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Metacognición en el aprendizaje

La metacognición, esta capacidad de conocernos, de autoevaluarnos, de simular mentalmente qué pasaría si reaccionáramos de tal o cual manera, tiene un papel fundamental en los aprendizajes humanos. La opinión que nos forjamos de nosotros mismos nos ayuda a progresar o, al contrario, nos encierra en el círculo vicioso del fracaso. Por lo tanto, no es desacertado pensar el cerebro como una tumultuosa reunión de expertos que compiten o colaboran entre sí.

Stanislas Dehaene

La autorregulación es un componente básico de todo aprendizaje competencial. En concreto, es muy eficaz para desarrollar la competencia para aprender a aprender. Según algunos autores, el aprendizaje autorregulado tiene tres componentes principales: la cognición, la metacognición y la motivación (Muijs y Bokhove, 2020). La cognición incluye las habilidades necesarias para codificar, relacionar, consolidar y recuperar la información; la metacognición integra estrategias que permiten comprender y controlar los procesos cognitivos; y la motivación incluye las creencias y actitudes que afectan al uso y desarrollo de las habilidades cognitivas y metacognitivas. Cada uno de estos componentes es necesario para el aprendizaje, pero no suficiente. Se requiere la interacción continua entre ellos.

Desde la perspectiva educativa, la metacognición es especialmente relevante porque permite al estudiante valorar sus propios pensamientos y posibilita reconocer, orientar y mejorar su propio proceso de aprendizaje. Hoy más que nunca es necesario ayudar a nuestro alumnado a convertirse en personas autónomas y eficaces. Fomentar la utilización de estrategias metacognitivas es una forma de lograr este objetivo.

En los últimos años las investigaciones sobre el impacto de la metacognición en el aprendizaje se han incrementado mucho. Hay dos buenas razones que pueden justificar esto. Por un lado, se ha identificado que los estudiantes que tienen mayor dificultad para aprender no utilizan las estrategias metacognitivas de forma adecuada. Y por otro, parece que estas estrategias se pueden enseñar, lo cual repercute directamente en el rendimiento académico de los estudiantes (Heyes et al., 2020).

¿Qué es la metacognición?

Simplificando, la metacognición puede entenderse como las instrucciones que nos damos a nosotros mismos sobre cómo realizar una tarea de aprendizaje concreta, mientras que la cognición es la forma en que realmente la hacemos.

Aunque la metacognición se ha estudiado desde diferentes disciplinas, la mayoría de las investigaciones identifican dos elementos esenciales (conocimiento y regulación) que, según Schraw et al. (2006), tienen tres subcomponentes cada uno de ellos:

Conocimiento metacognitivo

Es lo que saben los estudiantes sobre sus propios procesos cognitivos. Por ejemplo, “sé que la analogía con el sistema solar me ayuda a entender el modelo atómico de Bohr”. Incluye:

1. Conocimiento declarativo (saber qué): incluye el conocimiento sobre uno mismo como aprendiz y los recursos y factores que influyen en el rendimiento. Por ejemplo, si nos cuesta recordar una información podemos utilizar estrategias para compensar esa dificultad.

2. Conocimiento procedimental (saber cómo): se refiere al conocimiento sobre las estrategias que podemos utilizar durante las tareas. Por ejemplo, tomar apuntes, resumir la información relevante, plantearnos preguntas para recordar la información, etc.

3. Conocimiento condicional (saber cuándo y por qué): hace referencia a saber cuándo y por qué utilizar una determinada estrategia.

Regulación metacognitiva

Son los mecanismos de control de la propia cognición que ayudan al desarrollo de la tarea y al aprendizaje. Por ejemplo: “como no acabo de entender el enunciado de la primera ley de Newton, lo reescribo con mis propias palabras”). Incluye:

1. Planificación (qué estrategias utilizar): son actividades anticipatorias que nos permiten abordar la tarea. Por ejemplo, el establecimiento de metas, la activación de conocimientos previos o asignar el tiempo requerido a la tarea.

2. Supervisión (cómo lo estoy haciendo): es la conciencia sobre la comprensión de la tarea y el desempeño durante la misma. Por ejemplo, comprobar si el progreso durante la tarea está en consonancia con los objetivos de aprendizaje identificados o retomar la lectura de un texto si se cree que no se ha entendido.

3. Evaluación (¿debería cambiar las estrategias?): es la valoración de los productos obtenidos y de los propios procesos de regulación del aprendizaje. Por ejemplo, interpretar los resultados obtenidos y reflexionar sobre el proceso de aprendizaje puesto en práctica.

Podemos concluir que la metacognición permite al estudiante elegir la mejor forma de realizar una tarea. Asumiendo, por supuesto, que no siempre hemos de utilizarla porque algunas acciones se acaban automatizando. Y cuando la utilizamos, las dificultades tienen que ser las adecuadas. Como veremos luego, las estrategias metacognitivas pueden aplicarse en contenidos de cualquier materia, aunque su dominio depende del contexto, es decir, un estudiante puede mostrar buenas habilidades metacognitivas en unas tareas o materias y débiles en otras. Pero antes de adentrarnos en las estrategias concretas, conviene analizar algunos estudios sugerentes sobre el desarrollo de la metacognición que provienen de la neurociencia.

Desarrollo de la metacognición

Los estudios de hace unos años con pacientes amnésicos, todos con lesiones en el hipocampo, revelaron que la mayor parte de ellos manifestaban déficits de memoria (como era de esperar) sin ser conscientes de sus dificultades para recordar. Ello sugería que la metacognición podía estar vinculada al lóbulo frontal, el director ejecutivo de nuestro cerebro. Experimentos posteriores identificaron a pacientes con lesiones en el lóbulo frontal que no se creían capaces de reconocer unas frases que les presentaban, aunque sí que podían recordarlas, es decir, mostraban un buen funcionamiento de las regiones que intervienen en la formación de memorias, pero una metacognición deteriorada (Fleming, 2021). En concreto, estudios recientes con neuroimágenes han confirmado un vínculo directo existente entre áreas concretas de la corteza prefrontal (también intervienen la ínsula y la corteza parietal lateral) y la metacognición. Y, además, esas áreas prefrontales también se activan cuando hacemos uso de nuestra particular teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018; ver figura 1). Por consiguiente, podemos decir que los pensamientos sobre nosotros mismos y sobre los demás comparten correlatos neurales.

Figura 1. Comparación entre la activación cerebral en procesos de metacognición y de teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018)

Figura 1. Comparación entre la activación cerebral en procesos de metacognición y de teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018)

El periodo continuo de maduración del cerebro, especialmente la corteza prefrontal (la región del cerebro que tarda más en madurar) seguramente explique el desarrollo de la metacognición durante la infancia y la adolescencia. Debido a que los niños pequeños a menudo proporcionan información inexacta en juicios metacognitivos cuando se les pide que lo hagan verbalmente, se ha asumido durante mucho tiempo que esta capacidad no se desarrolla hasta la infancia tardía. Sin embargo, ya en la infancia temprana regiones críticas de la corteza prefrontal son funcionales y posibilitan cierto grado de metacognición (implícita) que es necesaria para la curiosidad. Con solo 20 meses de edad, los bebés piden ayuda a la persona adulta que los acompaña cuando no son capaces de resolver solos un problema planteado, como recordar la ubicación de un juguete escondido en dos posibles cajas que el experimentador cambió sin que se dieran cuenta (Goupil et al., 2016; ver figura 2). Ser curioso es querer saber y eso conlleva también saber lo que ignoramos.

Figura 2. Bebés de 20 meses piden ayuda a su madre para recuperar el juguete cuando son más propensos a cometer un error (Goupil et al., 2016)

En cuanto al proceso continuo de desarrollo de la metacognición, existen experimentos de laboratorio interesantes. Por ejemplo, Hembacher y Ghetti (2014) pidieron a niños de 3, 4 y 5 años que memorizasen unos objetos. Luego se les mostró pares de dibujos en los que aparecían uno de los objetos anteriores y tenían que elegirlo. Tras ello, se les pidió que eligieran la foto de otro niño que revelara cómo se sentían tras la elección: muy inseguros, un poco inseguros o seguros. Los juicios de confianza de los niños de tres años mostraron poca diferencia entre las decisiones correctas e incorrectas. Su capacidad para saber si habían hecho la elección correcta era mala. Por el contrario, los niños de cuatro y cinco años mostraron una buena metacognición.

Investigaciones posteriores han confirmado que la capacidad de darnos cuenta de que no sabemos algo (meta-ignorancia), surge aproximadamente a los cinco años de edad (Filevich et al., 2020). Asimismo, la capacidad de estimar si alguien más tiene una visión diferente del mundo (teoría de la mente) surge en los niños aproximadamente al mismo tiempo que adquieren una metacognición explícita. Tal como plantea el neurocientífico Stephen Fleming (2021), es posible que la aparición de la metacognición permita a los niños reconocer la diferencia entre creencias y realidad y crear un mundo imaginario por sí mismos. El juego simbólico o el teatro son básicos en este proceso de desarrollo. Y es que el cerebro está continuamente haciendo simulaciones.

Metacognición en el aula

Se han identificado algunas características de los estudiantes que muestran una buena autorregulación y las correspondientes estrategias metacognitivas que utilizan de forma efectiva (Clark y Dumas, 2016):

1. Se autoevalúan (evaluación de los métodos seguidos en el proceso de aprendizaje).

2. Registran y monitorean el aprendizaje (buscar señales de progreso).

3. Piden ayuda a los adultos (buscar apoyo social en el docente o en los padres).

4. Utilizan la autoexplicación (visibilizar explícitamente lo que ocurre en nuestra mente durante el aprendizaje).

5. Crean nuevas estrategias de aprendizaje (uso de la evidencia para la mejora del aprendizaje).

6. Establecen metas y planifican el proceso (asumir retos adecuados).

7. Reestructuran el entorno de aprendizaje (elección de las condiciones físicas y sociales que faciliten el aprendizaje).

8. Gestionan el tiempo (regular el progreso para optimizar los resultados).

9.  Interactúan de forma activa con los compañeros (cooperación con los compañeros).

10. Utilizan recursos fuera del aula (buscar información en Internet, bibliotecas, etc.).

11. Son persistentes, resilientes y están centrados en la tarea (mantenimiento de la actividad a pesar de la dificultad o distracción).

12. Se premian cuando toca (actuar según los resultados).

13. Repasan la información (uso de estrategias para mejorar la recuperación de información).

14. Son conscientes de sus posibilidades sin juzgarlas (ser conscientes de las propias fortalezas y debilidades).

Las investigaciones demuestran que las estrategias de metacognición y autorregulación pueden enseñarse y mejorarse en el contexto del aula combinando la enseñanza explícita y la implícita. Por ejemplo, el docente puede analizar el proceso metacognitivo que sigue al resolver un problema, pero también puede guiar la resolución de un problema a través de unas preguntas orientativas. Todo ello tiene un gran impacto en el desempeño académico de los estudiantes, especialmente en lectura, escritura, matemáticas y ciencias, dominios en los que se han realizado más estudios. Asimismo, se han obtenido resultados algo mejores en Secundaria que en Primaria (Dent y Koenka, 2016). Seguramente esto esté relacionado con el lento proceso de maduración de la corteza prefrontal, que puede alargarse hasta pasados los veinte años.

Aprender a usar estrategias metacognitivas de manera efectiva no ocurre rápidamente. Evidentemente, para que los estudiantes puedan utilizar de forma adecuada estas estrategias necesitan el tiempo necesario para practicarlas, el feedback adecuado que les permita ajustar el proceso y la interiorización de las estrategias para que puedan llegar a utilizar este tipo de pensamiento sin darse cuenta de que lo hacen. Sin olvidar las cuestiones afectivas. El estudiante ha de estar motivado para poder utilizar de forma adecuada las estrategias metacognitivas durante el aprendizaje, es decir, el conocimiento sobre cómo aprendemos tiene que ir acompañado del esfuerzo correspondiente que requiere el aprendizaje. Todos podemos mejorar.

En una investigación en la que participaron estudiantes universitarios, a los integrantes del grupo de control se les envió un recordatorio de un examen dentro de una semana que ya podían preparar. Mientras que el grupo experimental recibió el mismo recordatorio junto a un ejercicio con tres preguntas sobre las que tenían que reflexionar: “¿Qué recursos me ayudarán a estudiar?”, “¿Por qué son útiles?”, “¿Cómo los utilizaré?”. Los resultados revelaron que los estudiantes del grupo experimental obtuvieron mejores resultados en el examen que realizaron y también en la repetición del experimento (segundo examen), independientemente de la edad o del rendimiento académico (Chen et al., 2017; ver figura 3). Y no solo eso, la utilización de la estrategia metacognitiva condujo a una menor sensación de ansiedad y estrés para el siguiente examen. El desarrollo de las habilidades metacognitivas de los estudiantes impulsa su motivación y aprendizaje. No solo se trata de la cantidad de estudio, sino también de la calidad del mismo.

Figura 3. Promedio de las calificaciones de los estudiantes en el primer examen, en el segundo y en el curso completo (Chen et al., 2017)

En una investigación posterior, Patricia Chen ha demostrado que la adopción de una mentalidad estratégica, es decir, la utilización intencionada de estrategias metacognitivas, puede ser beneficiosa en la educación y en la vida. Plantearnos preguntas del tipo “¿Cómo puedo hacer esto?”, “¿Hay cosas que pueda hacer de otra manera?” ¿Hay maneras de hacerlo aún mejor?, pueden ayudarnos a alcanzar los objetivos en la vida, incluidas las metas educativas, laborales, de salud y de estado físico (Chen et al., 2020). Todo ello tiene grandes implicaciones educativas.

En la práctica

En la práctica, podemos reforzar la metacognición en el aula aplicando sencillas estrategias. Analicemos algunas actividades concretas (ver más en Agarwal y Bain, 2021; Pérez y González, 2020; Ritchhart y Church, 2020):

“Dos cosas”

En cualquier momento de la clase, nos detenemos y les pedimos a los estudiantes que escriban dos cosas acerca de un tema específico. Por ejemplo: “¿Cuáles son las dos cosas más importantes que aprendiste hoy (o ayer)?”, “¿Cuáles son las dos conclusiones de esta unidad?”, “¿Cuáles son dos ejemplos de tu vida que se relacionan con lo estudiado hoy?”, “¿Cuáles son las dos cosas que te gustaría aprender?”, etc. Este es un ejemplo de práctica de recuperación, una técnica de estudio que tiene un gran impacto sobre el aprendizaje y que, además, ayuda al alumnado a reflexionar sobre lo que sabe y lo que no. Junto a ello es importante suministrar el feedback adecuado que haga que la metacognición del estudiante esté en sintonía con su aprendizaje real.

Los cuatro pasos de la metacognición

Al final de la clase entregamos a los estudiantes una hoja dividida en diferentes cuadros en los que aparecen definiciones y espacios en blanco, relacionados con lo estudiado antes, que hay que completar. Para rellenar las hojas se siguen los siguientes pasos:

1. Pon una * si sabes la respuesta o un ? si no la sabes.

2. Responde todas las * sin revisar tus libros o apuntes.

3. Completa todos los ? utilizando tus libros y apuntes.

4. Verifica que todas las * estén correctas.

De esta forma los estudiantes tienen la oportunidad de recuperar la información y practicar la metacognición.

Creación de palabras clave

Pedimos a los estudiantes que generen unas palabras clave que resuman un tema determinado que están estudiando. La creación de palabras clave es una forma interesante de reforzar la conciencia del propio conocimiento. En un estudio que utilizó esta estrategia se comprobó una mejora en la metacognición de los estudiantes que les permitió gestionar mejor el tiempo de estudio y dedicar más esfuerzo a las materias que habían entendido peor (De Bruin et al., 2011).

Autoexplicación

Se les plantea a los estudiantes un cuestionario que les permite recordar información relevante que han trabajado en el aula y al final se les pide que elijan entre las frases “¡lo conseguí!” o “¡no estoy seguro!”. Para decidir si lo consiguieron o si no están seguros de ello, se les anima a preguntarse: “¿Cómo se relaciona esto con lo que ya he aprendido?” o “¿Por qué esta pregunta ayuda a generar nuevas ideas?”. La autoexplicación estimula los juicios de aprendizaje y de confianza, junto a la metacognición y la comprensión de su propio aprendizaje (Wiley et al., 2016).

Junto a esto, qué importante es fomentar las preguntas abiertas del tipo (“¿Cómo?”, “¿Por qué?”) ya que estimulan un pensamiento más complejo y están más vinculadas a la vida real que las preguntas cerradas (“¿Quién?”, “¿Cuándo?”, “¿Dónde?”).

Pensando en voz alta

En esta actividad cooperan dos estudiantes. Uno resuelve la tarea explicando en voz alta sus pensamientos y sentimientos durante el desarrollo de la misma, mientras que el compañero va anotando todo lo que escucha, reflexionando e identificando posibles errores.

Antes pensaba …, ahora pienso

Esta rutina de pensamiento se utiliza para ayudar a los estudiantes a reflexionar sobre cómo su pensamiento sobre un tema o cuestión ha cambiado a lo largo del tiempo. Además de desarrollar las habilidades de razonamiento, esta rutina también desarrolla sus habilidades metacognitivas. Puede utilizarse después de leer información novedosa, ver una película, escuchar una conferencia, un debate en el aula o al finalizar una unidad didáctica, por ejemplo. Se explica a los estudiantes que el objetivo de esta rutina es ayudarlos a reflexionar sobre su pensamiento acerca del tema elegido e identificar cómo sus ideas han evolucionado a lo largo del tiempo. Se les pide que reflexionen individualmente, lo escriben y, luego, han de compartir las ideas, en parejas o en pequeños grupos, y explicar sus cambios de pensamiento.

Diario de aprendizaje

Un instrumento muy útil para promover la autoevaluación y la reflexión es el portafolio, un dosier que recoge de forma sistemática y organizada sus trabajos durante una unidad didáctica o un curso académico. Asimismo, el uso del portafolio promueve el desarrollo de habilidades imprescindibles como la reflexión, el análisis crítico o la autoevaluación, lo cual impulsa el desarrollo metacognitivo. El diario podría ser un diario de papel tradicional, un documento de Google o incluso una grabación de audio o video. En el contexto de matemáticas, por ejemplo, un estudiante podría detallar cómo trabajaron para comprender un problema, cómo intentaron resolverlo, cómo cambiaron el esquema que estaban usando inicialmente, y cómo finalmente llegaron a la solución y la comprobaron.

¡Date un respiro!

Podemos fomentar descansos durante el estudio para reflexionar sobre el propio aprendizaje. En tareas de laboratorio, se ha comprobado que los participantes son más conscientes de su propio aprendizaje al cabo de un tiempo y no inmediatamente después de la tarea (Fleming y Lau, 2014). Asimismo, la meditación parece mejorar también la metacognición (Baird et al., 2014). Esto es muy interesante ya que hemos comprobado lo útil que puede llegar a ser integrar este tipo de técnicas, como en el caso del mindfulness, en los programas de educación emocional. Sin olvidar el para, piensa y actúa, esencia del buen funcionamiento ejecutivo, que podemos y debemos promover en cualquier etapa educativa.

Seguimos conociéndonos a nosotros mismos y a los demás. Un aprendizaje que es para toda la vida.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Agarwal, P. K., Bain, P. M. (2021). Enseñanza efectiva: Herramientas de la ciencia cognitiva para el aula. Aptus.

2. Baird, B. et al. (2014). Domain-specific enhancement of metacognitive ability following meditation training. Journal of Experimental Psychology: General, 143 (5), 1972-1979.

3. Clark. I., Dumas, G. (2016).  The regulation of task performance: A trans-disciplinary review. Frontiers in Psychology, 6 (1862).

4. De Bruin, A. et al. (2014). Generating keywords improves metacomprehension and self-regulation in elementary and middle school children. Journal of Experimental Child Psychology 109(3), 294-310.

5. Chen, P. et al. (2017).  Strategic resource use for learning: A self-administered intervention that guides self-reflection on effective resource use enhances academic performance. Psychol. Sci. 28, 774-785.

6. Chen, P. et al. (2020). A strategic mindset: An orientation toward strategic behavior during goal pursuit. PNAS, 117(25), 14066-14072.

7. Dehaene, S. (2019). ¿Cómo aprendemos? Los cuatro pilares con los que la educación puede potenciar los talentos de nuestro cerebro. Siglo XXI Editores.

8. Dent, A., Koenka, A. (2016). The relation between self-regulated learning and academic achievement across childhood and adolescence: A meta-analysis. Educational Psychology Review, 28(4), 425-474.

9. Filevich, E. et al. (2020). I know that I know nothing: Cortical thickness and functional connectivity underlying meta-ignorance ability in pre-schoolers. Developmental Cognitive Neuroscience, 41:100738.

10. Fleming, S. M. (2021). Know thyself. The new science of self-awareness. John Murray Press.

11. Fleming S. M., Lau H. C. (2014). How to measure metacognition. Frontiers in Human Neuroscience, 8 (443).

12. Goupil, L. et al. (2016). Infants ask for help when they know they don’t know. PNAS, 113 (13), 3492-3496.

13. Hembacher, E., Ghetti, S. (2014). Don’t look at my answer: subjective uncertainty underlies preschoolers’ exclusion of their least accurate memories. Psychological Science, 25 (9), 1768-1776.

14. Heyes, C. et al. (2020). Knowing ourselves together: The cultural origins of metacognition. Trends in Cognitive Sciences, 24(5), 349-362.

15. Muijs, D., Bokhove, C. (2020). Metacognition and Self-Regulation: Evidence Review. London: Education Endowment Foundation.

16. Pérez, G., González L. (2020). Actividades para fomentar la metacognición en las clases de biología. Tecné, Episteme y Didaxis, 47, 233-247.

17. Ritchhart, R. y Church, M. (2020). The power of making thinking visible: practices to engage and empower all learners. Jossey-Bass.

18. Schraw, G., et al. (2006). Promoting self-regulation in science education: metacognition as part of a broader perspective on learning. Research in Science Education, 36, 111-139.

19. Vaccaro, A.G., Fleming, S.M. (2018). Thinking about thinking: a coordinate-based metaanalysis of neuroimaging studies of metacognitive judgements. Brain and Neuroscience Advances, 2, 1-14.

20. Wiley, J. et al. (2016). Improving metacomprehension accuracy in an undergraduate course con- text. Journal of Experimental Psychology: Applied, 22, 393-405.

Alimentos para una buena salud cerebral: implicaciones educativas

Los beneficios de una buena alimentación se traducen en un gran rendimiento del cerebro, el cual tendría muchas dificultades para realizar sus funciones si desde un principio no recibe los nutrientes necesarios que aporta una dieta equilibrada.

Tomás Ortiz

Sabemos que nuestro cerebro, en promedio, constituye únicamente el 2% del peso corporal. Sin embargo, sus necesidades energéticas son muy altas: como mínimo representan el 20% del consumo energético corporal (Magistretti y Allaman, 2015). Pero no todas las calorías tienen la misma incidencia positiva sobre nuestras capacidades cognitivas y estados anímicos. Si en anteriores artículos explicábamos la importancia del ejercicio físico y del sueño sobre el aprendizaje, en el presente artículo queremos analizar los beneficios de los hábitos nutricionales adecuados para una buena salud cerebral y su incidencia sobre el rendimiento académico del alumnado. Porque, efectivamente, nuestro cerebro es el resultado de lo que comemos. Aunque también es muy importante cuando lo comemos.

Somos lo que comemos

La buena alimentación y un estilo de vida sano inciden de forma positiva sobre el cerebro afectando a toda una serie de procesos moleculares y celulares asociados al metabolismo energético y a la plasticidad sináptica y que son fundamentales para la transmisión y procesamiento de la información en el cerebro (Gómez-Pinilla y Tyagi, 2013; ver figura 1). Y ello tiene una incidencia directa, por ejemplo, en el aprendizaje o en el retraso de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer.

Figura 1

A ello puede contribuir una dieta variada en la que estén presentes algunos nutrientes concretos, como en el caso de la dieta mediterránea caracterizada por un alto consumo de verduras, frutas, cereales, pescados o grasas insaturadas como el aceite de oliva. Por ejemplo, los ácidos grasos omega 3, en especial el DHA que está presente en el pescado azul (ver figura 2), son muy importantes para el buen funcionamiento neuronal porque forman parte de sus membranas. Estos omega 3 pueden regular la molécula BDNF -que generamos también con el ejercicio físico y que está asociada a la plasticidad sináptica, la neurogénesis o la vascularización cerebral- a través incluso de cambios epigenéticos que modifican la expresión génica (Dauncey, 2015) y son esenciales para una buena transmisión de información entre neuronas. De hecho, se han encontrado niveles más bajos del importante ácido DHA en niños con peor rendimiento académico (Montgomery et al., 2013). O los polifenoles, que podemos encontrar en las frutos rojos, el vino tinto o el chocolate negro, mejoran aspectos de las funciones sinápticas debido a su efecto antioxidante (Meeusen, 2014).

La nutrición es muy importante en los primeros años de vida, especialmente los alimentos ricos en proteínas (por ejemplo, pescado, carnes magras o productos lácteos con poca grasa) porque intervienen en el desarrollo neuronal. Por ejemplo, una dieta de mayor calidad durante los tres primeros años tiene un efecto positivo en la capacidad verbal y no verbal de los niños a los 10 años de edad. Por el contrario, una mala nutrición durante el primer año de vida está asociada a un mayor deterioro cognitivo en la adultez (Waber et al., 2014). De hecho, esta nutrición inadecuada podría explicar el menor desarrollo de la corteza cerebral que se ha encontrado en niños que han crecido en entornos de pobreza (Noble et al., 2015).

Figura 2

El poder del desayuno

Cuando nos levantamos, tras varias horas de ayuno, los depósitos de glucógeno -forma de almacenarse los hidratos de carbono en el hígado y los músculos- han disminuido bastante. Sabemos que nuestro cerebro requiere un alto consumo de energía que nos la aportarán los alimentos con hidratos de carbono. Pero su buen funcionamiento no se limita a los recursos energéticos principales y esa es la razón por la que necesita, como a veremos a continuación, una cantidad adecuada de proteínas y grasas buenas, como los omega 3 que comentábamos en el apartado anterior. Y ello puede repercutir en el rendimiento académico del alumnado.

Cuando hace un tiempo analizamos los hábitos de sueño de 21 adolescentes (leer), comprobamos que un alto porcentaje de los mismos (81%) se encontraba cansado en muchas ocasiones (ver figura 3). Esto podía justificarse porque la gran mayoría de ellos no dormía las horas adecuadas (las necesidades de sueño en los adolescentes sabemos que son mayores). Pero indagando un poco más comprobamos que muchos de ellos no seguían hábitos nutricionales adecuados y, en concreto, no desayunaban, algo que está muy generalizado entre los adolescentes (Adolphus et al., 2015) y que puede contribuir tanto a la fatiga física como a la mental.

Figura 3

Cuando se ha analizado el rendimiento académico de niños y adolescentes que desayunan frente a los que no lo hacen, se ha comprobado, en especial para aquellos menores de 13 años, que los que desayunan se desenvuelven mejor en tareas escolares que requieren atención y memoria y en la resolución de problemas, obteniendo mejores resultados en pruebas matemáticas (Adolphus et al., 2013). Estos efectos positivos son menos claros en lo referente a la incidencia sobre cuestiones conductuales.

En la práctica, una de las medidas que se podrían aplicar son programas de desayunos escolares, los cuales se han probado con mucho éxito en varios países. Pero resulta fundamental compartir los conocimientos y experiencias relacionadas con los hábitos nutricionales con los propios alumnos. Aunque no existe consenso sobre cuál sería el tipo de desayuno más beneficioso, sí que conocemos ciertas pautas generales que pueden beneficiar esa comida y el resto que se realicen durante el día. Así, por ejemplo, sabemos que las necesidades energéticas del cerebro durante el día requieren la mayor cantidad de hidratos de carbono en la primera comida o que el buen funcionamiento del hipocampo y de las regiones que intervienen en las funciones ejecutivas necesita una cierta cantidad de proteínas matinal (Hasz y Lamport, 2012). Respecto a esto último, el cerebro utiliza el aminoácido tirosina, que se encuentra en alimentos ricos en proteínas como los lácteos, huevos, carnes o pescado, para sintetizar neurotransmisores como la noradrenalina o la dopamina que son fundamentales en los procesos de atención y aprendizaje (Jensen, 2008). Ello sugiere la importancia de no restringir los desayunos a alimentos con hidratos de carbono presentes en el pan o los cereales, por ejemplo.

Ya lo dice el sabio refranero: “Desayuna como un rey, come como un príncipe y cena como un mendigo”. Aunque…

Más comidas

Está claro que el desayuno puede afectar al rendimiento académico de los niños y los adolescentes. Pero otra cuestión diferente que no suele considerarse es la importancia de mantener los niveles de azúcar en sangre estables para evitar esos bajones energéticos que todos conocemos. Y para ello, no es lo más adecuado restringirse únicamente a las tres comidas tradicionales. Para combatir la fatiga es muy útil realizar varias pequeñas comidas al día para mantener estables los niveles de azúcar (glucosa) y evitar así los picos de insulina que producen aletargamiento, como tras una comida copiosa en la que predominan los hidratos de carbono con un alto índice glucémico que pueden ser útiles solo cuando existe una necesidad energética grande inmediata, como la que se da después de una sesión intensa de ejercicio físico o en el desayuno tras muchas horas de ayuno. Si los niños tienen bajos niveles de glucosa durante las tareas académicas, puede verse perjudicado el aprendizaje y el rendimiento cognitivo (Ortiz, 2009) y la correspondiente pérdida de concentración puede originarse por el excesivo tiempo transcurrido entre las comidas correspondientes. Los niveles adecuados de glucemia se pueden facilitar en el transcurso de la jornada escolar si los alumnos comen un tentempié en forma de bocadillo, fruta o yogur, a parte del desayuno, por supuesto. Una comida rica en proteínas y vitaminas garantizará un buen rendimiento intelectual por la tarde y la merienda debería aportar más hidratos de carbono que la cena porque las necesidades energéticas tras la última comida del día son mucho menores. En la cena habría que evitar los alimentos y bebidas estimulantes que perjudicarán el sueño reparador que es tan importante para el aprendizaje.

Figura 4

¿Y el agua?

Sabemos que una buena hidratación es necesaria para la salud y el bienestar personal. Pero, ¿está justificada la gran fascinación que muestran por la ingesta de agua ciertos programas educativos?

Lo que se sabe es que la deshidratación, incluso en pequeñas proporciones, puede perjudicar capacidades cognitivas asociadas a la memoria a corto plazo o la percepción visual, y el estado de ánimo, especialmente en niños y en personas de edad avanzada (Masento et al., 2014). Y no podemos ignorar las condiciones ambientales en las que el alumno se encuentra porque el ejercicio físico o las altas temperaturas pueden aumentar las necesidades hídricas. En estos contextos especiales, el sistema de vigilancia desarrollado por nuestro cerebro que nos hace sentir sed, y que hace que olvidarnos de beber agua no sea un problema, es menos fiable. Sin embargo, una cuestión diferente es que necesitemos beber ocho vasos de agua al día porque si no el tamaño de nuestro cerebro disminuirá o que los niños en situaciones normales sean proclives a la deshidratación voluntaria. Como bien plantea el neurocientífico Paul Howard-Jones (2011, p. 70): “animar a los niños a que beban agua y permitir que lo hagan cuando tengan sed es un enfoque más prudente que vigilar constantemente la cantidad de agua que consumen”. No obstante, en un estudio muy reciente en el que han intervenido importantes investigadores de la Universidad de Illinois se ha encontrado una asociación entre el consumo de agua en niños de 8 y 9 años de edad y el desempeño en una tarea de inhibición, es decir, un mayor consumo de agua permitiría a los niños un mejor rendimiento en tareas que requieren un buen uso de las funciones ejecutivas del cerebro (Khan et al., 2015). Como siempre pasa en ciencia, esperamos nuevas investigaciones.

Conclusiones finales

Los profesores deberíamos ser conscientes de lo importante que es para nuestro cerebro la adquisición de buenos hábitos nutricionales. Es por ello que hay que enseñar a los alumnos y también a las familias la incidencia de la buena alimentación sobre el rendimiento académico y, a más largo plazo, sobre la salud general. Porque cuando nos mantenemos activos realizando deporte y lo acompañamos de una dieta equilibrada -como la mediterránea, rica en pescado, verduras, frutas, cereales o frutos secos- evitando demasiados azúcares procesados o grasas malas que nuestro organismo no asimila de forma adecuada, mejoran nuestras capacidades físicas e intelectuales. Debido a la continua interacción entre el cuerpo y el cerebro que resulta imprescindible para el aprendizaje y que nos caracteriza a los seres humanos, si le damos al cuerpo lo que necesita, habrá una mayor probabilidad de que el cerebro aprenda de forma más eficiente.

En el fondo, todo se reduce a: lo que es bueno para el corazón, es bueno para el cerebro.

Jesús C. Guillén

 

Referencias:

  1. Adolphus, K., Lawton, C.L., Dye, L. (2013): “The effects of breakfast on behavior and academic performance in children and adolescents”. Frontiers in Human Neuroscience 7 (425).
  2. Adolphus, K., Lawton, C.L., Dye, L. (2015): “The relationship between habitual breakfast consumption frequency and academic performance in British adolescents”. Frontiers in Public Health 3(68).
  3. Dauncey M. J. (2015): “Nutrition, genes, and neuroscience: implications for development, health, and disease”. En Diet and exercise in cognitive function and neurological diseases, New Jersey, John Wiley & Sons.
  4. Gomez-Pinilla F. (2008): “Brain foods: the effects of nutrients on brain function”. Nature Reviews Neuroscience 9, 568-578.
  5. Gómez-Pinilla F., Tyagi E. (2013): “Diet and cognition: interplay between cell metabolism and neuronal plasticity”. Current Opinion in Clinical Nutrition and Metabolic Care 16(6), 726-733.
  6. Hasz, L.A. y Lamport, M.A. (2012): “Breakfast and adolescent academic performance: an analytical review of recent research”. European Journal of Business and Social Sciences 1, 61–79.
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