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PARA QUÉ UNA REFORMA EDUCATIVA (2ª parte)
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Por Josep Pradas y Félix Pardo
La pedagogía crítica frente a la pedagogía tradicional
El fracaso escolar no parece sino un asunto secundario en la cuestión de la reforma educativa. La auténtica razón del para qué una reforma educativa no es sino la finalidad de la educación, el para qué educamos, y es en este ámbito donde la pedagogía crítica pone su mayor énfasis. Desde luego, la pedagogía tradicional también tiene un discurso sobre la finalidad de la educación, pero es necesario desvelarlo para desenmascarar intenciones ocultas en su discurso.
Si investigamos en los orígenes de la pedagogía, encontraremos que los grandes pedagogos son inequívocamente críticos: los primeros en preguntarse para qué educar y cómo hacerlo mejor se enfrentaron a prácticas educativas ya presentes en su sociedad, prácticas que se fundamentaban en la tradición, que les otorgaba una dimensión natural que hacía innecesario un discurso legitimador complementario: educamos así porque siempre se ha hecho así, entre nosotros. Es lo que se conoce como proceso de socialización o educación cultural, que se practica desde el nacimiento del niño, en la familia, en primera instancia, y en las instituciones educativas después, si las hay (no todas las sociedades antiguas disponían de una organización específica para la educación de los niños)[1].
Se explica así que en la pedagogía tradicional no haya una reflexión sobre la finalidad de la educación, porque ya estaba implícita en sus prácticas y era reconocida por todos aquellos que participaban de tales prácticas, derivadas de unos ideales culturales que todo el mundo reconocía como propios de esa sociedad, a través de discursos mitológicos, caballerescos y sobre todo religiosos. Por esta razón, la pedagogía crítica debe desvelar el discurso implícito en las prácticas llevadas a cabo, para hallar el para qué educamos de la pedagogía tradicional. Y esta operación desveladora se realizó por primera vez en la Atenas clásica, en manos de los sofistas, que se preguntaron el para qué educar y reformar los métodos vigentes, y se respondieron que para alcanzar unos nuevos ideales basados en el valor de las libertades individuales frente a la rígida estructura social impuesta por las minorías aristocráticas, cuyas prácticas educativas, fundadas en la memorización de los mitos y la imitación de las conductas de los mayores, estaban orientadas a preservar el mismo estado de cosas de generación en generación[2].
Otro punto de inflexión en la historia de la pedagogía crítica lo constituye el pensamiento de Rousseau, quien se enfrentó nuevamente a las prácticas tradicionales persistentes para proponer nuevos métodos inspirados en nuevos ideales, como la justicia social y la democracia[3]. A partir de entonces, la pedagogía se ha ido renovando lenta pero progresivamente, y aunque los métodos didácticos aceptados actualmente se inspiran en las reformas propuestas por Rousseau y están orientados en el niño que aprende y no en el docente que enseña, las prácticas de muchos docentes siguen aferradas a modelos arcaicos, fosilizados: copia, repetición, memorización; unos métodos que ya practicaron los antiguos egipcios hace unos cinco mil años y que la pedagogía tradicional vuelve a proponer como solución al fracaso escolar. ¿Para qué, pues, una reforma educativa en ese sentido, si no es para reforzar la estabilidad social en tiempos de crisis económica, política y social? Como dice Neill, la educación directivista se orienta a moldear y deformar a la persona de acuerdo con un ideal preestablecido, que en cierto modo sigue dependiendo de mitologías, mediante métodos basados en la implementación de hábitos, la escuela tradicional educa para transmitir y reproducir el modelo disciplinario que rige la sociedad. En la escuela tradicional, el niño…
se sienta aburrido en un pupitre en una escuela aburrida; y después se sienta en un escritorio más aburrido aún en una oficina, o en un banco de una fábrica. Es dócil, inclinado a obedecer a la autoridad, temeroso de la crítica, y casi fanático en su deseo de ser normal, convencional y correcto. Acepta lo que le han enseñado casi sin hacer una pregunta; y transmite todos sus complejos, temores y frustraciones a sus hijos[4].
Neill escribe esto en 1960, en una época en que las prácticas docentes se corresponden perfectamente con las bases teóricas que sustentan la acción educativa, es decir, una concepción de los fines de la educación que es aún de fondo tradicional. A día de hoy, en cambio, la situación es muy diferente: la base teórica vigente es coherente con la crítica de Neill a la escuela tradicional, pero las prácticas docentes siguen desarrollándose de forma semejante a lo descrito en la anterior cita de Neill, salvo contadísimas excepciones. Programaciones escolares acordes con lo último sobre inteligencia emocional, para dar una buena impresión; prácticas docentes, sin embargo, que siguen parámetros tradicionales: reproducción pasiva de los contenidos transmitidos por los libros de texto, sin proporcionar ninguna alternativa activa, por la que los alumnos puedan llegar a producir por sí mismos aquello que deben aprender.

Caso real: actividad propuesta para un 2º curso de ESO (enseñanza secundaria en el sistema español), en la asignatura de ciencias sociales. Se trata de copiar parte del contenido de la fotocopia en la libreta de la asignatura. El profesor espera que en esta actividad el esfuerzo de copiar sustituya al esfuerzo de buscar, y dé como resultado la retención de alguno de los contenidos. Valora que la reproducción se atenga al original, la buena realización del copiado, y que el alumno sea cuidadoso y pulido en la operación. La actividad incluye añadir mapas coloreados por el alumno, que han sido previamente fotocopiados del libro de texto. En definitiva, el docente relega como viable que los alumnos se esfuercen en buscar y desarrollar por su cuenta los contenidos de un tema, los sinteticen y les den una redacción que permita a otros compañeros entender lo que han descubierto. Aprender a copiar no es lo mismo que aprender a aprender.
La tarea de la pedagogía crítica ha de consistir en desenmascarar el discurso oculto de la pedagogía tradicional. Ese discurso persiste en las prácticas docentes tradicionales que se entremezclan con las prácticas más afines a la pedagogía activa, en una interacción de modelos que dificulta llevar a cabo la tarea de desenmascaramiento. A pesar de que hay numerosos indicios científicos que apoyan los métodos de la pedagogía activa y la didáctica centrada en el niño[5]; de que progresivamente la investigación científica, la psicología cognitiva y últimamente hasta la neurociencia han ido confirmando las intuiciones de Rousseau y sus herederos; de que en todas las instancias educativas se reconoce como bueno este camino de reflexión y de planificación, y que la inmensa mayoría de las programaciones escolares y las leyes educativas, incluido el último proyecto español de reforma educativa (LOMCE), comienzan reconociendo como válidos los principios de la pedagogía activa como principal referente teórico para su desarrollo, a pesar de todo ello la aplicación práctica de estos principios se ve truncada por la realidad de los hechos: que las didácticas arcaicas siguen dominando en las aulas; de hecho, en la LOMCE, la decisión última sobre los métodos pedagógicos que vayan a seguirse en un centro queda en manos de los propios centros escolares y sus docentes, que podrán implantarlos según el diseño de su propio proyecto pedagógico o incluso según su particular concepción de la didáctica.[6]
La interferencia entre, por una parte, la aceptación casi generalizada de la teoría de la pedagogía activa y, por otra parte, el uso de las prácticas tradicionales imposibilita la correcta evaluación de los resultados de esa misma teoría, puesto que en realidad no se ha llevado correctamente a la práctica. Sin embargo, el fracaso escolar se atribuye a dicha teoría, y las prácticas tradicionales se presentan como alternativa sin tener en cuenta que su uso continuado ha estado interfiriendo en los resultados de la pedagogía activa que se pretende desautorizar. Para colmo, una gran mayoría de padres, formados bajo aquellas prácticas tradicionales que aún persisten, ignoran que hay alternativas avaladas por las ciencias cognitivas; y lo que es peor: hay muchos docentes, directores de escuela, inspectores y responsables políticos que sí las conocen pero las ignoran para evitar afrontar el asunto en toda su complejidad. Por lo visto, una poderosa costumbre en combinación con la necedad es capaz de debilitar los compromisos teóricos que los docentes han adquirido durante su formación, compromisos que habían aceptado públicamente ante sus examinadores, ante inspectores y otras autoridades académicas y educativas. Si revisamos los proyectos educativos de los centros o las programaciones de sus docentes hallaremos páginas y páginas de pedagogía activa y de bibliografía sobre pedagogía activa y alternativa, páginas y páginas de buenas intenciones que luego no se realizan en las aulas, por falta de tiempo, desinterés o incluso por la comodidad de imponer a los alumnos el libro de texto, paso a paso, página a página, actividad tras actividad.
Cabe suponer que los aspirantes a docentes se saben la teoría de la A a la Z, que muchos de ellos presentan magníficos proyectos de didáctica participativa, y que les ponen por ello unas calificaciones excelentes. Pero luego aterrizan en un centro escolar donde las prácticas tradicionales anularán todo ese potencial y echarán por tierra todos los años de estudio, las horas de biblioteca, y las lecturas entusiastas de pedagogos como Neill y Freire. La mayoría de esos nuevos docentes altamente preparados se someterá a las prácticas tradicionales por simple adaptación, o bien porque el sistema educativo las impone por miedo al fracaso escolar, aferrándose a ellas como último recurso.
En realidad, es muy fácil asumir tales prácticas tradicionales. Para llevar a cabo una pedagogía directiva sirve cualquier persona con las mínimas capacidades intelectuales: sólo hay que dictar, impartir, instruir, imponer la imitación, la copia, la memorización. Más aún, los libros escolares incorporan un libro para el docente con las soluciones a los problemas y las evaluaciones correspondientes a cada tema. El docente apenas tiene que pensar, imaginar alternativas, resolver dudas. Pero para ser maestro de una pedagogía activa se necesitan, además de capacidades intelectuales, capacidades emocionales y compromiso social. Si se evaluase el perfil social y emocional de los docentes en activo, es posible que un gran número de esos docentes que pasan por ser eficaces enseñantes no tuviesen el perfil idóneo para ejercer una pedagogía activa, una pedagogía quizás menos eficaz de los deseable en cuanto a resultados académicos inmediatos, pero posiblemente mucho más exitosa a largo plazo si pudiese aplicarse sin las interferencias antes señaladas.
Desde una visión pedagógica crítica, teniendo en el horizonte el conflicto entre la pedagogía activa y la emergencia de las prácticas docentes tradicionales, parece necesario mostrar esta evidente contradicción entre teoría y praxis, y denunciar que el modelo directivo sigue presente a pesar de haber sido superado desde las formulaciones críticas del ya lejano siglo XVII. Y tan necesario es esto como advertir que hay una disonancia entre lo que sabemos y lo que hacemos, así como poner de manifiesto que detrás de esas prácticas está más el irracionalismo y el autoritarismo de las personas que dirigen las instituciones educativas que la reflexión racional y el espíritu democrático que podrían promover esas mismas instituciones para el progreso de la educación.
Educar para el cambio social
Así pues, volvemos a la pregunta: ¿tiene sentido educar a los niños de una forma diferente a como exigiría la sociedad en que viven? Es una pregunta que muchos padres le hacían a Neill cuando tenían ocasión de conocer los métodos de Summerhill; quizás también se la hagan algunos padres al advertir que sus hijos tienen maestros que siguen prácticas tradicionales y sus hijos se aburren en la clase o incluso van a desgana a la escuela y se sienten como encerrados en una jaula donde han de seguir determinadas pautas de conducta para conseguir salir libres tras cinco o seis horas de encierro. Han de llenar innumerables fichas donde se repiten los mismos contenidos que han leído en el libro de texto, contenidos que casi nunca tienen demasiada relación con sus vidas; se quejan de actitudes autoritarias, de castigos desmesurados, de no ser entendidos por los maestros, etc. Y sin embargo, los maestros persisten en sus prácticas, a sabiendas o no, y generan grandes interrogantes sobre el sentido social de su tarea.
Las escuelas que han seguido la vía de Rousseau, como es el caso de la Fundación Pestalozzi, El Pesta, y del Proyecto Integral León Dormido, de Mauricio y Rebeca Wild[7], en Ecuador, tienen una consciente finalidad política, es decir, promueven un cambio de mentalidad y de hábitos de vida que conduzcan no sólo a la mejora de la educación sino también de la vida social. Son proyectos excepcionales que apenas tienen incidencia real, apenas encajan en la sociedad en que vivimos, pero representan una culminación simbólica para aquellos que piensan la tarea docente desde esta perspectiva. Sin embargo, hay padres que nunca llevarían a sus hijos a una escuela como Summerhill o el Pesta, incluso padres que no aceptan de buen grado las prácticas tradicionales pero que las asumen porque las alternativas de Neill o de los Wild les parecerían demasiado atrevidas, demasiado separadas de la realidad. Se trata, pues, de una dinámica cuyas fuerzas acaban convergiendo en una misma dirección: la de la conservación de los sistemas educativos y las condiciones sociales.
Neill, por ejemplo, tiene en cuenta las razones de los padres para aceptar muy a su pesar los métodos tradicionales, y son razones válidas tanto en los años sesenta como en la actualidad. Las razones que alegan estos padres son que en Summerhill y escuelas de este estilo sus hijos acabarían condenados a un futuro muy incierto por falta de preparación académica, viviendo en el seno de una sociedad que funciona regida por normas antitéticas a las que rigen en esas escuelas. Estos motivos se podrían resumir en dos tipos: adaptación académica y adaptación social.
Este conjunto de razones puede resumirse así: ¿Qué pasará cuando un alumno de Summerhill salga de la escuela y pretenda entrar en centros de enseñanza superior, o se incorpore al mercado laboral, donde rigen otros valores diferentes de los asimilados en Summerhill? En realidad, en esta escuela se pueden aprender muchas cosas si se desea hacerlo, y en general sus alumos sienten interés por aprender, porque no se les obliga. La baza de Summerhill es la potenciación del interés por aprender que nace de cada niño, por lo que no debe imponerse el aprendizaje. Quizás los niños de Summerhill no puedan competir con los niños de una clase tradicional en materias académicas, pero sí en creatividad y en confianza en sí mismos. Ir a Summerhill no es un obstáculo para ir a la universidad; hay alumnos de Summerhill que son profesores universitarios[8]. No hay duda de que el otro aspecto, el de la adaptación social, preocupa mucho más a los padres: ¿cómo encajan estos niños en la sociedad real, que está llena de personas infelices, resentidas, autoritarias e incluso hostiles? Eso se convierte en argumento contra las ideas liberadoras de Neill:
El argumento habitual contra la libertad de los niños es éste: la vida es dura, y debemos preparar a los niños para que después se adapten a ella. Así pues, debemos disciplinarlos. Si les permitimos hacer lo que quieran, ¿cómo van a poder servir nunca a un jefe? ¿Cómo van a competir con otros que han conocido la disciplina? ¿Cómo van a ser nunca capaces de disciplinarse a sí mismos?[9]
Se trata, pues, de motivos razonables. Los padres saben que este tipo de centros no preparan a sus alumnos para adaptarse a la vida real en ninguno de esos dos aspectos. Ciertamente, ahora casi todo el mundo estaría de acuerdo en que es necesario aceptar ciertas cosas para poder acceder al mundo laboral. Sólo unos pocos ilusos como Neill confían en el potencial de la libertad y la felicidad como factores de crecimiento personal. Es una actitud que, quizás involuntariamente, resulta complaciente con una realidad que no agrada en muchos de sus aspectos, pero que contribuye, quizás también involuntariamente, a paralizar cualquier dinámica de cambio social. Tarde o temprano llegará la hora de emprender la vida laboral y de nada servirá haber aprendido a ser libres, como pretendía Neill. Tarde o temprano se impondrá la necesidad de adaptarse a las circunstancias y aceptar el mundo tal y como es, con resignación.
Ésta es la auténtica baza de la pedagogía tradicional: aunque sus métodos puedan disgustar a padres liberales que han leído divulgación de pediatría y psicología y siguen webs y blogs afines a corrientes alternativas, la pedagogía tradicional que ya hemos definido más arriba ofrece unas garantías en los resultados del aprendizaje reglado que la pedagogía alternativa no puede proporcionar, precisamente porque no cree en los resultados académicos en sí mismos. Y esos padres que advierten que los métodos tradicionales se contradicen con todo lo que representa la cultura liberal, advenida en paralelo a la progresiva democratización de la vida social, se resignarán a admitir que, de hecho, el fondo más realista de la propuesta tradicional tiene que ver con el fondo disciplinario que nos toca vivir a todos, en el ámbito del trabajo y el sistema económico. No tiene ningún sentido educar a los niños de una forma diferente a la exigida por la sociedad en que viven. Si lo real de esa sociedad es la disciplina del trabajo, será mejor admitirlo, resignarse y dejar que los niños se acerquen a ella, para que aprendan cómo es y se adapten a lo que el futuro les depara. Es mejor adaptarse a lo que no se puede cambiar.
La escuela tradicional prepara a los niños para esa dolorosa adaptación de lo infantil a la vida real, la vida del trabajo, y les enseña desde la raíz, sometiéndoles a procesos de atención, repetición, asimilación, memorización y evaluación, premio y castigo, procesos similares al adiestramiento de los perros[10]. Nadie les preguntará por lo que les interesa, ya que el interés de un niño no cuenta en el mundo real. La escuela se convierte así en el primer aprendizaje de la resignación. No nos gusta pero ya hemos pasado por ahí, ya aprendimos y hemos madurado con ello.
Sin embargo, la realidad es lo que es porque la hacemos así los humanos, de manera que la necesidad de adaptarse a la realidad es sólo un prejuicio, porque siendo un producto humano siempre es susceptible de cambio. La escuela tradicional educa para que las condiciones sociales se perpetúen, sometiendo a los niños al molde que ha sido previamente diseñado por adultos que ya se han resignado a aceptar la realidad, pero ese empeño carece de todo fundamento ontológico. No se trata tanto de cambiar las condiciones materiales y culturales de la vida como de intentar cambiar los fines de la educación para favorecer cambios en los procesos de aprendizaje y formación de las personas. Hay que asumir que el mundo es perfectible porque las personas que lo forman pueden crecer de otra manera. Hay que asumir que la tarea de la educación puede cambiar de perspectiva, prescindir de la tradicional, y admitir que las personas pueden no adaptarse a esa realidad, sentirse incómodas en ella y desear introducir cambios.
Esta actitud de los padres de resignarse a lo que la escuela ofrece, a cambio de la garantía de que los hijos superarán su etapa escolar preparados para adaptarse a las exigencias de la vida (principalmente laboral), es perfectamente comprensible, pero es inaceptable como propuesta teórica de una pedagogía crítica. Desde la pedagogía crítica no puede admitirse la realidad sino como una instancia problemática y cuestionable, de manera que la resistencia a la adaptación y la aceptación de sus condiciones ha de ser uno de sus principios.
Esta pedagogía crítica ha de ser consciente de la fuerza que la costumbre tiene sobre los seres humanos, como ya había advertido Locke avanzándose a los conductistas[11]. Cuando se aceptan las condiciones que el mundo nos impone a través de la escuela recibimos a cambio ciertas compensaciones, como la satisfacción por la pertenencia a algo más grande, el sentimiento de integración social, o incluso la posibilidad de dejar vía libre a la libertad personal en entornos locales bajo la forma de microsolidaridades[12]. El esfuerzo que supone la adaptación queda compensado, en definitiva, con una pequeña dosis de felicidad obtenida en la libertad tutelada de la sociedad de consumo.
La pedagogía crítica debe contribuir a la ruptura de los engranajes que aseguran la estabilidad del proceso de reproducción del sistema de relaciones sociales y económicas, engranajes que comienzan a moverse ya en la escuela y en la familia. Por eso emprende una crítica a los elementos tradicionales de la pedagogía directiva, que últimamente han recuperado posiciones y han entrado en los planes políticos de reforma educativa. Apuesta por un modelo orientado a hacer crecer a los niños desde dentro, sin moldes a los que adaptarse, para que sean conscientes de los límites que deben aceptar y no los vean nunca como una determinación inexorable, sino como límites provisionales establecido por otros y, por tanto, sustituibles. El resultado de todo ello será quizás un conjunto de ciudadanos acostumbrados desde pequeños a actuar, a pensar y a expresarse sin obstáculos interiorizados desde la infancia. Niños que serán adultos incómodos en una sociedad que promete pequeñas recompensas a cambio de amoldarse, tal como fomenta de una forma cínica la LOMCE. Pero estos niños inadaptados podrán ser el motor del cambio social, un cambio inapreciable inicialmente pero con un gran potencial de desarrollo en el futuro.
Notas y bibliografía
[1] Abbagnano y Visalberghi, Historia de la pedagogía, op. cit., pág. 6.
[2] W. Jaeger, Paideia, op. cit., Introducción.
[3] J. J. Rousseau, Emilio, Madrid, Alianza Editorial, 2011, sobre todo el libro I, en relación con la crítica a la educación como adquisición de hábitos convencionales contra los impulsos naturales del niño.
[4] Alexander. S. Neill, Summerhill. Un punto de vista radical sobre la educación de los niños. México, Fondo de Cultura Económica, 2010 (1960), pág. 89.
[5] Por ejemplo, H. Gardner, Inteligencias múltiples, op. cit., págs. 32-33 y 92.
[6] Proyecto de la LOMCE, texto citado, artículo 6 bis, págs. 15-16; cosa que da pie a la recuperación de metodologías directivas, que podrían considerarse singulares y toleradas por la legislación (artículo 120.3, págs. 54-55), incluso en contradicción con la exposición de motivos de esta ley (págs. 1-11 del texto citado).
[7] Para más información sobre estos proyectos, ver el documento firmado por Félix Pardo, “El Pesta, un modelo de escuela para la neuroeducación”, en la página web Escuela con cerebro, en el siguiente enlace: http://escuelaconcerebro.jimdo.com/documentos/. También se puede consultar el artículo de Rebeca Wild, “El centro experimental Pestalozzi”, Cuadernos de Pedagogía, 341 (diciembre 2004), págs. 18-21 (en versión digital en el siguiente enlace: https://escuelaconcerebro.files.wordpress.com/2012/01/pesta-resumido-cuadernos-de-pedagogia.pdf). Ambos enlaces visualizados el 30 de junio de 2013.
[8] A. S. Neill, Summerhill, op. cit., pág. 22.
[9] A. S. Neill, Summerhill, op. cit., pág. 101.
[10] A. S. Neill, Summerhill, op. cit., pág. 93.
[11] J. Locke, Pensamientos sobre educación, Madrid, Akal, 2012, apdos. 14, 18.2, 24 y 27.
[12] G. Lipovetsky, La era del vacío, op. cit., págs. 55 y 164-165.
Para saber más…
No podemos dejar de mencionar un texto muy interesante, con el que no hemos podido contar para este análisis, pero que sin duda será una importante referencia en el futuro. Se trata del libro de Eduardo Luque y María Pilar Carrera, El asalto a la educación, publicado por El Viejo Topo. Añadimos un enlace a un comentario sobre este texto: La Lamentable, 30 de enero de 2013
PARA QUÉ UNA REFORMA EDUCATIVA (1ª parte)
UNA CONSIDERACIÓN INTEMPESTIVA DE LA LOMCE DESDE LA PEDAGOGÍA CRÍTICA
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Por Josep Pradas y Félix Pardo
El mundo ha cambiado desde los años 70, sobre todo a partir de la revitalización del neoliberalismo bajo los gobiernos de Reagan y Thatcher. Lo impulsa una economía global orientada a la producción en masa y el consumo personalizado, en una sociedad que ensalza la libertad en el sentido negativo que definiera I. Berlin, el consumismo indisciplinado tal como ha analizado Lipovetsky, la búsqueda obsesiva por la novedad y el hedonismo más grosero como regla de integración y medio de interacción sociales. No obstante, es evidente el acuerdo entre economía productiva e ideología social (lo que se llama también economía reproductiva), y en este nivel profundo de relaciones, aunque pueda parecer paradójico, nada ha cambiado. Las personas se esfuerzan por trabajar y consumir, impulsadas por una corriente nueva que les dice que no hay límites para la libertad a condición de no traspasar la esfera de la sociedad de consumo. Hoy más que nunca, el poder del mercado marca las reglas del desarrollo de la vida humana, pero sigue haciéndolo de una forma velada (por lo cual se puede decir que la crítica marxista al capitalismo sigue en cierto modo vigente, con las pertinentes actualizaciones). Eso significa que las funciones tradicionales de la familia, la escuela y la empresa se han cumplido adecuadamente: reproducir y trasladar al ámbito de la vida social, cultural y laboral los mecanismos que mantienen viva la producción económica y la reproducción del sistema social, para así legitimar el capitalismo.
La escuela no ha llegado a ser lo que soñaban Rousseau, Nietzsche, Adorno, Freire, Marcuse, Montessori, Neill y otros tantos descontentos con el sistema educativo. Estos teóricos de la pedagogía crítica, que demandaban una acción educativa centrada en el individuo y en su completa libertad, pecaron de excesivo optimismo: los procesos económicos que había detrás de sus ideas se desarrollaron a mayor velocidad, superaron sus expectativas y acabaron imponiendo sus condiciones: libertad individual, pero bajo control, no más allá de las estanterías de los supermercados y de su correlato político en las ofertas electorales. Desde mediados del siglo XIX, la cultura occidental había iniciado un lento proceso de liberación de ataduras (religiosas, morales, políticas), al compás del progreso científico y de las revoluciones sociales, cuyo resultado final, lejos de representar un cambio de modelo sólo significó un cambio de modales que conocemos bajo la controvertida etiqueta de postmodernidad.
Sin embargo, ese mismo proceso ha sido más tardío y lento en el ámbito educativo, sobre todo en la institución escolar. Las familias han ido transmitiendo los nuevos aires liberalizadores bajo la ilusión de un indefinido bienestar material, pero la escuela ha presentado una mayor resistencia a cambiar su organización y métodos, a pesar del esfuerzo desplegado por pedagogos vanguardistas. Baste recordar que Montessori abrió su primera escuela en 1907 y Neill en los años 20. En realidad, la escuela ha cambiado relativamente poco durante todo este tiempo en que las estructuras económicas y la familia (convertida ahora en una agrupación de consumidores) han evolucionado alrededor de ese proceso que Lipovetsky ha llamado diferenciación personalizada[1]. La escuela ha ido asumiendo numerosos desarrollos teóricos liberalizadores, pero sin renunciar a prácticas tradicionales que lastran la aplicación de las nuevas ideas pedagógicas y paralizan toda posible evolución. Aunque la investigación científica, la psicología cognitiva e incluso la neurociencia parecen avalar las intuiciones de pensadores como Rousseau y sus herederos de la pedagogía activa, y las programaciones escolares se nutren de todos estos desarrollos teóricos, en la práctica escolar es muy difícil desplazar el modelo tradicional, e incluso en los últimos tiempos se reclama una recuperación de los principios básicos de la pedagogía directiva como garantía de una educación de calidad que asegure el éxito escolar[2].
Así, por ejemplo, la LOMCE, la séptima reforma educativa española española desde la instauración de la democracia en 1976, pendiente de inminente aprobación parlamentaria, comienza planteando la necesidad de propiciar un cambio metodológico, “de forma que el alumno sea un elemento activo en el proceso de aprendizaje”[3], como si no fuera ésta la línea seguida por todas las reformas educativas de los últimos treinta años, y se presenta como una oportunidad para facilitar la atención personalizada al alumno con el fin de potenciar los talentos individuales[4], a la manera de las propuestas didácticas de Gardner. En realidad, toda esta justificación teórica previa al desarrollo práctico de la ley, no es más que un guiño a las ideas más innovadoras de la ciencia, pero lejos de aplicarlas se queda en un uso retórico de las mismas, pues en la práctica se establecen itinerarios difícilmente reversibles y una serie de evaluaciones decisivas al final de la educación secundaria y el bachillerato que condicionarán el acceso a los niveles inmediatamente superiores del sistema educativo, y que todos los alumnos deberán realizar mediante el uso del lápiz y el papel, a través de unas pruebas basadas en la memorización, sea cual sea la modalidad de estudios que hayan cursado, que es precisamente el núcleo del reproche de Gardner a la educación tradicional[5].
Fracaso escolar: ¿cuál es el verdadero problema?
En esta tesitura se plantea la siguiente cuestión: ante la presente y a veces oculta interacción entre los modelos teóricos liberadores y las prácticas escolares tradicionales ¿cómo se explican las frecuentes y sucesivas propuestas políticas de reforma educativa, tanto en España como en su entorno político?
La necesidad de cambiar los modelos que vertebran el sistema educativo de los países occidentales es una constante en las cuatro últimas décadas, pero sobre todo en los últimos años, en que las estadísticas de éxito y fracaso escolar acucian a los gobiernos año tras año[6]. Parece que incluso se ha establecido una especie de competencia entre los países del mismo entorno, bajo la sombra de PISA[7], para establecer un ranking comparativo, una escala de agravios mediante la cual los países de nivel académico bajo pueden contrastarse con los de nivel alto, y evaluar sus políticas educativas. La comparación llega incluso a cruzar el océano, y esos países que arrastran un prolongado historial de malas estadísticas, como el nuestro, se miran en el espejo de Corea del Sur, Finlandia, etc. Y para colmo las estrategias exitosas que se importan de estos países con la esperanza de que sirvan en el nuestro, se limitan a los aspectos más tradicionales de las mismas (de nuevo la educación directiva y no inclusiva, la preeminencia de los rendimientos académicos, la memorización, etc.), a los que se atribuye su éxito sin tener en cuenta ni las diferencias históricas y culturales, ni las sociológicas, climáticas y laborales.
En general, desde la perspectiva conservadora ahora en boga, se tiende a pensar que los sistemas educativos con mayor rendimiento son aquellos que establecen criterios de repetición de curso, o tienden a separar a los alumnos con bajo rendimiento, o a aquellos con problemas de comportamiento o necesidades educativas especiales, cuando la estadística da otros resultados: “los sistemas con mayor rendimiento escolar son aquellos que tienen altas expectativas de todos sus alumnos, los centros y los profesores de estos sistemas no permiten fallar a los alumnos, no les hacen repetir curso, no les transfieren a otros centros, ni les agrupan en distintas clases dependiendo de sus niveles de habilidad”, y esto con una relativa independencia de los niveles de PIB y de inversión pública en educación[8].
De manera que la llamada a recuperar estrategias educativas antes vigentes en España y ahora en algunos países con altos rendimientos en PISA (China, Corea del Sur, Japón), no siempre está justificada por las estadísticas oficiales de PISA. Por otro lado, la contingencia electoral añade un elemento de presión aún mayor en el planteamiento de la necesidad de una reforma educativa. Da la impresión de que las sucesivas reformas educativas en nuestro país han estado condicionadas por la necesidad de dar una respuesta política a la alarma social que genera el fracaso escolar, al margen de un auténtico empeño de reforma. Cada cambio de gobierno ha supuesto en España algún cambió en el modelo educativo, siempre realizado de forma unilateral, sin alcanzarse acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas para evitar lo que está pasando: que la ideología imponga retoques en la educación, cambios curriculares y cambios de organización, de forma que la comunidad educativa acaba navegando a la deriva, sin advertirlo, sumida en el vaivén que generan los cambios políticos. En consecuencia, la inestabilidad del sistema acaba perjudicando tanto a los administradores como a los administrados, y las estadísticas españolas siguen dando resultados desastrosos.
A partir de aquí cabe plantearse si en realidad el problema que se pretende solucionar es sólo el fracaso académico. La insistencia de los gobiernos de turno en la necesidad de afrontar el fracaso escolar mediante sucesivas reformas, y sobre todo mediante la última de ellas, la LOMCE, que simplemente orienta los recursos educativos hacia los niveles de éxito académico y desvía el potencial fracaso hacia itinerarios de difícil reversibilidad y de escasa aceptación social[9], nos hace pensar que hay un problema de fondo que vertebra todas las medidas políticas que se han tomado, y que el fracaso escolar es sólo un pretexto. Ese problema de fondo podría ser la necesidad de que la acción educativa se adapte al diseño del sistema social del país desde una determinada ideología y en un determinado momento histórico. Y eso afecta a los fines últimos de la educación, pues no es lo mismo educar en la buena sociedad, desde una perspectiva crítica y con un sentido moral, que en vistas a unas opciones particulares, desde una perspectiva instrumental y sesgada. Cuando los fines de la educación se pliegan al estado de cosas existentes y se definen de una manera demasiado concreta, es porque tienen mucho que ver con la realidad inmediata, en particular con las exigencias del sistema económico, con la competencia entre los diferentes países de nuestro entorno, con las salidas de nuestro mercado laboral, y con las necesidades de consumo que impone una economía basada en la oferta y no en la demanda y que por tanto debe moldear la conducta de los individuos, encontrando en la educación una poderosa herramienta para el control social.
Por eso cobra pleno valor preguntarse: ¿tiene sentido educar a los niños de una manera diferente a como exige la sociedad en que viven? Si las familias transmiten a sus hijos sólo una visión mercantilizada de la libertad y la escuela persiste en prácticas tradicionales que reproducen acríticamente esa transmisión, ¿qué sentido tienen las sucesivas reformas educativas si no es profundizar en una necesaria adaptación de los presupuestos teóricos de la pedagogía que fundamenta esas prácticas? De alguna manera se impone conciliar la indisciplina consumista a través de conductas individualistas, hedonistas y narcisistas, con la disciplina laboral a través de una llamada al orden y a la obediencia a la autoridad. Una conciliación que si se quiere hacer con garantías es necesario realizarla en la escuela, porque será muy difícil realizarla en la familia por las complicidades e inconsistencias presentes en las relaciones afectivas.
No se puede desligar el fracaso escolar de la interferencia entre por un lado la cultura de indisciplina consumista y, por el otro, la cultura del control social que el Estado delega en la escuela, cuya principal exigencia es la disciplina laboral que obtiene a través del desplazamiento del ocio por el esfuerzo, la constancia del trabajo diario y rutinario, los deberes en casa, la memorización obligatoria de contenidos impuestos, el sacrificio personal en oposición al placer, etc. Pero, ¿no es ese, acaso, el mismo escenario en que se mueve la vida de los adultos? Se conservan incluso ciertos paralelismos con la condición contradictoria del quehacer docente: teorías liberales, centradas en el individuo y su aprendizaje activo, pero prácticas tradicionales, centradas en el maestro y la enseñanza que transmite al alumno, quien la recibe y la reproduce pasivamente mediante la repetición, el ejercicio y la memorización. Puede que el resultado genere altos niveles de fracaso social, pero ello no es sino una traslación a la escuela de lo que ocurre en la sociedad, traslación lógica dado que la escuela, en su tradicional función, reproduce y legitima lo que ocurre en la sociedad que la sostiene, precisamente para evitar que esa sociedad cambie.
Planteamiento de fondo: ¿para qué educamos?
El problema de fondo es la razón última de la educación, una cuestión que condiciona todos los otros planteamientos educativos. El modelo de escuela, la relación docente-discente, el diseño curricular, etc., son subsidiarios de la cuestión de fondo: ¿qué queremos conseguir cuando educamos? Y es evidente que la respuesta a esta pregunta va mucho más allá de la cuestión académica. Y la recuperación de elementos de la pedagogía tradicional en la última reforma llevada a cabo en España sugiere un movimiento de revancha contra los planteamientos de la pedagogía activa, que había vertebrado los diferentes modelos educativos implantados desde la democracia sin haber conseguido, sin embargo, desbancar totalmente las prácticas tradicionales de la escuela (didácticas analíticas basadas en modelos normativos, reproductivos, directivistas y pasivos o escasamente participativos, etc.; unas didácticas centradas en el contenido que ha de ser transmitido desde el docente, que es el protagonista del proceso, iniciador y finalizador del mismo, a la vez que evaluador del aprendizaje del alumno mediante el examen memorístico, dado que el alumno ha aprendido por analogía, es decir, por imitación y repetición de los contenidos conceptuales u operativos). No se trata, además, de una reivindicación de la tradición típicamente hispana. En otros lugares del mundo se intensifican las presiones sobre los gobiernos para recuperar en la escuela los elementos típicos del sistema tradicional, bajo la excusa de su demostrada garantía de éxito académico. De ahí que Howard Gardner denuncie en sus libros las presiones de los sectores educativos conservadores en Estados Unidos, que reclaman la implantación de los métodos didácticos directivistas y uniformizadores bajo el supuesto de que garantizan una tasa de éxito escolar más alta que las didácticas activas y centradas en el alumno[10].
De este modo, los teóricos de la pedagogía activa se han convertido en responsables de la catástrofe académica, y son señalados con el dedo acusador por los nuevos expertos pedagógicos, ascendidos por el peso de los votos, el giro ideológico y sobre todo por la amenaza del fracaso escolar, que la sociedad percibe como terrible síntoma del derrumbe del edificio educativo y presagio de otros derrumbes del Estado social, como el sistema de pensiones. Es una reacción similar a la de los acomodados atenienses que, tras la derrota ante los rudos espartanos, echaron las culpas in toto a los sofistas y, por ser confundido con uno de ellos, condenaron a Sócrates[11].
Por ejemplo, Paulino Castells, médico convertido en gurú de la autoayuda, atribuye las dificultades que surgen en la tarea educadora escolar y familiar a la inflación del yo infantil y juvenil provocada por la implantación de didácticas centradas en el sujeto y que desplazan al maestro de su tradicional posición central en el proceso de enseñanza y aprendizaje. En su libro Tenemos que educar, atribuye a los pedagogos e ideólogos progresistas (Rousseau, Marcuse, Neill o Freire) las culpas del desastre[12], pero no menciona en absoluto que haya causas estructurales de orden económico, ni a ideólogos liberales, pioneros en la planificación de la producción centrada en el individuo y orientada hacia el consumo personalizado. Similar argumento esgrime Mario Vargas Llosa, reconocido partidario del liberalismo radical, contra Foucault, reconocido crítico del entramado de poderes que atenazan al individuo: lo convierte en responsable directo del declive de la autoridad del maestro ante el libertarismo de los alumnos desde Mayo del 68, pero elude cualquier referencia a la lógica del mercado como motor de la desocialización que produce la disolución de los valores relativos a la comunidad y el bien común[13]. Los beneficios del sistema se atribuyen sin dilación al mercado libre; los inconvenientes, en cambio, se atribuyen a quienes sólo piden trasladar desde la estructura económica al ámbito de la cultura y la vida social la libertad que el sistema quiere limitar a los centros financieros y comerciales.
Hemos olvidado demasiado pronto las lecciones de la historia y hemos perdido de vista lo que el Mayo del 68 tuvo de revuelta anticapitalista. En esos ideólogos que tanto critican ahora los conservadores había un compromiso político y social que nos permite advertir aún hoy que es el uso perverso del capital, y no los ideales ilustrados, la principal causa de la consolidación de la escuela como instrumento de reproducción del sistema económico y de la cultura que lo sustenta. A pesar de la práctica unanimidad en el conjunto de los agentes sociales y políticos sobre la importancia del fracaso escolar, es decir, la falta de preparación académica de la población escolar que será adulta en pocos años, en general no se menciona la implicación entre el sistema social y el sistema educativo, y en particular en el papel legitimador del segundo con respecto al primero. No se advierte tampoco que el fracaso escolar es una circunstancia a largo plazo favorable al mercado laboral: esa población estará más dispuesta a plegarse a las fluctuantes condiciones laborales, a competir entre sí por un puesto de trabajo que escasea, y a asumir progresivos recortes salariales y de derechos laborales y sociales, cosa que no aceptaría tan fácilmente una masa laboral con mayor preparación académica.
Así que se puede decir que el fracaso escolar resulta paradójicamente ventajoso para el sistema social, al menos en las condiciones específicas de una sociedad como la española, acostumbrada a un crecimiento económico basado en el sector de la construcción, el turismo y la industria ligera. La ventaja, además, es de un calado mayor del que aparenta: a largo plazo, el fracaso escolar es un antídoto contra un eventual proceso de cambio social promovido desde las bases de la sociedad. El fracaso escolar en las clases medias y bajas asegura que sólo quienes pertenezcan a la casta superior puedan acceder a los niveles educativos superiores, que es la mejor garantía de estabilidad social. Este sutil mecanismo de neutralización de la dinámica social se conoce bien desde la Antigüedad, y fue puesto en práctica por babilonios, egipcios, chinos y griegos[14].
Notas y bibliografía
[1] Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Barcelona, Anagrama, 1986.
[2] Sobre el tema de los deberes escolares, por ejemplo, ha habido en Francia un fuerte debate entre profesorado y asociaciones de padres, llegando estos últimos a convocar una huelga de deberes, que manifiesta precisamente esta situación de tira y afloja entre la pedagogía activa y las prácticas tradicionales, que docentes y padres se resisten a abandonar, convencidos de que “repetir la lección es la mejor forma de aprenderla”, a pesar de que en Francia rige una circular que desde nada menos que desde 1956 prohíbe los deberes en primaria, según noticia publicada en elperiodico.com, 26 de marzo de 2013: http://www.elperiodico.com/es/noticias/sociedad/mayor-asociacion-padres-francia-convoca-huelga-deberes-1589403, a raíz de una noticia publicada en el diario francés Le Parisien, dos días antes, y que puede seguirse en este otro enlace: http://www.leparisien.fr/societe/et-si-on-supprimait-les-devoirs-a-la-maison-26-03-2012-1924286.php (visualizados el 28 de junio de 2013). Para un tratamiento de mayor calado, ver el artículo publicado en El País, el 2 de abril de 2012, en este enlace: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/04/02/vidayartes/1333390053_270755.html (visualizado el 28 de junio de 2013). En este artículo, centrado en el tratamiento de la cuestión en el territorio español, se hace más que evidente que las asociaciones de padres conservadoras prefieren las prácticas tradicionales a las didácticas centradas en el alumno.
[3]Proyecto de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), presentado el 17 de mayo de 2013, pág. 4 del texto digital, que puede consultarse en este enlace: http://www.mecd.gob.es/servicios-al-ciudadano-mecd/dms/mecd/servicios-al-ciudadano-mecd/participacion-publica/lomce/20130517-aprobacion-proyecto-de-ley.pdf, o en su defecto en éste: https://docs.google.com/file/d/0B75X7ZHKmZyvWVJPYV9ubWhRbU0/edit?usp=sharing (enlaces visualizados el 3 de julio de 2013).
[4] Proyecto de la LOMCE, texto citado, págs. 1-11. Si nos atenemos al capítulo del proyecto titulado “Exposición de motivos” (texto citado, págs. 1-11) del texto, algunos de sus párrafos parecen haber sido redactados bajo la inspiración de Gardner (“todas las personas jóvenes tienen talento”, “pero la naturaleza de este talento difiere entre ellas”, “todos y cada uno de los alumnos serán objeto de una atención, en la búsqueda de desarrollo del talento” o “el sistema educativo debe contar con los mecanismos necesarios para reconocerlo y potenciarlo”), o por algún pedagogo progresista, en la línea de Freire (“formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio”, “que convierta la educación en el principal instrumento de movilidad social, ayude a superar barreras económicas y sociales y genere aspiraciones y ambiciones realizables para todos”, más el “compromiso con la educación de calidad como soporte de la igualdad y la justicia social” y “la escuela moderna es la valedora de la educación como utopía de justicia social y bienestar”). El hecho de que no se regulen expresamente medidas para la detección de talentos y altas capacidades, que se dejan en manos de las administraciones periféricas (artículo 76, pág. 49), o que se otorgue a la religión el rango de asignatura de oferta obligatoria (Disposición adicional, pág. 63), se tolere la segregación por sexos (artículos 84.3 y 116, págs. 49-50 y 52, respectivamente), y se dé a los docentes un rango de autoridad similar a la de los agentes policiales (artículo 124.3, pág. 56) , proporciona una idea de cómo los motivos inicialmente expuestos van a estar supeditados a una perspectiva tradicional y autoritaria en el posterior desarrollo de este proyecto de ley.
[5] Proyecto de la LOMCE, artículos 24, 29 y 36 bis, respectivamente; Howard Gardner, Inteligencias múltiples. La teoría en la práctica. Barcelona, Paidós, 2011 (1ª edición en castellano en 1995; 1ª edición original en 1993), págs. 56, 195, 216, 217. De hecho, Gardner es partidario de realizar evaluaciones en todos los niveles y en diversos formatos, según pág. 253, pero sólo con el fin de detectar talentos o dificultades y definir una intervención correcta sobre cada caso particular, como parece ser la pretensión inicial de esta reforma.
[6] Datos sobre los últimos resultados de competencias básicas en Catalunya: http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/06/14/catalunya/1371236957_949723.html y también en http://www.324.cat/noticia/2137614/catalunya/El-catala-obte-les-pitjors-notes-en-les-proves-de-competencies-basiques-de-6e-de-primaria. Los datos manejados por el Ministerio de Educación para 2011 pueden consultarse en este documento elaborado por el INEE (Instituto Nacional de Evaluación Educativa): http://www.mecd.gob.es/dctm/inee/indicadores-educativos/seie2012.pdf?documentId=0901e72b81477552. Un análisis exhaustivo de los mismos rebasaría las pretensiones de este artículo, pero hay que resaltar la cuestión del abandono temprano, que supone una tasa hasta del 26,9 %, sobre el 13,5 % de la media europea. Documentos visualizados el 15 de agosto de 2013.
[7] Sitio web de PISA, en español, en este enlace: http://www.oecd.org/pisa/. Para información detallada sobre los rankings establecidos por PISA, se puede consultar el artículo correspondiente en Wikipedia, en este enlace: http://es.wikipedia.org/wiki/Informe_PISA. Proporciona datos hasta 2009. Ambos enlaces fueron visualizados el 29 de junio de 2013.
[8] Según el documento “¿Se compran con dinero los buenos resultados”, PISA in focus, 13 (febrero de 2012), que puede consultarse en este enlace: http://www.oecd.org/pisa/pisainfocus/PISA in Focus-n%C2%B013 ESP_Final.pdf (visualizado el 12 de agosto de 2013).
[10] H. Gardner, Inteligencias múltiples, op. cit., pág. 102. En el texto de la LOMCE se recoge esta misma inquietud que Gardner detecta en las filas conservadoras americanas: “Prácticamente todos los países desarrollados se encuentran en la actualidad, o se han encontrado en los últimos años, inmersos en procesos de transformación de sus sistemas educativos. Las transformaciones sociales inherentes a un mundo más global, abierto e interconectado, como éste en el que vivimos, han hecho recapacitar a los distintos países sobre la necesidad de cambios normativos y programáticos de mayor o menor envergadura para adecuar sus sistemas educativos a las nuevas exigencias” (pág. 4 del texto citado).
[11] Ciertamente, puede decirse que Sócrates no era un sofista (Platón, Apol. 31b y 33ab; Jenofonte, Mem., I, entre otros testimonios), pero lo parecía (Platón, Prot. 341a, Gorgias 457c-458b; Aristófanes, Nubes, entre otros testimonios).
[12] Paulino Castells, Tenemos que educar. Barcelona, Península, 2011, pág. 25.
[13] Mario Vargas Llosa, “Prohibido prohibir”, El País, 26 de julio de 2009. Puede leerse en versión digital en este enlace: http://elpais.com/diario/2009/07/26/opinion/1248559212_850215.html, visualizado el 30 de junio de 2013.
[14] N. Abbagnano y A. Visalberghi, Historia de la pedagogía. México, FCE, 1992, págs. 12-15; y Werner Jaeger, Paideia. México, FCE, 1957, I, 1, págs. 19-20.
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