drogadicción o la esquizofrenia, se inician en el periodo comprendido entre los 10 y los 25 años de edad (Lee et al., 2014).
Importancia del contexto
La inclinación a tomar riesgos en la adolescencia ha demostrado tener un valor adaptativo porque, en muchas ocasiones, el éxito en la vida requiere afrontar situaciones menos seguras. Al igual que ocurre con la tendencia a relacionarse con iguales -los compañeros de la misma edad ofrecen más novedades que el entorno familiar ya conocido-, las conductas de riesgo entre los adolescentes se han observado en todas las culturas, aunque en grado diferente (Steinberg, 2014). Esto sugiere que, en lugar de intentar cambiar la naturaleza adolescente, deberíamos incidir en el contexto en el que estas inclinaciones naturales se dan. Por ejemplo, muchos programas educativos de prevención -como los de embarazos no deseados o de consumo de alcohol- asumen que los adolescentes pensarán en las consecuencias futuras de sus actos en estados de alto impacto emocional (no lo harán) o que asumen riesgos porque no están bien informados sobre esas consecuencias (no son conscientes de ello).
Otro enfoque diferente que no se limita a suministrar información sobre las actividades de riesgo y que está mucho más en consonancia con las necesidades cerebrales del adolescente es el de los programas que inciden en la mejora de la autorregulación. Y aunque la contribución de la escuela puede ser importante, la incidencia del entorno familiar es fundamental. Los hijos de padres que captan sus necesidades afectivas, fijan límites adecuados y fomentan una autonomía que les permite desarrollar todo su potencial tendrán una mayor probabilidad de mejorar su autorregulación y tener éxito en la vida (Luyckx et al., 2011).
También puede resultar muy beneficioso para los adolescentes, especialmente para aquellos que pertenecen a entornos socioeconómicos desfavorecidos, participar en actividades extraescolares bien estructuradas y supervisadas por los adultos, como en el caso de los deportes o del teatro. De hecho, las decisiones que toman los adolescentes en presencia de un adulto ligeramente mayor que ellos son mucho más prudentes que las que toman en presencia de sus compañeros y similares a lo que deciden cuando están solos (Silva et al., 2016; ver figura 6).
El poder de la autorregulación
La capacidad de controlar nuestras acciones depende de la integridad del sistema de funcionamiento ejecutivo, una red extensa distribuida fundamentalmente en la corteza prefrontal. El lento desarrollo de esta región -la más moderna del cerebro, pero también la más vulnerable- hace que el desarrollo de la autorregulación sea el gran objetivo que deberíamos perseguir los educadores, especialmente en la adolescencia, y más ahora que constituye un periodo más amplio. Pero ello requiere ir más allá de la enseñanza de competenciales académicas que tienen una incidencia menor en el desarrollo de la persona y en su éxito en la vida. Sabemos, por ejemplo, que el estrés, la tristeza, la soledad o la fatiga pueden perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal e interferir con el autocontrol a cualquier edad, pero la incidencia será mayor cuando su desarrollo es parcial, como en el caso de los adolescentes. Afortunadamente, disponemos de múltiples evidencias empíricas de distintos tipos de programas que pueden beneficiar el desarrollo de la necesaria autorregulación, imprescindible para el desarrollo académico y personal del joven. Según Steinberg (2014), las estrategias más útiles para el adolescente provienen del entrenamiento cognitivo, el ejercicio aeróbico, el mindfulness y los programas de educación emocional.
En lo referente al contexto escolar, los programas de ejercicio físico con adolescentes constituyen una estupenda forma de entrenamiento ejecutivo y son muy adecuados para combatir el estrés, mientras que los programas de educación socioemocional son imprescindibles en el desarrollo de competencias emocionales básicas, algunas de las cuales se refuerzan cuando se integra el mindfulness en las actividades. Y no olvidemos la importancia de la educación artística en el entrenamiento del autocontrol, como en el caso del teatro (ver video). Cuando el niño o el adolescente cante o actúe inhibirá los impulsos, no se distraerá y estará orgulloso de mostrar el resultado final a sus compañeros. Y eso ocurre porque encuentra motivadoras las actividades propuestas. Esa es la clave de la efectividad de las tareas lúdicas, deportivas o artísticas.
Del problema a la oportunidad
La gran plasticidad del cerebro durante la adolescencia convierte esta etapa en una oportunidad fantástica para el aprendizaje, el desarrollo de la creatividad y el crecimiento personal del estudiante. Tanto que algunos autores sugieren que la adolescencia podría representar un nuevo periodo sensible en el desarrollo cerebral, tras las ventanas plásticas tempranas asociadas al desarrollo sensorial, motor o del lenguaje (Furhmann et al., 2015).
Conocer las particularidades del desarrollo cerebral hará que no estigmaticemos las conductas típicas observadas y entendamos que el adolescente necesita nuestra guía, supervisión y comprensión. Como el cerebro adolescente es especialmente sensible a lo novedoso, sería interesante implicar a los alumnos en actividades que constituyan retos estimulantes que les permitan amplificar esas ansias que muestran por ser creativos. El adolescente busca nuevas expectativas y quiere investigar sobre su propia identidad por lo que nada mejor que animarle a adoptar formas de pensamiento abiertas, lo cual puede conseguirse a través de proyectos transdisciplinares como los APS (aprendizaje-servicio), una estupenda forma de vincular el aprendizaje a situaciones reales y de fomentar la cooperación o el análisis crítico, entre otras muchas competencias esenciales en los tiempos actuales. Porque los estudios longitudinales con adolescentes revelan que el mejor rendimiento académico y las relaciones más satisfactorias entre compañeros están asociadas a un trabajo cooperativo en el aula y no a uno individualista (Roseth et al., 2008). Por otra parte, cuando se les hace preguntas del tipo “¿Cómo se podría mejorar el mundo?” y se les pide que vinculen la respuesta a lo que están aprendiendo en la escuela, la reflexión sobre la contribución al bienestar ajeno impulsa su motivación hacia el aprendizaje y fomenta su autorregulación (Yeager et al., 2014). Y es que así somos los humanos, seres sociales con una capacidad de cambio, adaptación y aprendizaje única. Especialmente, en la adolescencia. Gracias a nuestro cerebro.
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Referencias:
- Fuhrmann D., Knoll L. J., Blakemore S. J. (2015): “Adolescence as a sensitive period of brain development”. Trends in Cognitive Sciences 19(10), 558-566.
- Gardner M., Steinberg L. (2005): “Peer influence on risk taking, risk preference, and risky decision making in adolescence and adulthood: an experimental study”. Developmental Psychology 41, 625-635.
- Giedd J. N. et al. (2015): “Child psychiatry branch of the National Institute of Mental Health longitudinal structural magnetic resonance imaging study of human brain development”. Neuropsychopharmacology 40(1), 43-49.
- Giedd J. N. (2015): “The amazing teen brain”. Scientific American 312(6), 32-37.
- Kilford E. J., Garrett E., Blakemore S. J. (2016): “The development of social cognition in adolescence: An integrated perspective”. Neuroscience and Biobehavioral Reviews 70, 106-120.
- Lee F. S. et al. (2014): “Mental health. Adolescent mental health–opportunity and obligation”. Science 346(6209), 547-549.
- Lenroot R. K., Giedd J. N. (2006): “Brain development in children and adolescents: Insights from anatomical magnetic resonance imaging”. Neuroscience and Biobehavioral Reviews 30, 718-729.
- Lenroot R K., Giedd J. N. (2010): ”Sex differences in the adolescent brain”. Brain and Cognition 72(1), 46-55.
- Luyckx K. et al. (2011): “Parenting and trajectories of children’s maladaptive behaviors: a 12-year prospective community study”. Journal of Clinical Child & Adolescent Psychology 40(3), 468-478.
- Masten C. L. et al. (2009): “Neural correlates of social exclusion during adolescence: nderstanding the distress of peer rejection”. Social Cognitive and Affective Neuroscience 4(2), 143-157.
- Mills K. L. et al. (2014): “The developmental mismatch in structural brain maturation during adolescence”. Developmental Neuroscience 36, 147-160.
- Roseth C., Johnson D. y Johnson R. (2008): “Promoting early adolescents’ achievement and peer relationships: the effects of cooperative, competitive, and individualistic goal structures”. Psychological Bulletin, 134(2), 223-246.
- Silva K., Chein J., Steinberg L. (2016): “Adolescents in peer groups make more prudent decisions when a slightly older adult is present”. Psychological Science 27(3), 322-330.
- Silverman M. H., Jedd K., Luciana M. (2015): “Neural networks involved in adolescent reward processing: an activation likelihood estimation meta-analysis of functional neuroimaging studies”. Neuroimage 122, 427-439.
- Steinberg L. (2014). Age of opportunity: Lessons from the new science of adolescence. Nueva York: Houghton Mifflin Harcourt.
- Yeager D. S. et al. (2014): “Boring but important: a self-transcendent purpose for learning fosters academic self-regulation”. Journal of Personality and Social Psychology 107(4), 559-580.
El cerebro adolescente
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Introducción
Recientes investigaciones en el ámbito de la neurociencia demuestran que, junto a los procesos hormonales, se producen cambios drásticos en el cerebro durante la adolescencia. El desarrollo de la corteza prefrontal, región del cerebro responsable de las funciones ejecutivas como la planificación y esencial en la regulación de las emociones, continúa durante todo este período crítico. El hecho de que la comprensión socio-emocional esté desarrollándose durante la adolescencia conlleva importantes implicaciones en el ámbito educativo, dado que puede interferir en el proceso de aprendizaje. El conocimiento del desarrollo cerebral en la adolescencia se nos antoja crucial para el proceso de enseñanza y aprendizaje en el aula.
Experimentos en cerebros de adolescentes
La aplicación de técnicas modernas de visualización cerebral ha permitido obtener imágenes de gran calidad del cerebro humano. A continuación, analizamos algunos resultados obtenidos en estudios que han aplicado la técnica de la resonancia magnética.
1) Materia gris y materia blanca 1
Se han observado diferencias en la densidad de sustancia blanca y sustancia gris entre los cerebros de niños (en promedio, de nueve años) y un grupo de adolescentes (en promedio, de 14 años)2. Los adolescentes mostraban un mayor volumen de sustancia blanca y un menor volumen de sustancia gris en las cortezas frontal y parietal. Esto se explica porque las neuronas, en su fase de desarrollo, crean una capa de mielina en torno a sus axones. La mielina es una sustancia grasa que aumenta la velocidad de transmisión de las neuronas.
El volumen de sustancia gris en el lóbulo frontal aumenta durante la infancia y los primeros años de la adolescencia, obteniéndose un máximo en torno a los doce años para luego ir disminuyendo durante la adolescencia. El incremento de sustancia gris al comienzo de la pubertad conlleva un aumento de la densidad de las sinapsis mientras que el descenso gradual de sustancia gris, que ocurre en determinadas regiones del cerebro durante la adolescencia, ha sido atribuido a la poda sináptica. Tras la pubertad, las sinapsis más utilizadas se fortalecen y mejoran mientras que las menos utilizadas se eliminan. La poda sináptica conlleva un aumento de la eficiencia de la región ejecutiva. El hecho de que en los adolescentes no se pongan en funcionamiento determinadas regiones cerebrales de forma automática, a diferencia de los adultos, conlleva una menor variedad de recursos y podría explicar la variabilidad que observamos en el carácter de aquellos.
También se ha observado un aumento en el grosor del cuerpo calloso y un fortalecimiento de los circuitos que conectan el hipocampo con el lóbulo frontal, lo que permite una mejora en la planificación de tareas y en la toma de decisiones con un mejor uso de la memoria.
2) Diferencias sexuales
El máximo de sustancia gris en los lóbulos frontal y parietal se alcanza en las chicas en torno a los once años, mientras que en los chicos aparece a los doce años (ver figura). Esto sugiere posibles interacciones entre las hormonas de la pubertad y el desarrollo de sustancia gris.
En los gráficos se muestra el volumen de sustancia gris y sustancia blanca en función la edad, en un experimento realizado con 475 chicos (línea superior) y con 354 chicas (línea inferior). El volumen cerebral es mayor en el caso de los chicos.3
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Diversos estudios muestran también diferencias en los ganglios basales y algunas estructuras límbicas. Por ejemplo, el hipocampo se desarrolla más rápidamente en las chicas mientras que la amígdala lo hace en los chicos. La incidencia menor de la depresión de los chicos podría estar relacionada con el incremento de los niveles de testosterona.
3) Efectos de algunos neurotransmisores
En los adolescentes existe una sensibilidad muy grande del cerebro a la dopamina. La dopamina es un neurotransmisor cerebral que desempeña un papel fundamental en el control de la atención o la cognición y que activa los circuitos de gratificación. Esto explica que los adolescentes den más importancia a la recompensa que a los riesgos en la búsqueda de lo novedoso. Existe también una sensibilidad a la oxitocina que hace más gratificantes las relaciones sociales lo que justifica la necesidad del adolescente por relacionarse con compañeros de su misma edad. El llamado “cerebro social”, que engloba regiones cerebrales que intervienen en lo afectivo y cognitivo en relación a los demás, sigue desarrollándose durante la adolescencia.
Implicaciones académicas
La educación debería considerar la enseñanza de habilidades relacionadas con las regiones del cerebro que sufren cambios más significativos durante la adolescencia, por ejemplo, el autocontrol o la empatía. Los programas eficaces deberían enseñar a los niños a calmarse, a hablar con naturalidad de sus sentimientos (hablar de los sentimientos propios y compartirlos con los demás constituye un buen antídoto contra la depresión) para resolver problemas interpersonales y a considerar los efectos de nuestras conductas sobre los demás.
Si asumimos que la adolescencia no es un problema y la consideramos como una fase adaptativa (la plasticidad cerebral garantiza la evolución y continuidad del aprendizaje) podremos gestionar los conflictos en el aula como ocasiones para enseñar y aprender habilidades socioemocionales.
Los docentes sabemos que el adolescente busca nuevas expectativas y su mejora en el razonamiento abstracto le permite investigar sobre su propia identidad. Como plantea Howard Gardner, al estar dispuestos a una gran variedad de temas, deberíamos animarles a adoptar formas de pensamiento abiertas4. Si implicamos a nuestros alumnos en la participación de proyectos polifacéticos podrán diversificar sus conocimientos. Al estar el adolescente más dispuesto a trascender sus límites, deberíamos fomentar un pensamiento interdisciplinario que no coarte su curiosidad ni interfiera en su motivación.
Los docentes somos conscientes también que las situaciones socio-emocionales que impregnan el entorno educativo interfieren en los recursos dedicados por nuestros alumnos al aprendizaje. Como comenta Sarah-Jayne Blakemore,»las evidencias indican que la pubertad y la adolescencia suponen períodos críticos en el desarrollo de la conciencia emocional, especialmente en el contexto de las relaciones entre compañeros»5. Los primeros años de la adolescencia deberían aprovecharse para incorporar programas educativos que fomenten la empatía y las relaciones interpersonales. La adolescencia no constituye un problema sino una gran oportunidad que hemos de aprovechar para optimizar el aprendizaje útil. Y es que el error forma parte del mismo.
Jesús C. Guillén
1La materia o sustancia gris está formada por masas de axones que al microscopio o en las imágenes de resonancia magnética parecen grises, mientras que la materia o sustancia blanca son masas de axones que al microscopio o en las imágenes de resonancia magnética se ven de color blanco debido a las vainas de mielina.
2Sowll et al.,”Localizing age-related changes in brain structure between childhood and adolescent using statistical parametrical mapping”, Neuroimage, 1999.
3Lenroot R., Giedd J.,”Sex differences in the adolescent brain”, Brain Cogn., 2010.
4Gardner, Howard, Inteligencias multiples: la teoría en la práctica, Paidós, 2011.
5Blakemore et al., “The role of puberty in the development adolescent brain”, Human Brain Mapping, 2010.
Para saber más:
Blakemore S., “Imaging brain development: the adolescent brain”, J. Neuroimage, 2011.
Dobbs, David, El cerebro adolescente, National Geographic, Octubre 2011.
Blakemore, Sarah-Jayne; Frith, Uta, Cómo aprende el cerebro: las claves para la educación, Ariel, 2011.
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