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Beneficios del aprendizaje en contacto con la naturaleza

30 diciembre, 2019 6 comentarios

El objetivo de la vida es hacer que los latidos de tu corazón coincidan con el latido del universo, para que tu naturaleza coincida con la Naturaleza.

Joseph Campbell

Naturaleza y cerebro

En el desarrollo evolutivo de nuestra especie, el cerebro ha incrementado su tamaño y ha mejorado su funcionamiento a fin de adaptarse al entorno y de garantizar nuestra supervivencia. Esta evolución a lo largo de millones de años se ha dado en espacios abiertos, en contacto directo con la naturaleza, y ello ha generado circuitos cerebrales que responden de forma específica a este tipo de entornos. Sin embargo, en los contextos urbanos estamos expuestos a situaciones radicalmente diferentes (espacios cerrados, aglomeraciones, ruidos, tráfico, contaminación, etc.) que pueden provocar múltiples patologías, muchas de ellas vinculadas a una activación desmesurada de la respuesta fisiológica del estrés. De hecho, tal como explicábamos en un artículo anterior (Estrés en la educación), las personas que viven en ciudades muestran una activación mayor de la amígdala que las que viven en entornos rurales, afectando también el tamaño de la ciudad y el tiempo vivido en ella. Y algo parecido ocurre con la corteza cingulada anterior, región que participa en la regulación emocional.

Existen estudios muy recientes que demuestran que el tiempo que pasamos en el medio natural afecta a nuestra salud global (cognitiva, emocional, social y física), pero también el tiempo que estuvimos en contacto con la naturaleza durante la infancia. Se ha comprobado que los niños que crecieron en entornos completamente urbanos tienen un 55 % de probabilidad mayor de desarrollar enfermedades mentales en la adolescencia y en la adultez que los que crecieron en los entornos más naturales (Engemann et al., 2019). Además, el efecto parece que es acumulativo.

A nivel cerebral también se han identificado cambios estructurales relevantes. La exposición temprana a espacios verdes se asocia positivamente con el volumen de materia blanca y gris en algunas regiones del cerebro importantes (como la corteza prefrontal, la corteza premotora o el cerebelo; ver figura 1) y sus volúmenes máximos predicen un mejor desempeño en pruebas cognitivas, es decir, mejor memoria de trabajo y una menor falta de atención, tal como se ha comprobado en una investigación en la que han participado estudiantes de Primaria en Barcelona (Dadvand et al., 2018). Estos mismos autores han identificado que las zonas verdes presentan niveles más bajos de contaminación del aire y de ruido que conllevan también beneficios indirectos para el desarrollo del cerebro.

Figura 1. Volúmenes de materia gris (A) y blanca (B) asociados al crecimiento en espacios verdes en corteza prefrontal (A1,2), corteza premotora (A2, B1) y cerebelo (B1-3) (Dadvand et al., 2018).

En el caso de adultos, tal como ha demostrado el proyecto Phenotype, desarrollado en cuatro ciudades europeas, pasar más minutos en contacto con la naturaleza conlleva más tiempo dedicado a la actividad física, un incremento de los contactos sociales con los vecinos y un mejor bienestar general (Kruize et al., 2019).

Todo lo comentado anteriormente tiene enormes repercusiones educativas y ha de tenerse muy presente en una verdadera Escuela con Cerebro.

Naturaleza y aprendizaje

Mira profundamente en la naturaleza y entonces comprenderás todo mejor.

Albert Einstein

A continuación, analizamos algunas evidencias que explican cómo la naturaleza puede mejorar el aprendizaje. Las investigaciones de Ming Kuo (Kuo et al., 2019) nos sirven de referencia para profundizar en la temática y analizarla desde los factores neuroeducativos que hemos identificado que son críticos. Algunas de las consecuencias más beneficiosas (la gran mayoría están directamente vinculadas) del contacto con la naturaleza para el aprendizaje son las siguientes:

1. Mejora la atención

La atención constituye un factor crítico en el aprendizaje, pero muchos estudiantes manifiestan déficits atencionales en el aula debido, por ejemplo, a distracciones, fatiga mental o a trastornos específicos, como en el caso del TDAH. Pues bien, un simple paseo por un entorno natural es suficiente para recargar de energía los circuitos cerebrales asociados a la fatiga mental y mejorar el desempeño en tareas en las que interviene la atención ejecutiva (Berman et al., 2009). Esta red atencional vinculada a la concentración y al autocontrol mejora si el alumnado realiza las tareas académicas en aulas con ventanas abiertas que dan a espacios verdes (Li y Sullivan, 2016; ver figura 2).

Figura 2. Tres clases distintas: sin ventanas, con ventanas que dan a construcciones y con ventanas que dan a espacios verdes. Estas últimas mejoran los recursos atencionales de los estudiantes (Li y Sullivan, 2016).

Junto a esto, en un estudio longitudinal en el que participaron 2593 estudiantes de Primaria de 36 escuelas de Barcelona, se comprobó una mejora en el desempeño cognitivo (en tareas atencionales y de memoria de trabajo) de aquellos expuestos a más espacios verdes (Dadvand et al., 2015; ver figura 3), Como comentábamos anteriormente, parece que la exposición a la contaminación del aire procedente del tráfico de escuelas en entornos urbanos puede perjudicar el adecuado desarrollo cognitivo en la infancia.

Figura 3. Mejora en las pruebas de memoria de trabajo, en 12 meses, de los estudiantes de Primaria expuestos a entornos escolares verdes (Dadvand et al., 2015).

En el caso concreto de niños con TDAH, un mero paseo de veinte minutos por un parque hace que se concentren mucho más en las tareas posteriores que si lo dan en un entorno típicamente urbano (Faber Taylor y Kuo, 2009) y si juegan regularmente en espacios verdes abiertos se reducen claramente los síntomas característicos del TDAH (Faber Taylor y Kuo, 2011). Sin olvidar que la utilización de un aparato digital en un espacio verde contrarresta los beneficios atencionales que conllevan los entornos naturales (Jiang et al., 2019).

2. Disminuye los niveles de estrés

Los estudios revelan que los entornos naturales pueden influir positivamente en la fisiología del estrés, tanto en la adultez como en la infancia. Por ejemplo, estudiantes de Primaria que estudiaron un día entero a la semana en plena naturaleza, durante todo el curso, mostraron una reducción diaria en sus niveles de la hormona catabólica cortisol, a diferencia de los que lo hicieron en el entorno cerrado de la escuela, que mantuvieron unos niveles de cortisol estables a pesar de la tendencia natural en la infancia a reducirse durante el día desde el máximo matinal (Dettweiler et al., 2017). Relacionado con lo anterior, parece que los baños de bosque o shinrin-yoku (práctica popular japonesa que es más que en un simple paseo; es sumergirse en el ambiente del bosque conectando con la naturaleza a través de los cinco sentidos; Li, 2018; ver figura 4) pueden tener múltiples beneficios para la salud, tal como han demostrado las investigaciones de Yoshifumi Miyazaki.

En lo referente al estrés, una revisión reciente ha identificado unos niveles de cortisol significativamente menores en las personas que intervinieron en estos baños de bosque, aunque las simples expectativas de salir del entorno urbano ya conllevaban una incidencia positiva (Antonelli et al., 2019).

Figura 4. El bosque de Akazawa, en Japón, fue el primero designado como base para el shinrin-yoku (Li, 2018).

Respecto a los centros escolares, se ha comprobado que las vistas a entornos naturales pueden tener beneficios fisiológicos sobre la relajación y el estrés inadecuado (Jo et al., 2019). Además, los patios con espacios verdes, que pueden utilizarse en cualquier materia y etapa educativa, son muy adecuados para combatir el estrés y trabajar la resiliencia (Chawla et al., 2014). Los beneficios que acarrea salir a jugar durante todo el curso, haga el tiempo que haga (los más pequeños empezarán a detestar estar encerrados), son mayores que la incomodidad asociada a la ropa húmeda o llena de barro.

3. Mejora el autocontrol

El contacto con la naturaleza tiene un efecto positivo directo sobre la autodisciplina en la infancia. En un estudio en el que participaron niñas y niños de entre 7 y 12 de años edad, se comprobó un mejor desempeño en tareas que requerían concentración, inhibición de los impulsos y aplazamiento de la recompensa en aquellas que vivían en la cercanía de espacios verdes (Faber Taylor et al., 2002).

Una revisión reciente sugiere que, aunque faltan estudios concretos sobre la temática, la naturaleza podría ser una herramienta prometedora para trabajar la autorregulación en la infancia (Weeland et al., 2019). Todo ello tiene una especial relevancia en el caso de niños con TDAH (figura 5), tal como comentábamos en el primer apartado, porque sabemos que ese trastorno va acompañado de déficits concretos en el desarrollo de las funciones ejecutivas del cerebro. En la práctica, parece que la naturaleza recargaría de energía nuestro cerebro, lo cual repercutiría en el autocontrol, ya que todo indica que constituye un recurso limitado.

Figura 5. Los síntomas del TDAH se manifiestan menos en entornos abiertos, especialmente en plena naturaleza (Faber-Taylor et al., 2001).

4. Incrementa la motivación y el compromiso activo

Aunque muchos profesores tienen miedo de desplazar el contexto del aula al exterior porque creen que ello compromete la concentración en las clases posteriores, parece que no es así. Los estudiantes suelen estar más motivados y comprometidos con el aprendizaje en entornos naturales y, además, ello conlleva una mejor participación en las tareas siguientes, ya en el contexto clásico del aula (Kuo et al., 2018). La naturaleza parece que incide positivamente en el estado de ánimo y ello repercute en una mayor motivación, disfrute y compromiso del alumnado en entornos naturales, lo cual constata toda la comunidad educativa. Por ejemplo, en tres escuelas del Reino Unido que han introducido unidades didácticas desarrolladas en entornos externos (la gran mayoría en entornos naturales), tanto los estudiantes como los profesores han identificado mejoras en el compromiso con el aprendizaje, la concentración y el comportamiento acompañadas de un mayor bienestar general. La mejora emocional (un sentido de libertad según los propios estudiantes) y conductual iba acompañada de unas experiencias de aprendizaje también enriquecedoras desde la perspectiva sensorial, motriz y cognitiva (Marchant et al., 2019), algo que creemos especialmente relevante en la infancia temprana en donde es imprescindible integrar los diferentes canales sensoriales (el niño coge la flor, la mira, la huele, la toca, etc; ver video 2) pasando siempre de lo concreto a lo abstracto, y no al revés.

5. Promueve la actividad física

La actividad física en la infancia tiene un impacto positivo a nivel cerebral, con una especial incidencia sobre las funciones ejecutivas. Sin olvidar los beneficios cardiorrespiratorios y todo lo que conlleva sobre la salud combatir las conductas sedentarias en los tiempos actuales. En el contexto del aula, parones activos de unos pocos minutos son suficientes para mejorar la concentración durante las tareas académicas posteriores (Hillman et al., 2019). ¿Y qué ocurre si el ejercicio lo realizamos en exteriores? Parece que los espacios de aprendizaje al aire libre, en general, y los espacios verdes, en particular, pueden ser grandes catalizadores de la actividad física, especialmente cuando asumimos que estos entornos son importantes para nuestra salud. Las zonas verdes facilitan la actividad física caminando, corriendo, montando en bicicleta, etc. Y todo ello constituye una estupenda forma de combatir el estrés. De hecho, un simple paseo de 15 minutos por una zona boscosa disminuye mucho más la concentración de cortisol que cuando se da en un entorno urbano (Kobayashi et al., 2019). Asimismo, los parones durante la jornada escolar que promueven el juego libre de los niños en espacios verdes (los patios como oportunidades de aprendizaje) recargan de energía los circuitos cerebrales que permiten recuperar la atención (Amicone et al., 2018). Como se ha comprobado en la investigación en las escuelas de Barcelona citada al principio, el número de árboles en las escuelas constituye un buen indicador del desempeño cognitivo en la infancia.

6. Mejora el contexto de aprendizaje y las relaciones sociales

Sabemos que el entorno físico tiene una gran importancia en el aprendizaje, pero también el clima emocional en el que se da. Por ejemplo, ya en la etapa de Educación Infantil, se ha comprobado que suministrarles a las niñas y niños experiencias educativas en plena naturaleza o, incluso, permitirles estar en contacto con elementos naturales (integrando en los espacios de aprendizaje flores, plantas, vegetación, etc.), genera climas emocionales más sosegados, seguros y divertidos que mejoran las relaciones entre compañeros y facilitan el aprendizaje (Nedovic y Morrisey, 2013). Todo ello es especialmente beneficioso para estudiantes disruptivos a los que les cuesta más adaptarse a las aulas tradicionales. Tareas vinculadas al huerto escolar, programas de jardinería o proyectos en el entorno natural cercano pueden mejorar la autoestima y autoconfianza de muchos niños y adolescentes (ver figura 6).

Figura 6. En cualquier etapa educativa, las buenas tareas y proyectos en entornos naturales conllevan mejoras cognitivas y emocionales en los estudiantes (Chawla et al., 2014).

7. Facilita el juego y la creatividad

El contacto con la naturaleza fomenta las buenas relaciones y la cooperación porque facilita el juego, un factor crítico en el aprendizaje que estimula, especialmente en la infancia, el desarrollo físico, cognitivo y socioemocional. Lamentablemente, en muchas ocasiones, se limita su uso favoreciendo supuestas herramientas de estimulación cognitiva temprana que convierten al niño en un mero observador pasivo de un entorno totalmente descontextualizado. Además, los entornos naturales (y el juego también, por supuesto, como el de simulación o el de exploración) estimulan la curiosidad y la creatividad. Según algunos autores, la naturaleza proporciona una gran variedad de “piezas sueltas” (palos, piedras, barro, agua, etc.) que fomentarían, a través del ingrediente lúdico, una mayor exploración de los objetos, un enfoque más creativo de las situaciones y una mejor resolución de problemas. Aunque faltan estudios cuantitativos que confirmen los beneficios de la teoría de las “piezas sueltas” en el desarrollo en la infancia, lo que parece claro es que ante estas situaciones el juego infantil se vuelve más creativo, activo y social y ello repercute positivamente en el desarrollo cognitivo, social y físico de todas las niñas y niños (Kuo et al., 2019).

Efectivamente, los seres humanos hemos aprendido en contacto con la naturaleza, está en nuestro ADN, y tendríamos que seguir haciéndolo porque esa será la mejor forma de entenderla y entendernos. Como siempre decimos, lo más importante y natural es aprender desde, en y para la vida.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Amicone, G. et al. (2018). Green breaks: the restorative effect of the school environment’s green areas on children’s cognitive performance. Frontiers in Psychology, 9: 1579.

2. Antonelli, M. et al. (2019). Effects of forest bathing (shinrin-yoku) on levels of cortisol as a stress biomarker: A systematic review and meta-analysis. Int. J. Biometeorol. 63 (8), 1117-1134.

3. Berman, M. et al. (2009). The cognitive benefits of interacting with nature. Psychological Science, 19, 1207-1212.

4. Chawla, L. et al. (2014). Green schoolyards as havens from stress and resources for resilience in childhood and adolescence. Health Place, 28, 1–13.

5. Dadvand, P. et al. (2015). Green spaces and cognitive development in primary schoolchildren. PNAS, 112, 7937-7942.

6. Dadvand, P. et al. (2018). The association between lifelong greenspace exposure and 3-dimensional brain magnetic resonance imaging in Barcelona schoolchildren. Environ Health Perspect. 23, 126(2): 027012.

7. Dettweiler, U. et al. (2017). Stress in school. Some empirical hints on the circadian cortisol rhythm of children in outdoor and indoor classes. Int. J. Environ. Res. Public Health, 14:475.

8. Engemann, K. et al. (2019). Residential green space in childhood is associated with lower risk of psychiatric disorders from adolescence into adulthood. PNAS, 116, 5188-5193.

9. Faber Taylor, A. et al. (2002). Views of nature and selfdiscipline: evidence from inner city children. J. Environ. Psychol. 22, 49–63.

10. Faber Taylor, A. y Kuo, F. (2009). Children with attention deficits concentrate better after walk in the park. Journal of Attention Disorders, 12, 402-409.

11. Faber Taylor, A. y Kuo, F. (2011). Could exposure to everyday green spaces help treat ADHD? Evidence from children’s play settings. Applied Psychology: Health and Well-Being, 3, 281-303.

12. Hillman C. H. et al. (2019). A review of acute physical activity effects on brain and cognition in children. Translational Journal of the American College of Sports Medicine, 4 (17), 132-136.

13. Jiang B. et al. (2019). How to waste a break: using portable electronic devices substantially counteracts attention enhancement effects of green spaces. Environment and Behavior, 51(9-10): 1133-1160.

14. Jo, H. et al. (2019). Physiological benefits of viewing nature: A systematic review of indoor experiments. International Journal of Environmental Research and Public Health, 16 (23), 4739.

15. Kobayashi, H. et al. (2019). Combined effect of walking and forest environment on salivary cortisol concentration. Frontiers in Public Health 7.

16. Kruize, H. et al. (2019). Exploring mechanisms underlying the relationship between the natural outdoor environment and health and well-being – Results from the PHENOTYPE project. Environment International, 134: 105173.

17. Kuo, M. et al. (2018). Do lessons in nature boost subsequent classroom engagement? Refueling students in flight. Front. Psychol. 8: 2253.

18. Kuo, M. et al. (2019). Do experiences with nature promote learning? Converging evidence of a cause-and-effect relationship. Front. Psychol. 10 (305).

19. Li, D. y Sullivan, W. C. (2016). Impact of views to school landscapes on recovery from stress and mental fatigue. Landsc. Urban Plan. 148, 149-158.

20. Li, Qing (2018). El poder del bosque. Shinrin-Yoku: Cómo encontrar la salud y la felicidad a través de los árboles. Roca Editorial.

21. Marchant, E. et al. (2019). Curriculum based outdoor learning for children aged 9-11: A qualitative analysis of pupils’ and teachers’ views. PLoS ONE, 14(5): e0212242.

22. Nedovic, S. y Morrissey, A-N. (2013). Calm active and focused: Children’s responses to an organic outdoor learning environment. Learning Environments Research, 16, 281-295.

23. Weeland, J. et al. (2019). A dose of nature: Two three-level meta-analyses of the beneficial effects of exposure to nature on children’s self-regulation. Journal of Environmental Psychology, 65: 101326.

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Luchando contra la propia naturaleza

Daniel T. Willingham, en su sugerente libro ¿Por qué a los niños no les gusta ir a la escuela?, plantea la idea de que los seres humanos somos curiosos por naturaleza, pero que evitamos reflexionar1. La reflexión requiere concentración y es un proceso lento por lo que confiamos más en la memoria y en nuestra experiencia acumulada para resolver problemas. Aunque el autor se centra en los procesos cognitivos, la idea nos sugiere un enfoque interdisciplinar: ¿Qué relación existe entre la dificultad que mostramos los seres humanos para reflexionar, cambiar de opinión o aceptar nuestros propios errores y las transformaciones energéticas que rigen las leyes de la termodinámica?

En la naturaleza constatamos que existe una gran tendencia a que los procesos físicos y químicos evolucionen hacia estados de mínima energía, es decir, hacia situaciones de mayor estabilidad. Por ejemplo, los objetos caen al suelo porque la energía gravitatoria  en la superficie terrestre es menor que la que tienen en la altura inicial. El hierro se oxida, espontáneamente,  formando óxido de hierro (II), porque la energía asociada al producto formado es menor que la de las sustancias reaccionantes (hierro y oxígeno). Y la obesidad en los seres humanos no se habría disparado en el siglo XX, si el exceso calórico que ingerimos no superara en demasía el mínimo energético necesario para la supervivencia.

Evidentemente, como seres curiosos que somos, nos gusta resolver problemas aunque la reflexión necesaria requiere de los conocimientos adecuados, es decir, de nuestra cultura general. Los conocimientos previos facilitan la comprensión de la información novedosa que recibimos. Además, el aprendizaje se ve facilitado cuando lo que nos explican nos resulta familiar porque sabemos que la abstracción dificulta los procesos mentales y cuando se produce la motivación ha de superar un ”umbral energético”. Adquirir cultura, mostrar un pensamiento propio y una actitud crítica ante la vida (imprescindibles para favorecer el progreso) y, en general, cualquier aprendizaje explícito, requieren consumos energéticos suplementarios2. La “ley del mínimo esfuerzo”, tan asumida en personas de cualquier edad, está justificada desde la perspectiva termodinámica del rendimiento energético. Diversos estudios muestran que el cerebro utiliza la mínima cantidad de conexiones neuronales para realizar las actividades y que, una vez consolidado el aprendizaje, en consonancia con el concepto de eficiencia3, utiliza la mínima energía necesaria.

Una vez analizados los impedimentos energéticos naturales que existen para reflexionar y asimilar conocimientos novedosos, es lógico pensar que, tras la consolidación del aprendizaje, nos cueste tanto cambiar de opinión y aceptar la discrepancia. Pero, ¿qué dice la neurociencia al respecto?

Es muy costoso desaprender algo que se ha ido elaborando de forma inadecuada durante mucho tiempo porque ha incorporado una gran cantidad conexiones neuronales nuevas. Esto constituye una auténtica paradoja asociada a la plasticidad cerebral. La información que atenta contra las convicciones propias inhibe circuitos cerebrales implicados impidiendo, incluso, que se pondere el conflicto entre ideas contradictorias (la disonancia cognitiva que se explica en el video). El cerebro detesta modificar las costumbres por una simple cuestión de supervivencia, es decir, la búsqueda automática de la estabilidad energética. Según Michael Gazzaniga, estamos configurados para formarnos creencias que fabrica el hemisferio izquierdo del cerebro4. Analicemos uno de los muchos ejemplos que disponemos sobre experimentos con pacientes a los que se les ha seccionado el cuerpo calloso5. Cuando a un paciente se le sugirió que fuera a caminar, hablándole por el oído izquierdo (la información es procesada por el hemisferio opuesto al lado del cuerpo que ha recibido los estímulos, en este caso por el hemisferio derecho), el paciente se levantó y salió a caminar. Al volver, hablándole por el oído derecho, se le preguntó por qué había salido. El paciente, ante la falta de información (la falta de cuerpo calloso le había impedido transmitir la información inicial del hemisferio derecho al izquierdo) inventó, rápidamente, un motivo para justificar la acción: “Quería ir a buscar un refresco”. El hemisferio izquierdo, que es donde se almacena el lenguaje, es capaz de inventar historias y creencias.

Después de todo lo comentado anteriormente, la pregunta que nos debemos hacer es: ¿Podemos revelarnos ante los condicionamientos que plantea  nuestra propia naturaleza?

 La respuesta es afirmativa. Es una cuestión de voluntad y sabemos que no es innata. Como dice Carol Tavris en el video presentado: “Nuestra manera de plantearnos los errores es adquirida. Los seres humanos somos reacios al cambio pero seguimos teniendo la capacidad de cambiar”. Naturalmente, ello requiere un aporte energético suplementario que invierta determinados procesos automáticos o espontáneos. Por ejemplo, un cuerpo que cae por sí solo, puede elevarse si se realiza un trabajo externo.

Es un hecho evidente que la sociedad ha cambiado en los últimos años y que la educación ha de adaptarse al nuevo contexto. El miedo al progreso y las respuestas irrespetuosas y poco democráticas ante la actitud crítica y el pensamiento divergente, manifiestan carencias en el aprendizaje emocional y socio-cultural. La visión reactiva, centrada en resolver problemas pasados y aplicar sanciones para saldar faltas cometidas, ha de dar paso a una actitud proactiva basada, no en la resolución de conflictos pasados, sino en evitar la repetición de los mismos en el futuro6. Los docentes no debemos exigir  lo que no poseemos. La buena educación garantiza el futuro de la especie. Juntos, podemos.

Jesús C. Guillén

 1Willingham, Daniel, ¿Por qué a los niños no les gusta ir a la escuela?, Graó, 2011.

2Aunque en este artículo nos centramos en las transformaciones energéticas que requieren los procesos mentales, lo que corresponde al primer principio de la termodinámica, ya en el libro clásico El yo y su cerebro, de K. Popper y J. Eccles, se plantea la cuestión de si  el comportamiento neuronal, a nivel individual, puede violar ese principio que hace referencia a la conservación de la energía. Curiosamente, como explica E. Kandel en su libro En busca de la memoria (Katz, 2007), los experimentos que ponían en duda la teoría eléctrica de la transmisión sináptica provocaron en Eccles un gran abatimiento (a los hombres de ciencia también les cuesta cambiar de opinión). Según el mismo Eccles, su recuperación se inició tras una conversación con Popper. Éste, convenció a Eccles de que debía estar satisfecho por su contribución, independientemente de que los hechos confirmaran o refutaran las ideas iniciales. Y es que la ciencia avanza mediante ciclos de conjeturas y refutaciones cada vez más precisas.

3La eficiencia energética está directamente ligada al concepto de rendimiento que se utiliza para relacionar las energías de entrada y de salida en un determinado proceso. En la naturaleza, un proceso con un rendimiento del 100 % no se puede dar porque no se puede utilizar, íntegramente, toda la energía aportada, es decir, la máquina o el proceso perfecto no existen porque siempre hay pérdidas energéticas.

4Gazzaniga, Michael, El cerebro ético, Paidós, 2006.

5 El cuerpo calloso es un cordón de fibras nerviosas que permite conectar ambos hemisferios cerebrales. Los experimentos de escisión cerebral han aportado gran información sobre el funcionamiento de los dos hemisferios. Se utilizaban para tratar pacientes afectados por epilepsias aunque los efectos secundarios eran evidentes.

6Como explica Joan Vaello en su libro Cómo dar clase a los que no quieren (Graó, 2011), la disciplina reactiva considera el orden como un fin en sí mismo, mientras que la proactiva el orden es un medio facilitador del aprendizaje. ¿Se dan cuenta por qué algunos docentes consideran los nuevos tiempos como una auténtica oposición a su autoridad? Es consecuente que estas mismas personas consideren como ataques personales cualquier actitud crítica o pensamiento divergente.

 Para saber más:

Aronson, Elliot y Tavris, Carol, Mistakes were made (but not by me): Why we justify foolish beliefs, bad decisions and hurtful acts, Houghton Mifflin Harcourt, 2007.

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El eje intestino-cerebro

Deja que el alimento sea tu medicina y que la medicina sea tu alimento.

Hipócrates

Durante mucho tiempo se ha ignorado el papel principal que desempeñan dos de los sistemas más importantes del cuerpo a la hora de mantener nuestra salud global: el cerebro (el sistema nervioso) y los intestinos (el sistema digestivo). Estamos empezando a entender que el intestino, los microorganismos que lo pueblan (microbiota) y las moléculas de señalización que producen gracias a sus innumerables genes (microbioma) conforman un sistema de regulación del buen funcionamiento corporal y cerebral trascendental. El gran Hipócrates iba muy bien encaminado.

La microbiota

La microbiota es el conjunto de bacterias y otros microorganismos presentes en un ambiente determinado. Nuestra microbiota se adapta a nichos concretos del cuerpo (boca, pie o intestino, por ejemplo) distribuyéndose de forma característica y diferente en cada persona, por lo que depende del entorno en el que vivimos.

Aunque tenemos microorganismos en todas las superficies en contacto con el exterior, una gran parte reside en el intestino grueso. Por ello, cuando nos referimos a la microbiota estamos hablando generalmente de la intestinal. Es lo que antiguamente se conocía como flora intestinal, término que no gusta a los puristas ya que nuestros microorganismos no son del reino vegetal.

La microbiota del tracto intestinal es de mayor complejidad que la del resto del cuerpo y consta de bacterias, arqueas, hongos, protozoos y ciertos virus. En particular, la del intestino grueso, ya que la microbiota del colon es mucho mayor en número y diversidad que la del intestino delgado (De Vos et al., 2022; ver figura 1).

Figura 1. Abundancia total de bacterias en diferentes partes del cuerpo (De Vos et al., 2022).

La microbiota intestinal depende de muchos factores. Influye la genética, la microbiota materna, los microorganismos que conviven en nuestro organismo, la dieta, el ejercicio e, incluso, el estado de ánimo de la persona.

La microbiota humana y su composición genética (el microbioma humano), se comenzó a estudiar a gran escala hace pocos años dentro del marco de grandes proyectos como el Human Microbiome Project (HMP), en Estados Unidos, y el Metagenomics of the Human Intestinal Tract, financiado por la Comisión Europea. Es por ello que los avances científicos vinculados al estudio de la microbiota no paran de sucederse.  

Cambios con la edad

Las personas vamos cambiando con el paso del tiempo. Lo mismo ocurre con la microbiota intestinal. La adquirimos al nacer por transmisión de la madre y se va modificando a lo largo de la vida con los correspondientes procesos neuronales vinculados a cada una de las etapas (ver figura 2). Incluso se han observado pequeñas variaciones de la microbiota intestinal en el transcurso de un día (Costello et al., 2009).

Figura 2. Gráfico cronológico que indica cambios en la diversidad de la microbiota a lo largo de la vida acompañada de cambios típicos en el desarrollo neuronal. La profundidad de la barra azul indica el período de tiempo durante el cual los procesos indicados son mayores (Cryan et al., 2019).

En un parto natural, los lactobacilos presentes en la vagina de la madre serán las primeras bacterias que colonizarán al bebé, junto a otros microorganismos. Mientras que en un parto con cesárea los primeros microorganismos provendrán de los guantes del personal sanitario y de otras zonas de la sala de parto que es imposible esterilizar por completo. Por ello, en algunos hospitales suelen restregar gasas empapadas de los flujos vaginales de la madre por la piel del bebé. Bacterias importantes como las bifidobacterias tardan más en colonizar el aparato digestivo de los bebés nacidos por cesárea que los nacidos por parto vaginal (Zhang et al., 2021). Los bebés necesitan esas bacterias para desarrollarse adecuadamente, especialmente a nivel neuronal. Estudios con ratones en los que se les cría en un ambiente libre de gérmenes han demostrado que son más ansiosos y presentan déficits cognitivos (Cryan y Dinan, 2012), tal como analizaremos luego.

Además de la transmisión en el parto, la microbiota también se puede transmitir a través de las relaciones con otras personas o animales, los alimentos o incluso por los objetos con los que el bebé está en contacto. Respecto al tema social, se ha comprobado que los bebés nacidos en familias numerosas tienen una microbiota más compleja y sana. De hecho, las personas que viven juntas tienen una mayor diversidad microbiana que las que viven solas (Sherwin et al., 2019).

Aunque años atrás se creía que el bebé comenzaba a adquirir bacterias dentro del útero de la madre, en la actualidad se duda que pasen bacterias completas de la madre al feto (De Goffau et al., 2019). No obstante, sabemos que el desarrollo prenatal está influenciado por la microbiota de la madre, pudiendo afectar la dieta, el estrés, la higiene, fumar, etc. (Sinha et al., 2023; ver figura 3).

Figura 3. Factores que pueden afectar antes y durante el embarazo (Sinha et al., 2023).

Más allá de la genética (que siempre cuenta), se han identificado una serie de factores del entorno que regularán la microbiota intestinal y serán imprescindibles para una buena salud global. El principal factor de impacto sobre la microbiota es la dieta, siendo imprescindible adecuarla a las necesidades individuales (gran reto de la medicina personalizada).

En la infancia temprana juega un papel muy relevante la lactancia materna. La leche materna contiene oligosacáridos (constituyentes de la fibra), unos hidratos de carbono complejos que favorecen el desarrollo de bifidobacterias que serán esenciales para formar la microbiota del bebé. La leche materna contiene nutrientes y factores de reconocimiento inmunitario que protegen contra las infecciones intestinales en un momento en que la microbiota tiene una baja diversidad y todavía no está preparada para defender al bebé de las infecciones. Los estudios longitudinales con niños amamantados sugieren que la lactancia materna puede beneficiar a circuitos neuronales que intervienen en el desarrollo cognitivo, social y emocional del bebé (Victora et al., 2016). La secreción de oxitocina (hormona del vínculo) en el cerebro durante el amamantamiento podría influir. Y es que la lactancia materna es mucho más que alimentar con el pecho.

Por otra parte, otros factores importantes que pueden tener un impacto en la microbiota intestinal son el ejercicio, el cual puede mejorar su composición y capacidad funcional, independientemente de la dieta, el ambiente en el que crecemos (qué importante la naturaleza), la ingesta de medicamentos, etc. En lo referente a los antibióticos, se ha comprobado que su administración a la madre antes o durante el parto modifica las bacterias que recibe el bebé (Ratsika et al., 2023).

Durante la primera fase de la vida se va generando la homeostasis intestinal necesaria para un buen funcionamiento metabólico y del sistema inmunológico. Junto a esto, la microbiota intestinal también juega un papel relevante en el desarrollo cerebral.

En el caso de la adolescencia, los hábitos alimentarios pueden suponer una gran diferencia. En muchas ocasiones, el desequilibrio nutricional puede conllevar problemas gastrointestinales. Y el estrés puede perjudicar de forma específica, tanto a su microbiota, como a su cerebro, ya que en esta importante etapa de la vida no se han desarrollado los mecanismos de regulación emocional adecuados debido a la falta de desarrollo de circuitos específicos de la corteza prefrontal.

En la adultez, un problema recurrente es el exceso de sedentarismo que, lamentablemente, va muchas veces acompañado de una nutrición inadecuada. Hoy se come mucho y muchas veces, lo que conlleva una sobrealimentación junto a la falta de nutrientes de lo que comemos. Como veremos en un apartado posterior, las alteraciones en la composición de la microbiota intestinal están asociadas con varias enfermedades crónicas, entre las que se incluyen la obesidad y las enfermedades inflamatorias.

Existen estudios que demuestran una clara asociación entre la dieta y el envejecimiento, viéndose afectados los principales grupos de bacterias del tracto intestinal. Por ejemplo, las dietas con niveles elevados de azúcar y grasas producen un sobrecrecimiento de las bacterias Firmicutes, mientras que dietas ricas en fibra (pensemos en verduras y legumbres) conllevan un incremento de la actividad de los Bacteroidetes. Existen evidencias de que nunca es demasiado tarde para mejorar nuestra microbiota, incluso en la vejez. Por ejemplo, comiendo más fibra (Koh et al., 2016) o adoptando una dieta de tipo mediterráneo, compuesta por un alto consumo de verduras, legumbres, frutas, nueces, aceite de oliva y pescado, y un bajo consumo de carnes rojas, productos lácteos, grasas saturadas y alimentos procesados, lo que conlleva un aumento de las Bacteroidetes y una disminución de las Firmicutes (Badal et al., 2020).

Una buena dieta puede mejorar nuestra microbiota y nuestra salud a todos los niveles, también en lo emocional. Aunque, por supuesto, pueden intervenir otros factores. En un interesante estudio en el que participaron 178 personas mayores (media de 78 años) que no estaban en tratamiento con antibióticos, se encontró que aquellas personas internadas en residencias y sometidas a dietas monótonas y bajas en fibra tenían una menor diversidad microbiana que aquellas que vivían en su entorno familiar, siendo más frágiles y teniendo peor salud (Claesson et al., 2012).  Más allá de la dieta, seguramente intervengan otros factores socioemocionales que, aunque influyan de forma específica en edades avanzadas, nos pueden afectar en cualquier etapa de la vida.

Conexión entre el cerebro y el intestino

El llamado eje intestino-cerebro hace referencia a la comunicación bidireccional que se ha identificado entre el sistema nervioso central y la microbiota intestinal a través de múltiples rutas neurales (mediante neurotransmisores a través del nervio vago), inmunes (con citoquinas), endocrinas (con hormonas como el cortisol) y metabólicas (por ejemplo, a través de ácidos grasos de cadena corta que algunas bacterias producen cuando consumen fibra o del metabolismo del triptófano) (ver figura 4). Por una parte, la microbiota intestinal influye en el funcionamiento cerebral y, recíprocamente, la actividad cerebral impacta en la composición y desarrollo de la microbiota.

Figura 4. La comunicación entre el intestino y el cerebro tiene lugar a través de múltiples canales: nervio vago, citoquinas, cortisol, ácidos grasos de cadena corta (SCFAs) o del metabolismo del triptófano (Cryan et al., 2012).

El tracto gastrointestinal es el único órgano interno que ha evolucionado con su propio sistema nervioso independiente: el sistema nervioso entérico. Es la red neuronal más extensa fuera del cerebro. Por ello se le conoce como el segundo cerebro.  El sistema entérico se encarga del funcionamiento básico gastrointestinal (motilidad, secreción, flujo sanguíneo) y se comunica con el cerebro (sistema nervioso central) a través de los sistemas nerviosos simpático y parasimpático. Sintetizando, podemos decir que el eje intestino-cerebro está formado por la microbiota, el sistema nervioso central, el sistema nervioso autónomo, el sistema nervioso entérico, el sistema neuroendocrino y el sistema neuroinmune.

El sistema nervioso entérico puede llegar a tener hasta cien millones de neuronas. Las células inmunitarias en los intestinos constituyen la mayor parte del sistema inmunitario de nuestro cuerpo. Y las células endocrinas intestinales son críticas para nuestra salud y bienestar debido a su abundancia y eficacia en la comunicación con el sistema nervioso (Furness, 2012).

Del cerebro al intestino

El sistema nervioso central influye y es influenciado por el sistema gastrointestinal. La mayoría de las investigaciones sobre esta conexión intestino-cerebro se han centrado en cómo las señales ascendentes del intestino y su microbioma alteran el funcionamiento cerebral. Se ha prestado menos atención a cómo las señales descendentes del sistema nervioso central alteran la función intestinal.

Utilizando un modelo animal, un estudio reciente (Levinthal y Strick, 2020) identificó vías neuronales concretas que conectan el cerebro con el estómago, unas vinculadas al sistema nervioso simpático (activación) y otras asociadas al sistema nervioso parasimpático (recuperación).

Las vías parasimpáticas conectan el estómago con la ínsula anterior, una región del cerebro que interviene en la interocepción (sentido del estado fisiológico del cuerpo) y la regulación de las emociones. También participaron zonas de la corteza prefrontal medial. Estas regiones envían, a su vez, instrucciones al intestino. Como explicaron los autores de la investigación, esto significa que nuestras intuiciones se construyen a partir de información sensorial que proviene del estómago, pero también a través de todas las influencias en la ínsula anterior, como las experiencias pasadas y el conocimiento contextual, por ejemplo. Técnicas que trabajen la conciencia corporal, como el mindfulness, pueden ayudar al sistema digestivo a través de estas vías parasimpáticas. Y, en general, las buenas estrategias que permitan mejorar las funciones ejecutivas (corteza prefrontal).

Por el contrario, las vías simpáticas del sistema nervioso central, que se activan cuando estamos estresados, conectan principalmente el estómago con la corteza motora primaria, que interviene en la ejecución del movimiento, junto a la corteza somatosensorial primaria y la corteza motora secundaria. Como también mencionan los propios autores de la investigación, cada vez es más común que los llamados trastornos gastrointestinales funcionales, generados por múltiples situaciones estresantes, sean resistentes a los tratamientos convencionales, especialmente los que son graves. Para ello podría ser útil la utilización de estimulación transcraneal no invasiva sola o combinada con terapias cognitivas, conductuales y basadas en el movimiento. Qué importante el ejercicio, el baile, etc. La actividad física es una estrategia fantástica para combatir el estrés y, por ende, para combatir la aparición de úlceras estomacales.

Del intestino al cerebro

El intestino se comunica con el cerebro a través del nervio vago, principalmente, y también de muchas terminaciones nerviosas intestinales que forman parte del sistema nervioso periférico. Las fibras del nervio vago, principal componente del sistema nervioso parasimpático, transmiten información vital desde los sistemas gastrointestinal, respiratorio y cardiovascular y proporcionan retroalimentación a las vísceras. Aunque en el nervio vago hay un predominio de fibras nerviosas aferentes (80%), aquellas que trasladan la información desde los receptores sensitivos hasta el sistema nervioso central (Bonaz et al., 2018).

La gran mayoría de las células y receptores digestivos que se codifican como sensaciones intestinales están estrechamente ligadas al cerebro a través del nervio vago. Recientemente se han descubierto un tipo de neuronas intestinales (neuropod cells) que, al igual que las células del olfato y del gusto, son capaces de extraer información sobre los nutrientes y enviar información al cerebro en milisegundos, a través del nervio vago, sobre la calidad nutricional de los alimentos (Kaelberer et al., 2020). En consecuencia, podemos decir que nuestras preferencias por las comidas tienen una base inconsciente. Estas neuropod cells detectan moléculas específicas de los nutrientes que, generando vías neuronales distintas, nos permiten diferenciarlos. Son las responsables, por ejemplo, de que los humanos y los animales prefiramos el azúcar sobre los edulcorantes teniendo ambos un sabor dulce. Incluso los ratones que carecen de receptores gustativos pueden distinguir el azúcar del edulcorante o el agua (Buchanan et al. 2022).

La evidencia de la influencia de la microbiota intestinal en la fisiología del cerebro ha surgido principalmente del estudio de roedores libres de gérmenes que muestran alteraciones en varios aspectos de su neurofisiología, desde las funciones sensoriomotoras intestinales y el vaciado gástrico, hasta la integridad de la barrera hematoencefálica y las funciones inmunes (Fülling et al. 2019). La falta de microbiota en estos ratones afectó a regiones críticas como el hipocampo (memoria), la amígdala (emociones), la corteza prefrontal (funciones ejecutivas), el hipotálamo (respuesta al estrés) o el cuerpo estriado (motivación). Y también se vieron alterados los niveles del BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro), que se incrementa con la actividad física y está asociado a procesos neuronales básicos, como la sinaptogénesis o la neurogénesis. Como consecuencia de ello, los animales sin microbiota muestran alteraciones en el comportamiento y déficits de aprendizaje (Sharvin et al., 2023; ver figura 5).

Figura 5. La ausencia total de comunicación entre la microbiota, el intestino y el cerebro puede perjudicar el funcionamiento de importantes regiones del cerebro de los mamíferos (Sharvin et al., 2023).

Si bien estas investigaciones indicaron una relación entre la microbiota, el cerebro y el comportamiento, la evidencia clara de este vínculo provino de los estudios en los que los rasgos fenotípicos de la ansiedad podían transmitirse entre cepas de animales únicamente mediante el trasplante de la microbiota intestinal (trasplantes fecales). Y no solo esto. Como mencionaremos luego, diversos estudios han relacionado la microbiota intestinal con la salud y la enfermedad. Se han observado cambios drásticos en la microbiota intestinal en pacientes con trastorno del espectro autista, esquizofrenia, depresión, enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Parkinson y esclerosis múltiple (Morais et al., 2021). Curiosamente, al transferir la microbiota intestinal de pacientes con estas enfermedades a animales libres de gérmenes, muchos de los síntomas comienzan a surgir, lo que añade un elemento causal al que muchos autores ya llaman eje microbiota-intestino-cerebro.

Disfunciones de la microbiota

Los desequilibrios intestinales están asociados a cambios en la composición de la microbiota que tienden a disminuir su diversidad. Este nuevo estado se llama disbiosis microbiana. Cuando esto ocurre, la microbiota dispone de menos recursos para reaccionar ante los patógenos.

Se ha observado disbiosis microbiana en personas con inflamaciones intestinales crónicas, obesidad o síndrome metabólico. Pero también en personas con ansiedad, depresión, autismo y hasta en enfermedades neurodegenerativas como la enfermedad de Parkinson o la de Alzheimer. En estos casos la disbiosis puede originarse en trastornos del comportamiento alimentario que afectan a la microbiota. Pero, a la vez, los desequilibrios en la microbiota pueden afectar al cerebro y provocar desordenes psicológicos y conductuales. Cuando existe disbiosis microbiana pueden darse desordenes metabólicos, inmunológicos y neuronales. E, inversamente, estos desórdenes suelen aparecer asociados a la disbiosis. Es el eje bidireccional que analizamos en el apartado anterior. ¿Cuál es la causa y cuál es el efecto? No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que el exceso de permeabilidad intestinal puede provocar muchos problemas de salud (alergias, enfermedades autoinmunes, inflamación en el intestino, etc.). En esta situación, se daña el recubrimiento intestinal permitiendo que los patógenos se difundan hasta nuestro sistema circulatorio. Como consecuencia de ello, las células inmunes provocan una inflamación sistémica.

Sabemos que el estrés es uno de los factores que incrementan más esta permeabilidad. Aunque hay que matizar que todo depende de la dosis. Es lo que se conoce como hormesis (“lo que no te mata, te hace más fuerte”). Pequeñas dosis de adversidad fisiológica pueden ser muy beneficiosas para la salud, mientras que el exceso de esa misma adversidad puede ser tremendamente perjudicial. Por ejemplo, la restricción calórica y pasar de vez en cuando hambre es bueno para la microbiota. Y lo mismo ocurre con una breve exposición al frío o sufrir un poco de sed.

Por otra parte, la mayoría de los antibióticos son de amplio espectro y eliminan a una extensa variedad de bacterias presentes en el intestino que nos protegen de otros patógenos (no todas las bacterias son malas). Algunas de ellas no se podrán recuperar, lo que es especialmente relevante en etapas iniciales de la vida en las que el desarrollo y equilibrio de la microbiota intestinal no es todavía el adecuado para hacer frente a las agresiones externas. Pensemos, por ejemplo, en la Salmonella. Cuando nuestras bacterias pueden hacer bien su trabajo, podemos combatirla y no tener síntomas. Sin embargo, los tratamientos con antibióticos pueden dañar nuestra microbiota y dejarnos indefensos frente a la Salmonella. Lo que también podría darse como consecuencia de una enfermedad o de la edad.

Volviendo a la infancia, en España se ha detectado un alto consumo de antibióticos en menores de 5 años, muchas veces prescritos en procesos no bacterianos (Pérez et al., 2023). Esto es muy preocupante porque en los primeros años de vida se están sentando las bases de un buen sistema inmunitario futuro.

Y si el uso inadecuado de los fármacos está perjudicando nuestra microbiota y, en general, nuestra salud, lo mismo podríamos decir de sustancias como los disruptores endocrinos (el bisfenol A, ftalatos, pesticidas, metales pesados, etc.) que se han asociado con una mayor incidencia de trastornos metabólicos (Gálvez-Ontiveros et al., 2020).

Cuando hablamos de microbiota tendemos a asociarla rápidamente a la alimentación y, ciertamente, es muy importante. Aunque, tal como ya hemos mencionado, la salud intestinal no solo refleja los hábitos nutricionales, sino que también se ve afectada por otros muchos factores de nuestra vida cotidiana (Hou et al., 2022; ver figura 6) en los que intervienen el entorno en el que vivimos, nuestra actitud diaria, cuánto nos movemos, cómo dormimos, qué relaciones tenemos, los medicamentos que tomamos, etc. En definitiva, lo que comemos afecta a la microbiota. Pero, también lo que hacemos, pensamos y sentimos.

Figura 6. Factores que afectan al eje microbiota-cerebro-intestino (Hou et al., 2022).

Modulación de la microbiota

Aunque no sabemos si la disbiosis microbiana es la causa de muchas de las patologías mencionadas en el apartado anterior, investigaciones recientes están demostrando la importancia de utilizar estrategias que modulen el funcionamiento y composición de la microbiota intestinal. Entre las estrategias más estudiadas están el uso de probióticos, el consumo de prebióticos y los trasplantes fecales. Nos vamos a centrar en las dos primeras. A menudo se utilizan como complemento dietético para intervenciones clínicas mediante administración oral. Se considera que la dosis adecuada y la interacción con la microbiota son factores importantes que afectan la eficacia de los probióticos y prebióticos.

Los probióticos son microorganismos (como las bifidobacterias y los lactobacilos) que podemos obtener de forma natural de los alimentos fermentados, como yogures, kimchi, chucrut, etc. Tomados en cantidades adecuadas pueden incrementar la diversidad de la microbiota intestinal. Los microorganismos comercializados como probióticos incluyen bacterias de diferentes géneros (Lactobacilos, Bifidobacterias, etc.) y levaduras (Saccharomyces, por ejemplo).

Se han obtenido beneficios en el tránsito intestinal, frente a diarreas o en el síndrome de intestino irritable, por ejemplo. El potencial uso terapéutico en otras enfermedades (obesidad, resistencia a la insulina, ansiedad, etc.) es objeto de estudio. En estudios preclínicos (con roedores, principalmente) varias cepas mejoran el metabolismo, la inmunidad, la función endocrina y retrasan el envejecimiento, asumiendo que la dieta y la propia microbiota pueden afectar al probiótico (Cunningham et al., 2021).

Quizás el efecto más intrigante de algunos probióticos sea el impacto sobre el funcionamiento cerebral. Son los denominados psicobióticos. Estos probióticos modulan de forma específica el eje intestino-cerebro, pudiendo mejorar la salud mental, incluida la ansiedad o depresión (Cryan et al., 2019). Dichas bacterias son capaces de incrementar la producción de neurotransmisores como el GABA y la serotonina, que afectan a la función cerebral a través del nervio vago.

Tanto los lactobacilos como las bifidobacterias, dos de las familias de bacterias más abundantes en nuestro colón, producen GABA, un importante neurotransmisor que tiene efectos inhibidores en el cerebro. Su disfunción está implicada en varios trastornos mentales (Ullah et al., 2023). De hecho, muchos medicamentos contra la ansiedad, como el Valium, imitan los mecanismos de señalización del GABA. La administración de ciertas bacterias probióticas puede producir efectos similares, elevando las concentraciones de GABA o sus receptores en el cerebro.  

En el colon, las especies de Streptococcus y Escherichia producen serotonina, un neurotransmisor importante en la digestión, el apetito, el sueño, el humor o el estado de ánimo, por ejemplo. Más del 90 % del total de serotonina en el cuerpo se sintetiza en células intestinales a partir del triptófano que ingerimos con los alimentos (Cryan et al., 2019).De hecho, sabemos que una dieta deficiente en triptófano (las principales fuentes son los huevos y la leche, seguidos de pescados y carnes; también abunda en los cereales integrales) reduce los niveles de serotonina en el cerebro. Asimismo, se ha identificado una pérdida de diversidad en la microbiota intestinal en personas con síntomas de ansiedad o depresión y bajos niveles de serotonina circulante. Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina son fármacos muy utilizados como antidepresivos ya que bloquean la reabsorción de la serotonina en las neuronas. Seguramente parte del éxito de estos fármacos tenga que ver con su efecto sobre la microbiota. En los últimos años se han probado psicobióticos que incrementan la producción de serotonina. Por ejemplo, el Bifidobacterium longum y el Lactobacillus bulgaricus que están presentes de forma natural en el yogur y el kéfir (Cryan et al., 2020). La esperanza es que finalmente puedan emplearse los psicobióticos con tanta facilidad como ahora se usa Prozac, para tratar la depresión, o Valium para tratar la ansiedad, pero con menos efectos secundarios.

Respecto a los prebióticos, son componentes de los alimentos no digeribles, presentes de forma natural o añadidos, que ejercen un efecto beneficioso estimulando selectivamente el crecimiento y/o la actividad de determinadas bacterias en el colon. Es la fibra que actúa como alimento para los probióticos. Por eso los encontramos en hortalizas como las endibias, alcachofas, puerros y ajos, los granos integrales, etc. Los efectos beneficiosos para la salud deben documentarse para que una sustancia se considere prebiótica (Gibson et al., 2017).

Los estudios han confirmado que la ingesta de prebióticos puede estimular el enriquecimiento selectivo de probióticos en el tracto intestinal, regulando así la respuesta inmune y previniendo patógenos. Los prebióticos más conocidos son la inulina, los fructooligosacáridos, la lactulosa y los galactooligosacáridos. Un prebiótico en fase de estudio del que se habla mucho últimamente y que parece interesante es el almidón resistente. Y se están estudiando también los prebióticos no hidratos de carbono que incluyen polifenoles, ácidos grasos y otros micronutrientes.

Debido a que los probióticos y prebióticos son baratos y fáciles de manejar, a menudo se utilizan en personas con enfermedades neurodegenerativas. La suplementación a largo plazo con leche enriquecida con Bifidobacteria y Lactobacillus fermentum tuvo un impacto positivo en la memoria y el aprendizaje en pacientes con Alzheimer (Bonfili et al., 2021).

Mejora con la microbiota en mente

A lo largo de la vida, cuanto más rica y diversa sea la microbiota, mejor resistirá las amenazas externas. La microbiota intestinal representa un ecosistema cambiante que se ve gravemente puesto a prueba por muchos factores, como una dieta desequilibrada, el estrés, el uso de antibióticos o las enfermedades.

El intenso intercambio de información entre el cerebro, el intestino y su microbiota se lleva a cabo las veinticuatro horas al día, desde el nacimiento hasta la muerte. Toda esta información coordina las funciones digestivas básicas, pero también tiene un impacto en nuestro desempeño cotidiano: en cómo nos sentimos, cómo nos relacionamos, qué decisiones tomamos, cuánto comemos… y mucho más. Entender este diálogo continuado puede orientarnos hacia una salud óptima. ¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Cómo podemos alimentar a la microbiota para que nuestra salud mejore?

El gran neurocientífico Emeran Mayer, en su fantástico libro Pensar con el estómago: Cómo la relación entre digestión y cerebro afecta a la salud y el estado de ánimo, propone lo siguiente:

-Fomentar la diversidad microbiana maximizando la ingesta regular de alimentos naturales fermentados y probióticos.

-Reducir el potencial inflamatorio de la microbiota intestinal tomando mejores decisiones nutritivas.

-Rebajar la grasa animal de la dieta.

-Evitar dentro de lo posible los alimentos procesados fabricados en serie y escoger alimentos de cultivo ecológico.

-Comer raciones más pequeñas.

-Tener en cuenta la nutrición prenatal.

-Reducir el estrés y practicar la autoconsciencia.

-Evitar comer cuando estamos estresados, enfadados o tristes.

-Disfrutar de los placeres secretos y los aspectos sociales de la comida.

-Convertirnos en expertos en escuchar lo que sentimos en las tripas.

La microbiota es solo uno de los pilares básicos de una vida saludable. Es, a la vez, causa y efecto de esta. Necesitamos cuidarnos de forma integral. Así trabaja el cerebro. Y los pilares básicos para una buena salud cerebral los conocemos. Esos pilares también son básicos para mantener una buena microbiota intestinal. Ya lo dijo Virginia Wolf: “Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien”. En definitiva, uno no puede vivir bien. Cada vez que comemos hemos de confiar en que el intestino tome las decisiones adecuadas para que sigamos viviendo.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Badal, V. D. et al. (2020). The gut microbiome, aging, and longevity: a systematic review. Nutrients12(12), 3759.

2. Bonaz, B. et al. (2018). The vagus nerve at the interface of the microbiota-gut-brain axis. Frontiers in Neuroscience12, 49.

3. Bonfili, L. et al. (2021). Microbiota modulation as preventative and therapeutic approach in Alzheimer’s disease. The FEBS Journal288(9), 2836-2855.

4. Buchanan, K. L. et al. (2022). The preference for sugar over sweetener depends on a gut sensor cell. Nature Neuroscience25(2), 191-200.

5. Claesson, M. J. et al. (2012). Gut microbiota composition correlates with diet and health in the elderly. Nature488(7410), 178-184.

6. Costello, E. K. et al. (2009). Bacterial community variation in human body habitats across space and time. Science326(5960), 1694-1697.

7. Cryan, J. F., & Dinan, T. G. (2012). Mind-altering microorganisms: the impact of the gut microbiota on brain and behaviour. Nature Reviews Neuroscience13(10), 701-712.

8. Cryan, J. F. et al. (2019). The microbiota-gut-brain axis. Physiological Reviews, 99, 1877-2013.

9. Cunningham, M. et al. (2021). Shaping the future of probiotics and prebiotics. Trends in Microbiology29(8), 667-685.

10. De Goffau, M. C. et al. (2019). Human placenta has no microbiome but can contain potential pathogens. Nature572(7769), 329-334.

11. De Vos et al. (2022). Gut microbiome and health: mechanistic insights. Gut71(5), 1020-1032.

12. Fülling, C. et al. (2019). Gut microbe to brain signaling: what happens in vagus… Neuron101(6), 998-1002.

13. Furness, J. B. (2012). The enteric nervous system and neurogastroenterology. Nature Reviews Gastroenterology & Hepatology9(5), 286-294.

14. Gálvez-Ontiveros, Y. et al. (2020). Endocrine disruptors in food: impact on gut microbiota and metabolic diseases. Nutrients12(4), 1158.

15. Gibson, G. R. et al. (2017). Expert consensus document: The International Scientific Association for Probiotics and Prebiotics (ISAPP) consensus statement on the definition and scope of prebiotics. Nature Reviews Gastroenterology & Hepatology14(8), 491-502.

16. Hou, K. et al. (2022). Microbiota in health and diseases. Signal Transduction and Targeted Therapy7(1), 135.

17. Kaelberer, M. M., Rupprecht, L. E., Liu, W. W., Weng, P., & Bohórquez, D. V. (2020). Neuropod cells: the emerging biology of gut-brain sensory transduction. Annual Review of Neuroscience43, 337-353.

18. Koh, A. et al. (2016). From dietary fiber to host physiology: short-chain fatty acids as key bacterial metabolites. Cell165(6), 1332-1345.

19. Levinthal, D. J., & Strick, P. L. (2020). Multiple areas of the cerebral cortex influence the stomach. Proceedings of the National Academy of Sciences117(23), 13078-13083.

20. Morais, L. H. et al. (2021). The gut microbiota–brain axis in behaviour and brain disorders. Nature Reviews Microbiology19(4), 241-255.

21. Pérez, D. et al. (2023). Consumo de antibióticos en pediatría de atención primaria antes y durante la pandemia de COVID-19. Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica41(9), 529-534.

22. Ratsika, A. et al. (2023). Microbiota-immune-brain interactions: A lifespan perspective. Current Opinion in Neurobiology78, 102652.

23. Sharvin, B. L. et al. (2023). Decoding the neurocircuitry of gut feelings: Region-specific microbiome-mediated brain alterations. Neurobiology of Disease179, 106033.

24. Sherwin, E. et al. (2019). Microbiota and the social brain. Science366(6465), eaar2016.

25. Sinha, T. et al. (2023). The maternal gut microbiome during pregnancy and its role in maternal and infant health. Current Opinion in Microbiology74, 102309.

26. Ullah, H. et al. (2023). The gut microbiota-brain axis in neurological disorder. Frontiers in Neuroscience17, 1225875.

27. Victora, C. G. et al. (2016). Breastfeeding in the 21st century: epidemiology, mechanisms, and lifelong effect. The Lancet387(10017), 475-490.

28. Zhang, C. et al. (2021). The effects of delivery mode on the gut microbiota and health: state of art. Frontiers in Microbiology12, 724449.

Libros de divulgación para saber más:

Mayer, E. (2017). Pensar con el estómago: Cómo la relación entre digestión y cerebro afecta a la salud y el estado de ánimo. Grijalbo.

Arponen, S. (2021). ¡Es la microbiota, idiota!: Descubre cómo tu salud depende de los billones de microorganismos que habitan en tu cuerpo. Alienta Editorial.

Cryan, J. F., Anderson, S. C., & Dinan, T. (2020). La revolución psicobiótica. RBA Libros.

Peláez, C., y Requena, T. (2017). La microbiota intestinal (Vol. 79). Los Libros de La Catarata.

Castellanos, N. (2022). Neurociencia del cuerpo: cómo el organismo esculpe el cerebro. Editorial Kairós.

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Memoria de trabajo en el aula

La memoria de trabajo establece una conexión crucial entre la cognición y la acción. Puede recoger información en múltiples niveles, de lo sensorial a lo perceptivo y también de la memoria a largo plazo.

Alan Baddeley

Imaginemos que hemos de multiplicar mentalmente los números 43 y 27. Para que este cálculo lo podamos realizar deberemos recordar los dos números, aplicar las reglas propias de la multiplicación, almacenar la información correspondiente a los productos intermedios e ir procesándola atentamente para evitar las distracciones que perjudicarían la secuencia adecuada que nos conduzca al resultado final. O pensemos, por ejemplo, en cómo le explicaríamos a una persona cómo llegar desde la estación de tren al hospital. Probablemente necesitaríamos crear alguna representación visoespacial de la zona, elaborar la mejor ruta, y transformarla en instrucciones verbales comprensibles para la otra persona. Y ella, a su vez, tendrá que realizar una tarea parecida, aunque en orden inverso, repitiéndose mentalmente la información, anotándola o confiando en su memoria a largo plazo. En ambas situaciones estamos utilizando la memoria de trabajo, una función ejecutiva básica que nos permite almacenar de forma consciente durante un breve periodo de tiempo una pequeña cantidad de información para ser utilizada en cualquier tarea cognitiva. Este sistema de mantenimiento y manipulación temporal de la información (esta mayor actividad mental la diferencia de la memoria a corto plazo) depende de la corteza prefrontal, y su capacidad, aunque limitada, se va desarrollando durante la infancia. Dado que posibilita combinar la información que nos llega del entorno a través de los órganos de los sentidos con la almacenada en la memoria a largo plazo, resulta fundamental para la reflexión y la resolución de problemas. Todo ello tiene muchas implicaciones educativas.

Componentes de la memoria de trabajo

En el modelo multicomponente de Baddeley y Hitch (Baddeley, 2021), modelo que tiene grandes ventajas porque es fácil de comprender y tiene un gran respaldo de la evidencia empírica, se representa la memoria de trabajo como un sistema jerárquico (ver figura 1; Baddeley, 2020) en el que un componente atencional de capacidad limitada (ejecutivo central) controla tres sistemas de almacenamiento temporal en los que se representa información de tipo verbal y acústica (bucle fonológico), visual y espacial (agenda visoespacial)  o episódica (búfer o retén episódico).

Figura 1

Para familiarizarnos con el modelo, analicemos un ejemplo sencillo. Por ejemplo, piensa en tu casa. ¿Cuántas puertas tiene? Tómate tu tiempo…

¿Cómo conseguiste llegar al número exacto? Probablemente, visualizaste la casa, proceso en el cual se apoya la agenda visuoespacial, después contaste verbalmente las puertas, utilizando el bucle fonológico, y, a lo largo de todo el proceso, fue necesario que el ejecutivo central seleccionase y aplicara la estrategia adecuada para responder a la pregunta planteada.

La memoria de trabajo es un sistema cognitivo de capacidad limitada que está directamente vinculado a la atención ejecutiva, el tipo de atención que puede ser controlada por nuestras propias intenciones, es decir, aquella que nos permite seleccionar la información relevante y supervisar que nuestros pensamientos y acciones estén en sintonía con nuestros objetivos (Rueda, 2021). Pensemos, por ejemplo, cuando el estudiante se centra en el proceso de resolución de un problema de forma voluntaria o sigue la explicación del profesor durante la clase a pesar de que el compañero le está molestando.

Las tareas cognitivas que evalúan la memoria de trabajo, como las tareas de span o las tareas n-back (e incluso otras de control inhibitorio o de inteligencia fluida, por ejemplo), requieren recursos atencionales. La información que es relevante para la consecución de la tarea (o cualquier otro objetivo cotidiano) se mantiene activa a través de mecanismos atencionales que posibilitan que los contenidos de la memoria de trabajo estén accesibles, protegiéndolos del desvanecimiento producido por el paso del tiempo o de la interferencia que pueda ocasionar información relevante durante la tarea que estemos realizando.

En cuanto a los componentes fonológico y visoespacial de la memoria de trabajo, son relativamente independientes. Ello implica que la memoria de trabajo puede procesar los dos tipos de información simultáneamente, por lo que combinar lo visual con lo verbal constituye una buena estrategia pedagógica para todos los estudiantes. Pensemos, por ejemplo, cuando analizamos una imagen que aparece en una diapositiva de nuestra presentación. El cerebro del estudiante procesará antes la imagen y la explicación no generará ninguna interferencia. Sin embargo, la capacidad de la memoria de trabajo colapsará rápidamente si realizamos dos o más tareas a la vez que procesen el mismo tipo de información. Eso ocurre, por ejemplo, cuando leemos un texto que aparece en una diapositiva debido a que la corteza auditiva del estudiante estará procesando lo que escucha y, a su vez, el sonido del texto a través de su habla interna. Sobrecargar de texto los PowerPoint no parece lo más adecuado para optimizar el aprendizaje (Horvath, 2014).

Por otra parte, el búfer episódico es un sistema de almacenamiento temporal pasivo capaz de mezclar información procedente del bucle fonológico, la agenda visoespacial, la memoria a largo plazo, o incluso del input perceptivo (ver figura 2; Baddeley, 2020), en un episodio coherente. Es decir, une e integra los diferentes tipos de información que nos llegan a través de los sentidos para formar los objetos y escenas que percibimos de forma coherente (color azul y forma cuadrada conforman un cuadrado azul, por ejemplo). Procesos que no requieren una gran demanda atencional, como la imagen de la escuela en la que trabajas o el sonido de la voz de tu pareja no dependen mucho de la agenda visoespacial ni del bucle fonológico, sino del búfer episódico, el nexo de unión entre el ejecutivo central y la memoria a largo plazo.

Figura 2

Memoria de trabajo en el cerebro

Las neuroimágenes han confirmado que cuando realizamos pruebas de memoria de trabajo se activa especialmente la corteza prefrontal (en concreto, la región dorsolateral, junto a otras regiones como la corteza parietal lateral y la ínsula; Lemire-Rodger et al., 2019), considerada como la sede logística de las funciones ejecutivas.

La corteza prefrontal tiene una gran conectividad con otras regiones, sobre todo cuando realizamos tareas en las que interviene la memoria de trabajo. Por ejemplo, cuando estamos buscando el restaurante en el que queremos cenar (tarea visoespacial), la corteza prefrontal recibe señales del hipocampo que nos permiten determinar donde estamos actualmente y hacia donde tenemos que ir. O cuando tenemos que responder preguntas en una entrevista de trabajo (tarea verbal), nuestra corteza prefrontal recibirá información de centros del lenguaje, como el área de Broca, para elaborar las respuestas adecuadas.

En el video siguiente se muestra la activación cortical ante un estímulo auditivo en una tarea de memoria de trabajo verbal. El participante oye una palabra (“pen”) que ha de recordar. Tras unos segundos, se le presenta una lista de palabras y tiene que decir si la palabra inicial se encuentra en esa lista. Como se ve en el video, inicialmente se activan áreas de la corteza auditiva, luego regiones frontales (como el área de Broca), se da una interacción entre zonas anteriores y posteriores del cerebro y, al final, se activan las áreas visuales.

En la figura 3 (Fuster, 2015) se desglosan las diferentes fases de activación durante la tarea.

Figura 3

Desarrollo y limitaciones

La corteza prefrontal es la región del cerebro que tarda más en completar su desarrollo (hasta pasados los veinte años no acaba de madurar). Su proceso de maduración está directamente vinculado al desarrollo de la memoria de trabajo. Como se observa en la figura 4 (Alloway y Alloway, 2014), su crecimiento más espectacular se da durante la infancia. La memoria de trabajo aumenta más en los primeros diez años de vida que en el resto de la vida. En promedio, su capacidad se incrementa de forma constante hasta los 30 años, alcanza un máximo y se estabiliza. A medida que envejecemos, la amplitud de la memoria de trabajo se irá reduciendo.

Figura 4

Porque, efectivamente, en consonancia con la naturaleza atencional del ejecutivo central, la memoria de trabajo es limitada, tanto en tiempo como en amplitud (Cowan, 2010). En lo referente a la limitación temporal, tras unos segundos, la información almacenada en la memoria de trabajo tiene que ser actualizada. Y en lo que respecta a la amplitud, solo permite almacenar simultáneamente unas pocas unidades de información, asumiendo que las capacidades cognitivas de cada persona son diferentes y que las limitaciones de la memoria de trabajo se ven afectadas por las características de la información procesada.

Pensando en el contexto del aula, algunos autores sugieren que la capacidad de la memoria de trabajo permitiría procesar 2 instrucciones entre los 5 y 6 años de edad, 3 instrucciones entre los 7 y 9 años, 4 instrucciones entre los 10 y 12 años, 5 instrucciones entre los 13 y los 15, y 6 instrucciones entre los 16 y los 29 años, que es el rango de edad en el que se alcanzaría el máximo (Alloway y Alloway, 2014). Esta información es orientativa y, por supuesto, está basada en promedios.

Vulnerabilidades

Aunque la corteza prefrontal es la región más moderna del cerebro (evolutivamente hablando), también es la más vulnerable. Dice el gran neurocientífico Robert Sapolsky (2020) que “Las neuronas frontales son células caras, y las células caras son células vulnerables. Congruente con esa idea es que el lóbulo frontal es atípicamente vulnerable a varios daños neurológicos.”

Efectivamente, sabemos que cuando el lóbulo frontal está trabajando mucho, tiene unas tasas metabólicas muy altas. Como analizamos en un artículo anterior (¿Cómo pasar del deseo a la acción? Buenos hábitos en la educación y en la vida), el autocontrol constituye un recurso limitado y las personas que regulan mejor sus vidas no son las que tienen más fuerza de voluntad, si no las que hacen lo correcto de forma menos consciente a través de buenos hábitos y automatismos. Relacionado con esto, sabemos que cuando la corteza prefrontal frontal trabaja intensamente (por ejemplo, en una tarea difícil que hace participar a la memoria de trabajo) y luego ha de intervenir en una tarea inmediatamente posterior, el rendimiento baja mucho. Y lo mismo ocurre en tareas simultáneas (Watanabe y Funahashi, 2014).

El hecho de que la memoria de trabajo tenga una capacidad limitada sugiere que, en la práctica, puede ser útil la adquisición de determinados automatismos. Así, por ejemplo, se ha demostrado que si los niños no aprenden de memoria determinadas operaciones aritméticas, como las tablas de multiplicar, tienen mayores dificultades para resolver problemas aritméticos en niveles más avanzados porque dedican los recursos de su memoria de trabajo al cálculo y no a la resolución del problema planteado, que es lo prioritario.

Por otra parte, sabemos que el estrés, la tristeza, la soledad, no dormir las horas adecuadas o una mala condición física, por ejemplo, pueden perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal, en general, y la memoria de trabajo, en particular. Por ejemplo, en un estudio se comprobó que la administración de glucocorticoides a personas sanas durante 10 días perjudicó su memoria de trabajo de forma similar a lo que se observa tras una lesión del lóbulo frontal (Young et al., 1999). Y el proceso puede amplificarse durante la infancia y la adolescencia debido a la gran reorganización cerebral que se da en estas etapas. De hecho, en una situación de estrés se pueden manifestar síntomas parecidos a los asociados al TDAH debido a la dificultad para pensar con claridad o ejercitar el adecuado autocontrol.

La calidad y la cantidad del sueño también afectan el desempeño en tareas de memoria de trabajo visual y verbal en los niños en edad escolar. La privación del sueño conlleva una reducción en el metabolismo de la glucosa en la corteza prefrontal, junto a otras regiones que también son básicas para un buen rendimiento cognitivo (Satterfield y Killgore, 2019; ver figura 5).

Figura 5

Por cierto, una fantástica estrategia para combatir el estrés, dormir mejor y mejorar el rendimiento cognitivo es el ejercicio físico, especialmente si se realiza en plena naturaleza. Un simple paseo por un entorno natural es suficiente para recargar de energía los circuitos cerebrales asociados a la fatiga mental y mejorar el desempeño en tareas en las que interviene la memoria de trabajo (Berman et al., 2008).

¿Se puede entrenar la memoria de trabajo?

Los estudios sugieren que la memoria de trabajo puede entrenarse y mejorarse a través de tareas como la n-back, en la cual hay que recordar si la posición de una figura que va apareciendo y desapareciendo en una pantalla coincide o no con su posición anterior, e incluso hay indicios de que esto podría mejorar la inteligencia fluida (Au et al., 2015). Otro ejemplo conocido con el que se han conseguido buenos resultados ejecutivos que pudieron transferirse a tareas no entrenadas es el programa Cogmed, con el que se trabaja la memoria de trabajo, durante cinco semanas, a través de tareas verbales y visoespaciales que van ajustando el grado de dificultad a cada individuo. Sin embargo, en un importante estudio longitudinal de dos años en el que participaron niñas y niños de seis y siete años con déficits de memoria de trabajo, se identificó una mejora a corto plazo en el funcionamiento cognitivo de las tareas entrenadas, aunque sin incidencia en algunas tareas académicas (Roberts et al., 2016). Las pruebas actuales que respaldan una transferencia del aprendizaje a competencias escolares (transferencia lejana), como la lectura o las matemáticas, como consecuencia del entrenamiento específico de la memoria de trabajo, no son claras. Seguramente la mejor estrategia consista en diversificar el entrenamiento cognitivo más a largo plazo, trabajando de forma global las diferentes funciones ejecutivas. Si hacemos una analogía con el entrenamiento físico, sería algo del estilo: “Si en el gimnasio entreno todo el cuerpo, será más fácil fortalecer los brazos que si únicamente hago sentadillas”.

Está claro que este tipo de entrenamiento específico es complicado de llevar a cabo en el aula (aunque, en la actualidad, lo estamos evaluando). No obstante, en la práctica sí que podemos ayudar a los estudiantes a utilizar de forma más eficiente la memoria de trabajo a través de estrategias concretas que luego analizamos.

Resultados académicos

La memoria de trabajo correlaciona de forma positiva con el rendimiento académico del estudiante e, incluso, con su inteligencia fluida, la que nos permite resolver problemas nuevos (Burgess et al., 2011).

En un estudio realizado en escuelas inglesas en el que participaron cientos de niñas y niños en la etapa de infantil (5 y 6 años) durante un periodo de 6 años, se encontró que los estudiantes con una mejor memoria de trabajo se desenvolvían mejor en tareas de lectura, escritura y matemáticas que aquellos que sus evaluaciones en los test de memoria de trabajo eran peores (ver figura 6; Gathercole y Alloway, 2008).

Figura 6

En concreto, la capacidad de la memoria de trabajo en niñas y niños de 5 años de edad fue el mejor predictor del rendimiento en lectoescritura y aritmética hasta seis años después (Alloway y Alloway, 2010). Por encima, incluso, del cociente intelectual.

Asimismo, se ha comprobado que los déficits en memoria de trabajo son comunes en estudiantes con autismo, TDAH, dislexia, discalculia, trastornos específicos del lenguaje, síndrome de Down, entre otros (Forsberg et al., 2021). ¿Qué podemos hacer al respecto?

En el aula

En el contexto general del aula, a los niños que presentan déficits en su memoria de trabajo les cuesta realizar tareas que requieren varios pasos y también pueden tener problemas para retener pequeñas cantidades de información al realizar una actividad, lo cual suele conllevar un ritmo de aprendizaje más lento y dificultades académicas relacionadas con la lectura o el cálculo matemático, por ejemplo, tal como mencionamos en el apartado anterior. En investigaciones realizadas en el contexto del aula (Gathercole y Alloway, 2008), los maestros suelen describir a los niños que puntúan bajo en los test de memoria de trabajo como estudiantes distraídos, aunque no problemáticos, incapaces de seguir las instrucciones de las tareas académicas y de acabarlas cuando existe un cierto grado de procesamiento mental. Aunque en muchas ocasiones los propios docentes no son conscientes de la complejidad de algunas de las instrucciones que dan a su alumnado (“Dejad vuestras libretas en la mesa, los lápices en el estuche y sentaos en la alfombra de la esquina”). El niño empieza la tarea, pero luego parece perder el hilo. Los mismos niños decían que olvidaban las instrucciones. Sin embargo, los maestros no solían darse cuenta de estos problemas. 

Aunque estos niños no muestran la impulsividad o hiperactividad características del TDAH, muchos de los diagnosticados con este trastorno sí que manifiestan déficits en la memoria de trabajo.

A continuación, analizamos algunos principios básicos que podemos utilizar en el aula para ayudar, especialmente, a los estudiantes que muestran déficits en la memoria de trabajo, especialmente en las etapas de Educación Infantil y Primaria (Alloway y Copello, 2013; Gathercole y Alloway, 2008).

1. Identificar déficits en la memoria de trabajo

A los estudiantes con déficits en la memoria de trabajo les cuesta recordar y actualizar la información suministrada en las tareas o en las instrucciones dadas. Por ejemplo, el niño olvida las palabras de una frase que tiene que escribir o sabe ir a la clase de una maestra concreta, pero, una vez allí, olvida lo que tenía que decirle. Como consecuencia de lo anterior, suelen cometer muchos errores en las tareas de aprendizaje y eso los lleva a abandonarlas por completo en muchas ocasiones. Asimismo, en actividades en las que se ha de seguir una secuencia concreta, los niños con déficits de memoria de trabajo pierden la noción de lo que ya han hecho, o lo que les falta por hacer, y ello les hace repetir elementos de la tarea (como contar más de una vez un objeto o escribir una palabra dos veces seguida, por ejemplo) o saltarse una parte de la misma.

Si se detecta algún signo, se deben evaluar las demandas de memoria de trabajo de la tarea (ver punto 3) para determinar si es probable que la causa sea la sobrecarga de la memoria de trabajo. Si las demandas de memoria de trabajo de la tarea son significativas, se recomienda que la actividad se repita con una carga de memoria de trabajo reducida. Esto se puede lograr mediante las estrategias mencionadas en los puntos 4, 6 y 7.

2. Observar al niño

En consonancia con lo anterior, resulta fundamental observar al niño en el desarrollo de las tareas para advertir si le producen una sobrecarga en su memoria de trabajo, por lo que es importante preguntarle sobre lo que está haciendo, o tiene intención de hacer. Incluso a edades tempranas, los niños pueden suministrar información relevante porque suelen ser conscientes de los errores que cometen vinculados a la memoria de trabajo. Cuando el niño haya olvidado información relevante, podemos repetirle las instrucciones según sus necesidades (ver punto 5), suministrarle facilitadores de la tarea (ver punto 6), dividir las tareas en bloques más pequeños o animarle a que pregunte y pida ayuda cuando lo necesite.

3. Valorar las demandas de memoria de trabajo en las tareas

Para que la intervención sea eficaz, el maestro debe poder identificar qué características de una actividad en particular, si las hay, imponen demandas importantes sobre la memoria de trabajo. Una vez que se han identificado, la actividad se puede modificar para reducir la carga de la memoria de trabajo (ver punto 4) y así aumentar las posibilidades de que se complete con éxito.

Debido a que la memoria de trabajo tiene una capacidad limitada, no se recordarán secuencias largas que excedan la capacidad del niño. Y es que muchas de las tareas académicas cotidianas sobrecargan la memoria de trabajo de los estudiantes exigiéndoles la retención de gran cantidad de información verbal, muchas veces de forma arbitraria.  Esto se da, por ejemplo, cuando les pedimos recordar secuencias largas de palabras o números, les damos instrucciones complejas o les pedimos resolver problemas con enunciados en los que existe información irrelevante que impide identificar las ideas clave. Asimismo, los contenidos irrelevantes o imprevisibles pueden imponer grandes exigencias a la memoria de trabajo, porque los niños no pueden utilizar su conocimiento existente (en otras palabras, la memoria a largo plazo) para respaldar su desempeño. Qué importante es incrementar el sentido y significado de lo que se está estudiando. O, si se quiere, es imprescindible identificar los conocimientos previos de los estudiantes y vincular los aprendizajes a situaciones cotidianas. Y también qué importantes son los buenos hábitos para combatir el estrés inadecuado (enemigo de la memoria de trabajo y de regiones críticas del cerebro, como la corteza prefrontal o el hipocampo) y para adquirir determinados automatismos (sea en aritmética, lectura, estudio, etc.) que liberan espacio en la memoria de trabajo evitando su sobrecarga.

4. Reducir la carga cognitiva de la memoria de trabajo si es necesario

Es posible que sea necesario modificar tareas académicas con antelación para que puedan adaptarse mejor a las necesidades específicas de los niños con una memoria de trabajo reducida. O que, en el transcurso de la unidad didáctica, haya que modificar alguna actividad y presentarla de forma distinta porque se han detectado sobrecargas en la memoria de trabajo de algunos niños. En la práctica, podemos evitar errores vinculados a la memoria de trabajo minimizando los objetivos de aprendizaje perseguidos en la tarea, reduciendo la cantidad de material que se ha de procesar, proporcionando esquemas claros y estructurados, incrementando la familiaridad de lo que se está estudiando, simplificando las instrucciones verbales (incluso cambiándolas por un formato visual o combinando ambos), reestructurando las tareas de forma que cada paso sea independiente o fomentando el uso de facilitadores (punto 6), entre otras estrategias.

5. Repetir con frecuencia la información importante

Repetir la información más relevante de las tareas académicas puede ser una gran ayuda para estudiantes con déficits de memoria de trabajo. Ello hace referencia tanto a las instrucciones generales de la tarea, como a las más específicas. Como las necesidades de los estudiantes son diferentes, también es importante generar un entorno de aprendizaje positivo en el que se alienta a los niños a solicitar la repetición de información importante en caso de olvido. También se ha comprobado que es muy útil agrupar a un estudiante con problemas de memoria de trabajo con otro que tenga mejor desempeño para que pueda guiarlo durante las tareas con indicaciones ocasionales.

6. Fomentar el uso de facilitadores

Existe una enorme variedad de herramientas que pueden ayudar de diferentes formas a reducir la carga de la memoria de trabajo de los estudiantes, como correctores ortográficos, calculadoras, ábacos, pósters, diccionarios personalizados, programas informáticos y muchos otros recursos. Sin embargo, muchos niños con problemas de memoria de trabajo a menudo tienen dificultades para usar tales herramientas, posiblemente debido a las dificultades iniciales en el dominio de la nueva habilidad. Por lo tanto, es recomendable que los niños tengan práctica en el uso de los facilitadores utilizados comenzando con tareas sencillas que requieren demandas menores de memoria de trabajo para, de esta forma, ir adquiriendo las habilidades básicas antes de afrontar tareas con mayor demanda cognitiva.

7. Desarrollar las estrategias personales del niño

Las estrategias de los puntos anteriores están centradas en lo que puede hacer el docente para evitar la sobrecarga de la memoria de trabajo de los estudiantes. Junto a estas estrategias, también podemos fomentar el uso de otras que pueden ir utilizando los propios niños de forma autónoma. Por ejemplo, los niños con déficit de memoria de trabajo suelen ser conscientes de cuándo han olvidado información crucial, pero a menudo no saben qué hacer en tales situaciones. Qué importante en el aula es generar climas emocionales positivos en los que los estudiantes no tienen miedo a equivocarse y tienen la confianza para pedir ayuda cuando lo necesiten. Pero más allá de esto, los niños pueden desarrollar estrategias relativamente simples que les pueden ayudar a optimizar su aprendizaje. Por ejemplo, repitiendo una cantidad limitada de información verbal (en silencio o en voz alta) que solo debe recordarse durante un periodo corto de tiempo. Asimismo, los niños que hayan adquirido un desempeño básico en lectoescritura se beneficiarán de tomar apuntes en tareas largas o que tengan varios pasos. Hay que enseñarles estrategias de planificación que les ayude a identificar las ideas más relevantes de las tareas e ir apuntándolas. Y también les ayuda subrayar, utilizar reglas mnemotécnicas en casos concretos, etc. Todo en beneficio del funcionamiento de su memoria de trabajo, que es más que una memoria explícita y consciente, es un sistema de gestión ejecutivo que tiene como objetivo guiar el comportamiento.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Alloway, T. P., Alloway, R. G. (2010). Investigating the predictive roles of working memory and IQ in academic attainment. Journal of Experimental Child Psychology, 106, 20-29.

2. Alloway, T. P., Alloway, R. G. (2014). Understanding working memory. SAGE.

3. Alloway, T., Copello, E. (2013). Working memory: the what, the why, and the how. The Australian Educational and Developmental Psychologist, 30, 105-118.

4. Au, J. et al. (2015). Improving fluid intelligence with training on working memory: a meta-analysis. Psychonomic Bulletin & Review, 22(2), 366-377.

5. Baddeley, A. (2020). La memoria de trabajo. En A. Baddley, M. W. Eysenck y M. C. Anderson (Eds), Memoria (p. 91-134). Alianza Editorial.

6. Baddeley, A.  et al. (2021). A multicomponent model of working memory. En R. H. Logie, V. Camos, y N. Cowan (Eds.), Working memory: State of the science (p. 10–43). Oxford University Press.

7. Berman, M. et al. (2008). The cognitive benefits of interacting with nature. Psychological Science, 19, 1207-1212.

8. Burgess, G. C. et al. (2011). Neural mechanisms of interference control underlie the relationship between fluid intelligence and working memory span. The Journal of Experimental Psychology: General, 140(4), 674-692.

9. Cowan, N. (2010). The magical mystery four: How is working memory capacity limited, and why? Current Directions in Psychological Science, 19, 51-57.

10. Forsberg, A. et al. (2021). The role of working memory in long-term learning: Implications for childhood development. En Psychology of Learning and Motivation, 1-45. 

11. Fuster, J. M. (2015). The Prefrontal Cortex, 5th ed. Academic Press.

12. Gathercole, S. E., y Alloway, T. P. (2008). Working memory & learning: A practical guide. Sage Press.

13. Horvath, J. C. (2014). The Neuroscience of PowerPointTM. Mind, Brain, and Education, 8(3), 137-143.

14. Lemire-Rodger, S. et al. (2019). Inhibit, switch, and update: A within-subject fMRI investigation of executive control. Neuropsychologia,132, 107134.

15. Roberts, G. et al. (2016). Academic outcomes 2 years after working memory training for children with low working memory: a randomized clinical trial. JAMA Pediatrics, 170 (5): e154568.

16. Rueda, C. (2021). Educar la atención: con cerebro. Alianza Editorial.

17. Sapolsky, R. (2020) Compórtate: La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos. Capitán Swing.

18. Satterfield B., Killgore W. (2019). Sleep loss, executive function, and decision-making. En Sleep and Health (Grandner ed.), Academic Press.

19. Watanabe y S. Funahashi (2014). Neural Mechanisms of Dual-Task Interference and Cognitive Capacity Limitation in the Prefrontal Cortex. Nature Neuroscience, 17, 601-611.

20. Young, A. et al. (1999). The Effects of Chronic Administration of Hydrocortisone on Cognitive Function in Normal Male Volunteers.  Psychopharmacology, 145, 260-266.

Las claves de la motivación académica

15 septiembre, 2021 15 comentarios

La motivación es esencial: solo aprenderemos bien si tenemos una idea clara del objetivo que queremos alcanzar y nos involucramos plenamente.

Stanislas Dehaene

No hay duda de que la motivación (etimológicamente, “lo que nos mueve a actuar”) es un producto de la emoción. Y los seres humanos tenemos una premisa motivacional fundamental: buscamos el placer y evitamos el dolor. Necesitamos sentir placer para encontrarnos bien y alcanzar bienestar.

En el contexto educativo, escuchamos con frecuencia que los estudiantes no muestran interés por las cuestiones académicas y que no están motivados. Sin embargo, sí que lo están para realizar otro tipo de tareas que les resultan más gratificantes. Como consecuencia de ello, cabe preguntarse: ¿Qué podemos hacer los docentes en el aula? ¿Cómo podemos conseguir despertar el interés de los estudiantes por el aprendizaje (motivación inicial) y mantener una implicación regular (motivación de logro)?

¿Qué ocurre en nuestro cerebro?

Nuestro cerebro posee una capacidad extraordinaria para hacer predicciones continuas sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Pensemos, por ejemplo, cuando estamos leyendo. Cuanto más nos acercamos al final de una frase, más fácilmente nuestro cerebro podrá predecir cómo acabará. Si tras los cálculos anticipatorios que realiza ocurre lo previsto, lo sucedido será considerado como poco importante y no será necesario procesar y almacenar esa información (el conocimiento implícito del proceso está ya en el cerebro). Pero a veces el resultado de nuestra acción mejora lo esperado. En ese caso, nuestro cerebro envía una serie de señales que nos permiten aprender lo acontecido (Jang et al., 2019).  Estas señales se producen en el sistema de recompensa cerebral, en el cual interviene la dopamina, un neurotransmisor ligado a la curiosidad y a la búsqueda de novedades que tiene menos que ver con la recompensa que con su anticipación y que alimenta el comportamiento dirigido hacia la consecución de un objetivo necesario para obtener la recompensa. Más que producir placer, motiva a buscarlo.

Casi todas las neuronas que producen dopamina están situadas en dos zonas del cerebro: el área tegmental ventral y la sustancia negra (Cromwell et al., 2020). Los axones que salen de esos dos grupos de neuronas forman los circuitos neuronales conocidos como vías dopaminérgicas. La vía mesolímbica se extiende desde el área tegmental ventral hasta zonas de la corteza prefrontal, el hipocampo, la amígdala y el núcleo accumbens (ver figura 1). Esas regiones son importantes para el razonamiento, la memoria, las emociones y el comportamiento, respectivamente. La vía nigroestriada comienza en la sustancia negra y se extiende hasta el cuerpo estriado dorsal, una región del cerebro que interviene en las funciones motora y espacial.

Figura 1. La red de comunicaciones formada por las neuronas productoras de dopamina en la vía mesolímbica constituye la ruta principal del sistema de recompensa cerebral (Kandel, 2019)

Este mecanismo de acción, asociado solamente a las experiencias positivas, es el que nos motiva y el que posibilita que aprendamos a lo largo de toda la vida. Los estudios han demostrado que cuando se suscita una mayor curiosidad, aumenta la activación de las regiones cerebrales cuyas neuronas sintetizan dopamina, y otras en donde se libera dicho neurotransmisor, como el núcleo accumbens, y todo ello mejora la actividad del hipocampo y facilita el aprendizaje (Gruber et al., 2014; ver figura 2). Se trata de un sistema en continuo funcionamiento desde el nacimiento, el cual ha garantizado nuestra supervivencia, es decir, los seres humanos estamos motivados desde el nacimiento. Por lo tanto, no tiene sentido preguntarse cómo motivar sino por qué algunas personas están desmotivadas ante determinadas situaciones o tareas. Asimismo, no podemos obviar que las experiencias positivas para los seres humanos se refieren principalmente a las relaciones sociales positivas. La actividad social es el refuerzo natural más potente del aprendizaje y una necesidad educativa.

Figura 2. La curiosidad activa las regiones en las que se sintetiza dopamina (Sn: sustancia negra y VTA: área tegmental ventral). Ello incrementa la activación del hipocampo (Gruber et al., 2014)

Motivación intrínseca vs. motivación extrínseca

¿Nos motivan factores externos o internos? Las motivaciones externas son las que se derivan de otras personas. Las motivaciones intrínsecas, por su parte, son las que se dan cuando nos sentimos impulsados a hacer cosas por decisiones o deseos que vienen de nosotros mismos. Es decir, podemos realizar una tarea por el simple hecho de que nos satisface en sí misma cuando la realizamos, o bien podemos realizarla para satisfacer necesidades ajenas a la tarea.

Las motivaciones intrínsecas y extrínsecas mantienen un delicado equilibrio. Deci y Ryan formularon la teoría de la autodeterminación en la que se analiza lo que motiva a las personas en ausencia de toda influencia externa. Según esta teoría (Ryan y Deci, 2017), ampliamente avalada por la investigación, las personas están motivadas para conseguir autonomía (control sobre las cosas), competencia (destreza a la hora de hacer las cosas) y conexión (reconocimiento por las cosas que hacen). Pensemos, por ejemplo, en esa persona en el trabajo que no para de decirnos cómo tenemos que realizar cualquier tarea, incluso las más sencillas. Eso puede hacernos sentir que no tenemos el control de nosotros mismos perjudicando nuestra sensación de competencia. Y algo parecido ocurre en el contexto educativo. Si los docentes nos excedemos en las explicaciones podemos llegar a inhibir la curiosidad del alumnado, lo cual se ha demostrado incluso en la infancia temprana (Bonawitz et al., 2011).

En una revisión de estudios se demostró que premiar a los estudiantes con dinero por la cantidad de libros leídos o por buenas calificaciones obtenidas no conllevó mejoras en su rendimiento académico (Fryer, 2011). Imaginemos que pedimos a nuestros alumnos que resuelvan unos puzles y a la mitad de ellos les pagamos por cada puzle resuelto. Al finalizar la tarea les dejamos solos durante un tiempo con los materiales con los que han estado trabajando. ¿Qué sucederá? Pues que es menos probable que los estudiantes que han recibido la recompensa monetaria se pongan a resolver los puzles en ese periodo de tiempo de libre elección. Parece que el hecho de que asociemos un resultado positivo con nuestros propios actos es más poderoso que si el resultado positivo viene del exterior. ¿Quién nos asegura que nos van a recompensar la próxima vez? El premio por la realización de la tarea disminuye la motivación por realizarla, mientras que se incrementa dando mayor control sobre los actos.

Este tipo de experimento que se ha replicado muchas veces con estudiantes de distintas etapas educativas demuestra que la motivación extrínseca (en este caso, a través de la recompensa monetaria) disminuye la motivación intrínseca, aquella que fluye de nuestro interior y que es la que queremos fomentar en el aula porque nos permite aprender de forma más profunda, ser más creativos y tener mayores niveles de bienestar (Ryan y Deci, 2020). La motivación extrínseca acaba socavando la motivación intrínseca y ello conlleva a nivel cerebral una disminución en la activación del cuerpo estriado y la corteza prefrontal (Murayama et al., 2010; ver figura 3).

Figura 3. La activación del cuerpo estriado disminuye entre sesiones en el grupo al que se da una recompensa monetaria por las tareas (Murayama et al., 2010)

Aunque hemos de ser flexibles en la interpretación de estos conceptos. Es cierto que la necesidad de sentirnos competentes y autónomos está asociada a la motivación intrínseca, algo que puede favorecerse cuando se nos ofrece la posibilidad de elección en las tareas. O que la motivación extrínseca conlleva conductas rutinarias, memorización y niveles menores de bienestar y que las recompensas se utilizan, frecuentemente, para controlar los comportamientos de los demás. Pero si a través de un proceso de internalización la satisfacción adquirida por la recompensa externa proviene de nuestro interior, la motivación extrínseca puede compartir varias cualidades de la motivación intrínseca. Y ahí interviene otro factor imprescindible que debemos cuidar mucho: la interacción social.

Escuchamos con frecuencia que los estudiantes no están motivados, pero lo que realmente ocurre es que no están motivados para hacer lo que nosotros queremos que hagan. Porque, en la práctica, están muy motivados para hacer múltiples tareas no académicas que les resultan muy gratificantes. La pregunta que nos planteamos es ¿cómo combatir la creciente desmotivación académica del alumnado?

Motivación en el aula

El reto que nos planteamos los docentes es el de favorecer la motivación intrínseca de nuestro alumnado, aquella que nos permite dedicar mucho tiempo a una actividad que nos apasiona, en detrimento de una motivación extrínseca, basada en premios y castigos y que resulta insuficiente para promover el aprendizaje de conductas más complejas.

Analicemos, a continuación, estrategias que nos sugieren las investigaciones, algunas de ellas directamente relacionadas, que pueden ayudar a promover la motivación de los estudiantes. En la práctica, inciden especialmente en la importancia que el estudiante atribuye al objetivo de aprendizaje (valor subjetivo) y en la estimación que hace de su propia capacidad para alcanzarlo (expectativas). Asumiendo que no existen soluciones únicas ni generalizables a todos los contextos educativos.

Objetivos de aprendizaje claros

Es imprescindible clarificar los objetivos de aprendizaje y los criterios de éxito que permitan alcanzarlos para que los estudiantes puedan entender qué han de aprender y por qué han de hacerlo, y así poder controlar sus avances. La motivación de los estudiantes aumenta cuando valoran lo que están aprendiendo, es decir, cuando sienten que el aprendizaje es interesante, importante y útil.

En un interesante estudio, se les dijo a los estudiantes que iban a presenciar una conferencia aburrida en el marco de la lección que estaban trabajando. A un grupo de ellos se les explicó cómo y por qué les ayudaría en su aprendizaje, reconociendo que la charla sería difícil. Y se les animó para que fueran persistentes ante la tarea. A otro grupo de estudiantes no se les comentó nada antes de la conferencia. Los resultados revelaron que los estudiantes que recibieron la información adicional sobre la conferencia estuvieron más motivados durante la lección, participaron un 25 % más, se sintieron más interesados por lo que estaban aprendiendo, lo valoraron como más importante y mostraron unos niveles de conocimiento superiores de la materia tras la conferencia (Jang, 2008).

La motivación de logro de los estudiantes y su motivación intrínseca están más vinculadas a las metas de competencia (“Me esfuerzo por aprender y mejorar durante el curso”, “Siempre busco oportunidades para desarrollar nuevas habilidades y adquirir nuevos conocimientos”), que no a las metas de rendimiento (“Deseo sacar buenas notas”, “Para mí es importante hacerlo bien durante el curso”) (Grant y Dweck, 2003). Por lo general, las metas de competencia tienen un mayor impacto en el aprendizaje de los estudiantes, un aprendizaje que será más profundo, duradero y transferible (Murayama y Elliot, 2011).

Conocer los intereses del alumnado

Tal como acabamos de mencionar, es muy difícil que el estudiante se interese por algo si interpreta que la tarea de aprendizaje no es útil o relevante. De ahí el valor de conocer, a través de los procesos de evaluación iniciales, cuáles son sus conocimientos previos, porque el aprendizaje es un proceso constructivista en el cual se va integrando la información novedosa en lo ya conocido. Así es como procesa la información nuestro cerebro, asociando patrones. Pero también, por supuesto, conviene conocer sus intereses personales. Cuando los contenidos que se van a trabajar tienen un enfoque multidisciplinar y son cercanos a la vida cotidiana del estudiante, es más fácil motivarlo.

Todos los estudiantes están interesados por algo y aunque a los seres humanos nos cueste reflexionar (dado el gasto energético suplementario que comporta), somos curiosos por naturaleza y ello nos predispone para el aprendizaje. Bebés de solo once meses de edad se sorprenden ante objetos o procesos que violan las leyes de la física, y dedican más tiempo a analizar situaciones inesperadas o irreales, como, por ejemplo, que una pelota atraviese una pared o se deje caer por un recipiente y salga por otro situado al lado. En estas situaciones, los bebés exploran y aprenden más de este tipo de objetos y son capaces de identificar sonidos asociados a los objetos que rompen sus expectativas más fácilmente que en el resto (Stahl y Feigenson, 2015; ver video).

Retos adecuados

El estudiante puede desmotivarse tanto si la exigencia de la tarea es elevada (se siente desbordado y ve que no progresa) como si es pequeña (la rutina puede desmotivar). Evidentemente, para que exista un reto se ha de salir de la zona de confort, y en este proceso la figura del docente como gestor del aprendizaje, que guía al alumnado y analiza sus errores cuando aparezcan, es clave. Al detectar los errores, nuestro cerebro logra corregir sus modelos del mundo y eso posibilita la adaptación y el aprendizaje.

Aunque en lugar de hablar de “ni muy difícil, ni muy fácil”, estudios recientes demuestran que deberíamos decir “ni muy difícil, ni muy aburrido». Con frecuencia, los estudiantes se embarcarán en tareas que les supongan un reto si las encuentran atractivas, quieren esforzarse por realizarlas o porque ya saben lo que conlleva conseguirlas y conocen diferentes estrategias que les ayudarán a superar las dificultades durante el proceso (Lomas et al., 2017).

Relacionado con esto, es mucho más probable que los estudiantes logren sus metas a largo plazo cuando establecen metas alcanzables a corto plazo en el proceso. A medida que completan las metas a corto plazo y experimentan el éxito al completarlas, mantienen su motivación para lograr sus metas a largo plazo (Anderman, 2020). Y qué importante resulta también el modelado, que puede influir en la autoeficacia (la confianza en las propias habilidades para realizar una determinada tarea con éxito). Bebés de solo 15 meses persisten más en una tarea después de observar a un adulto trabajando duro para poder realizarla que no cuando ven a otro alcanzar el objetivo sin esfuerzo (Leonard et al., 2017; ver figura 4).

Figura 4. Los bebés ven al adulto realizar una tarea (con esfuerzo, sin esfuerzo o sin hacer nada) que luego tienen que realizar ellos (Leonard et al., 2017)

Altas expectativas

Las expectativas del estudiante sobre su propia capacidad tienen un gran impacto sobre su aprendizaje. Pero también las expectativas del profesorado sobre la capacidad de su alumnado. Para que estas expectativas sean positivas y tengan un impacto a nivel motivacional es esencial promover climas emocionales positivos en el aula que fomenten la conocida mentalidad de crecimiento, que nos hace perseverar ante los retos. Una estrategia para ello consiste en elogiar al estudiante por su esfuerzo, y no por su capacidad, priorizando el proceso por encima del resultado, lo que contribuye a mejorar su motivación de logro y su perseverancia a la hora de afrontar tareas de mayor dificultad. Aceptando que la mejor estrategia para cumplir nuestras metas propuestas consiste en dotar al optimismo de una adecuada dosis de realismo (contraste mental), lo cual también se puede trabajar en el aula, tal como analizamos en un artículo anterior.

Un simple mensaje puede tener un potente efecto motivador. En un estudio se comprobó que el 40 % de los estudiantes a los que se les devolvió un trabajo con la anotación “Espero que estos comentarios te sirvan para el trabajo que has presentado” decidieron entregar el trabajo revisado, mientras que el 80 % de los estudiantes que recibieron el mensaje “He escrito estos comentarios porque tengo expectativas muy altas sobre ti y sé que no me defraudarás” lo revisaron (Yeager et al., 2014 b).

Todo ello incide en el autoconcepto del estudiante (cómo se ve a sí mismo como estudiante) y en su autoeficacia, creencias que están directamente vinculadas. Aunque estudios recientes sugieren que el autoconcepto es un mejor predictor de la motivación y tiene mayor impacto en la orientación académica del estudiante en la adolescencia, mientras que la autoeficacia predice mejor los resultados académicos (Van der Aar et al., 2019).

Aprendizaje activo

En el proceso de evolución académica y personal del estudiante es esencial ir fomentando su autonomía, una autonomía valiente que le permite actuar y responsabilizarse de sus actos. Para ello es necesario que participe de forma activa en el aprendizaje y que tenga la posibilidad de elección. Hemos de respetar las preguntas, intervenciones, debates suscitados o reflexiones entre estudiantes, sin prisas. Guiando este proceso, el profesorado cede parte del protagonismo al alumnado (hablando menos y escuchando más), porque en el aula aprendemos todos. Por tanto, la utilización de metodologías educativas activas, se nos antoja esencial.

Hoy más que nuca necesitamos desarrollar buenos proyectos educativos, como los ApS (aprendizaje-servicio), una estupenda forma de vincular el aprendizaje con situaciones reales y de fomentar la cooperación o el análisis crítico, entre otras muchas competencias esenciales en los tiempos actuales. En estudios en los que se les hace preguntas a los estudiantes del tipo: “¿Cómo se podría mejorar el mundo?” y se les pide que relacionen la respuesta con lo que están aprendiendo en la escuela, la reflexión sobre la contribución al bienestar ajeno impulsa su motivación hacia el aprendizaje y fomenta su autorregulación (Yeager et al., 2014). El propósito es lo que nos motiva, inspira y nos impulsa en la vida.

Estrategias lúdicas

Una forma sugerente de poner en práctica un aprendizaje activo es a través del juego. Jugando estimulamos la curiosidad y la creatividad y generamos el deseo de abrir nuevas puertas hacia el conocimiento. El juego conecta directamente con nuestra motivación intrínseca, es decir, jugamos por el placer que nos produce el hecho de jugar. A diferencia de la gamificación, en donde los juegos se proponen con un propósito al margen del juego, aunque, por supuesto, es mucho más que una simple repartición de puntos, medallas, avatares, etc.

En una revisión reciente de estudios sobre los efectos de la gamificación en la motivación se ha encontrado que estas propuestas lúdicas producen una internalización al margen de la motivación extrínseca dada por los premios, es decir, los estudiantes también realizan las tareas propuestas por el mero placer de realizarlas. Aunque las recompensas en los juegos impulsan a los jugadores a seguir jugando más allá del valor de la tarea. Asumiendo, tal como comentamos antes, que la gamificación va más allá de la satisfacción producida por los premios y puede fomentar la interacción social, la cooperación, la exploración conjunta y el entretenimiento, que tiene efectos positivos en la motivación intrínseca de los estudiantes (Alsawaier, 2017).

Evaluar para aprender

La satisfacción que produce al estudiante ver que va progresando debe ser confirmada por medio de la aplicación de criterios de evaluación claros (la utilización de rúbricas puede ayudar) que tengan en cuenta su esfuerzo y su progreso y que no se limiten al nivel de conocimientos adquirido. Cuando se asocia la evaluación a las tareas en el aula a través de proyectos, problemas, debates y muchas otras estrategias, como ocurre en la evaluación formativa, se pueden detectar las necesidades reales del alumnado y proponer soluciones para mejorar su aprendizaje. Y para que la magia del proceso no se disipe, es necesario que exista el adecuado feedback, aquel que incide en el aprendizaje promoviendo la motivación y la autorregulación. Cuando el estudiante observa una evolución positiva y encuentra satisfacción en lo que hace, su compromiso está garantizado.

Algunos de los elementos que conforman la evaluación formativa (feedback, conocimiento de los objetivos de aprendizaje, etc.) tienen un gran impacto en el aprendizaje de los estudiantes. Sin embargo, a pesar de las numerosas evidencias que demuestran lo contrario, la comparación entre estudiantes (especialmente en Secundaria), el protagonismo excesivo de las calificaciones y el uso de recompensas externas que de nuevo comparan a los estudiantes, no conducen a la mejora del aprendizaje (Hattie y Clarke, 2020).

Vínculo

Los seres humanos somos seres sociales, y las relaciones en el aula entre compañeros, o entre los estudiantes y el docente, tienen una enorme incidencia en el aprendizaje. Nuestros alumnos necesitan el reconocimiento y aprecio de los compañeros (y no sólo de los compañeros) por lo que fomentar las necesidades sociales constituye un recurso más para motivarles. Promoviendo las buenas relaciones entre compañeros se favorece el trabajo cooperativo en detrimento del competitivo. Y en plena consonancia con el desarrollo del cerebro social, resulta útil enseñar a trabajar de forma cooperativa en el aula, utilizar estrategias proactivas que prevengan la aparición de determinados problemas o realizar tutorías, tanto individuales como en grupo.

En un estudio en el que participaron 643 estudiantes de 37 clases de Secundaria de diferentes escuelas en Estados Unidos, la calidad de las relaciones entre los docentes y sus alumnos predijo los resultados académicos de los estudiantes a final de curso, especialmente en aulas con menos estudiantes (ver figura 5; Allen et al., 2013). Estas clases se caracterizaban por generar climas emocionales positivos, eran sensibles a las necesidades de los adolescentes, utilizaban estrategias de enseñanza variadas y atractivas y se centraban en el desarrollo de la metacognición de los estudiantes en la resolución de problemas. Según los autores de la investigación, involucrar emocionalmente a los estudiantes adolescentes puede ser clave para maximizar su motivación académica en el aula.

Figura 5. El vínculo emocional se da más fácil en clases con menos estudiantes y ello repercute en los resultados académicos (Allen et al., 2013)

Pasión por la educación

En un estudio reciente se ha demostrado la gran influencia que tiene la forma de comunicar el docente en el aula en la percepción del estudiante sobre la relevancia de lo que se estudia y la adopción de metas de competencia (Iaconelli y Anderman, 2021). Los autores de la investigación explican que los resultados sugieren que los docentes pueden generar entornos de aprendizaje positivos en el aula utilizando un lenguaje verbal y no verbal que manifieste una verdadera preocupación por las necesidades y aprendizaje de su alumnado. Siempre lo supimos, el profesorado es el instrumento didáctico más potente. Qué importantes son todos aquellos docentes vocacionales que inspiran y transmiten entusiasmo por lo que hacen, fomentando un aprendizaje significativo en sus estudiantes, transformando y mejorando sus vidas con mucho cerebro y más corazón. Motivados que motivan.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Allen, J. et al. (2013). Observations of effective teacher-student interactions in secondary school classrooms: predicting student achievement with the classroom assessment scoring system-secondary. School Psychology Review, 42 (1), 76-98.

2. Alsawaier, R. S. (2018). The effect of gamification on motivation and engagement. The International Journal of Information and Learning Technology, 35(1), 56-79.

3. Anderman, E. M. (2020). Sparking student motivation: The power of teachers to rekindle a love for learning. Corwin.

4. Bonawitz E. et al. (2011). The double-edged sword of pedagogy: Instruction limits spontaneous exploration and discovery. Cognition, 120 (3), 322-330.

5. Cromwell, H. C. et al. (2020). Mapping the interconnected neural systems underlying motivation and emotion: a key step toward understanding the human affectome. Neuroscience and Biobehavioral Reviews, 113, 204-226.

6. Fryer, R. G. (2011). Financial incentives and student achievement: Evidence from randomized trials. The Quarterly Journal of Economics, 126, 1755-1798.

7. Grant, H., Dweck, C. S. (2003). Clarifying achievement goals and their impact. Journal of Personality and Social Psychology, 85, 541-553.

8. Gruber M. J. et al. (2014). States of curiosity modulate hippocampus-dependent learning via the dopaminergic circuit. Neuron, 84 (2), 486-496.

9. Hattie, J., Clarke, S. (2020). Aprendizaje visible: Feedback. Ediciones Paraninfo.

10. Iaconelli, R., Anderman, E. M. (2021). Classroom goal structures and communication style: the role of teacher immediacy and relevance-making in students’ perceptions of the classroom. Social Psychology of Education, 24,37-58.

11. Jang, H. (2008). Supporting students’ motivation, engagement, and learning during an uninteresting activity. Journal of Educational Psychology, 100, 798e811.

12. Jang, A. I. et al. (2019). Positive reward prediction errors during decision-making strengthen memory encoding. Nature Human Behaviour, 3,719-732.

13. Kandel, E. (2019). La nueva biología de la mente: Qué nos dicen los trastornos cerebrales sobre nosotros mismos. Paidós.

14. Leonard, J. A., Lee, Y., Schulz, L. E. (2017). Infants make more attempts to achieve a goal when they see adults persist. Science, 357, 1290–1294.

15. Lomas, J. D. et al. (2017). “Is Difficulty Overrated?” Proceedings of the 2017 CHI Conference on Human Factors in Computing Systems – CHI’17 (New York, NY: ACM Press), 1028-1039.

16. Murayama, K., et al. (2010). Neural basis of the undermining effect of monetary reward on intrinsic motivation. PNAS, 107, 20911-20916.

17. Murayama, K., Elliot, A. J. (2011). Achievement motivation and memory: Achievement goals differentially influence immediate and delayed remember–know recognition memory. Personality and Social Psychology Bulletin, 37 (10), 1339-1348.

18. Ryan, R. M., Deci, E. L. (2017). Self-determination theory: Basic psychological needs in motivation, development, and wellness. Guilford Publications.

19. Ryan, R., Deci, E. (2020). Intrinsic and extrinsic motivation from a self-determination theory perspective: Definitions, theory, practices, and future directions. Contemporary Educational Psychology, 61.

20. Van der Aar et al. (2019). The neural correlates of academic self-concept in adolescence and the relation to making future-oriented academic choices. Trends in Neuroscience and Education, 15, 10-17.

21. Yeager, D. S. et al. (2014). Boring but important: A self-transcendent purpose for learning fosters academic self-regulation. Journal of Personality and Social Psychology, 107, 559-580.

22. Yeager, D. S. et al. (2014 b). Breaking the cycle of mistrust: Wise interventions to provide critical feedback across the racial divide. Journal of Experimental Psychology: General, 143, 804-824.

Sinergias para la mejora educativa

Los seres humanos somos reacios al cambio, pero seguimos teniendo la capacidad de cambiar.

Carol Tavris

Los días 4, 5 y 6 de marzo tuvimos la fortuna de participar en el III Congreso Internacional de Neuroeducación Sinergias para el re-encuentro. Este año el congreso tuvo que ser online e incidió, especialmente, en las sugerentes sinergias que surgen del encuentro entre saberes, una necesidad absoluta en los tiempos actuales.  

Gracias a todas las personas que lo hicisteis posible. Fueron días maravillosos en los que pudimos compartir con un montón de profesionales de distintas disciplinas con un objetivo común: la mejora educativa y social. En el siguiente artículo en Escuela con Cerebro, aprovechamos esos días de enriquecimiento, inspiración y aprendizajes continuos para analizar, desde la perspectiva neuroeducativa, algunas ideas que surgieron en los brain talks de Marina Garcés, Tracey Tokuhama-Espinosa, Mònica Alonso y Alfons Cornella. Asimismo, acompañamos las reflexiones con los fantásticos resúmenes visuales realizados, en vivo y en directo, por Lucía López, experta internacional en visual thinking.

Marina Garcés

¿Cómo queremos ser educados?

La pregunta que toda sociedad se ha hecho ha sido la de cómo educar. El problema de esta pregunta es que está asociada al punto de vista del educador, considerándose al aprendiz como un receptor de la educación al ser una acción unidireccional. Sin embargo, desde una perspectiva de reciprocidad y de implicación mutua, es preciso preguntarnos cómo queremos ser educados. Donde hay convivencia, hay aprendizaje entre todas las personas.

En el contexto del aula, sabemos que es necesario generar climas emocionales positivos que faciliten las buenas relaciones entre estudiantes y con el profesorado. De hecho, cuando esto ocurre se da una sincronización neural entre cerebros, con patrones de activación cerebral similares. Qué importante que los profesores nos convirtamos en alumnos de nuestra propia enseñanza (análisis del impacto de nuestras prácticas) y que los alumnos se conviertan en sus propios profesores (tutoría entre iguales). Sin olvidar que el feedback que los alumnos dan a sus profesores es más importante que el que los profesores les dan a ellos.

¿De qué sirve saber cuándo no sabemos cómo vivir?

Educar es aprender a vivir juntos y aprender juntos a vivir. Educar es guiar el destino de la comunidad y de cada uno de sus miembros.

En clave educativa, es necesaria la participación de toda la comunidad en la mejora de la educación. Por eso son tan importantes los proyectos ApS (aprendizaje-servicio), una propuesta educativa activa orientada a la cooperación y al altruismo que permite acercar la escuela a cuestiones socialmente significativas y vincular, así, la acción, el conocimiento y los valores. Esta educación integral que va más allá de lo cognitivo y atiende las necesidades emocionales, sociales y físicas de todos los estudiantes, está en plena consonancia con lo que proponen algunos estudios sobre la mejor forma de aprender.

Tracey Tokuhama-Espinosa

Los profesores nos tenemos que convertir en científicos del aprendizaje

La profesión docente es imprescindible para el buen funcionamiento y desarrollo de la sociedad. Pero, hoy más que nunca, es necesario conocer las prácticas educativas con mayores evidencias empíricas, las causas reales por las que funcionan y en qué contextos son útiles. Ello requiere un análisis crítico de lo que se hace en el aula y la necesaria flexibilidad para cambiar nuestras prácticas educativas (en el que caso de que no funcionen), de modo que hemos de alejarnos de la autocomplacencia y del inmovilismo asociado al “nosotros siempre lo hemos hecho así”. Cuando el aula se convierte en un “laboratorio” y los profesores pasan a ser investigadores de sus prácticas educativas, es más fácil mejorar y actualizar el currículo y las metodologías utilizadas, adaptarlos a las necesidades reales de los estudiantes y hacer de este proceso algo mucho más atractivo y motivador. Asumiendo, por supuesto, que las mejores respuestas en educación son transdisciplinares (ver figura).

Todos los estudiantes necesitan nuestro apoyo

Sabemos que el cerebro de cada uno de nosotros es único y que el ritmo de aprendizaje y de maduración cerebral es singular. Cada estudiante tiene sus capacidades, fortalezas, intereses, motivaciones y conocimientos previos, todo lo cual se ha de considerar a fin de atender de forma adecuada la diversidad en el aula. Sin embargo, muchas veces la identificación de determinados déficits en el aprendizaje (también fortalezas) va acompañada de etiquetas o estereotipos que chocan con lo que sabemos hoy día sobre nuestro cerebro plástico y que dañan gravemente las creencias del alumnado sobre su propia capacidad. Las bases de datos de los escáneres cerebrales revelan que la noción de cerebro típico o normal es un mito, porque lo que realmente predomina es todo tipo de anomalías funcionales y estructurales. Estos estudios sugieren que la excepcionalidad es la norma y que los estudiantes considerados con capacidades y necesidades especiales, lejos de constituir un pequeño porcentaje dentro del grupo, son todo lo contrario, a diferencia de lo que se ha sostenido tradicionalmente.

La educación ha cambiado para siempre

El COVID-19 lo ha transformado todo, también la educación. Las enseñanzas son claras: hemos de aprender más sobre el cerebro y también más sobre tecnología.

Las revisiones recientes nos demuestran que la educación presencial es la que tiene un mayor impacto en el aprendizaje, aunque también se pueden realizar buenas prácticas en los entornos online si la formación y expectativas del profesorado son las adecuadas. Así, por ejemplo, podemos utilizar estrategias de aprendizaje activo que fomenten la cooperación, actividades asíncronas que estimulan la reflexión (aula invertida), tareas síncronas que favorecen el vínculo (sesión en Zoom) o existen herramientas digitales potentes que fomentan la metacognición y suministran un buen feedback (sistemas de tutoría inteligentes). En general, parece que es muy importante para los docentes en un entorno online hablar menos, escuchar más y plantear la siguiente pregunta al estudiante: ¿Qué necesitas de mí para tener éxito?

Mònica Alonso

La naturaleza estimula la creatividad

Vivimos en una época de incertidumbre y cambio permanente que requiere que utilicemos todos nuestros recursos creativos para poder transformar y adaptar la escuela del siglo XXI a las necesidades actuales. Una forma de fomentar la creatividad en la escuela es acercándonos a los entornos naturales. La naturaleza genera gran curiosidad ayudando mucho en el proceso de descubrimiento personal y en la aparición de ideas creativas. Se puede educar fuera del contexto clásico del aula, sea el parque, el bosque…, en definitiva, en cualquier espacio verde, despertando la imaginación, especialmente en la infancia. Todo esto está en consonancia con el proceso evolutivo de nuestra especie. Efectivamente, los seres humanos hemos aprendido en contacto con la naturaleza, está en nuestro ADN.

Los errores marcan el camino hacia el aprendizaje

La corrección constante hace menguar la autoestima de la persona, especialmente en la infancia. El ensayo y error es un proceso de aprendizaje potente muy ligado a la creatividad. Preguntarle al estudiante sobre el proceso que ha seguido en una determinada tarea es mucho más importante que hacerle saber que cometió el error corrigiéndoselo inmediatamente. En la práctica, para que los estudiantes puedan considerar los errores como una herramienta relevante hay que brindarles un entorno seguro. Cuando perciben que la clase es un entorno permisivo con el error se esfuerzan más.

Alfons Cornella

En un mundo con máquinas inteligentes nuestra mejor opción es ser humanos

En los tiempos de la inteligencia artificial tenemos que plantearos qué podemos aportar los humanos que una máquina no pueda aportar, lo cual tiene una gran relevancia en la educación presente y de un futuro cercano. Hay algunas características esenciales que nos diferencian de las máquinas. Por ejemplo, los seres humanos somos imaginativos, analizamos con espíritu crítico, nos gusta experimentar (o jugar), hacer (especialmente con las manos), somos sociales y también conscientes de lo que hacemos. En consonancia con lo anterior, hay muchas escuelas que están apostando con éxito por la experiencia maker en las aulas. Y otras se centran en el trabajo de competencias socioemocionales básicas en los tiempos actuales. La clave está en vincular el aprendizaje a la vida cotidiana identificando las necesidades del contexto educativo concreto.

Menos respuestas y más preguntas

En un mundo de máquinas enseñar a pensar es más necesario que nunca. De hecho, los humanos somos seres curiosos que siempre estamos haciéndonos preguntas.

En clave educativa, los estudios han identificado la importancia de que el estudiante se plantee preguntas durante las tareas de aprendizaje que le permitan explicarse y reflexionar sobre lo que está haciendo, lo que en definitiva son maneras de implicarse en el aprendizaje y de fomentar su metacognición. Los buenos docentes hacen más preguntas y fomentan un aprendizaje más profundo. Por ejemplo: “¿Qué quieres decir con eso?”, “¿Por qué crees que eso es así?”, “¿Puedes dar un ejemplo de dónde ocurre eso?”, “¿Puedes explicar cómo resolviste la tarea?”, “¿Cuál es la evidencia que apoya esa sugerencia?”, etc. En general, las buenas preguntas son preguntas abiertas que invitan a la reflexión, estimulan un pensamiento más complejo, proponen ideas importantes y sugieren nuevas preguntas.

Involucra, inspira y empodera

Los buenos proyectos educativos fomentan un aprendizaje activo, estimulan la curiosidad y empoderan a nuestro alumnado. Y para que cada estudiante pueda aprender con todo su potencial es imprescindible la figura del buen docente, una persona vocacional y entusiasta que conoce, reflexiona, inspira, fomenta la autonomía, propone retos adecuados, asume el error, estimula la creatividad y, por encima de todo, mira con afecto al estudiante.

Como dijimos el año anterior: ¡no hay excusas! El proceso de transformación siempre parte de uno mismo. Nuevos tiempos, nuevas ilusiones y nuevas necesidades educativas. La pandemia nos ha confirmado que somos flexibles, resilientes y sociales. Pero también que nos necesitamos. Aprovechemos las sinergias. Estudiantes, docentes, familias, científicos…, todos juntos para hacer progresar la neuroeducación y su aplicación práctica en la escuela y en la vida. Nos vemos el próximo curso en el IV Congreso Internacional de Neuroeducación, mejorando siempre lo presente con mucho cerebro y más corazón.

Jesús C. Guillén

Los cuatro pilares del bienestar: transformando mentes para transformar la educación

16 septiembre, 2020 12 comentarios

Calmar nuestras mentes y abrir nuestros corazones no solo es bueno para nosotros, sino que realmente puede beneficiar a todos los que nos rodean.

Richard Davidson

Explica el prestigioso neurocientífico Richard Davidson cómo un encuentro con el Dalai Lama cambió el foco de sus investigaciones. Tras muchos años estudiando los correlatos neurales de la ansiedad, el estrés o el miedo, pasó a estudiar el impacto sobre la salud mental y cerebral de la bondad, la gratitud o la compasión, algo que parecía tremendamente difícil en sus inicios. Pero el cambio fue posible. Y es que como decía Santiago Ramón y Cajal, si nos lo proponemos, podemos ser los escultores de nuestro propio cerebro. ¡Dichosa neuroplasticidad!

Basándonos en las investigaciones de Davidson, padre de la neurociencia contemplativa, en este nuevo artículo en Escuela con Cerebro  analizamos los cuatro pilares críticos identificados para promover el bienestar y una buena salud mental (se comentan en la charla TED compartida y son la base del programa Healthy Minds) que, además, tienen muchas implicaciones educativas. Como siempre decimos, nuestro sistema educativo puede (y debe) ayudar a desarrollar en las niñas y niños habilidades que son básicas para el logro de una vida plena.

Plasticidad del bienestar

Desde el nacimiento, mostramos una forma recurrente de reaccionar a las experiencias cotidianas que tienen un significado afectivo personal. Estos perfiles o estilos emocionales que nos caracterizan son la base de nuestra vida emocional y las dimensiones que los conforman (resiliencia, actitud, intuición social, autoconciencia, sensibilidad al contexto y atención) tienen sustratos cerebrales específicos. Así, por ejemplo, las personas más resilientes muestran una mayor activación de la corteza prefrontal izquierda ante la adversidad y unas mejores conexiones entre la corteza prefrontal y la amígdala; las personas con mayor intuición social muestran una elevada activación del giro fusiforme y una actividad entre moderada y baja en la amígdala, y una mayor activación de la ínsula está asociada a una mayor autoconciencia emocional (Davidson y Begley, 2012).

Nuestro perfil emocional se ha ido conformando a través de los genes heredados y de las experiencias vividas, siendo especialmente importantes las de la infancia temprana. Eso hace que permanezca bastante estable a lo largo del tiempo. Pero, aun así, podemos cambiar ese estilo emocional que nos caracteriza promoviendo un mayor bienestar. Independientemente de que no exista un estilo emocional ideal, en ocasiones podemos desear el cambio porque algunas características de ese perfil pueden perjudicar nuestra vida personal o profesional.

Las mejores evidencias sobre la capacidad de transformar nuestros estilos emocionales provienen de los estudios sobre las prácticas meditativas, con un impacto positivo a diferentes niveles. Por ejemplo, en la estructura y función del cerebro, en el sistema inmunitario o en la regulación epigenética, tal como veremos a continuación. Hay cuatro temas importantes vinculados a estas investigaciones:

Neuroplasticidad

Nuestro cerebro está reorganizándose continuamente en los niveles funcional y estructural. Estos cambios continuos son los que posibilitan que todo en la vida sea aprendizaje. Y pueden darse en periodos cortos de tiempo. Por ejemplo, los participantes de un entrenamiento basado en la compasión fortalecieron en solo 7 horas de práctica (media hora por día durante dos semanas), un circuito importante para la cognición social y la regulación emocional que conecta la corteza prefrontal dorsolateral y el núcleo accumbens del sistema de recompensa cerebral, a diferencia de los que participaron en un entrenamiento de terapia cognitiva (Weng et al., 2013; ver figura 1).

Figura 1. Un entrenamiento en compasión de solo 7 horas mejoró la conectividad entre el núcleo accumbens (en verde) y la corteza prefrontal dorsolateral (en rojo) que es muy importante para ciertos tipos de emociones positivas (Weng et al., 2013).

Epigenética

Nacemos con una serie concreta de genes, pero nuestro estilo de vida puede condicionar el modo en el que se expresan esos genes, activándolos o desactivándolos. La plasticidad no solo se da en el cerebro sino también en los genes. Por ejemplo, una sesión intensiva de meditación de 8 horas en un solo día afecta a la expresión de genes importantes que intervienen en el sistema inmunitario y ello va acompañado de cambios epigenéticos en sus células (Chaix et al., 2020).

Ya hace unos años se demostró, en experimentos con ratas, que el cuidado de la madre hacia las crías alteraba la activación y desactivación de un gen vinculado a la respuesta al estrés del cerebro. De esta forma, las crías mejor cuidadas se convertían a su vez en madres más preocupadas. Tenían menores niveles de glucocorticoides, eran menos ansiosas, más sanas y aprendían con mayor facilidad (Weaver et al., 2004). Y estos efectos perduraban en dos generaciones. En los humanos, hoy sabemos que los malos tratos en la infancia provocan cambios epigenéticos en decenas de genes del hipocampo, región imprescindible para el aprendizaje (McGowan et al., 2009). El estrés inicial en la vida perjudica enormemente el desarrollo cerebral y tiene efectos adversos sobre el autocontrol, la empatía, la cognición, etc.

Conexión mente-cerebro y cuerpo

Los buenos hábitos mentales inciden positivamente en nuestro bienestar psicológico, pero también en nuestra fisiología. Los estudios epidemiológicos demuestran que las personas con niveles más altos de emociones positivas presentan mejores medidas en marcadores biológicos que son importantes para la salud, como el ritmo cardiaco, los niveles de cortisol o los de proteínas del plasma sanguíneo que se consideran marcadores generales de la inflamación (Steptoe et al., 2005). Y, por supuesto, lo contrario también se da, algo que se ha constatado en la actual época de pandemia del COVID-19. En promedio, las personas que realizan mayor actividad física manifiestan una mejor salud mental y bienestar (Faulkner et al., 2020).

El aprendizaje requiere práctica

Existen muchas investigaciones que muestran la capacidad de comprensión social innata de que gozamos los humanos. Por ejemplo, cuando bebés de entre seis y diez meses observan a un círculo con ojos que intenta subir por una pendiente, y mientras lo hace es ayudado por un triángulo y obstaculizado por un cuadrado, si tienen que elegir una figura o la otra, se decantan por el triángulo altruista (Hamlin et al., 2007; ver figura 2).  Pero este tipo de habilidades son frágiles y tienen que cultivarse para no perderse. Podríamos decir que, con la bondad, elemento crítico para un cerebro sano, pasa algo parecido a lo que ocurre con el lenguaje. Existen predisposiciones genéticas que han de desarrollarse con la práctica adecuada. O si se quiere, hay que considerar el bienestar como una habilidad.

Figura 2. Los bebés prefieren el triángulo altruista respecto al cuadrado que obstaculiza la subida al círculo (Hamlin et al., 2007).

Los cuatro pilares del bienestar

Asumiendo todo lo explicado anteriormente, el grupo de Davidson ha identificado cuatro pilares básicos del bienestar que están relacionados directamente con la atención, las relaciones con los demás, el diálogo interno y el sentido y significado que le damos a nuestra vida. Estos pilares pueden entrenarse, especialmente, a través de prácticas meditativas concretas y otras formas de entrenamiento mental (Dahl y Davidson, 2019). En el caso de la meditación, se ha comprobado que cada práctica concreta tiene una incidencia específica en algún dominio y tiene sus propios correlatos neurales. Así, por ejemplo, la técnica del escáner corporal vinculada al mindfulness puede beneficiar a la atención, la autoobservación a la metacognición y el cultivo de la bondad a la compasión (Tratwein et al., 2020).

Conciencia (Atención)

La conciencia es la capacidad que nos permite conectarnos con nuestra experiencia actual, centrando la atención y evitando distracciones, lo cual es complicado en la era digital actual en la que existe una enorme cantidad de estímulos de todo tipo que «invitan» a nuestro cerebro a que se vuelva adicto a ellos.

Por una parte, nos cuesta estar inactivos. En un sugerente estudio, se pedía a los participantes, todos ellos adultos, que estuvieran entre seis y quince minutos en una habitación con pocos estímulos y sin elementos distractores como móviles, bolígrafos, etc. Pues bien, quedarse a solas con sus propios pensamientos resultó tan desagradable para muchos de ellos que prefirieron administrarse unas descargas eléctricas antes que repetir la experiencia. Es decir, necesitaban hacer algo, aunque fuera negativo, antes que no hacer nada (Wilson et al., 2014).

Por otra parte, lo importante no es hacer cualquier tarea cotidiana por el hecho de estar activos, sino hacerla manteniendo la atención consciente en la misma. En otro interesante estudio los investigadores crearon una aplicación para móvil con la que realizaron una encuesta a 5000 adultos de diferentes países del mundo. Cuando los participantes eran contactados tenían que responder inmediatamente qué hacían, si estaban concentrados en la tarea y cómo se sentían. Descubrieron que el 46,9 % de las personas consultadas estaban pensando en otras cosas mientras efectuaban las más diversas tareas. Pero no solo eso, las personas distraídas reportaban un peor estado de ánimo, es decir, tal como titularon los autores el artículo, una mente distraída es una mente infeliz (Killingsworth y Gilbert, 2010; ver figura 3).

Figura 3. Las medidas en la escala de felicidad eran menores cuando los participantes estaban distraídos al realizar sus tareas cotidianas (Killingsworth y Gilbert, 2010).

¿Y qué podemos hacer al respecto? Diversos estudios demuestran que el mindfulness puede disminuir nuestra tendencia a querer y desear cosas que no tenemos y mejorar la capacidad de concentración en niños y adolescentes (Dunning et al., 2019).  Una técnica muy conocida para entrenar la atención es la de concentrarnos en la respiración, tomando conciencia de los ciclos de inspiración y expiración, y volviéndonos a concentrar en la respiración cuando la mente divague. Por cierto, relacionado con el silencio necesario para desarrollar este tipo de técnicas, en un experimento con ratones, aquellos que estuvieron dos horas diarias en un entorno de silencio desarrollaron una mayor neurogénesis en el hipocampo (Kirste et al., 2015).

La confluencia de la concentración y el autocontrol constituyen la atención ejecutiva, que es fundamental en el aprendizaje. Trabajar desde la infancia temprana el para, piensa y actúa, esencia de la autorregulación, resulta fundamental. Ello requiere práctica, tranquilidad y tiempo.

Conexión (Relaciones con los demás)

La conexión hace referencia a las cualidades que posibilitan relaciones interpersonales armoniosas. La bondad, la compasión o la gratitud son habilidades que no solo se pueden aprender, sino que también pueden hacernos sentir bien. Todo ello es importante para nuestro cerebro social. La soledad (o, mejor dicho, el sentimiento de soledad) es un indicador muy alto de mortalidad prematura. Lamentablemente, en los tiempos actuales de hiperconectividad digital, muchas personas se sienten solas, lo cual tiende a incrementar las hormonas del estrés perjudicando la salud mental y física. Estudios recientes demuestran que la soledad no deseada está asociada a un mayor riesgo de padecer demencia (Rafnsson et al., 2020).

A nivel cerebral, existe un correlato neural entre el dolor físico y el dolor provocado por la exclusión social (activación de la ínsula, la corteza cingulada anterior o la amígdala y, tras una demora, se activa la corteza prefrontal ventrolateral derecha aportando regulación; Eisenberger et al., 2003; ver figura 4). Este proceso se amplifica en el caso de los adolescentes (la corteza prefrontal ventrolateral se activa poco), es decir, el rechazo duele mucho más en esta importante etapa de la vida.

Figura 4. La exclusión social duele en el cerebro. Se activa más la corteza cingulada anterior (percepción del dolor) y menos la corteza prefrontal ventrolateral para racionalizar y regular la situación (Eisenberger et al., 2003).

En la infancia o en la adolescencia hay muchos factores que pueden contribuir al sentimiento de soledad, tanto dentro de la escuela (dificultad para hacer amistades, rechazo de los compañeros, etc.) como fuera de ella (conflictos familiares, duelo, pérdida de un amigo, cambio de escuela, etc.) que requieren una observación cuidadosa por parte del profesorado. Cuántas niñas y niños de alto riesgo han acabado imprimiendo un nuevo rumbo a su vida como consecuencia del encuentro con un docente bondadoso que se preocupó de forma sincera y desinteresada por su situación. Por ello es muy importante promover el afecto y la compasión en las escuelas, algo que incluso olvidan algunos programas de educación emocional. No es suficiente saber cómo piensan o sienten los demás (empatía), sino que necesitamos preocuparnos por ellos y estar dispuestos a ayudarles (compasión), lo cual se puede aprender.

Lo anterior nos sugiere la necesidad, en todos los niveles educativos, de desarrollar buenos proyectos de aprendizaje-servicio. Y cuando veas a tu alumno o a tu hijo de mal humor, una buena estrategia es pedirle que vaya a ayudar a alguien. Esto nos lleva a la gratitud, que está vinculada a un montón de beneficios (por ejemplo, ayuda a reducir las conductas antisociales, protege contra el estrés, promueve la salud física y mental, mejora las relaciones y genera resiliencia a lo largo de la vida; Bono y Senders, 2018) y que tiene un aspecto socializador que la hace muy potente. Un ejemplo de ello que puede aportar un gran incremento de bienestar en largos periodos de tiempo lo constituye el ejercicio de la visita de agradecimiento, en el que se pide a los participantes que escriban y entreguen en persona una carta de agradecimiento a alguien que se mostró amable con ellos, pero que nunca se agradeció como es debido. Otra estrategia también muy beneficiosa a largo plazo consiste en pedir a los estudiantes que lleven a cabo cinco buenas obras a la semana durante seis meses (Layous et al., 2017).

Percepción (Habla interna)

La percepción está vinculada a la comprensión profunda de cómo funciona nuestra mente. En particular, esta comprensión se aplica a nuestros pensamientos y emociones, y cómo nuestras creencias y expectativas dan forma a nuestra experiencia. Una mente sana implica una relación adecuada con esos pensamientos que conforman nuestro diálogo interno. Las formas de pensamiento demasiado rígidas pueden ser un signo de disfunción de la salud mental. Por ejemplo, las ideas negativas sobre uno mismo pueden hacernos creer que nos definen. Y ese es el camino directo a la depresión que, lamentablemente, se ha incrementado en los últimos años en todas las edades, con el incremento más significado en la adolescencia (Blue Cross Blue Shield Association, 2018; ver figura 5). Y lo mismo ocurre con la tasa de suicidios en esa importante etapa educativa (Curtin, 2020).

Figura 5. Entre el 2013 y el 2016 el mayor incremento de diagnóstico de depresión en USA se ha dado en la adolescencia (Blue Cross Blue Shield Association, 2018).

Las habilidades prácticas que fomentan la percepción (como el autoconocimiento o la mirada amable hacia uno mismo)  nos ayudan a aflojar creencias rígidas y formar un sentido flexible de nosotros mismos que puede adaptarse a las circunstancias cambiantes. Este sentido fluido de uno mismo, a su vez, promueve un bienestar duradero al aumentar la resiliencia e impulsar la comprensión transformadora sobre la naturaleza de la mente, las relaciones y la experiencia. Por ejemplo, a través de las técnicas de respiración propias del mindfulness, podemos ir debilitando la cadena de asociaciones que nos hace estar obsesionados sobre una determinada adversidad e ir remitiendo esa obsesión. Los estudios demuestran lo importante que es la respiración en el proceso de relajación. Mediante su control y ralentización, se activa el sistema nervioso parasimpático, a través de la estimulación del nervio vago, ejerciéndose una acción tranquilizadora en nuestra fisiología. A largo plazo, las sesiones de respiración profunda conllevan una disminución de los niveles de cortisol, presión arterial y frecuencia cardíaca (Mason et al., 2013).

También puede ser útil la reevaluación cognitiva, técnica que nos hace cuestionarnos los pensamientos para redefinir las causas de nuestro propio comportamiento. De esta forma, nos puede ayudar a redefinir la adversidad creyendo que no es tan duradera como podría ser. Por ejemplo, en lugar de pensar un error en nuestro trabajo como algo consistente y representativo de lo que hacemos, pasamos a interpretarlo como algo normal en cualquier persona o porque cualquiera puede tener un mal día. Este tipo de estrategias se pueden adaptar y enseñar desde la infancia.

Propósito (Misión)

El propósito es lo que nos motiva, inspira y nos impulsa en la vida. ¿Cuál es mi misión en la vida? ¿Qué me hace feliz? Pensar en estas cuestiones nos puede ayudar a amanecer con renovadas energías tras la tormenta de un día estresante o desagradable.

Más allá de la edad o de las circunstancias que nos toca vivir, cultivar un sentido profundo de propósito y significado en la vida tiene beneficios de gran alcance, incluso para nuestro bienestar físico y mental. Y, entre las personas mayores, constituye el predictor de longevidad más importante en los años siguientes (Alimujiang et al., 2019; ver figura 6).

Figura 6. Las personas que dotan de mayor sentido a su vida viven, en promedio, más años (Alimujiang et al., 2019).

Una de las más fascinantes investigaciones en las que se estudió el vínculo entre la felicidad, la salud y la longevidad es el estudio longitudinal de las monjas de Notre Dame (Snowdon, 2011; ver video). Las monjas que en su juventud manifestaron más emociones positivas y una mejor actitud ante la vida, vivieron un promedio de diez años más que las que manifestaron actitudes menos positivas, e incrementaron su reserva cognitiva. El análisis de sus cerebros reveló que algunas de estas monjas desarrollaron la enfermedad de Alzheimer, con sus depósitos de beta-amiloide y proteína tau característicos, pero no manifestaron síntomas de la misma. Y tal como ya hemos comentado, qué importante que el propósito personal trascienda, es decir, los planes vitales orientados a ayudar a otras personas tienen un impacto más beneficioso sobre la salud que los dirigidos a uno mismo. Y puede ser ejemplo de ello un simple acto cotidiano. Por ejemplo, en un estudio de hace unos años publicado en Science, se les dio a los participantes 5 $ o 20 $. A la mitad se les dijo que lo gastaran en ellos mismos ese mismo día y a la otra mitad que lo invirtieran en otra persona (en un amigo en una donación caritativa, por ejemplo). Los informes sobre el bienestar de los participantes al inicio y al final del día demostraron que gastar el dinero en uno mismo, independientemente de la cantidad, no incrementaba la felicidad. Solo gastarlo en otra persona lo lograba (Dunn et al., 2008)

En la práctica

El grupo de investigación de Richard Davidson ha desarrollado el programa Kindness Curriculum, un programa basado en el mindfulness para aplicarse ya en la etapa de infantil y que pretende mejorar la atención, la regulación emocional y fomentar la bondad o la compasión.

Se realizó una investigación para valorar la eficacia del programa en el que participaron niñas y niños de 4 y 5 años de edad durante 12 semanas. Aquellos que participaron en el programa mostraron grandes mejoras en competencias interpersonales y mejores resultados en actividades relacionadas con el aprendizaje, la salud o el desarrollo socioemocional al final del curso escolar. Incluso se comprobó una incidencia positiva del programa en la flexibilidad cognitiva o el aplazamiento de la recompensa de los participantes y una mejora considerable en empatía y comportamientos altruistas, a diferencia de los integrantes del grupo de control que mostraron actitudes más egoístas durante el curso (Flook et al., 2015; ver figura 7). Todo ello sugiere la necesidad de comenzar este tipo de entrenamiento mental a edades tempranas.

Figura 7. Las niñas y niños que formaron parte del programa Kindness Curriculum obtuvieron mejores resultados en competencias asociadas al aprendizaje, la salud y la educación socioemocional (Flook et al., 2015).

Desde la perspectiva educativa, todo lo analizado hasta hora tiene muchas implicaciones importantes. Con la práctica adecuada, todos podemos mejorar.  Y centrarnos en las fortalezas no significa que no hagamos caso a nuestras debilidades, sino que las abordamos desde una nueva perspectiva. La atención hacia lo negativo nos ha ayudado a sobrevivir, mientras el foco hacia lo positivo nos ayuda a prosperar y este crecimiento no tiene sentido sin los demás. Como explica el Dalai Lama en su diálogo con Howard Cutler en el libro The art of hapiness: “El entrenamiento sistemático de la mente –el cultivo de la felicidad, la genuina transformación interna mediante la atención hacia los estados mentales positivos y el rechazo de los negativos– es posible debido a la propia estructura y la función del cerebro… Pero el cableado de nuestro cerebro no es estático, ni está fijado de modo irrevocable. Nuestros cerebros también son adaptables”. Hoy más que nunca, el cambio, la adaptación y la mejora son posibles. No somos responsables de los problemas que nos surgen, pero sí de cómo los afrontamos.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Alimujiang, A, et al. (2019). Association between life purpose and mortality among US adults older than 50 years.  JAMA Network Open 2(5): e194270.

2. Bono, G., Sender, J. T. (2018). How gratitude connects humans to the best in themselves and in others. Research in Human Development, 15, 224-237.

3. Chaix, R. et al. (2020). Differential DNA methylation in experienced meditators after an intensive day of mindfulness-based practice: implications for immune-related pathways. Brain, Behavior, and Immunity, 84, 36-44.

4. Curtin S. C. (2020). State suicide rates among adolescents and young adults aged 10-24: United States, 2000–2018. National Vital Statistics Reports, 69 (11).

5. Dahl, C. J., Davidson, R. J. (2019). Mindfulness and the contemplative life: pathways to connection, insight, and purpose. Current Opinion in Psychology, 28, 60–64.

6. Davidson, R., Begley, S. (2012). El perfil emocional de tu cerebro. Barcelona: Destino.

7. Dunn, E. et al. (2008). Spending money on others promotes happiness. Science, 319, 1687-1688.

8. Dunning D. L. et al. (2019). Research review: the effects of mindfulness-based interventions on cognition and mental health in children and adolescents – a meta-analysis of randomized controlled trials. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 60:3, 244-258.

9. Eisenberger, N.L. et al. (2003). Does rejection hurt? An fMRI study of social exclusion. Science, 302, 290-292.

10. Faulkner J. et al. (2020). Physical activity, mental health and well-being of adults during early COVID-19 containment strategies: A multi-country cross-sectional analysis. MedRxiv 2020.07.15.20153791.

11. Flook L. et al. (2015). Promoting prosocial behavior and self-regulatory skills in preschool children through a mindfulness-based Kindness Curriculum. Developmental Psychology, 51(1), 44-51.

12. Hamlin, J. K. et al. (2007). Social evaluation by preverbal infants. Nature, 450, 557-559.

13. Killingsworth, M., Gilbert, D. (2010). A wandering mind is an unhappy mind. Science, 330, 932.

14. Kirste, I. et al. (2015). Is silence golden? Effects of auditory stimuli and their absence on adult hippocampal neurogenesis. Brain Structure and Function, 220, 1221-1228.

15. Layous, K. et al. (2017). The proximal experience of gratitude. PLoS ONE, 12(7): e0179123.

16. Mason, H., et al. (2013). Cardiovascular and respiratory effect of yogic slow breathing in the yoga beginner: what is the best approach? Evidence-Based Complementary and Alternative Medicine 743504.

17. McGowan P. O. et al. (2009). Epigenetic regulation of the glucocorticoid receptor in human brain associates with childhood abuse. Nature Neuroscience, 12(3), 342-348.

18. Rafnsson S. B. et al. (2020). Loneliness, social integration, and incident dementia over 6 years: prospective findings from the english longitudinal study of ageing. Journals of Gerontology: Social Sciences, 75 (1), 114-124.

19. Snowdon, D. (2011). Aging with grace: what the Nun Study teaches us about leading longer, healthier, and more meaningful lives. Bantam Books.

20. Steptoe, A. et al. (2005). Positive affect and health-related neuroendocrine, cardiovascular, and inflammatory processes. PNAS, 102 (18), 6508-6512.

21. Trautwein, F.M. et al. (2020). Differential benefits of mental training types for attention, compassion, and theory of mind. Cognition, 194: 104039.

22. Weaver, I. et al. (2004). Epigenetic programming by maternal behavior. Nature Neuroscience, 7, 847-854.

23. Weng, H. Y. et al. (2013). Compassion training alters altruism and neural responses to suffering. Psychological Science, 24, 1171-1180.

24. Wilson T. D. et al. (2014). Just think: the challenges of the disengaged mind. Science, 345 (6192), 75-77.

La infancia según Tonucci: diez ideas clave

No es cierto que todo suceda después; la verdad es, al contrario, que todo sucede antes. El periodo más importante de la vida, en el que se establecen las bases sobre las que se construye la personalidad, la cultura y las habilidades del hombre y la mujer, es, con diferencia, el comprendido en los primeros meses y los primeros años de vida.

Francesco Tonucci

Aprovechamos la publicación del último libro de Francesco Tonucci (Por qué la infancia: Sobre la necesidad de que nuestras sociedades apuesten definitivamente por las niñas y los niños), cuya lectura recomendamos, por supuesto, para analizar algunas de las ideas que expone el gran pensador italiano y que tienen el aval empírico, la gran mayoría de ellas, de la neuroeducación. La idea vertebradora del mensaje de Tonucci es considerar a los niños ciudadanos desde el nacimiento en lugar de futuros ciudadanos. El modelo del mañana, representado por los adultos, que somos los de ayer, asume que los futuros ciudadanos lo serán cuando crezcan y gracias, exclusivamente, a nuestras enseñanzas. Sin embargo, si reconocemos la ciudadanía plena de los niños desde su nacimiento, eso requiere saber, aceptar y reconocer sus derechos y, por supuesto, escucharlos. Como dice Tonucci: “Los niños nacen para ser felices y, en cambio, solemos orientarlos u obligarlos a ser lo que nos parece más útil, más ventajoso”. Y eso, en muchas ocasiones, va en detrimento de su felicidad.

1. El tiempo libre en la infancia ha desaparecido, todo su tiempo está ocupado, empleado en algo o dedicado a algo.

Demasiado tiempo en la escuela, demasiados deberes, demasiadas actividades extraescolares … Y no solo eso, sino que no se puede salir de casa sin ir acompañado. En muchas ocasiones, los miedos infundados de los adultos son trasladados a las niñas y niños perjudicando su toma de decisiones y autonomía. “Si siempre me cogen de la mano, el día que me la suelten tendré miedo”, decía una niña de Rosario. Lo cierto es que el camino hacia la autonomía requiere su tiempo y es progresivo. Y nada mejor para fomentar la autonomía que el juego.

2. El juguete más bonito e importante es la arcilla, porque no es nada y se puede convertir en todo.

Los humanos usamos la arcilla desde hace miles de años para construir todo tipo de objetos, algo que también pueden hacer los más pequeños hasta donde su imaginación los lleve o el juego elegido demande. En una revisión reciente se ha comprobado el impacto positivo que tiene jugar en la naturaleza en el desarrollo físico, social, emocional y cognitivo en la infancia (Dankiw et al., 2020). Eso requiere hacer estructuras de barro, con madera, ensuciarse, etc. Todo ello les encanta a las niñas y niños y constituye, por supuesto, una estupenda forma de trabajar competencias socioemocionales básicas en los tiempos actuales como la resiliencia, por ejemplo. No hay nada mejor que ahorrarse el dinero de los juguetes y dejar que los niños jueguen.

3. El verbo jugar no se puede conjugar con los verbos acompañar, controlar y vigilar, sino con el verbo dejar.

En el juego libre los niños aprenden a tomar sus propias decisiones, a resolver problemas, a conocerse a sí mismos, a relacionarse con los demás, y a respetar las normas que los rigen. Y estimulan la imaginación, el descubrimiento y la creatividad, algo que observamos en los patios escolares cuando se asume que son espacios flexibles de oportunidades educativas. Esto constituye un entrenamiento directo de las funciones ejecutivas del cerebro. Y una estupenda forma de trabajarlas en la infancia es mediante situaciones cotidianas vinculadas a lo lúdico o a lo artístico, por ejemplo.

4. A diferencia de los adultos, a los niños lo que más les interesa es el trayecto, todo lo que puede pasar durante el “viaje”, y lo que menos, llegar.

Para, piensa y actúa son los pasos adecuados que demuestran un buen funcionamiento ejecutivo. Pues bien, a los niños les encanta pararse, observar, recoger cosas del suelo, manipularlas, guardarlas… E independientemente de que estén solos o acompañados por sus amistades son responsables y muestran prudencia. Sin embargo, en compañía de los adultos florecen las prohibiciones. Nosotros siempre tenemos prisa y ello conlleva, en infinidad de situaciones, que se enfaden o se comporten mal. No podemos exigir a nuestros hijos o alumnos que se controlen (control inhibitorio), reflexionen (memoria de trabajo) o sean flexibles (flexibilidad cognitiva) si nosotros no somos ejemplo de ello.

5. La educación tendría que tener por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana.

Los nuevos tiempos requieren nuevas necesidades educativas que vayan más allá de lo meramente académico. Y todas las personas somos únicas, tenemos ritmos de aprendizaje distintos y también capacidades, fortalezas, intereses, motivaciones y conocimientos previos que las familias y las escuelas deben identificar para que cada niña o niño pueda aprender con todo su potencial. Ello requiere ir más allá de lo cognitivo y atender también las necesidades físicas, sociales y emocionales de todos los estudiantes. Así es la vida, así funciona el cerebro y esa parece que es la mejor forma de trabajar las funciones ejecutivas del cerebro (Diamond y Ling, 2020).

6. En lugar de aulas y espacios vacíos e inútiles, la escuela tendría que estar distribuida en laboratorios y talleres diferentes dedicados a actividades específicas.

Lo hemos sabido siempre. El camino directo a la felicidad es dedicarnos a hacer lo que nos gusta, lo cual, en la gran mayoría de casos, también coincide con lo que mejor sabemos hacer. Pero la escuela sigue siendo incapaz de identificar los talentos de muchos estudiantes que acaban abandonando los estudios precozmente, algo que pasa con aquellos que tienen incluso altas capacidades. Más allá de lo curricular o metodológico, los nuevos tiempos requieren un replanteamiento de los espacios educativos. Los correspondientes talleres o laboratorios no necesitan los clásicos pupitres, son flexibles y los estudiantes los van visitando según sus necesidades y proyectos educativos en los que participan.

7. A menudo se juzga como incapacidad un simple retraso o una manera diferente de enfocar un problema, de hacerse una pregunta o de darse una respuesta.

Lamentablemente, el pensamiento convergente es el que ha predominado en el aula y eso perjudica el adecuado desarrollo de la creatividad. Normalmente, el profesor pregunta, los alumnos responden y, finalmente, el profesor valora sus respuestas. En la práctica, los estudiantes acaban tratando de adivinar lo que el profesor está pensando, lo cual, encima, suele ser una respuesta única a la cuestión propuesta. Y eso es a lo que han aprendido los niños desde muy pequeños, a dar respuestas que encajen con la forma de pensar de los adultos. La búsqueda de «la respuesta correcta» hace que los estudiantes tengan miedo a equivocarse y que se vean perjudicadas las ansias de exploración y descubrimiento que durante miles de años han permitido sobrevivir al ser humano. De hecho, en la vida real predominan las situaciones que admiten múltiples soluciones.

8. Para aprender a vivir bien es fundamental aprender a esperar a los rezagados, ayudarlos a recorrer el camino, hacerse cargo de ellos.

El cerebro humano es único y también social. Desde el nacimiento estamos programados para aprender a través de la imitación y la interacción social, por lo que la experiencia escolar ha de ser una experiencia cooperativa en la que aprenden juntas personas totalmente diferentes. De hecho, una de las estrategias de aprendizaje más potentes se da cuando los estudiantes se convierten en profesores de otros (tutoría entre iguales; Kobayashi, 2019) e incluso puede resultar muy útil cuando estudiantes con trastornos de aprendizaje o conductuales actúan como tutores de otros más jóvenes. Así es la vida real, sin distinciones de edades o de asignaturas. Y una escuela de verdad es la vida misma, por lo que no puede segregar ni despreocuparse de ningún estudiante.

9. Los juegos deberían ser los deberes para casa.

La escuela tendría que favorecer que los niños puedan vivir fuera de su contexto esas experiencias de juego, descubrimiento y aventura que necesitan para su óptimo desarrollo. Ello requiere que los docentes se reúnan con las familias y les expliquen por qué no habrá más deberes para casa, por qué deberían limitarse las actividades extraescolares para devolver a las niñas y niños el tiempo libre y la autonomía que necesitan para jugar y por qué el juego es un mecanismo natural imprescindible para el aprendizaje. Qué importante para la mejora educativa que pueda participar de forma directa toda la comunidad.

10. Los únicos que conseguirán cambiar la escuela, incluso a corto plazo, son los maestros.

Las leyes no son la clave para cambiar la realidad educativa. La clave son las buenas maestras y maestros porque ellas y ellos aman lo que hacen, son felices y hacen siempre lo posible por transformar y mejorar la vida de todos sus estudiantes con conocimiento y pasión. O si se quiere, con cerebro y corazón. Dejan hermosas huellas en las vidas de las niñas y niños que siempre perdurarán. Y es que, como siempre decimos, lo importante en la educación son las personas. Por ello, la enseñanza ha de ser reconocida como una profesión de máxima relevancia social.

Como dice Tonucci: “Este niño tan alejado de nosotros y tan necesitado de nuestra ayuda y nuestro afecto, difícil de escuchar y de entender, contiene una fuerza revolucionaria: si estamos dispuestos a ponernos a su altura y darle la palabra, será capaz de ayudarnos a entender el mundo y nos dará las fuerzas para cambiarlo”. Y es que, efectivamente, cuando nos lo miramos todo desde la perspectiva de la infancia, disfrutamos y aprendemos más y mejor.

Jesús C. Guillén

Referencias:

Dankiw K. A. et al. (2020). The impacts of unstructured nature play on health in early childhood development: A systematic review. PLoS ONE 15 (2): e0229006.

Diamond, A., Ling, D. S. (2020). Review of the evidence on, and fundamental questions about, efforts to improve executive functions, including working memory. En J. Novick et al. (Eds.), Cognitive and working memory training: Perspectives from psychology, neuroscience, and human development, (143-431). Oxford University Press.

Kobayashi K. (2019) Interactivity: A potential determinant of learning by preparing to teach and teaching. Front. Psychol. 9:2755.

Tonucci, F. (2019). Por qué la infancia: Sobre la necesidad de que nuestras sociedades apuesten definitivamente por las niñas y los niños. Destino.

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La nueva ciencia del sueño: algunas ideas clave e implicaciones educativas

14 septiembre, 2019 4 comentarios

El sueño es el precio que ha de pagar el cerebro para mantener su plasticidad.

Giulio Tononi

Los seres humanos pasamos una tercera parte de nuestra vida durmiendo, por lo que es difícil creer que la evolución haya permitido que el sueño no sirva para una función absolutamente vital. Y los seres humanos, curiosos por naturaleza, evolucionamos planteándonos preguntas e intentando dar respuestas a las mismas investigando de forma adecuada. En lo referente al sueño, algunas podrían ser las siguientes: ¿Por qué necesitamos dormir? ¿Cómo es posible que dediquemos tantas horas a una actividad pasiva, irrelevante en apariencia desde el punto de vista intelectual y que simplemente nos permite algo de descanso corporal? ¿No podríamos recuperarnos igual después de la actividad diurna durmiendo unas horas menos?

Lo cierto es que todavía no existen respuestas definitorias a todas las cuestiones planteadas, aunque la investigación neurocientífica en los últimos años nos está revelando información sugerente que nos puede ayudar a entender la razón del sueño. Y, efectivamente, en la actualidad sabemos que el sueño, además de permitirnos descansar y preparar el cuerpo para la vigilia, constituye una necesidad biológica, provocada activamente por nuestro cerebro, que tiene una gran incidencia en los sistema nervioso, inmunitario y endocrino (ver video) afectando todo ello a nuestra salud física, emocional y cognitiva. En el siguiente artículo en Escuela con Cerebro queremos compartir algunos estudios relevantes que, por supuesto, tienen muchas implicaciones educativas.

Regeneración durante el sueño

Es lógico pensar, al igual que ocurre con cualquier máquina, que nuestro cerebro necesite un tiempo específico para realizar una especie de mantenimiento de su maquinaria molecular y celular y optimizar así su funcionamiento. Por ejemplo, se ha demostrado que durante el sueño se eliminan mejor las toxinas no deseadas que se han ido acumulando durante la actividad diurna y cuya acumulación puede afectar negativamente a nuestra salud mental o emocional (¿verdad que te has sentido alguna vez aturdido/a o irritable cuando no dormiste bien?). Cuando dormimos, el espacio entre neuronas se ensancha, lo que mejora la circulación del líquido cefalorraquídeo entre el encéfalo y la médula espinal (Xie et al., 2013). Ello facilita la eliminación de residuos (como las beta-amiloides, sustancias precursoras de las placas amiloides características de la enfermedad de Alzheimer) llevándolos al hígado para realizar la desintoxicación.

Dormimos para poder aprender

La actividad regeneradora del sueño está en consonancia con la llamada hipótesis de la homeostasis sináptica, que está respaldada por muchas evidencias empíricas (Tononi y Cirelli, 2019). La idea básica es que el sueño sirve, básicamente, para restaurar el estado energético y la plasticidad neuronal cuando estamos despiertos. La actividad durante la vigilia incrementaría el consumo energético de las neuronas potenciando sus sinapsis y el sueño serviría para restaurar la energía consumida por las neuronas manteniendo las conexiones adecuadas y reduciendo o eliminando las conexiones innecesarias (ver figura 1). Ello nos permitiría mantener un equilibrio a nivel cerebral evitando saturaciones, conservando energía para funcionar con normalidad el día siguiente, y seguir aprendiendo utilizando los mecanismos inherentes de la plasticidad neuronal.

Figura 1. Diagrama esquemático de la hipótesis de la homeostasis sináptica (Tononi y Cirelli, 2019)

Consolidando memorias

Cada vez que evocamos una memoria la fortalecemos porque reactivamos los circuitos neuronales que la albergan. Y eso es lo que parece que ocurre durante el sueño y que permite consolidar (formación de las memorias a largo plazo) lo aprendido durante la vigilia. En determinadas regiones del cerebro, como en el hipocampo o la corteza, se generan las mismas pautas de activación que se dieron para codificar la información durante el aprendizaje. Una analogía interesante de cómo el sueño potencia el aprendizaje sería la siguiente: “se vacía un buzón lleno de cartas (memoria temporal del hipocampo); las cartas clasificadas son depositadas en una carpeta (corteza cerebral) y, a continuación, se suceden el procesamiento y las respuestas a las cartas (durante fases específicas del sueño, especialmente la de ondas lentas)”.  Un mecanismo fisiológico que podría explicar la transferencia de información desde el hipocampo a la corteza y su integración en redes neuronales ya existentes (¡qué importantes son los conocimientos previos en el aprendizaje!; ver figura 2) serían unas descargas de ondas agudas (ripples) que se dan cuando se reactivan las neuronas del hipocampo durante el sueño (Klinzing et al., 2019).

Figura 2. Cuando en la corteza existen redes neuronales relacionadas con la información novedosa, ésta deja de depender del hipocampo y se integra rápidamente en los esquemas existentes (Klinzing et al., 2019)

¿Antes o después del aprendizaje?

Muchos estudios han demostrado la importancia del sueño cuando se produce después del aprendizaje, estabilizando e integrando las memorias en el proceso de consolidación. Además, sabemos que la memoria es selectiva y que el sueño es especialmente importante para consolidar esos conocimientos que creemos que son relevantes para nosotros o que tienen un significado especial. Por ejemplo, en una interesante investigación en la que los participantes debían aprender una serie de palabras, aquellos a los que avisaron de que debían recordarlas al día siguiente obtuvieron mejores resultados que el resto (Wilhem et al., 2011).

Pero el sueño también es importante cuando precede a la tarea de aprendizaje preparando al cerebro para codificar la información novedosa que nos llega a través de los estímulos sensoriales. Una siesta de pocos minutos puede producir ciertas mejoras en la memoria de estudiantes de cualquier etapa educativa aunque parece que los mejores resultados se obtienen con periodos de tiempo más prolongados. En un estudio reciente con universitarios, a un grupo de estudiantes se les permitió dormir una siesta de 1 hora en el intermedio de una sesión de aprendizaje de 5 horas, mientras que un segundo grupo siguió estudiando y un tercero hizo un parón. 30 minutos después del final de la sesión, los estudiantes que durmieron la siesta recordaban la información relevante igual de bien que los que siguieron estudiando y mucho mejor que los que hicieron el parón. Pero una semana más tarde, esta diferencia solo se mantuvo para los que durmieron la siesta (Cousins et al., 2019; ver figura 3).

Figura 3. Los estudiantes que durmieron la siesta (en verde) recordaron mejor la información que los que siguieron estudiando (en azul) y los que hicieron un parón (en rojo; Cousins et al., 2019)

Cambios epigenéticos

Nacemos con un número determinado de genes, pero nuestra forma de vivir puede condicionar cómo se expresan esos genes. Si nos adentramos en las profundidades genéticas de la célula, llegamos a los cromosomas. Y en sus extremos hay unas porciones de ADN recubiertas de una funda protectora a base de proteínas que constituyen los telómeros. Las investigaciones de los últimos años han demostrado que los telómeros son muy importantes porque se van acortando con cada división celular y contribuyen a determinar a qué velocidad envejecen y mueren tus células (Blackburn y Epel, 2018). La buena noticia es que los extremos de nuestros cromosomas pueden alargarse contribuyendo a ello muchos de nuestros hábitos cotidianos, entre ellos el sueño, tanto su duración, como calidad y ritmo. En concreto, se ha comprobado que no dormir las horas adecuadas (menos de 7) conlleva un acortamiento de la longitud de los telómeros en hombres de la tercera edad (ver figura 4), algo que también se ha identificado en niñas y niños de 9 años de edad (James et al., 2017).

Figura 4. Las personas de la tercera edad que duermen 5 o 6 horas tienen telómeros más cortos. Si duermen más de 7 horas, la longitud de los telómeros es parecida a la de los adultos más jóvenes (Cribbet et al., 2014)

¿Y cuántas horas necesitamos dormir?

Cuando los estudios sugieren unas necesidades de sueño de unas 7 u 8 horas se refieren a adultos sanos. En el caso de la infancia y la adolescencia las necesidades son mayores (ver figura 5). Sin olvidar que existe mucha variabilidad al respecto (por ejemplo, hay un pequeño porcentaje de personas que necesita únicamente 5 o 6 horas de sueño) y que esas necesidades se pueden ver afectadas por múltiples factores, sean genéticos o ambientales. 

Figura 5. Recomendación de la American Academy of Sleep Medicine (Paruthi et al., 2016)

En cuanto a las necesidades particulares y la distribución de las horas de sueño, en la literatura científica se conoce como “alondras” a aquellas personas que madrugan más y son más productivas a primeras horas del día, mientras que los “búhos” somos personas que preferimos los horarios más tardíos y nos acostamos más tarde (como consecuencia de ello, nos cuesta más madrugar, lo cual no significa que seamos vagos). En la práctica, todos nos encontramos en un continuo entre esos dos extremos y aunque no existan evidencias de que un cronotipo sea más beneficioso que otro (también pueden cambiar) para la salud física o mental, lo que está claro es que pueden afectar a los horarios laborales o escolares. Y si ya sabíamos que en la etapa de infantil las necesidades de sueño son mayores, también el adolescente necesita dormir más que el adulto.

Búhos adolescentes

Nuestro reloj interno (ver video), el núcleo supraquiasmático del hipotálamo, hace que la glándula pineal del cerebro libere la hormona inductora del sueño llamada melatonina, que hace que nos sintamos soñolientos y cansados. Estas señales son enviadas como parte de un patrón muy predecible que se repite, aproximadamente, cada 24 horas, el ritmo circadiano, que determina el nivel de alerta y regula el sueño junto al mecanismo homeostático de sueño y vigilia que nos impulsa a dormir cuando existe necesidad. El ritmo y la intensidad de la liberación de melatonina es inversamente proporcional a luminosidad, es decir, a más luz, menos melatonina y menos sueño y, al contrario, a menos luz, más melatonina y más sueño. La actividad cíclica del núcleo supraquiasmático también regula la temperatura, incrementándose durante el día para luego disminuir durante la noche, lo cual facilitará el sueño.

Los ritmos circadianos no nos vienen preinstalados, aunque los bebés, ya a los pocos meses, se van acostumbrando a dormir más por la noche. Durante la adolescencia, se da un retraso en el ritmo circadiano (Crowley et al., 2018), o si se quiere, el adolescente se convierte en un “búho” que tiene necesidad de acostarse más tarde y dormir más. Aunque no están claras las razones por las que pasa lo comentado anteriormente (parece que existe una menor sensibilidad a la luz en la adolescencia que retrasaría la liberación de melatonina), lo que está claro es que la adolescencia constituye una atapa de grandes cambios cerebrales, también en lo referente a los patrones de sueño. De hecho, los estudios con electroencefalogramas revelan una reducción del 50 % de la fase de sueño de ondas lentas (básica para la consolidación de las memorias) y una reducción del 75 % de los picos de amplitud de las ondas delta en la fase NREM en la adolescencia (Giedd, 2009).

Incidencia sobre el rendimiento académico

Los metaanálisis revelan que la somnolencia diurna, la falta de sueño y la mala calidad del mismo conllevan un peor rendimiento académico en la infancia y la adolescencia (Dewald et al., 2010).

En lo referente a las funciones ejecutivas del cerebro, sabemos que la corteza prefrontal es muy sensible a la falta de sueño. Por ejemplo, la privación del sueño durante 24 horas conlleva una reducción en el metabolismo de la glucosa en esta región, junto a otras también básicas para un buen rendimiento cognitivo, que no se revierte completamente con una noche de sueño posterior (Satterfield y Killgore, 2019; ver figura 6).

Figura 6. Tras 24 horas sin dormir, se reduce el metabolismo de la glucosa en áreas como la corteza prefrontal o la cingulada posterior (Satterfield y Killgore, 2019)

También sabemos que el estrés perjudica el correcto funcionamiento de la corteza prefrontal y que puede ser generado por la falta de sueño. Por ejemplo, en el caso del TDAH (el cual está asociado a déficits en el funcionamiento ejecutivo), muchos adolescentes tienen problemas de sueño y un ritmo circadiano retrasado. Pues bien, se ha comprobado que existe una asociación bidireccional entre el sueño y la actividad física y que aquellos jóvenes que se ejercitan de forma moderada o vigorosa de forma diaria mejoran la cantidad y calidad de su sueño (Master et al., 2019), lo cual puede ser especialmente beneficioso para aquellos con TDAH. Y ello puede ayudar a combatir la obesidad o la diabetes tipo 2 que cada vez se dan más en la infancia y en la adolescencia.

Las tecnologías no ayudan

Evidentemente, ya existían unos déficits de sueño bastante generalizados en la población mundial antes de la irrupción de las pantallas digitales y nuestra correspondiente adicción. Pero ahora la tecnología supone un nuevo desafío para el sueño. Existen múltiples estudios que demuestran que la exposición a la luz artificial de teléfonos móviles, tabletas, ordenadores y similares, especialmente la de menor longitud de onda, como la luz azul que emiten las pantallas LED, puede inhibir la liberación normal de melatonina, retrasar el ritmo circadiano y perturbar el sueño. Por ejemplo, se comprobó que personas que leían en un libro electrónico antes de acostarse liberaban un 50 % menos de melatonina que aquellas que leían libros impresos en papel. Como consecuencia de ello, les costaba más dormirse, su sueño era menos completo conteniendo una menor fase REM y su estado de alerta por la mañana era peor (Chang et al., 2015; ver figura 7). No obstante, se requieren más investigaciones porque puede haber diferencias según el medio digital utilizado, asumiendo también que cada persona puede tener una diferente sensibilidad a la luz que afecte a su ritmo circadiano (Phillips et al., 2019).

Figura 7. Los que leen el ebook suprimen un porcentaje mayor de melatonina (ver derecha) y muestran un desfase en el ritmo circadiano (ver izquierda) respecto a los que leen el libro físico (Chang et al., 2015)

¿Y si comenzamos la jornada más tarde?

El retraso en el ritmo circadiano del adolescente se encuentra con un gran problema: el horario de inicio de la jornada escolar. Ya en el libro Neuroeducación en el aula: de la teoría a la práctica, analizamos estudios longitudinales que avalan retrasar el inicio de la jornada, aunque sabemos que esta medida topa con las necesidades laborables de las familias, e incluso con los horarios de las actividades extraescolares de los propios estudiantes. Pero en el 2019 disponemos de nuevas evidencias que confirman el impacto positivo de esta medida sobre la salud física, emocional y cognitiva del adolescente como consecuencia de la mejora de su sueño. Por ejemplo, en un estudio reciente se ha comprobado que retrasar 1 hora el inicio de la jornada escolar (de 7,30 a 8,30) de adolescentes de 15 años supone un desplazamiento en su ciclo del sueño (se acuestan y se levantan un poco más tarde) que puede conllevar una mayor duración del mismo y que puede llegar a superar la media hora (Nahmod et al., 2019). Y resultados muy parecidos se han encontrado en una investigación que ha analizado el impacto del retraso del inicio de la jornada en casi una hora (de 7,50 a 8,40), en las escuelas públicas de Seattle. En promedio, el incremento de sueño de los adolescentes ha sido de 34 minutos. Y junto a ello se ha identificado una mejora de la atención de los estudiantes en el aula y un incremento del 4,5 % en sus resultados académicos (Dunster et al., 2018; ver figura 8). La conclusión es clara, no se puede pedir a un adolescente que muestre un óptimo rendimiento cognitivo a primera hora de la mañana.

Figura 8. Mejora del sueño en el 2017 de adolescentes que empezaron más tarde la jornada escolar (en azul; Dunster et al., 2018)

¿Y entonces qué?

La investigación científica está revelando que no dormimos las horas necesarias y que ello repercute en nuestra salud a todos los niveles. A nivel educativo esto es muy relevante, porque la insuficiente cantidad y calidad del sueño de niños y adolescentes perjudica claramente su estado de ánimo y salud mental. En la infancia temprana, en concreto, el papel de las familias se ha demostrado que es fundamental estableciendo rutinas a la hora de acostarse, algo que es especialmente significativo en entornos socioeconómicos desfavorecidos (Covington et al., 2019).

Recientemente, Matthew Walker, uno de los neurocientíficos que está contribuyendo más a la ciencia del sueño, analiza en su último libro algunas ideas que nos pueden ayudar a mejorar el sueño (Walker, 2018). Recopilamos las más significativas que, por supuesto, también tienen implicaciones educativas que siempre hay que compartir con los estudiantes y las familias:

1. Mantén un horario estable de sueño, también los fines de semana.

2. Haz ejercicio físico, pero no en horarios tardíos.

3. Evita estimulantes, como la cafeína o la nicotina, y bebidas alcohólicas o comidas copiosas antes de acostarte.

4. No duermas siestas o en horario tardío si tienes problemas de sueño.

5. Establece una rutina relajante antes de acostarte que esté alejada de lo que te provoque estrés o un estado de alerta (leer en formato físico o meditar, por ejemplo).

6. Ten una habitación confortable: cama cómoda, baja iluminación, poco ruido, temperatura fresca (un poco más de 18 ºC, como máximo; por eso un baño caliente antes de dormir ayuda a mantener la temperatura corporal más baja). Y las pantallas mejor alejadas.

7. Aprovecha la luz natural diurna (es clave para regular los patrones de sueño). Y evita la luz brillante por la noche.

8. Y si no puedes dormir, no estés despierta/o un tiempo prolongado en la cama. Levántate y realiza una actividad relajante hasta que tengas sueño.

Seguimos viviendo, creciendo y, por supuesto, durmiendo y soñando. Una dulce necesidad cerebral.

Jesús C. Guillén

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Referencias:

1. Blackburn E. y Epel E. (2018). La solución de los telómeros: Aprende a vivir sano y feliz. DeBolsillo.

2. Chang A. M. et al. (2015). Evening use of light-emitting eReaders negatively affects sleep, circadian timing, and next-morning alertness. PNAS 112, 1232–1237.

3. Cousins, J. N. et al. (2019). The long-term memory benefits of a daytime nap compared to cramming. Sleep 42 (1), 1-7.

4. Covington L. B. et al. (2019). Toddler bedtime routines and associations with nighttime sleep duration, and maternal and household factors. J Clin Sleep Med. 15(6), 865-871.

5. Cribbet M. R. et al. (2014). Cellular aging and restorative processes: subjective sleep quality and duration moderate the association between age and telomere length in a sample of middle-aged and older adults. Sleep 37, 65-70.

6. Crowley S. et al. (2018). An update on adolescent sleep: New evidence informing the perfect storm model. Journal of adolescence 67, 55-65.

7. Dewald J. F. et al. (2010). The influence of sleep quality, sleep duration and sleepiness on school performance in children and adolescents: a meta-analytic review. Sleep Med Rev. 14 (3), 179-189.

8. Dunster G. (2018). Sleepmore in Seattle: Later school start times are associated with more sleep and better performance in high school students. Science Advances 4, 1-7.

9. Giedd J. N. (2009). Linking adolescent sleep, brain maturation, and behavior. Journal of Adolescent Health 45(4), 319-320.

10. James S. et al. (2017). Sleep duration and telomere length in children. J Pediatr 187, 247-252.

11. Klinzing J. G. et al. (2019). Mechanisms of systems memory consolidation during sleep. Nature Neuroscience:  https://www.nature.com/articles/s41593-019-0467-3

12. Master L. et al. (2019). Bidirectional, daily temporal associations between sleep and physical activity in adolescents. Scientific Reports 9 (7732), 1-14.

13. Nahmod, N. G. et al. (2019). Later high school start times associated with longer actigraphic sleep duration in adolescents. Sleep 42 (2), 1-10.

14. Paruthi S. et al. (2016). Recommended amount of sleep for pediatric populations: a consensus statement of the American Academy of Sleep Medicine. J Clin Sleep Med 12(6), 785-786.

15. Phillips A. et al. (2019). High sensitivity and interindividual variability in the response of the human circadian system to evening light. PNAS 116 (24), 12019-12024.

16. Satterfield B., Killgore W. (2019). Sleep loss, executive function, and decision-making. En Sleep and Health (Grandner ed.), Academic Press.

17. Tononi G., Cirelli C. (2019). Sleep and synaptic down‐selection. European Journal of Neuroscience. Jan 5.

18. Walker M. (2018). Why we sleep. The new science of sleep and dreams. Penguin Books.

19. Wilhelm I. et al. (2011). Sleep selectively enhances memory expected to be of future relevance. The Journal of Neuroscience 31(5), 1563-1569.

20. Xie L. et al. (2013). Sleep drives metabolite clearance from the adult brain. Science 342, 373-377.

Los siete pilares de una buena salud cerebral (y también educativa)

Cada uno de nosotros tiene un cerebro distinto, y el reto es optimizar y potenciar de forma personalizada los mecanismos salutogénicos de nuestro cerebro.
Álvaro Pascual-Leone

Todos deseamos una vida feliz, evidentemente, pero para tenerla es importante estar sanos. Y para que eso se produzca es imprescindible mantener una buena salud cerebral, tal como explica el gran neurocientífico Álvaro Pascual-Leone en el libro El cerebro que cura, publicado recientemente. Basándose en investigaciones científicas realizadas en los últimos años, los autores identifican siete pilares para una buena salud cerebral, lo cual no significa tener un cerebro joven a cualquier edad sino “un cerebro con las conexiones adecuadas, con una capacidad de inhibición de señales irrelevantes bien compensada y con la cantidad justa de plasticidad”. A nivel cerebral, el equilibrio es esencial, es decir, tan perjudicial puede ser el exceso como el defecto.

Y como desde la perspectiva neuroeducativa asumimos un aprendizaje desde, en y para la vida, el reto que nos planteamos en el siguiente artículo en Escuela con Cerebro es trasladar esos pilares básicos que nos permiten optimizar el funcionamiento cerebral, a medida que vivimos y envejecemos, al terreno educativo.

1. Salud integral

Hace tiempo que sabemos que la salud corporal afecta al cerebro. Por ejemplo, un buen funcionamiento cerebral requiere que el corazón funcione de forma adecuada. Pero también los pulmones, el estómago, los intestinos, el hígado, el páncreas, …por lo que es necesario atender a nuestro estado médico general. Este enfoque integral, es el que parece funcionar mejor para optimizar el aprendizaje y las llamadas funciones ejecutivas del cerebro. Es decir, los programas que tienen en cuenta las necesidades globales del niño, cognitivas, emocionales, sociales y físicas, yendo más allá de lo académico, son los que parece que facilitan un mejor desarrollo y funcionamiento ejecutivo del cerebro (Diamond, 2010). Y ello requiere dar mayor importancia en el aprendizaje al juego, el arte, el movimiento o la educación emocional (ver video). Por ejemplo, cuando se integran actividades artísticas en contenidos académicos de ciencias se facilita la memoria a largo plazo (Hardiman et al., 2019). Estos proyectos transdisciplinares le encantan a nuestro cerebro holístico y multisensorial. Y no solo eso, sino que sabemos que jugar, hacer teatro, practicar deporte o meditar nos puede ayudar a aprender a gestionar el estrés, una parte importante de la salud cerebral.

En la educación

La participación en la orquesta, la obra de teatro, un deporte de equipo o un buen programa de educación emocional puede suministrar oportunidades cotidianas para trabajar muy bien las funciones ejecutivas del cerebro.

2. Nutrición

A pesar de que el cerebro representa, en promedio, el 2% del peso corporal, sus necesidades energéticas pueden llegar al 25% de la energía que gasta nuestro cuerpo. Pero no todas las calorías tienen la misma incidencia sobre nuestras capacidades cognitivas y estados anímicos. Y aunque nuestro cerebro es el resultado de lo que comemos, también es muy importante cuándo lo comemos.

Más allá de alimentos concretos, un cerebro sano requiere una dieta saludable que incluya frutas, verduras frescas, pescado, o grasas saludables provenientes del aceite de oliva o de las nueces, por ejemplo. Ello caracteriza a la dieta mediterránea, que se cree que está asociada a un mejor funcionamiento cognitivo y a un menor riesgo de padecer demencia (Valls-Pedret et al., 2015; ver figura 1). Y, en concreto, parece que el desayuno puede ser importante para un buen rendimiento cognitivo, especialmente en la adolescencia. Los estudiantes que desayunan de forma regular y se alejan de la comida basura rinden mejor en la escuela y disponen de la energía necesaria en las primeras horas de la jornada escolar mejorando así la atención y la memoria (Burrows et al., 2017).

En la educación

Es muy recomendable compartir y trabajar con los estudiantes estas cuestiones a través de buenos proyectos educativos. Y también parece necesario acercar esta información a las familias.

Figura 1. Las personas que siguieron una dieta mediterránea suplementada con aceite de oliva
o nueces obtuvieron mejoras en tareas cognitivas (Valls-Pedret et al., 2015)

3. Sueño

El sueño constituye un acto imprescindible para la buena salud cerebral, dado que actúa como una especie de regenerador neuronal, algo parecido a lo que ocurre cuando vamos al gimnasio y dañamos fibras musculares, que luego se recuperan y se fortalecen con el debido aporte nutricional. Al dormir se acelera la síntesis proteica, con el consiguiente fortalecimiento de las conexiones neuronales y, en determinadas regiones cerebrales, se repite la actividad realizada durante la vigilia que nos permite consolidar las memorias y con ello el aprendizaje.

Cada rango de edad tiene unas necesidades específicas de sueño. En una publicación reciente, la American Academy of Sleep Medicine recomienda lo siguiente (Paruthi et al., 2016):

Figura 2. Horas de sueño recomendadas en los diferentes rangos de edad (Paruthi et al., 2016)

Acortar la duración recomendada podría afectar a la salud física, cognitiva o emocional, perjudicando el rendimiento académico o laboral. Todo ello es especialmente relevante en la infancia o en la adolescencia. En este último caso, se ha visto que la melatonina (la hormona que modula los patrones de sueño) se libera de forma más tardía con lo que se retrasa el ritmo circadiano del adolescente que, como consecuencia de ello, tiene una tendencia a acostarse más tarde. El inicio de la jornada escolar a las 8 h no parece lo más adecuado para ellos. De hecho, existen varios estudios que lo corroboran. Por ejemplo, Kelley et al. (2017) analizaron el impacto de cambiar el inicio de la jornada escolar de las 8,50 h a las 10 h durante dos cursos completos y comprobaron una mejora de los resultados académicos de los adolescentes, en promedio, junto a una disminución de las faltas de asistencia. En el tercer curso volvieron al inicio de las 8,50 h y empeoraron los resultados (ver figura 3).

En la educación

Si no es posible cambiar el inicio de la jornada escolar, es adecuado retrasar las tareas de mayor demanda cognitiva, especialmente en la adolescencia, hasta avanzada la mañana.

Figura 3. Los resultados académicos de los adolescentes mejoraron los dos primeros cursos
cuando el inicio de la jornada escolar fue a las 10 h en lugar de las 8,50 h (Kelley et al., 2017)

4. Ejercicio físico

El ejercicio físico también constituye una poderosa herramienta que ayuda a proteger nuestro cerebro y mantenerlo sano.

Ya conocíamos los efectos beneficiosos de la actividad física para la salud física y emocional, cómo incidía de forma positiva sobre el sistema cardiovascular, el sistema inmunológico, el estado de ánimo o sobre el estrés, por ejemplo. Pero en los últimos años la neurociencia ha revelado que el ejercicio regular puede modificar el entorno químico y neuronal que favorece el aprendizaje. Y cuando hablamos de ejercicio físico nos referimos a un tipo de actividad física que requiere un esfuerzo y constituye un reto.

Desde la perspectiva educativa, no solo se ha comprobado la importancia de dedicar más tiempo a la educación física, sino también comenzar la jornada escolar con unos minutos de actividad física o juegos activos, realizar parones activos que parece que mejoran la concentración de los estudiantes en las tareas posteriores, o facilitar una mayor libertad de movimiento para realizar las actividades. Todo ello puede incidir positivamente en el desempeño académico del alumnado. De hecho, en estudios recientes se ha comprobado que existe una correlación positiva entre la capacidad cardiorrespiratoria de los estudiantes y el volumen de sustancia blanca que permite una mejor conexión entre regiones específicas del cerebro que intervienen directamente en el aprendizaje y en el rendimiento académico del alumnado (Esteban-Cornejo et al., 2019).

Como dice el neurocientífico John Ratey (ver video), en la práctica, salir a correr unos minutos puede producir los mismos efectos que una pequeña dosis de los fármacos Concerta o Prozac, pero provocando un mayor equilibrio entre neurotransmisores y, por supuesto, de forma más natural y saludable.

En la educación

Comenzar la jornada escolar de forma activa puede ayudar a optimizar los recursos atencionales durante las tareas posteriores. El aprendizaje requiere movimiento. Bueno para el corazón, bueno para el cerebro.

5. Entrenamiento cognitivo

El entrenamiento cognitivo constituye una especie de gimnasia para el cerebro que busca optimizar su salud. A nivel cerebral se aplica aquello de “úsalo o piérdelo” porque la práctica permite fortalecer las conexiones neuronales que nos permiten consolidar las memorias y aprender. Las actividades intelectuales que constituyen verdaderos retos promueven la neuroplasticidad y la neurogénesis en regiones críticas del cerebro, y amplían la llamada reserva cognitiva que permite reducir el desarrollo de ciertas enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer.

Los ingredientes clave de un buen menú cognitivo son la novedad, el reto y la variedad. Y es que al cerebro le encantan las sorpresas, los desafíos continuos adecuados a las necesidades personales y una variedad de actividades que permitan una estimulación completa, dada la diversidad funcional de nuestro cerebro. Todo ello se puede trabajar de forma fantástica integrando el componente lúdico, también a través de juegos de ordenador o videojuegos adecuados. Hasta el equipo de Richard Davidson, el gran impulsor de la neurociencia contemplativa, ha analizado los beneficios de un videojuego (Crystals of Kaydor) para entrenar la empatía de los adolescentes, que consiste en una misión espacial hacia el planeta Kaydor con el objetivo de identificar las emociones básicas de sus habitantes a través de las expresiones faciales y el lenguaje corporal, lo cual requiere cooperar y adoptar conductas prosociales (Kral et al., 2018; ver figura 4).

En la educación

Integrar lo lúdico en el aprendizaje constituye una estrategia motivadora potente. Los medios digitales son un recurso al servicio de los objetivos de aprendizaje que pueden ayudar a alcanzarlos. Al cerebro le encantan las buenas preguntas y las buenas historias.

Figura 4. Seis horas jugando a Crystals of Kaydor produjo en los adolescentes mejoras
en circuitos neuronales básicos para la regulación emocional (Kral et al., 2018)

6. Socialización

Nuestro cerebro es social. Desde el nacimiento, los seres humanos estamos programados para aprender a través de la imitación. Pero no solo eso, las personas con sólidos vínculos sociales que se sienten apoyadas afrontan mejor el declive cognitivo asociado al envejecimiento y muestran mejor estado de ánimo.

En un sugerente estudio, los investigadores asignaron de forma aleatoria a los jóvenes participantes a uno de los tres grupos siguientes en los que se realizaban diferentes tareas durante 10 minutos: en el primero se debatía un problema, en el segundo se realizaban de forma colectiva crucigramas o similares y en el tercero se veía un fragmento de una famosa serie de televisión. Después de esto, todos los participantes realizaron unas pruebas de memoria de trabajo y velocidad de procesamiento. Los resultados mostraron que los participantes de los grupos que requerían interacción y cooperación obtuvieron mejores resultados en las tareas que los otros (Ybarra et al., 2008). Estar en un grupo de forma pasiva (viendo la televisión, por ejemplo) es insuficiente, hay que participar de forma activa en las relaciones sociales.

Existe toda una red de regiones cerebrales interconectadas (el llamado cerebro social; ver figura 5) que facilitan la interacción social y que promueven un aprendizaje más eficiente, todo en consonancia con la naturaleza social del ser humano. En la práctica, se ha comprobado que cuando se pide a alguien que aprenda algo para que luego se lo enseñe a los demás en lugar de plasmar esos conocimientos en un examen tradicional, retiene más información (Lieberman, 2013).

En la educación

La cooperación requiere una enseñanza específica y continuada que está vinculada al aprendizaje socioemocional. Y entre las diferentes formas de cooperar, la tutoría entre iguales constituye una necesidad educativa.

Figura 5. Red de regiones que componen el cerebro social (Kandel, 2019)

7. Plan vital

Definir y perseguir nuestros propósitos en la vida es el último pilar de una buena salud cerebral. En el famoso estudio longitudinal Nun Study of Aging and Alzheimer’s Disease, se demostró que las monjas que ya siendo jóvenes eran más alegres y mostraban una actitud más entusiasta y positiva en su misión, vivián un promedio de diez años más que las que manifestaban actitudes menos positivas, e incrementaban su reserva cognitiva. Además, algunas de estas monjas desarrollaban la enfermedad de Alzheimer a nivel cerebral, pero no manifestaban síntomas de la misma (Snowdon, 2001). Junto a esto, la investigación indica que es muy importante que el propósito personal trascienda, es decir, que los planes vitales orientados a ayudar a otras personas tienen un impacto más beneficioso sobre la salud que los dirigidos a uno mismo.

El plan vital de las personas puede cambiar durante la vida, de la misma forma que lo hace nuestro cerebro plástico. Ahora bien, es imprescindible tenerlo y recorrerlo. Al igual que en el aprendizaje, el proceso, y no el resultado, debería ser lo más importante. 

En la educación

Una verdadera escuela con cerebro no olvida el corazón, fomenta una mentalidad de crecimiento y optimiza las fortalezas de todos sus estudiantes. Y se vincula a la vida cotidiana a través de buenos proyectos sociales como los ApS (Aprendizaje-Servicio).

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Burrows T. L. et al. (2017). Associations between dietary intake and academic achievement in college students: a systematic review. Healthcare 5, 60.

2. Diamond, A. (2010). The evidence base for improving school outcomes by addressing the whole child and by addressing skills and attitudes, not just content. Early Educ. Dev. 21, 780-793.

3. Esteban-Cornejo I. et al. (2019). Physical fitness, white matter volume and academic performance in children: Findings from the Active Brains and FIT Kids 2 Projects. Frontiers in Psychology 10 (208).

4. Hardiman, M. et al. (2019). The effects of arts-integrated instruction on memory for science content. Trends in Neuroscience and Education, 14.

5. Kandel E. (2019). La nueva biología de la mente: Qué nos dicen los trastornos cerebrales sobre nosotros mismos. Planeta.

6. Kelley P. et al. (2017). Is 8:30 a.m. still too early to start school? A 10:00 a.m. school start time improves health and performance of students aged 13–16. Frontiers in Human Neuroscience 11 (588).

7. Kral T. et al. (2018). Neural correlates of video game empathy training in adolescents: a randomized trial.  npj Science of Learning 3.

8. Lieberman, M. D. (2013). Social: why our brains are wired to connect. Oxford University Press.

9. Paruthi S. et al. (2016). Recommended amount of sleep for pediatric populations: a consensus statement of the American Academy of Sleep Medicine. J Clin Sleep Med 12(6), 785-786.

10. Pascual-Leone A. et al. (2019). El cerebro que cura. Plataforma Editorial.

11. Snowdon D. (2001). Aging With Grace: What the Nun Study teaches us about leading longer, healthier, and more meaningful lives. Bantam Books.

12. Valls-Pedret C. et al. (2015). Mediterranean diet and age-related cognitive decline: a randomized clinical trial. JAMA Intern. Med. 175, 1094-1103.

13. Ybarra O. et al. (2008). Mental exercising through simple socializing: social interaction promotes general cognitive functioning. Pers Soc Psychol Bull 34, 248-259.