Cerebros en la misma onda

Nuestras neuronas requieren las neuronas de los demás para desarrollarse y vivir.

David Eagleman

Es evidente que nuestro cerebro está tremendamente comprometido con las cuestiones sociales, porque no cesamos de pensar en ellas en ningún momento del día. Las experiencias cotidianas nos permiten interactuar y conectarnos con los demás a través de las expresiones faciales, la mirada o el contacto físico. Y esta parece ser la razón que nos hizo únicos a los seres humanos. En el desarrollo evolutivo de nuestra especie, la vida en grupos sociales planteó toda una serie de desafíos que posibilitaron que nuestro cerebro se hiciera más grande y mejorara su funcionamiento a fin de adaptarse al entorno y de garantizar nuestra supervivencia.

En los años noventa del siglo XX se comenzó a hablar en neurociencia del cerebro social, para el que conductas como la cooperación y la confianza son necesarias. Aunque solo se podían investigar los procesos sociales a partir de la actividad cerebral de una persona que observaba a otras, lo cual era insuficiente. Pensamos y actuamos de forma diferente si nos relacionamos con otros. Sin embargo, en los últimos años se han desarrollado técnicas que permiten analizar cerebros interactuando. El hiperescáner, por ejemplo, permite registrar la actividad cerebral de dos o más personas cuando se comunican entre sí (ver video), siendo la espectroscopia funcional de infrarrojo cercano la técnica más utilizada (Hakim et al., 2023)

El poder de la sincronía

Los humanos, al igual que otros animales sociales, tenemos tendencia a sincronizar nuestras acciones, sea caminando, cantando, bailando, etc. Esta sincronía es crucial en las relaciones ya que genera confianza, nos vincula, incrementa el afecto positivo y favorece conductas prosociales (Mogan et al., 2017). Incluso un simple paseo en sincronía con un miembro de una minoría étnica puede ayudar a disminuir los prejuicios y los estereotipos, tanto hacia la persona, como hacia el grupo social al que pertenece (Atherton et al., 2019). Además, cuando nuestros movimientos se coordinan con los de otra persona, puede darse la sincronización de procesos fisiológicos de los que no somos conscientes. Por ejemplo, el rimo cardiaco en el caso de parejas cuya relación funciona bien (Coutinho et al., 2021). Pero también la frecuencia respiratoria o los niveles de conductancia de la piel. Esto se ha comprobado en un estudio reciente en el que participaron 132 espectadores de tres conciertos de música clásica. La sincronía, especialmente la del ritmo cardíaco, fue mayor cuando los espectadores se sintieron inspirados y conmovidos emocionalmente por una pieza musical (Tschacher et al., 2023). ¿Y qué pasa con el cerebro? ¿Se puede sincronizar la actividad cerebral de dos personas interactuando? Pues la respuesta es afirmativa. Y no solo eso. Como analizaremos a continuación, el grado de sincronía neuronal nos puede suministrar información relevante sobre la persona en cuestión, sobre cómo va a ser la relación con la otra persona (o personas) y si va a ser exitosa la colaboración y el proceso de aprendizaje.

Cerebros sincronizados

En experimentos que permiten medir la actividad del cerebro de varias personas a la vez mientras realizan una determinada tarea, se ha comprobado que existe una sincronización entre las ondas cerebrales de los participantes. Este fenómeno conocido como sincronización neuronal interpersonal está emergiendo como un poderoso marcador de la interacción social que predice el éxito de la coordinación, la comunicación y la cooperación entre varias personas (Réveillé et al., 2024).

Las regiones cerebrales que intervienen directamente en la sincronización entre cerebros son áreas de la corteza prefrontal y la corteza temporoparietal (Czeszumski et al., 2022; ver figura 1). En concreto, la parte posterior de la unión temporoparietal (TPJ en figura 1) es esencial para la cognición social. Esta región está muy conectada con la zona medial de la corteza prefrontal (MFG en figura 1) que nos suministra información sobre la persona con la que interactuamos. Y también con el giro frontal inferior (IFG en figura 1) que interviene en la teoría de la mente y se activa cuando seguimos los movimientos oculares de los interlocutores o imitamos sus expresiones, por ejemplo. Asimismo, en tareas que requieren conductas complejas interviene mucho la corteza prefrontal dorsolateral (DLPFC en figura 1), región que hemos mencionado en artículos anteriores.

Figura 1. Sincronía entre cerebros en diferentes partes de la corteza prefrontal y temporoparietal en diversas tareas utilizadas para estudiar la cooperación (Czeszumski et al., 2022).

En estudios en los que han participado guitarristas, se ha comprobado que las ondas del electroencefalograma que aparecen en el lóbulo frontal de los participantes oscilan al mismo ritmo al iniciar la música. La actividad cerebral de los músicos se sincroniza y esta sincronización es mayor cuanto mejor interpretan la canción, incluso cuando improvisan. Cuando acaban de tocar, la sincronía entre las ondas cerebrales desaparece totalmente (Müller et al., 2013).

Esta sincronización neural encontrada en músicos que tocan juntos, también se ha identificado en otros contextos. Como en la relación entre madre e hijo. En un estudio reciente (Santamaria et al., 2020), se observó que las respuestas emocionales de las madres condicionaban la forma de interactuar de los bebés con los juguetes. Por ejemplo, las madres sonreían y decían “me gusta este juguete” o fruncían el ceño y decían “no me gusta este juguete”. Ello afectaba a la elección del juguete con el que querían jugar los bebés y al grado de sincronización de las ondas cerebrales entre la madre y el bebé. Las emociones positivas posibilitan una mayor sincronización de las ondas cerebrales entre la madre y el hijo y esta fuerte sincronización neural con una persona de referencia permite que los pequeños estén más receptivos al aprendizaje. Todo parece indicar que las relaciones positivas con mucho contacto visual estimulan el desarrollo cerebral durante la infancia temprana, mientras que los estados depresivos de los padres o cuidadores, los cuales suelen acompañarse por un menor contacto visual y un peor estado de ánimo, podrían tener efectos negativos.

En otro estudio también reciente (Nguyen et al., 2020) se comprobó que el nivel de sincronización neural entre el cerebro de las madres y sus hijos (5 años, en promedio) era mucho mayor cuando resolvían juntos un puzle que cuando realizaban la tarea de forma individual a través de una pantalla opaca que les impedía verse. Los investigadores comprobaron que el grado de sincronización neural entre la madre y el hijo predecía el éxito en la resolución de la tarea, es decir, una mayor sincronización neural entre ambos conllevaba un mejor aprendizaje social por parte del hijo. Y el estrés materno afectaba más a la sincronización neural que el temperamento infantil. Estas investigaciones nos confirman el valor biológico del vínculo madre-hijo en la infancia y su importancia en lo referente a los procesos de aprendizaje. Relacionado con esto, se ha identificado una mayor sincronía neuronal y conductual entre las madres y sus hijos pequeños durante las experiencias compartidas que entre los padres y sus hijos (Liu et al., 2024).

En la práctica, se han probado algunas estrategias importantes para incrementar la sincronización cerebral entre los adultos y los infantes que se pueden implementar fácilmente (Bi et al., 2023; ver figura 2): crear patrones de comunicación (como los turnos en las conversaciones), trabajar el comportamiento no verbal (a través de la atención conjunta, la imitación, etc.), utilizar la música y diversificar las estrategias de estimulación en las interacciones (juego, habla, rutinas diarias, etc.).

Figura 2. Diferentes formas de trabajar la sincronía cerebral entre padres e hijos en la infancia (Bi et al., 2023).

Sincronización en el aula

Utilizando las recientes técnicas de escaneo que permiten explorar la actividad cerebral de varias personas interactuando, en un estudio original se registró la actividad de la corteza prefrontal de 17 parejas alumno-profesor durante un diálogo socrático clásico sobre geometría (Holper et al., 2013).  En concreto, se reprodujo entre adultos y adolescentes el diálogo en el que Sócrates hizo 50 preguntas al esclavo Menón que solo requerían sumas y multiplicaciones y que permitió al discípulo encontrar por sí solo la forma de duplicar el área de un cuadrado. Este experimento fue novedoso porque representó la primera medida de la actividad cerebral referida a la relación entre un docente y su alumno, una interacción que es muy importante para el aprendizaje del estudiante. Curiosamente, los resultados revelaron una gran coincidencia entre el diálogo socrático y la prueba experimental realizada más de dos mil años después, incluso en preguntas en las que el esclavo responde de forma incorrecta (por ejemplo, “si quiero duplicar el área, duplico el lado”). Casi el 50 % de los participantes en la investigación no supo generalizar la solución cuando se les preguntó, tras el diálogo, cómo duplicar el área de un cuadrado diferente. Los que sí que fueron capaces de transferir el aprendizaje mostraron un patrón de actividad cerebral en la corteza prefrontal mucho menor que los otros y muy parecido al de sus profesores. La menor activación cerebral indicaría una mayor eficiencia neural, algo que ya se ha comprobado en ajedrecistas profesionales o en personas con gran capacidad para resolver problemas, mientras que la correlación con la actividad cerebral del profesor indicaría, tal como hemos mencionado en estudios anteriores, una sincronización neural capaz de predecir el éxito en la tarea académica propuesta.

Estudios posteriores han analizado estas cuestiones en el contexto global del aula. Por ejemplo, Dikker y sus colaboradores (2017) registraron la actividad cerebral de estudiantes de Secundaria en clase de biología durante un semestre. Los investigadores encontraron una mayor sincronización entre las ondas cerebrales de los estudiantes cuando estaban más involucrados en la clase. La sincronía neural con el docente también reflejó la conexión que sentían los estudiantes hacia él. Efectivamente, como todo buen docente sabe, es imprescindible generar en el aula climas emocionales positivos que favorezcan el aprendizaje desde el primer día de clase.

Si bien muchos estudios han relacionado la sincronía intercerebral con un mejor aprendizaje (Zhang et al., 2022), la pregunta que nos planteamos es si la sincronía realmente causa tales mejoras. Pues parece que sí. En experimentos con humanos la evidencia más sólida proviene de aquellos que utilizan estimulación cerebral eléctrica para generar la sincronización entre cerebros. En una investigación publicada hace pocos meses, la aplicación de la estimulación eléctrica transcraneal en varios participantes a la vez provocó su sincronización cerebral en la corteza prefrontal y el giro frontal inferior y la mejora de la coordinación en las tareas computarizadas que debían realizar (Lu et al., 2023). Además, las mejoras fueron duraderas.

Otra cuestión importante y actual es cómo afectan las conexiones online a los procesos de sincronización cerebral. En un estudio reciente se registró la actividad cerebral de parejas de madres e hijos preadolescentes cuando se comunicaban online y en persona. Los resultados fueron concluyentes. La interacción en vivo generó nueve vínculos cerebrales significativos entre áreas frontales y temporales en el rango de frecuencias beta, mientras que la interacción online solo generó uno (Schwartz et al., 2022; ver figura 3). Aunque se necesitan más estudios, esta sobrecarga de las regiones cerebrales que deteriora la sincronización podría explicar la «fatiga del Zoom» que experimentamos a menudo durante las sesiones online.

El mismo grupo de investigación ha obtenido resultados similares al comparar la sincronización cerebral entre las madres y sus hijos cuando se enviaban mensajes de texto por WhatsApp frente a las interacciones cara a cara. La sincronización cerebral identificada en la comunicación personal genera una red de conexiones frontales y temporales entre cerebros que no se da al enviar mensajes de texto (Schwartz et al., 2024). Según los autores de la investigación, si bien los mensajes de texto facilitan la comunicación en tiempo real y la interacción con familiares y amistades, su uso excesivo podría ser contraproducente, especialmente para el cerebro en desarrollo.

Figura 3. Mayor sincronización entre regiones cerebrales en la interacción cara a cara que en la conexión online (Schwartz et al., 2022).

Sincronización en la vida

En un interesante experimento se pidió a parejas de participantes que se sentaran uno frente a otro, mirándose, sin hablar ni hacer gestos, mientras los investigadores registraban la actividad neuronal de los participantes junto a los movimientos oculares, faciales y del resto del cuerpo. A veces los voluntarios podían verse y en otras ocasiones estaban separados por una pantalla. Los investigadores comprobaron que la sincronización entre cerebros surgió de forma espontánea solo cuando los participantes podían verse, siendo la sonrisa un factor crítico en el acoplamiento (Koul et al., 2023)

Compartir objetivos y prestar atención conjunta son cruciales para la sincronización entre cerebros (Ni et al., 2024). En experimentos en los que cooperan varias personas y en los grupos hay alguna persona que finge participar en la tarea sin tener ningún interés en la misma, su cerebro no se sincroniza con los del resto del grupo. Lo mismo ocurre en juegos de cartas cooperativos. La sincronización se da entre los compañeros de equipo y no con los oponentes. Y se da en un grado bastante menor en personas que tienen que resolver tareas de forma individual que cuando cooperan con otras. Cuanto más intenso es el acoplamiento neuronal durante la actividad de cooperación, más tiempo emplean los participantes en ayudar al otro. Además, la sincronización cerebral se amplifica en función del vínculo entre los participantes y el consenso alcanzado, llegando a predecir el resultado del aprendizaje (Pan et al., 2023). Todo lo explicado antes sugiere que la sincronización cerebral no pude explicarse solo como consecuencia de un entorno sensorial compartido entre las personas, sino que es fruto de una conexión real entre las personas.

Los participantes en las investigaciones sincronizan mejor su actividad cerebral con la de un extraño si en su vida cotidiana (en el trabajo, en sus aficiones, etc.) tratan regularmente con personas de diferentes grupos. Inferimos que la capacidad de sincronización está relacionada con la competencia social y podría entrenarse, tal como mencionamos antes. Asimismo, los resultados de varios estudios sugieren que la sincronización cerebral se podría utilizar como biomarcador para los trastornos de interacción social. Esto es muy importante porque, por ejemplo, en personas con trastorno límite de la personalidad o en personas con autismo se han identificado sincronizaciones muy reducidas durante un simple contacto directo con otra persona (Konrad et al., 2024). En niños con TEA, cuanto más pronunciados son sus síntomas, menos cooperan con sus padres en tareas de laboratorio y más limitada es la sincronización neuronal con sus progenitores (Wang et al., 2020).

La evolución de los humanos como seres sociales ha preparado nuestros cerebros para las interacciones sociales. En unos casos más y en otros menos.  Como los cerebros, las personas somos únicas y diferentes a las demás. Pero nos necesitamos y esa es la verdadera recompensa a nivel cerebral. Cuando estamos en la misma onda, todo es más fácil.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Atherton, G., Sebanz, N., & Cross, L. (2019). Imagine All The Synchrony: The effects of actual and imagined synchronous walking on attitudes towards marginalised groups. PloS One14(5), e0216585.

2. Bi, X., Cui, H., & Ma, Y. (2023). Hyperscanning Studies on Interbrain Synchrony and Child Development: A Narrative Review. Neuroscience, 530, 38–45.

3. Coutinho, J. et al. (2021). When our hearts beat together: Cardiac synchrony as an entry point to understand dyadic co‐regulation in couples. Psychophysiology58(3), e13739.

4. Czeszumski, A. et al. (2022). Cooperative behavior evokes interbrain synchrony in the prefrontal and temporoparietal cortex: a systematic review and meta-analysis of fNIRS hyperscanning studies. Eneuro9(2).

5. Hakim, U. et al. (2023). Quantification of inter-brain coupling: A review of current methods used in haemodynamic and electrophysiological hyperscanning studies. NeuroImage, 120354.

6. Konrad, K. et al. (2024). Interpersonal neural synchrony and mental disorders: unlocking potential pathways for clinical interventions. Frontiers in Neuroscience18, 1286130.

7. Koul, A. et al. (2023). Spontaneous dyadic behavior predicts the emergence of interpersonal neural synchrony. NeuroImage277, 120233.

8. Liu, Q. et al. (2024). Mothers and fathers show different neural synchrony with their children during shared experiences. NeuroImage288, 120529.

9. Lu, H. et al. (2023). Increased interbrain synchronization and neural efficiency of the frontal cortex to enhance human coordinative behavior: A combined hyper-tES and fNIRS study. NeuroImage, 282, 120385.

10. Mogan, R., Fischer, R., & Bulbulia, J. A. (2017). To be in synchrony or not? A meta-analysis of synchrony’s effects on behavior, perception, cognition and affect. Journal of Experimental Social Psychology72, 13-20.

11. Müller, V. et al.  (2013). Intra- and inter-brain synchronization during musical improvisation on the guitar. PLoS One, 8(9): e73852.

12. Nguyen, T. et al. (2020). The effects of interaction quality on neural synchrony during mother-child problem solving. Cortex, 124, 235-249.

13. Ni, J., Yang, J., & Ma, Y. (2024). Social bonding in groups of humans selectively increases inter-status information exchange and prefrontal neural synchronization. Plos Biology22(3), e3002545.

14. Pan, Y., Cheng, X., & Hu, Y. (2023). Three heads are better than one: cooperative learning brains wire together when a consensus is reached. Cerebral Cortex33(4), 1155-1169.

15. Réveillé, C. et al. (2024). Using interbrain synchrony to study teamwork: a systematic review and meta-analysis. Neuroscience & Biobehavioral Reviews, 105593.

16. Santamaria, L. et al. (2020). Emotional valence modulates the topology of the parent-infant inter-brain network. NeuroImage, 207, 116341.

17. Schwartz, L. et al. (2022). Technologically-assisted communication attenuates inter-brain synchrony. Neuroimage264, 119677.

18. Schwartz, L. et al. (2024). Generation WhatsApp: inter-brain synchrony during face-to-face and texting communication. Scientific Reports14(1), 2672.

19. Tschacher, W. et al. (2023). Audience synchronies in live concerts illustrate the embodiment of music experience. Scientific Reports13(1), 14843.

20. Wang, Q. et al. (2020). Autism symptoms modulate interpersonal neural synchronization in children with autism spectrum disorder in cooperative interactions. Brain Topography33, 112-122.

21. Zhang, L. et al. (2022). Interpersonal neural synchronization predicting learning outcomes from teaching-learning interaction: A meta-analysis. Frontiers in Psychology13, 835147.

El eje intestino-cerebro

Deja que el alimento sea tu medicina y que la medicina sea tu alimento.

Hipócrates

Durante mucho tiempo se ha ignorado el papel principal que desempeñan dos de los sistemas más importantes del cuerpo a la hora de mantener nuestra salud global: el cerebro (el sistema nervioso) y los intestinos (el sistema digestivo). Estamos empezando a entender que el intestino, los microorganismos que lo pueblan (microbiota) y las moléculas de señalización que producen gracias a sus innumerables genes (microbioma) conforman un sistema de regulación del buen funcionamiento corporal y cerebral trascendental. El gran Hipócrates iba muy bien encaminado.

La microbiota

La microbiota es el conjunto de bacterias y otros microorganismos presentes en un ambiente determinado. Nuestra microbiota se adapta a nichos concretos del cuerpo (boca, pie o intestino, por ejemplo) distribuyéndose de forma característica y diferente en cada persona, por lo que depende del entorno en el que vivimos.

Aunque tenemos microorganismos en todas las superficies en contacto con el exterior, una gran parte reside en el intestino grueso. Por ello, cuando nos referimos a la microbiota estamos hablando generalmente de la intestinal. Es lo que antiguamente se conocía como flora intestinal, término que no gusta a los puristas ya que nuestros microorganismos no son del reino vegetal.

La microbiota del tracto intestinal es de mayor complejidad que la del resto del cuerpo y consta de bacterias, arqueas, hongos, protozoos y ciertos virus. En particular, la del intestino grueso, ya que la microbiota del colon es mucho mayor en número y diversidad que la del intestino delgado (De Vos et al., 2022; ver figura 1).

Figura 1. Abundancia total de bacterias en diferentes partes del cuerpo (De Vos et al., 2022).

La microbiota intestinal depende de muchos factores. Influye la genética, la microbiota materna, los microorganismos que conviven en nuestro organismo, la dieta, el ejercicio e, incluso, el estado de ánimo de la persona.

La microbiota humana y su composición genética (el microbioma humano), se comenzó a estudiar a gran escala hace pocos años dentro del marco de grandes proyectos como el Human Microbiome Project (HMP), en Estados Unidos, y el Metagenomics of the Human Intestinal Tract, financiado por la Comisión Europea. Es por ello que los avances científicos vinculados al estudio de la microbiota no paran de sucederse.  

Cambios con la edad

Las personas vamos cambiando con el paso del tiempo. Lo mismo ocurre con la microbiota intestinal. La adquirimos al nacer por transmisión de la madre y se va modificando a lo largo de la vida con los correspondientes procesos neuronales vinculados a cada una de las etapas (ver figura 2). Incluso se han observado pequeñas variaciones de la microbiota intestinal en el transcurso de un día (Costello et al., 2009).

Figura 2. Gráfico cronológico que indica cambios en la diversidad de la microbiota a lo largo de la vida acompañada de cambios típicos en el desarrollo neuronal. La profundidad de la barra azul indica el período de tiempo durante el cual los procesos indicados son mayores (Cryan et al., 2019).

En un parto natural, los lactobacilos presentes en la vagina de la madre serán las primeras bacterias que colonizarán al bebé, junto a otros microorganismos. Mientras que en un parto con cesárea los primeros microorganismos provendrán de los guantes del personal sanitario y de otras zonas de la sala de parto que es imposible esterilizar por completo. Por ello, en algunos hospitales suelen restregar gasas empapadas de los flujos vaginales de la madre por la piel del bebé. Bacterias importantes como las bifidobacterias tardan más en colonizar el aparato digestivo de los bebés nacidos por cesárea que los nacidos por parto vaginal (Zhang et al., 2021). Los bebés necesitan esas bacterias para desarrollarse adecuadamente, especialmente a nivel neuronal. Estudios con ratones en los que se les cría en un ambiente libre de gérmenes han demostrado que son más ansiosos y presentan déficits cognitivos (Cryan y Dinan, 2012), tal como analizaremos luego.

Además de la transmisión en el parto, la microbiota también se puede transmitir a través de las relaciones con otras personas o animales, los alimentos o incluso por los objetos con los que el bebé está en contacto. Respecto al tema social, se ha comprobado que los bebés nacidos en familias numerosas tienen una microbiota más compleja y sana. De hecho, las personas que viven juntas tienen una mayor diversidad microbiana que las que viven solas (Sherwin et al., 2019).

Aunque años atrás se creía que el bebé comenzaba a adquirir bacterias dentro del útero de la madre, en la actualidad se duda que pasen bacterias completas de la madre al feto (De Goffau et al., 2019). No obstante, sabemos que el desarrollo prenatal está influenciado por la microbiota de la madre, pudiendo afectar la dieta, el estrés, la higiene, fumar, etc. (Sinha et al., 2023; ver figura 3).

Figura 3. Factores que pueden afectar antes y durante el embarazo (Sinha et al., 2023).

Más allá de la genética (que siempre cuenta), se han identificado una serie de factores del entorno que regularán la microbiota intestinal y serán imprescindibles para una buena salud global. El principal factor de impacto sobre la microbiota es la dieta, siendo imprescindible adecuarla a las necesidades individuales (gran reto de la medicina personalizada).

En la infancia temprana juega un papel muy relevante la lactancia materna. La leche materna contiene oligosacáridos (constituyentes de la fibra), unos hidratos de carbono complejos que favorecen el desarrollo de bifidobacterias que serán esenciales para formar la microbiota del bebé. La leche materna contiene nutrientes y factores de reconocimiento inmunitario que protegen contra las infecciones intestinales en un momento en que la microbiota tiene una baja diversidad y todavía no está preparada para defender al bebé de las infecciones. Los estudios longitudinales con niños amamantados sugieren que la lactancia materna puede beneficiar a circuitos neuronales que intervienen en el desarrollo cognitivo, social y emocional del bebé (Victora et al., 2016). La secreción de oxitocina (hormona del vínculo) en el cerebro durante el amamantamiento podría influir. Y es que la lactancia materna es mucho más que alimentar con el pecho.

Por otra parte, otros factores importantes que pueden tener un impacto en la microbiota intestinal son el ejercicio, el cual puede mejorar su composición y capacidad funcional, independientemente de la dieta, el ambiente en el que crecemos (qué importante la naturaleza), la ingesta de medicamentos, etc. En lo referente a los antibióticos, se ha comprobado que su administración a la madre antes o durante el parto modifica las bacterias que recibe el bebé (Ratsika et al., 2023).

Durante la primera fase de la vida se va generando la homeostasis intestinal necesaria para un buen funcionamiento metabólico y del sistema inmunológico. Junto a esto, la microbiota intestinal también juega un papel relevante en el desarrollo cerebral.

En el caso de la adolescencia, los hábitos alimentarios pueden suponer una gran diferencia. En muchas ocasiones, el desequilibrio nutricional puede conllevar problemas gastrointestinales. Y el estrés puede perjudicar de forma específica, tanto a su microbiota, como a su cerebro, ya que en esta importante etapa de la vida no se han desarrollado los mecanismos de regulación emocional adecuados debido a la falta de desarrollo de circuitos específicos de la corteza prefrontal.

En la adultez, un problema recurrente es el exceso de sedentarismo que, lamentablemente, va muchas veces acompañado de una nutrición inadecuada. Hoy se come mucho y muchas veces, lo que conlleva una sobrealimentación junto a la falta de nutrientes de lo que comemos. Como veremos en un apartado posterior, las alteraciones en la composición de la microbiota intestinal están asociadas con varias enfermedades crónicas, entre las que se incluyen la obesidad y las enfermedades inflamatorias.

Existen estudios que demuestran una clara asociación entre la dieta y el envejecimiento, viéndose afectados los principales grupos de bacterias del tracto intestinal. Por ejemplo, las dietas con niveles elevados de azúcar y grasas producen un sobrecrecimiento de las bacterias Firmicutes, mientras que dietas ricas en fibra (pensemos en verduras y legumbres) conllevan un incremento de la actividad de los Bacteroidetes. Existen evidencias de que nunca es demasiado tarde para mejorar nuestra microbiota, incluso en la vejez. Por ejemplo, comiendo más fibra (Koh et al., 2016) o adoptando una dieta de tipo mediterráneo, compuesta por un alto consumo de verduras, legumbres, frutas, nueces, aceite de oliva y pescado, y un bajo consumo de carnes rojas, productos lácteos, grasas saturadas y alimentos procesados, lo que conlleva un aumento de las Bacteroidetes y una disminución de las Firmicutes (Badal et al., 2020).

Una buena dieta puede mejorar nuestra microbiota y nuestra salud a todos los niveles, también en lo emocional. Aunque, por supuesto, pueden intervenir otros factores. En un interesante estudio en el que participaron 178 personas mayores (media de 78 años) que no estaban en tratamiento con antibióticos, se encontró que aquellas personas internadas en residencias y sometidas a dietas monótonas y bajas en fibra tenían una menor diversidad microbiana que aquellas que vivían en su entorno familiar, siendo más frágiles y teniendo peor salud (Claesson et al., 2012).  Más allá de la dieta, seguramente intervengan otros factores socioemocionales que, aunque influyan de forma específica en edades avanzadas, nos pueden afectar en cualquier etapa de la vida.

Conexión entre el cerebro y el intestino

El llamado eje intestino-cerebro hace referencia a la comunicación bidireccional que se ha identificado entre el sistema nervioso central y la microbiota intestinal a través de múltiples rutas neurales (mediante neurotransmisores a través del nervio vago), inmunes (con citoquinas), endocrinas (con hormonas como el cortisol) y metabólicas (por ejemplo, a través de ácidos grasos de cadena corta que algunas bacterias producen cuando consumen fibra o del metabolismo del triptófano) (ver figura 4). Por una parte, la microbiota intestinal influye en el funcionamiento cerebral y, recíprocamente, la actividad cerebral impacta en la composición y desarrollo de la microbiota.

Figura 4. La comunicación entre el intestino y el cerebro tiene lugar a través de múltiples canales: nervio vago, citoquinas, cortisol, ácidos grasos de cadena corta (SCFAs) o del metabolismo del triptófano (Cryan et al., 2012).

El tracto gastrointestinal es el único órgano interno que ha evolucionado con su propio sistema nervioso independiente: el sistema nervioso entérico. Es la red neuronal más extensa fuera del cerebro. Por ello se le conoce como el segundo cerebro.  El sistema entérico se encarga del funcionamiento básico gastrointestinal (motilidad, secreción, flujo sanguíneo) y se comunica con el cerebro (sistema nervioso central) a través de los sistemas nerviosos simpático y parasimpático. Sintetizando, podemos decir que el eje intestino-cerebro está formado por la microbiota, el sistema nervioso central, el sistema nervioso autónomo, el sistema nervioso entérico, el sistema neuroendocrino y el sistema neuroinmune.

El sistema nervioso entérico puede llegar a tener hasta cien millones de neuronas. Las células inmunitarias en los intestinos constituyen la mayor parte del sistema inmunitario de nuestro cuerpo. Y las células endocrinas intestinales son críticas para nuestra salud y bienestar debido a su abundancia y eficacia en la comunicación con el sistema nervioso (Furness, 2012).

Del cerebro al intestino

El sistema nervioso central influye y es influenciado por el sistema gastrointestinal. La mayoría de las investigaciones sobre esta conexión intestino-cerebro se han centrado en cómo las señales ascendentes del intestino y su microbioma alteran el funcionamiento cerebral. Se ha prestado menos atención a cómo las señales descendentes del sistema nervioso central alteran la función intestinal.

Utilizando un modelo animal, un estudio reciente (Levinthal y Strick, 2020) identificó vías neuronales concretas que conectan el cerebro con el estómago, unas vinculadas al sistema nervioso simpático (activación) y otras asociadas al sistema nervioso parasimpático (recuperación).

Las vías parasimpáticas conectan el estómago con la ínsula anterior, una región del cerebro que interviene en la interocepción (sentido del estado fisiológico del cuerpo) y la regulación de las emociones. También participaron zonas de la corteza prefrontal medial. Estas regiones envían, a su vez, instrucciones al intestino. Como explicaron los autores de la investigación, esto significa que nuestras intuiciones se construyen a partir de información sensorial que proviene del estómago, pero también a través de todas las influencias en la ínsula anterior, como las experiencias pasadas y el conocimiento contextual, por ejemplo. Técnicas que trabajen la conciencia corporal, como el mindfulness, pueden ayudar al sistema digestivo a través de estas vías parasimpáticas. Y, en general, las buenas estrategias que permitan mejorar las funciones ejecutivas (corteza prefrontal).

Por el contrario, las vías simpáticas del sistema nervioso central, que se activan cuando estamos estresados, conectan principalmente el estómago con la corteza motora primaria, que interviene en la ejecución del movimiento, junto a la corteza somatosensorial primaria y la corteza motora secundaria. Como también mencionan los propios autores de la investigación, cada vez es más común que los llamados trastornos gastrointestinales funcionales, generados por múltiples situaciones estresantes, sean resistentes a los tratamientos convencionales, especialmente los que son graves. Para ello podría ser útil la utilización de estimulación transcraneal no invasiva sola o combinada con terapias cognitivas, conductuales y basadas en el movimiento. Qué importante el ejercicio, el baile, etc. La actividad física es una estrategia fantástica para combatir el estrés y, por ende, para combatir la aparición de úlceras estomacales.

Del intestino al cerebro

El intestino se comunica con el cerebro a través del nervio vago, principalmente, y también de muchas terminaciones nerviosas intestinales que forman parte del sistema nervioso periférico. Las fibras del nervio vago, principal componente del sistema nervioso parasimpático, transmiten información vital desde los sistemas gastrointestinal, respiratorio y cardiovascular y proporcionan retroalimentación a las vísceras. Aunque en el nervio vago hay un predominio de fibras nerviosas aferentes (80%), aquellas que trasladan la información desde los receptores sensitivos hasta el sistema nervioso central (Bonaz et al., 2018).

La gran mayoría de las células y receptores digestivos que se codifican como sensaciones intestinales están estrechamente ligadas al cerebro a través del nervio vago. Recientemente se han descubierto un tipo de neuronas intestinales (neuropod cells) que, al igual que las células del olfato y del gusto, son capaces de extraer información sobre los nutrientes y enviar información al cerebro en milisegundos, a través del nervio vago, sobre la calidad nutricional de los alimentos (Kaelberer et al., 2020). En consecuencia, podemos decir que nuestras preferencias por las comidas tienen una base inconsciente. Estas neuropod cells detectan moléculas específicas de los nutrientes que, generando vías neuronales distintas, nos permiten diferenciarlos. Son las responsables, por ejemplo, de que los humanos y los animales prefiramos el azúcar sobre los edulcorantes teniendo ambos un sabor dulce. Incluso los ratones que carecen de receptores gustativos pueden distinguir el azúcar del edulcorante o el agua (Buchanan et al. 2022).

La evidencia de la influencia de la microbiota intestinal en la fisiología del cerebro ha surgido principalmente del estudio de roedores libres de gérmenes que muestran alteraciones en varios aspectos de su neurofisiología, desde las funciones sensoriomotoras intestinales y el vaciado gástrico, hasta la integridad de la barrera hematoencefálica y las funciones inmunes (Fülling et al. 2019). La falta de microbiota en estos ratones afectó a regiones críticas como el hipocampo (memoria), la amígdala (emociones), la corteza prefrontal (funciones ejecutivas), el hipotálamo (respuesta al estrés) o el cuerpo estriado (motivación). Y también se vieron alterados los niveles del BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro), que se incrementa con la actividad física y está asociado a procesos neuronales básicos, como la sinaptogénesis o la neurogénesis. Como consecuencia de ello, los animales sin microbiota muestran alteraciones en el comportamiento y déficits de aprendizaje (Sharvin et al., 2023; ver figura 5).

Figura 5. La ausencia total de comunicación entre la microbiota, el intestino y el cerebro puede perjudicar el funcionamiento de importantes regiones del cerebro de los mamíferos (Sharvin et al., 2023).

Si bien estas investigaciones indicaron una relación entre la microbiota, el cerebro y el comportamiento, la evidencia clara de este vínculo provino de los estudios en los que los rasgos fenotípicos de la ansiedad podían transmitirse entre cepas de animales únicamente mediante el trasplante de la microbiota intestinal (trasplantes fecales). Y no solo esto. Como mencionaremos luego, diversos estudios han relacionado la microbiota intestinal con la salud y la enfermedad. Se han observado cambios drásticos en la microbiota intestinal en pacientes con trastorno del espectro autista, esquizofrenia, depresión, enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Parkinson y esclerosis múltiple (Morais et al., 2021). Curiosamente, al transferir la microbiota intestinal de pacientes con estas enfermedades a animales libres de gérmenes, muchos de los síntomas comienzan a surgir, lo que añade un elemento causal al que muchos autores ya llaman eje microbiota-intestino-cerebro.

Disfunciones de la microbiota

Los desequilibrios intestinales están asociados a cambios en la composición de la microbiota que tienden a disminuir su diversidad. Este nuevo estado se llama disbiosis microbiana. Cuando esto ocurre, la microbiota dispone de menos recursos para reaccionar ante los patógenos.

Se ha observado disbiosis microbiana en personas con inflamaciones intestinales crónicas, obesidad o síndrome metabólico. Pero también en personas con ansiedad, depresión, autismo y hasta en enfermedades neurodegenerativas como la enfermedad de Parkinson o la de Alzheimer. En estos casos la disbiosis puede originarse en trastornos del comportamiento alimentario que afectan a la microbiota. Pero, a la vez, los desequilibrios en la microbiota pueden afectar al cerebro y provocar desordenes psicológicos y conductuales. Cuando existe disbiosis microbiana pueden darse desordenes metabólicos, inmunológicos y neuronales. E, inversamente, estos desórdenes suelen aparecer asociados a la disbiosis. Es el eje bidireccional que analizamos en el apartado anterior. ¿Cuál es la causa y cuál es el efecto? No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que el exceso de permeabilidad intestinal puede provocar muchos problemas de salud (alergias, enfermedades autoinmunes, inflamación en el intestino, etc.). En esta situación, se daña el recubrimiento intestinal permitiendo que los patógenos se difundan hasta nuestro sistema circulatorio. Como consecuencia de ello, las células inmunes provocan una inflamación sistémica.

Sabemos que el estrés es uno de los factores que incrementan más esta permeabilidad. Aunque hay que matizar que todo depende de la dosis. Es lo que se conoce como hormesis (“lo que no te mata, te hace más fuerte”). Pequeñas dosis de adversidad fisiológica pueden ser muy beneficiosas para la salud, mientras que el exceso de esa misma adversidad puede ser tremendamente perjudicial. Por ejemplo, la restricción calórica y pasar de vez en cuando hambre es bueno para la microbiota. Y lo mismo ocurre con una breve exposición al frío o sufrir un poco de sed.

Por otra parte, la mayoría de los antibióticos son de amplio espectro y eliminan a una extensa variedad de bacterias presentes en el intestino que nos protegen de otros patógenos (no todas las bacterias son malas). Algunas de ellas no se podrán recuperar, lo que es especialmente relevante en etapas iniciales de la vida en las que el desarrollo y equilibrio de la microbiota intestinal no es todavía el adecuado para hacer frente a las agresiones externas. Pensemos, por ejemplo, en la Salmonella. Cuando nuestras bacterias pueden hacer bien su trabajo, podemos combatirla y no tener síntomas. Sin embargo, los tratamientos con antibióticos pueden dañar nuestra microbiota y dejarnos indefensos frente a la Salmonella. Lo que también podría darse como consecuencia de una enfermedad o de la edad.

Volviendo a la infancia, en España se ha detectado un alto consumo de antibióticos en menores de 5 años, muchas veces prescritos en procesos no bacterianos (Pérez et al., 2023). Esto es muy preocupante porque en los primeros años de vida se están sentando las bases de un buen sistema inmunitario futuro.

Y si el uso inadecuado de los fármacos está perjudicando nuestra microbiota y, en general, nuestra salud, lo mismo podríamos decir de sustancias como los disruptores endocrinos (el bisfenol A, ftalatos, pesticidas, metales pesados, etc.) que se han asociado con una mayor incidencia de trastornos metabólicos (Gálvez-Ontiveros et al., 2020).

Cuando hablamos de microbiota tendemos a asociarla rápidamente a la alimentación y, ciertamente, es muy importante. Aunque, tal como ya hemos mencionado, la salud intestinal no solo refleja los hábitos nutricionales, sino que también se ve afectada por otros muchos factores de nuestra vida cotidiana (Hou et al., 2022; ver figura 6) en los que intervienen el entorno en el que vivimos, nuestra actitud diaria, cuánto nos movemos, cómo dormimos, qué relaciones tenemos, los medicamentos que tomamos, etc. En definitiva, lo que comemos afecta a la microbiota. Pero, también lo que hacemos, pensamos y sentimos.

Figura 6. Factores que afectan al eje microbiota-cerebro-intestino (Hou et al., 2022).

Modulación de la microbiota

Aunque no sabemos si la disbiosis microbiana es la causa de muchas de las patologías mencionadas en el apartado anterior, investigaciones recientes están demostrando la importancia de utilizar estrategias que modulen el funcionamiento y composición de la microbiota intestinal. Entre las estrategias más estudiadas están el uso de probióticos, el consumo de prebióticos y los trasplantes fecales. Nos vamos a centrar en las dos primeras. A menudo se utilizan como complemento dietético para intervenciones clínicas mediante administración oral. Se considera que la dosis adecuada y la interacción con la microbiota son factores importantes que afectan la eficacia de los probióticos y prebióticos.

Los probióticos son microorganismos (como las bifidobacterias y los lactobacilos) que podemos obtener de forma natural de los alimentos fermentados, como yogures, kimchi, chucrut, etc. Tomados en cantidades adecuadas pueden incrementar la diversidad de la microbiota intestinal. Los microorganismos comercializados como probióticos incluyen bacterias de diferentes géneros (Lactobacilos, Bifidobacterias, etc.) y levaduras (Saccharomyces, por ejemplo).

Se han obtenido beneficios en el tránsito intestinal, frente a diarreas o en el síndrome de intestino irritable, por ejemplo. El potencial uso terapéutico en otras enfermedades (obesidad, resistencia a la insulina, ansiedad, etc.) es objeto de estudio. En estudios preclínicos (con roedores, principalmente) varias cepas mejoran el metabolismo, la inmunidad, la función endocrina y retrasan el envejecimiento, asumiendo que la dieta y la propia microbiota pueden afectar al probiótico (Cunningham et al., 2021).

Quizás el efecto más intrigante de algunos probióticos sea el impacto sobre el funcionamiento cerebral. Son los denominados psicobióticos. Estos probióticos modulan de forma específica el eje intestino-cerebro, pudiendo mejorar la salud mental, incluida la ansiedad o depresión (Cryan et al., 2019). Dichas bacterias son capaces de incrementar la producción de neurotransmisores como el GABA y la serotonina, que afectan a la función cerebral a través del nervio vago.

Tanto los lactobacilos como las bifidobacterias, dos de las familias de bacterias más abundantes en nuestro colón, producen GABA, un importante neurotransmisor que tiene efectos inhibidores en el cerebro. Su disfunción está implicada en varios trastornos mentales (Ullah et al., 2023). De hecho, muchos medicamentos contra la ansiedad, como el Valium, imitan los mecanismos de señalización del GABA. La administración de ciertas bacterias probióticas puede producir efectos similares, elevando las concentraciones de GABA o sus receptores en el cerebro.  

En el colon, las especies de Streptococcus y Escherichia producen serotonina, un neurotransmisor importante en la digestión, el apetito, el sueño, el humor o el estado de ánimo, por ejemplo. Más del 90 % del total de serotonina en el cuerpo se sintetiza en células intestinales a partir del triptófano que ingerimos con los alimentos (Cryan et al., 2019).De hecho, sabemos que una dieta deficiente en triptófano (las principales fuentes son los huevos y la leche, seguidos de pescados y carnes; también abunda en los cereales integrales) reduce los niveles de serotonina en el cerebro. Asimismo, se ha identificado una pérdida de diversidad en la microbiota intestinal en personas con síntomas de ansiedad o depresión y bajos niveles de serotonina circulante. Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina son fármacos muy utilizados como antidepresivos ya que bloquean la reabsorción de la serotonina en las neuronas. Seguramente parte del éxito de estos fármacos tenga que ver con su efecto sobre la microbiota. En los últimos años se han probado psicobióticos que incrementan la producción de serotonina. Por ejemplo, el Bifidobacterium longum y el Lactobacillus bulgaricus que están presentes de forma natural en el yogur y el kéfir (Cryan et al., 2020). La esperanza es que finalmente puedan emplearse los psicobióticos con tanta facilidad como ahora se usa Prozac, para tratar la depresión, o Valium para tratar la ansiedad, pero con menos efectos secundarios.

Respecto a los prebióticos, son componentes de los alimentos no digeribles, presentes de forma natural o añadidos, que ejercen un efecto beneficioso estimulando selectivamente el crecimiento y/o la actividad de determinadas bacterias en el colon. Es la fibra que actúa como alimento para los probióticos. Por eso los encontramos en hortalizas como las endibias, alcachofas, puerros y ajos, los granos integrales, etc. Los efectos beneficiosos para la salud deben documentarse para que una sustancia se considere prebiótica (Gibson et al., 2017).

Los estudios han confirmado que la ingesta de prebióticos puede estimular el enriquecimiento selectivo de probióticos en el tracto intestinal, regulando así la respuesta inmune y previniendo patógenos. Los prebióticos más conocidos son la inulina, los fructooligosacáridos, la lactulosa y los galactooligosacáridos. Un prebiótico en fase de estudio del que se habla mucho últimamente y que parece interesante es el almidón resistente. Y se están estudiando también los prebióticos no hidratos de carbono que incluyen polifenoles, ácidos grasos y otros micronutrientes.

Debido a que los probióticos y prebióticos son baratos y fáciles de manejar, a menudo se utilizan en personas con enfermedades neurodegenerativas. La suplementación a largo plazo con leche enriquecida con Bifidobacteria y Lactobacillus fermentum tuvo un impacto positivo en la memoria y el aprendizaje en pacientes con Alzheimer (Bonfili et al., 2021).

Mejora con la microbiota en mente

A lo largo de la vida, cuanto más rica y diversa sea la microbiota, mejor resistirá las amenazas externas. La microbiota intestinal representa un ecosistema cambiante que se ve gravemente puesto a prueba por muchos factores, como una dieta desequilibrada, el estrés, el uso de antibióticos o las enfermedades.

El intenso intercambio de información entre el cerebro, el intestino y su microbiota se lleva a cabo las veinticuatro horas al día, desde el nacimiento hasta la muerte. Toda esta información coordina las funciones digestivas básicas, pero también tiene un impacto en nuestro desempeño cotidiano: en cómo nos sentimos, cómo nos relacionamos, qué decisiones tomamos, cuánto comemos… y mucho más. Entender este diálogo continuado puede orientarnos hacia una salud óptima. ¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Cómo podemos alimentar a la microbiota para que nuestra salud mejore?

El gran neurocientífico Emeran Mayer, en su fantástico libro Pensar con el estómago: Cómo la relación entre digestión y cerebro afecta a la salud y el estado de ánimo, propone lo siguiente:

-Fomentar la diversidad microbiana maximizando la ingesta regular de alimentos naturales fermentados y probióticos.

-Reducir el potencial inflamatorio de la microbiota intestinal tomando mejores decisiones nutritivas.

-Rebajar la grasa animal de la dieta.

-Evitar dentro de lo posible los alimentos procesados fabricados en serie y escoger alimentos de cultivo ecológico.

-Comer raciones más pequeñas.

-Tener en cuenta la nutrición prenatal.

-Reducir el estrés y practicar la autoconsciencia.

-Evitar comer cuando estamos estresados, enfadados o tristes.

-Disfrutar de los placeres secretos y los aspectos sociales de la comida.

-Convertirnos en expertos en escuchar lo que sentimos en las tripas.

La microbiota es solo uno de los pilares básicos de una vida saludable. Es, a la vez, causa y efecto de esta. Necesitamos cuidarnos de forma integral. Así trabaja el cerebro. Y los pilares básicos para una buena salud cerebral los conocemos. Esos pilares también son básicos para mantener una buena microbiota intestinal. Ya lo dijo Virginia Wolf: “Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien”. En definitiva, uno no puede vivir bien. Cada vez que comemos hemos de confiar en que el intestino tome las decisiones adecuadas para que sigamos viviendo.

Jesús C. Guillén


Referencias:

1. Badal, V. D. et al. (2020). The gut microbiome, aging, and longevity: a systematic review. Nutrients12(12), 3759.

2. Bonaz, B. et al. (2018). The vagus nerve at the interface of the microbiota-gut-brain axis. Frontiers in Neuroscience12, 49.

3. Bonfili, L. et al. (2021). Microbiota modulation as preventative and therapeutic approach in Alzheimer’s disease. The FEBS Journal288(9), 2836-2855.

4. Buchanan, K. L. et al. (2022). The preference for sugar over sweetener depends on a gut sensor cell. Nature Neuroscience25(2), 191-200.

5. Claesson, M. J. et al. (2012). Gut microbiota composition correlates with diet and health in the elderly. Nature488(7410), 178-184.

6. Costello, E. K. et al. (2009). Bacterial community variation in human body habitats across space and time. Science326(5960), 1694-1697.

7. Cryan, J. F., & Dinan, T. G. (2012). Mind-altering microorganisms: the impact of the gut microbiota on brain and behaviour. Nature Reviews Neuroscience13(10), 701-712.

8. Cryan, J. F. et al. (2019). The microbiota-gut-brain axis. Physiological Reviews, 99, 1877-2013.

9. Cunningham, M. et al. (2021). Shaping the future of probiotics and prebiotics. Trends in Microbiology29(8), 667-685.

10. De Goffau, M. C. et al. (2019). Human placenta has no microbiome but can contain potential pathogens. Nature572(7769), 329-334.

11. De Vos et al. (2022). Gut microbiome and health: mechanistic insights. Gut71(5), 1020-1032.

12. Fülling, C. et al. (2019). Gut microbe to brain signaling: what happens in vagus… Neuron101(6), 998-1002.

13. Furness, J. B. (2012). The enteric nervous system and neurogastroenterology. Nature Reviews Gastroenterology & Hepatology9(5), 286-294.

14. Gálvez-Ontiveros, Y. et al. (2020). Endocrine disruptors in food: impact on gut microbiota and metabolic diseases. Nutrients12(4), 1158.

15. Gibson, G. R. et al. (2017). Expert consensus document: The International Scientific Association for Probiotics and Prebiotics (ISAPP) consensus statement on the definition and scope of prebiotics. Nature Reviews Gastroenterology & Hepatology14(8), 491-502.

16. Hou, K. et al. (2022). Microbiota in health and diseases. Signal Transduction and Targeted Therapy7(1), 135.

17. Kaelberer, M. M., Rupprecht, L. E., Liu, W. W., Weng, P., & Bohórquez, D. V. (2020). Neuropod cells: the emerging biology of gut-brain sensory transduction. Annual Review of Neuroscience43, 337-353.

18. Koh, A. et al. (2016). From dietary fiber to host physiology: short-chain fatty acids as key bacterial metabolites. Cell165(6), 1332-1345.

19. Levinthal, D. J., & Strick, P. L. (2020). Multiple areas of the cerebral cortex influence the stomach. Proceedings of the National Academy of Sciences117(23), 13078-13083.

20. Morais, L. H. et al. (2021). The gut microbiota–brain axis in behaviour and brain disorders. Nature Reviews Microbiology19(4), 241-255.

21. Pérez, D. et al. (2023). Consumo de antibióticos en pediatría de atención primaria antes y durante la pandemia de COVID-19. Enfermedades Infecciosas y Microbiología Clínica41(9), 529-534.

22. Ratsika, A. et al. (2023). Microbiota-immune-brain interactions: A lifespan perspective. Current Opinion in Neurobiology78, 102652.

23. Sharvin, B. L. et al. (2023). Decoding the neurocircuitry of gut feelings: Region-specific microbiome-mediated brain alterations. Neurobiology of Disease179, 106033.

24. Sherwin, E. et al. (2019). Microbiota and the social brain. Science366(6465), eaar2016.

25. Sinha, T. et al. (2023). The maternal gut microbiome during pregnancy and its role in maternal and infant health. Current Opinion in Microbiology74, 102309.

26. Ullah, H. et al. (2023). The gut microbiota-brain axis in neurological disorder. Frontiers in Neuroscience17, 1225875.

27. Victora, C. G. et al. (2016). Breastfeeding in the 21st century: epidemiology, mechanisms, and lifelong effect. The Lancet387(10017), 475-490.

28. Zhang, C. et al. (2021). The effects of delivery mode on the gut microbiota and health: state of art. Frontiers in Microbiology12, 724449.

Libros de divulgación para saber más:

Mayer, E. (2017). Pensar con el estómago: Cómo la relación entre digestión y cerebro afecta a la salud y el estado de ánimo. Grijalbo.

Arponen, S. (2021). ¡Es la microbiota, idiota!: Descubre cómo tu salud depende de los billones de microorganismos que habitan en tu cuerpo. Alienta Editorial.

Cryan, J. F., Anderson, S. C., & Dinan, T. (2020). La revolución psicobiótica. RBA Libros.

Peláez, C., y Requena, T. (2017). La microbiota intestinal (Vol. 79). Los Libros de La Catarata.

Castellanos, N. (2022). Neurociencia del cuerpo: cómo el organismo esculpe el cerebro. Editorial Kairós.

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Pensamiento crítico: una necesidad educativa

15 septiembre, 2023 1 comentario

“Si no somos críticos, siempre encontraremos lo que queremos: buscaremos y encontraremos confirmaciones, y apartaremos la mirada y dejaremos de ver cualquier cosa que suponga un peligro para nuestras teorías favoritas”.

Karl Popper

Un reto

Un famoso arquitecto construyó una vivienda de forma hexagonal de forma que las ventanas de todas las paredes estuvieran orientadas hacia el sur para aprovechar mejor la luz solar. El primer día que los nuevos propietarios entraron en la casa, se sorprendieron cuando vieron a través de las ventanas a un enorme animal peludo dando vueltas alrededor del edificio. ¿De qué color era el animal? ¿Cómo lo has sabido?

a) Era marrón, porque casi todos los animales enormes y peludos son marrones.

b) Era negro porque los osos son negros.

c) Era blanco por la descripción de las ventanas de la casa.

d) Es imposible responder a la pregunta, y si el pensamiento crítico consiste en esto, es una tontería y voy a tener que dejar de leer el artículo.

Espero de corazón que sigas leyendo y no hayas elegido la opción d). Si te has parado a reflexionar (esencia del buen funcionamiento ejecutivo) habrás puesto a prueba algunas de las habilidades asociadas al pensamiento crítico que son muy beneficiosas para una buena salud cerebral. Hoy más que nunca, los cambios vertiginosos en la sociedad, la educación y en la vida, en general, hacen insuficientes el clásico lema de que “el conocimiento es poder”. Necesitamos pensamiento crítico para adaptarnos a las múltiples situaciones desconocidas que se nos plantean y evitar la difusión de información errónea, a medida que se va incrementando la complejidad, incertidumbre y volatilidad del mundo que nos rodea. Considerada como una de las habilidades clave del S. XXI (junto a la creatividad, la colaboración y la comunicación; Thornhill-Miller et al., 2023), el pensamiento crítico nos diferencia a los humanos de las máquinas inteligentes y es un predictor importante del rendimiento académico de los estudiantes (Ren et al., 2020) y la toma de decisiones exitosas en la vida cotidiana (Butler et al., 2017), tal como sabían los filósofos clásicos (ver video).

Necesidades actuales

Los recientes debates sobre alfabetización mediática, competencias digitales y noticias falsas han renovado el interés por el pensamiento crítico. Para responder a los desafíos actuales, la educación debería facilitar el desarrollo de las habilidades de pensamiento de los estudiantes e identificar las mejores formas de alcanzar este desarrollo basándose en las evidencias científicas existentes. Sin embargo, dada su complejidad, se han ofrecido muchas definiciones del pensamiento crítico y las habilidades cognitivas básicas que lo posibilitan no se han precisado totalmente.

Por lo tanto, para poder orientar de forma práctica la educación del pensamiento crítico, necesitamos utilizar una definición clara y operativa que nos permita especificar los objetivos de su aprendizaje e identificar las habilidades cognitivas que puedan servir de base para su enseñanza y ejercicio.

La vaguedad con la que se utiliza el término “pensamiento crítico” tiene sus riesgos. Por ejemplo, el pensamiento crítico suele vincularse a la duda y al escepticismo, actitudes epistémicas que, en su justa medida, han sido apreciadas por grandes filósofos clásicos y forman parte del pensamiento científico. Sin embargo, la virtud de la duda puede ser utilizada para difundir información científica falsa oponiéndose a las evidencias empíricas existentes con frases del tipo “no existe el cien por cien de certeza”, “los científicos se han equivocado otras veces”, “la ciencia evoluciona por lo que la verdad es temporal”, etc. Ello genera muchas veces en la ciudadanía una desconfianza y un cuestionamiento permanente de todo conocimiento que es poco constructivo. En contraposición a lo anterior, el pensamiento crítico debe permitir un acceso más seguro al conocimiento y, por tanto, tendría que ser concebido como un conjunto de habilidades que conducen al enriquecimiento de la vida cognitiva, no al repliegue sobre uno mismo (Pasquinelli y Bronner, 2021). La duda generalizada resulta paralizante ya que no permite distinguir entre situaciones en las que realmente nos engañan y situaciones en las que la información propuesta se justifica sobre la base de criterios metodológicos sólidos. No puede confundirse el pensamiento crítico con una forma de equidad en la presentación de posiciones alternativas si, por ejemplo, una de ellas está respaldada por hechos firmemente establecidos y la otra no.

En un estudio publicado en la prestigiosa revista Science se encontró que solo la mitad de los adultos estadounidenses creían que la actividad humana era la causa principal del cambio climático. Y la comprensión insuficiente de la ciencia por parte de muchos docentes obstaculizaba una enseñanza eficaz (Plutzer et al, 2016). Está claro que no se pueden poner al mismo nivel las creencias que las evidencias. Sin embargo, otro estudio reveló que un porcentaje significativo de docentes estadounidenses de biología transmitían mensajes contradictorios. Por ejemplo, creían que tenían el deber de presentar la teoría de la evolución y las “teorías alternativas” a sus alumnos poniéndolas al mismo nivel. Los profesores en cuestión no cuestionaban la solidez de las pruebas que respaldan la teoría de la selección natural, pero se sentían igualmente obligados a dejar que sus alumnos decidieran, para no dar la impresión de que la ciencia es una disciplina dogmática (Plutzer et al., 2020). En definitiva, poner en el mismo nivel todas las informaciones puede tener consecuencias sociales importantes al poner en peligro la calidad de nuestras elecciones. Pensemos, por ejemplo, en el debate sobre la seguridad de las vacunas. Relacionado con esto, el papel del docente es muy importante. Los cursos de formación del profesorado sobre contenidos curriculares concretos (como el de la evolución) pueden ayudar a entender cuál es el consenso científico sobre el contenido trabajado y, de esta forma, mejorar los procesos de enseñanza y aprendizaje en el aula (Branch et al., 2023).

Definición de pensamiento crítico

En contraposición a todo lo mencionado antes, algunos autores han definido el pensamiento crítico como la capacidad de ajustar adecuadamente el nivel de confianza de una información basándose en la evaluación de la calidad de la evidencia que la respalda y la confiabilidad de las fuentes (Pasquinelli et al., 2021; Thornhill-Miller et al., 2023).

En esta definición confluyen la evaluación de la información que disponemos con la asignación de la confianza adecuada. Para poder confiar correctamente en la información, primero es necesario poder evaluar esta información desde la perspectiva de la fiabilidad. Según Pasquinelli y Bronner (2021), conviene hacernos las siguientes preguntas:

  • ¿La información en cuestión está respaldada por argumentos convincentes?
  • ¿Es consistente con los conocimientos firmemente establecidos?
  • ¿Está respaldada por la evidencia? ¿Es esta evidencia de buena calidad, obtenida mediante métodos rigurosos, que permita ser lo más objetiva posible?
  • ¿Se puede identificar claramente la fuente de la información?
  • ¿Podemos descartar que la fuente tenga un conflicto de interés en relación con el contenido, o que actúa con el deseo de engañarnos?
  • ¿Es la fuente de información competente sobre el tema?

El pensamiento crítico tiene como objetivo principal evaluar la solidez y la idoneidad de una afirmación, teoría o idea, mediante un proceso de cuestionamiento y toma de perspectiva. No tiene por qué conducir a una posición original ante un problema. Lo más convencional puede ser lo más adecuado. No obstante, suele conllevar el examen y evaluación de diferentes posibilidades. Considerar perspectivas alternativas puede proporcionar una visión más integral y matizada de un tema específico (y del mundo) (Vincent‐Lancrin, 2023). Como vemos, el vínculo con las funciones ejecutivas es claro (ver figura 1; ¿En dónde enmarcarías el pensamiento crítico?).

Figura 1. Funciones ejecutivas básicas y de orden superior.

Cabe señalar también que ser capaz de aplicar el pensamiento crítico es necesario para detectar y superar los sesgos cognitivos que pueden limitar el razonamiento. De hecho, al resolver un problema tendemos a aplicar de forma automática estrategias que suelen ser relevantes en situaciones similares. Sin embargo, estos atajos mentales (heurísticas) pueden ser una fuente de errores. Piensa, por ejemplo, en lo siguiente:

Si a 5 máquinas les cuesta 5 minutos fabricar 5 objetos, ¿cuánto tardarían 100 máquinas en fabricar 100 objetos?

La respuesta que surge de forma automática es 100 minutos. Pero si nos aplicamos el para, piensa y actúa, esencia del buen funcionamiento ejecutivo, seguro que llegamos a otra conclusión.

Habilidades y disposiciones

Más allá de las diferentes definiciones del pensamiento crítico que podemos encontrar, existe un consenso sobre las dimensiones que lo forman, lo cual tiene implicaciones sobre cómo se entiende y se enseña. El pensamiento crítico incluye (ver, por ejemplo, Ennis, 2015 y Lai, 2011):

Habilidades: se refieren al razonamiento y al pensamiento lógico. Incluyen, por ejemplo, el análisis, inferencia y evaluación de la información, la resolución de problemas o la autorregulación.

Disposiciones: se refieran a la tendencia a hacer algo dadas unas determinadas condiciones. Estas disposiciones, que pueden verse como actitudes o hábitos mentales, incluyen la mentalidad abierta y justa, la curiosidad, la flexibilidad, la propensión a buscar la razón, el deseo de estar bien informado y la voluntad de considerar diversos puntos de vista, entre otras.

En la práctica, una persona puede tener una habilidad de pensamiento crítico sin tener la disposición para su ejecución, es decir, puede ser capaz de pensar sin querer hacerlo. Una situación de sobra conocida por los docentes de cualquier etapa educativa.

Las disposiciones motivan al pensador crítico a aplicar habilidades de pensamiento crítico. De ahí la importancia de que las escuelas desarrollen habilidades de pensamiento crítico y, al mismo tiempo, estrategias para fomentar actitudes de pensamiento.

Evidentemente, todo es importante, aunque en este artículo nos centraremos principalmente en el desarrollo de las habilidades de pensamiento crítico, en lugar de las disposiciones.

Asimismo, comentar que el pensamiento crítico puede ser específico o general y, por lo tanto, puede integrarse dentro de una temática concreta o puede desarrollarse independientemente del conocimiento del tema, algo que analizaremos más adelante.

Más allá de la inteligencia

¿Cómo es posible que personas inteligentes nieguen la existencia de la COVID-19, rechacen las evidencias existentes sobre el cambio climático o crean que las vacunas causan autismo?

Los estudios que comparan el cociente intelectual de las personas de cualquier edad con el pensamiento crítico encuentran una asociación positiva. Es normal. El pensamiento crítico presupone un funcionamiento mental eficiente. Valorar la información adecuadamente conlleva captarla, procesarla y comprenderla, lo cual requiere cierta inteligencia.

Un cociente intelectual alto se correlaciona con muchas variables vitales importantes (desempeño ocupacional, nivel educativo alcanzado, mejor conducta social, etc.), pero no protege contra muchos sesgos cognitivos (Stanovich y West, 2008), entre otras muchas cuestiones. Algunos autores sostienen que los test estandarizados de inteligencia no son medidas del pensamiento racional, el tipo de habilidad que se necesitaría para abordar problemas complejos del mundo real. Otros investigadores abogan por el pensamiento crítico como modelo de inteligencia diseñado específicamente para abordar problemas reales (Halpern y Dunn, 2021).

Existen varias teorías recientes que abordan directamente la cuestión de la resolución de problemas del mundo real. Entre ellas destaca la inteligencia adaptativa de Sternberg, que tiene como premisa central la adaptación al entorno, una construcción que no existe en las pruebas estandarizadas de cociente intelectual (Sternberg, 2019). Al igual que el pensamiento crítico, la inteligencia tiene un componente basado en habilidades y otro actitudinal que es igual de importante. Si este componente actitudinal falta en el estudiante, no podrá desplegar plenamente sus habilidades intelectuales. Una situación que, lamentablemente, se da mucho en la escuela (y en la vida).

El pensamiento crítico requiere capacidades mentales de alto nivel que se tienen en cuenta en los test de pensamiento crítico y no en los test de inteligencia. Así, por ejemplo, se pide a los participantes que valoren la fiabilidad de las fuentes, saquen conclusiones a partir de un relato, redacten un texto argumentativo o analicen sus propios pensamientos.

Por otra parte, en el pensamiento crítico pueden influir ciertos rasgos de personalidad vinculados a las disposiciones que mencionamos en el apartado anterior. El pensador crítico necesita pruebas, conocer la verdad, visualizar explicaciones posibles y también, por supuesto, una apertura hacia las ideas que contradicen las creencias propias. En definitiva, el pensamiento crítico requiere curiosidad, afán por conocer la verdad y, muy especialmente, humildad. Muchas veces hay que admitir que estamos equivocados (ver video).

Críticos desde la infancia

Tal como señaló el gran filósofo de la ciencia Karl Popper, el buen científico debería estar más interesado en las pruebas que contradicen sus teorías que en las pruebas que las confirman. Curiosamente, esto se da con naturalidad en la infancia temprana a través del juego. Niños muy pequeños se muestran inclinados a experimentar para entender lo que ha sucedido cuando lo que observan está en contradicción con lo que creen.

Bebés de solo once meses de edad se sorprenden ante objetos o procesos que violan las leyes de la física, y dedican más tiempo a analizar situaciones inesperadas o irreales, como, por ejemplo, cuando un objeto atraviesa una pared, una pelota se deja caer por un recipiente y sale por otro situado al lado o un coche desplazándose por una caja acaba suspendido en el aire (ver figura 2; Stahl y Feigenson, 2015). En estas situaciones, los bebés exploran y aprenden más de este tipo de objetos que rompen sus expectativas con mayor facilidad. En el estudio citado, las investigadoras les entregaron a los bebés algunos objetos de los que habían observado en los diferentes sucesos para que jugaran con ellos. Y, efectivamente, examinaron más y de forma particular a los objetos que se comportaron de forma inesperada. Si la pelota atravesó una pared, la tocan para constatar su solidez, mientras que, si la vieron suspendida en el aire, la hacen caer de la mesa para verificar si levita. Como buenos científicos experimentan e intentan comprender ajustando sus hipótesis en consonancia con lo observado. Aplican un pensamiento crítico que, por supuesto, está inherentemente limitado. Pero, a diferencia de los adultos, no adolecen del sesgo de confirmación, es decir, prestan atención a las cosas que no encajan en lo que ya saben sin pasar por alto todo aquello que puede cuestionar sus ideas preconcebidas. Y aunque todo lo anterior se documentó en bebés de 11 meses, podría darse también en una infancia todavía más temprana.

Figura 2. Sucesos esperados vs inesperados en tres situaciones experimentales planteadas a bebés de 11 meses (Stahl y Feigenson, 2015).

Años atrás se creía que la búsqueda de información de los niños era ineficiente hasta los 4 años. Sin embargo, cuando en las investigaciones se utilizan paradigmas que son lo suficientemente claros y accesibles para la edad de los participantes, incluso los niños de 2 años son aprendices activos competentes, capaces de seleccionar las señales relevantes e informativas que necesitan para respaldar sus decisiones (Serko et al., 2023). En esta investigación citada, los participantes (entre 24 y 59 meses de edad) tenían que encontrar un regalo escondido en una de tres cajas cerradas. Estas cajas solo se diferenciaban por una característica (forma, color o icono superior; ver figura 3). Para identificar la caja se les entregaba tres cartas informativas en las que se revelaba una característica de la caja objetivo (su color, forma o icono). Como las cajas diferían sólo en una característica (por ejemplo, su forma), únicamente una tarjeta contenía la información relevante para tomar la decisión correcta (por ejemplo, la tarjeta de información que indicaba la forma precisa). Los niños podían voltear una tarjeta para conocer una característica particular antes de decidir qué caja abrir. Pues bien, incluso los niños más pequeños de la muestra realizaron una búsqueda eficiente de la información seleccionando las tarjetas. Cuando a los niños se les presentó un nuevo conjunto de cajas y tarjetas informativas, en la segunda fase de la prueba, el desempeño de todos los grupos de edad se mantuvo por encima del nivel de respuesta al azar.

Figura 3. Imagen que muestra todos los conjuntos de cajas y tarjetas de información utilizadas en el procedimiento experimental (Serko et al., 2023).

Uno de los grandes desafíos en la infancia temprana es poder ver el mundo desde la perspectiva de otras personas (teoría de la mente): “¿Por qué esa persona busca el juguete allí cuando en realidad está aquí?” Para predecir y explicar el comportamiento de los demás, hay que entender que sus acciones no están determinadas por la realidad sino por sus creencias sobre la realidad. Años atrás se creía que los niños llegan a comprender las creencias, incluidas las creencias falsas, alrededor de los 4 o 5 años de edad. Sin embargo, en estudios recientes se ha identificado una sensibilidad a las creencias falsas mucho antes (por supuesto, se irá desarrollando gradualmente). En estos estudios se monitorean los movimientos oculares de los niños mediante tareas no verbales de violación de expectativas en la que se esconde un juguete (a diferencia de las clásicas de predicción como el test de Anne y Sally).

En concreto, niños de 2 años de edad ya tienen la capacidad de considerar falsa una afirmación que les hace otra persona (Scott y Baillargeon, 2017). Parece que, para valorar la información evaluada, con solo 2 años ya utilizan una “vigilancia epistémica” o confianza selectiva que les permite evaluar las posibilidades de que los informantes puedan proporcionar información engañosa o incorrecta. También es muy importante el contenido de la información. Los niños, al igual que los adultos, muestran preferencia por contenidos que encajan en sus conocimientos previos y, por lo tanto, son más plausibles (Sperber et al., 2010).

El pensamiento crítico se va construyendo sobre un número limitado de herramientas cognitivas, metacognitivas y sociales, con sus fortalezas y debilidades. Sin embargo, el aprendizaje, la cultura y la educación formal jugarán un papel esencial en el desarrollo de las habilidades de pensamiento crítico a lo largo de la vida.

En una revisión reciente de la literatura sobre pensamiento crítico en la etapa de Educación Infantil, las características más comunes identificadas en los estudios son las habilidades de razonamiento y la resolución de problemas, funciones ejecutivas de orden superior. Mientras que las estrategias de enseñanza más efectivas para desarrollar habilidades del pensamiento crítico en el aula son (1) interacciones que incluyen técnicas de diálogo y preguntas (enfoques basados en investigación), (2) el uso del lenguaje de pensamiento (estrategias de metacognición y de verbalización de pensamientos y mociones) y (3) enfoques basados ​​en historias (O’ Reilly et al., 2022). Todos los enfoques implican hablar con los niños y animarlos a compartir sus ideas sobre una tarea o actividad concreta que estén trabajando. 

En lo referente al cuestionamiento, tan pronto como los niños empiezan a hablar, hacen una cantidad impresionante de preguntas, lo que constituye una herramienta de aprendizaje poderosa que habría que fomentar en cualquier clase y etapa educativa. Las investigaciones con niños de 2 a 5 años indican que las preguntas de los niños se vuelven cada vez más sofisticadas a lo largo de la infancia (De Simone y Ruggeri, 2022), lo que puede utilizarse en el aula para trabajar el pensamiento crítico, siempre acompañado de los conocimientos necesarios.

Enseñanza del pensamiento crítico

Las funciones ejecutivas que subyacen al pensamiento crítico general, la capacidad de superar los prejuicios y los procesos metacognitivos pueden entrenarse y mejorarse mediante programas educativos. Aunque podemos encontrar programas con planteamientos diversos, es importante asumir que el proceso de desarrollo del pensamiento crítico requiere la interacción entre las habilidades, las disposiciones personales y el conocimiento (conocimientos generales y específicos, así como experiencia) (Thomas y Lok 2015).

Hay cuatro enfoques principales para la enseñanza del pensamiento crítico. El enfoque general lo enseña de forma explícita en un curso separado en el que los contenidos no están relacionados con los contenidos específicos de la materia. El enfoque de infusión enseña explícitamente tanto el contenido de la materia como las habilidades generales de pensamiento crítico. De forma similar, el enfoque de inmersión también enseña pensamiento crítico dentro de una materia específica, pero se enseña de forma implícita y no explícita. Se infiere que el pensamiento crítico será una consecuencia de interactuar y aprender sobre el tema. Por último, el enfoque mixto es una combinación de los tres enfoques anteriores en los que el pensamiento crítico se enseña como una materia general junto con el enfoque de infusión o inmersión en el contexto de una materia específica. En un estudio reciente con estudiantes de Secundaria, se identificó una gran mejora de las habilidades y disposiciones del pensamiento crítico en los tres enfoques analizados, aunque los resultados del enfoque general fueron mejores que los del enfoque de inmersión y del mixto (Orhan y Çeviker, 2023).

Existen muchos estudios que confirman la existencia de estrategias para enseñar habilidades de pensamiento (tanto generales como de contenidos específicos) y disposiciones en todas las materias y etapas educativas (Abrami et al., 2015). Evidentemente, si toda la instrucción se basa en materiales de una disciplina académica concreta, será menos probable que se produzca la transferencia a una disciplina académica diferente que otras intervenciones que enseñan habilidades de pensamiento en muchos contextos diferentes. A veces pensamos en la transferencia como algo mágico que sucede o no sucede, cuando en realidad una buena instrucción puede hacer que la transferencia sea mucho más probable.

La investigadora Diane Halpern creó un modelo interesante para enseñar el pensamiento crítico basado en cuatro partes (ver, por ejemplo, Halpern y Dunn, 2023):

1. Enseñar explícitamente habilidades de pensamiento crítico

La enseñanza del pensamiento crítico es más eficaz cuando se enseña explícitamente, utilizando múltiples ejemplos de diferentes disciplinas y en contextos donde los estudiantes tengan que reconocer cuándo una habilidad particular es relevante y cuándo no lo es. Por ejemplo, podemos centrarnos en analizar argumentos, diferenciar correlaciones de causalidades, analizar el sesgo de confirmación y trabajar la toma de decisiones en situaciones concretas.

La enseñanza del pensamiento crítico se basa en dos supuestos: (a) existen habilidades de pensamiento claramente identificables y definibles que les pueden enseñar a los estudiantes a reconocer y aplicar apropiadamente, y (b) si se reconocen y aplican, los estudiantes serán pensadores más eficaces.

2. Promover las disposiciones hacia el pensamiento crítico

Nadie puede convertirse en un mejor pensador simplemente leyendo un libro o aprendiendo un conjunto de habilidades de pensamiento que serían útiles si se usaran. Un componente esencial del pensamiento crítico es desarrollar la actitud o disposición de un pensador crítico. Los buenos pensadores están motivados y dispuestos a ejercer el esfuerzo consciente necesario para trabajar de manera planificada, verificar, precisar, recopilar información y persistir cuando la solución no es obvia o requiere varios pasos. Muchos errores ocurren, no porque la gente no pueda pensar críticamente, sino porque no lo hace. Conviene promover las siguientes disposiciones:

1. Voluntad de planificar. Los planes especifican una serie de acciones diseñadas para producir un resultado futuro deseado.

2. Flexibilidad. Una persona con una mente cerrada responde negativamente a la novedad con comentarios del tipo “Siempre lo hemos hecho así” (¿Te suena?). La flexibilidad conlleva considerar nuevas opciones, probar las cosas de una forma diferente y replantearse viejos problemas.

3. Persistencia. Es un factor clave para la resolución exitosa de problemas. Estrechamente relacionada con la persistencia está la voluntad de iniciar o participar en una tarea reflexiva independientemente de su dificultad.

4. Voluntad de autocorregirse, admitir errores y cambiar de opinión cuando cambia la evidencia. Todos cometemos errores. En lugar de ponerse a la defensiva ante los errores, los buenos pensadores pueden reconocerlos y aprender de ellos.

5. Ser consciente. Es necesario dirigir tu atención a los procesos y productos de tus propios pensamientos. Es lo contrario al “piloto automático” que utilizamos en las tareas rutinarias.

6. Búsqueda de consenso. Los pensadores críticos deben estar predispuestos a buscar formas de lograr el consenso entre los miembros del grupo.

3. Utilizar actividades prácticas conectadas con la vida real para hacer que la transferencia sea más probable

Es importante dirigir el propio aprendizaje de los estudiantes de forma manera que las habilidades de pensamiento crítico se aprendan de una manera que facilite su recuperación en situaciones novedosas.

A continuación, se muestran algunos ejemplos de tareas de pensamiento diseñadas para facilitar la transferencia de habilidades de pensamiento crítico:

• Dibujar un diagrama u otra representación gráfica que organice la información.

• Enumerar la información adicional que se necesita antes de responder una pregunta.

• Explicar por qué se seleccionó una alternativa particular de opción múltiple.

• Plantear un problema al menos de dos maneras.

• Identificar y justificar la información más relevante.

• Categorizar los hallazgos de manera significativa.

• Enumerar múltiples soluciones en los problemas.

• Identificar qué está mal en el enunciado de una pregunta.

• Presentar dos razones que apoyen la conclusión y dos razones que no.

• Identificar el tipo de técnica persuasiva que se utiliza.

• Presentar dos acciones que tomaría para mejorar el diseño de un estudio que se describió.

• Presentar dos decisiones que se tomarían para mejorar el diseño de una investigación compartida.

Tareas como estas requieren que los estudiantes se centren en los aspectos estructurales de los problemas para que puedan identificar y utilizar una habilidad de pensamiento crítico adecuada.

La realización de problemas y ejemplos auténticos parece desempeñar un papel importante en la promoción del pensamiento crítico, especialmente cuando se utilizan metodologías activas como el aprendizaje basado en problemas (Thorndahl y Stentoft, 2020) o el aprendizaje basado en juegos (Mao et al., 2022).

4. Trabajar la metacognición

Tal como vimos en un artículo anterior, la metacognición puede entenderse como las instrucciones que nos damos a nosotros mismos sobre cómo realizar una tarea de aprendizaje concreta. Al participar en el pensamiento crítico, la metacognición deberá supervisar el proceso de pensamiento, verificar si se está avanzando hacia una meta adecuada, garantizar la precisión y tomar decisiones sobre el uso del tiempo y el esfuerzo mental requerido. Por ejemplo, cuando se pide a los estudiantes que proporcionen razones y pruebas para respaldar una conclusión y otras que la refuten, deben centrarse en la calidad de su pensamiento. También deben considerar pruebas tanto positivas como negativas.

Las rutinas de pensamiento, las tareas de recuperación de información en el aula, la autoexplicación, la creación de palabras clave, el diario de aprendizaje…, son estrategias sencillas que permiten reforzar la metacognición en el aula y el pensamiento crítico.  Especialmente importante para ello es el planteamiento de buenas preguntas, que son aquellas que generan un pensamiento de orden superior (vinculado a habilidades de pensamiento crítico como el análisis, la inferencia, la evaluación o la predicción). Son preguntas abiertas del tipo: “¿Cómo podemos saber lo que realmente ocurrió en el pasado?”, “¿Cuándo y por qué deberíamos realizar una aproximación?”, “¿Qué hacen los buenos lectores cuando no entienden un texto?”, etc. Y cuando los docentes utilizan de forma regular en el aula rutinas de pensamiento del tipo “¿Qué te lleva a decir eso?”, en la que les piden que expliquen las razones que los hacen decir algo, encuentran que los estudiantes empiezan espontáneamente a fundamentar sus afirmaciones con evidencias. Ello permite trabajar disposiciones de pensamiento crítico como la de buscar y evaluar razones. Y facilitan las situaciones de diálogo y debate en el aula (en grupos o con toda la clase) que parecen mejorar la adquisición de habilidades de pensamiento crítico (Abrami et al., 2015).

Apoyando todas estas propuestas, en un informe educativo nacional francés (Pasquinelli y Bronner, 2021) se han propuesto consejos prácticos para crear talleres que estimulen el pensamiento crítico en las escuelas que pueden ser útiles también en contextos no escolares. Por ejemplo, los autores sugieren combinar ejemplos y ejercicios concretos con explicaciones, reglas y estrategias generales y abstractas, que puedan trasladarse a otros ámbitos más allá del estudiado. También sugieren invitar a los estudiantes a crear ejemplos de situaciones (por ejemplo, estudios de casos) para aumentar las oportunidades de practicar lo trabajado y que el alumnado participe activamente en el proceso. Finalmente, sugieren hacer explícito el proceso de reflexión pidiendo a los estudiantes que presten atención a las estrategias adoptadas por los demás para estimular el desarrollo de la metacognición.

En el aula, el docente puede diseñar estrategias adecuadas a su contexto en las que se aplique y ejercite de forma efectiva el pensamiento crítico. Pero también hay que evaluarlo.

De forma parecida a como se plantean los test de evaluación del pensamiento crítico en las investigaciones, los docentes deberían utilizar tareas abiertas, escenarios de la vida real, problemas mal estructurados que requieran que los estudiantes vayan más allá de recordar o replantearse los conocimientos previos, etc. Estas tareas deberían tener más de una solución defendible e incorporar materiales complementarios que respalden diferentes perspectivas. Finalmente, dichas tareas de evaluación deberían hacer visible el razonamiento de los estudiantes, exigiéndoles que proporcionen evidencias o argumentos lógicos que respalden sus juicios, elecciones o afirmaciones.

Reflexión final

Los humanos disponemos de dos modos de aprendizaje: un modo activo con el que, como buenos científicos, experimentamos y ponemos a prueba nuestras teorías sobre el mundo; y un modo receptivo, vinculado a la transmisión cultural, con el que registramos lo que nos enseñan otras personas. Sin hacer uso del pensamiento crítico que caracteriza al modo activo, verificando de forma dinámica los conocimientos, el modo pasivo es muy vulnerable a las noticias falsas, las supersticiones o a los falsos gurús. En la práctica, como dice el gran neurocientífico Stanislas Dehaene (2019): “Es necesario encontrar un punto medio entre los dos modos: formar estudiantes atentos, que confíen en los demás, pero que no dejen de ser autónomos, capaces de un pensamiento crítico, protagonistas de su propio aprendizaje”.

El desarrollo del pensamiento crítico va más allá de la necesidad de combatir las noticias falsas. Es una ruta directa hacia el éxito en la vida.

Jesús C. Guillén


Referencias:

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3. Butler, H. A. et al. (2017). Predicting real-world outcomes: Critical thinking ability is a better predictor of life decisions than intelligence. Thinking Skills and Creativity, 25, 38–46.

4. Dehaene, S. (2019). ¿Cómo aprendemos? Los cuatro pilares con los que la educación puede potenciar los talentos de nuestro cerebro. Siglo XXI Editores.

5. De Simone, C., y Ruggeri, A. (2022). Searching for information, from infancy to adolescence. En I. C. Dezza, E. Schulz, y C. M. Wu (Eds.), The drive for knowledge: the science of human information-seeking. (pp. 77–100). Cambridge University Press.

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11. O’Reilly, C. et al. (2022). Critical thinking in the preschool classroom-a systematic literature review. Thinking Skills and Creativity, 101110.

12. Orhan, A., y Çeviker Ay, Ş. (2023). How to teach critical thinking: an experimental study with three different approaches. Learning Environments Research26(1), 199-217.

13. Pasquinelli, E., y Bronner, G. (2021). Éduquer à l’esprit critique: Bases théoriques et indications pratiques pour l’enseignement et la formation. Conseil Scientifique de l’Education Nationale.

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25. Thorndahl, K. L., y Stentoft, D. (2020). Thinking critically about critical thinking and problem-based learning in higher education: A scoping review. Interdisciplinary Journal of Problem-Based Learning14(1).

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Resiliencia en la educación y en la vida

Todo se le puede arrebatar a un hombre excepto una cosa, la última de las libertades humanas: elegir nuestra actitud ante cualquier circunstancia, elegir nuestro propio camino.

Victor Frankl

Tradicionalmente, la resiliencia se ha definido cono la capacidad que tenemos para soportar la frustración y para superar las adversidades que nos plantea la vida saliendo fortalecidos de ellas (Métais et al. 2022). O como dice Boris Cyrulnik, un prestigioso neurólogo y psiquiatra que huyó de un campo de concentración nazi a los seis años de edad y que popularizó el término, la resiliencia es “Iniciar un nuevo desarrollo después de un trauma” (ver video).

La resiliencia consiste en un aprendizaje que puede darse durante toda la vida y, más allá de los condicionamientos genéticos y las particularidades de cada persona, todos podemos aprender a ser resilientes.

El cerebro resiliente

Investigaciones recientes han comenzado a identificar los mecanismos ambientales, genéticos, epigenéticos y neurales que subyacen a la resiliencia, y han demostrado que la resiliencia está mediada por cambios adaptativos en varios circuitos neurales que involucran numerosos neurotransmisores y vías moleculares. Las alteraciones en sus funciones determinan la variabilidad individual en la resiliencia al estrés. Todos experimentamos sucesos estresantes durante la vida. En algunos casos, el estrés agudo o crónico conduce a la depresión y otros trastornos psiquiátricos, pero la mayoría de las personas son resistentes a tales efectos.

Nuestro cerebro está conformado por redes neurales dinámicas que pueden reorganizarse a través de los mecanismos de neuroplasticidad que constituyen el sustrato de la resiliencia. Por ejemplo, las personas resilientes muestran una mayor activación de la corteza prefrontal ventromedial y un incremento en la conectividad (más sustancia blanca) con regiones del sistema límbico, como la amígdala y el hipocampo. Estas conexiones son importantes para afrontar la adversidad, controlar la ansiedad y el miedo y, en general, para la gestión emocional (Pascual-Leone y Bartres-Faz, 2021). Recordemos que la corteza prefrontal es crítica para el buen funcionamiento ejecutivo de nuestro cerebro, la amígdala interviene en el procesamiento emocional y el hipocampo es imprescindible para el almacenamiento de la memoria explícita. En concreto, la corteza prefrontal ventromedial interviene en la toma de decisiones con contenido emocional.

Los estudios con neuroimágenes han identificado regiones del cerebro que muestran patrones específicos de actividad y conectividad antes, durante y tras la exposición de estímulos estresantes que pueden predecir la forma de afrontar las situaciones adversas (Roeckner et al., 2021; ver figura 1).

Figura 1. Los factores de resiliencia previos al trauma incluyen, entre otros, un mayor volumen y activación de la corteza prefrontal ventromedial (vmPFC) e hipocampo, y una menor activación de la amígdala y la parte dorsal de la corteza cingulada anterior (dACC). En el transcurso de la recuperación, la reactividad funcional en la amígdala, la ínsula y la dACC disminuyen o regresan a los niveles previos al trauma. La conectividad entre la amígdala y la vmPFC, la ínsula o el tálamo también vuelven a los niveles de referencia. Los aumentos estructurales en las regiones frontales y el tálamo también están relacionados con la recuperación, junto a una mayor activación de regiones que intervienen en la gestión emocional, como la vmPFC y el hipocampo (Roeckner et al., 2021).

La capacidad funcional de las estructuras cerebrales que están involucradas en los circuitos integrados que afectan a los estados emocionales determina la resistencia al estrés y, a su vez, se refleja en la psicología de la persona (Feder, 2009). Sin embargo, no se comprende completamente cómo los factores neurobiológicos y psicosociales se influyen mutuamente para producir la resiliencia. Se cree que un funcionamiento más adaptativo del miedo, la recompensa, la regulación de las emociones o los circuitos del comportamiento social subyace en la capacidad de un individuo resistente para enfrentar los miedos, experimentar emociones positivas, buscar formas positivas de replantear eventos estresantes y obtener beneficios de las amistades que le apoyan. Por lo tanto, la resiliencia es un proceso activo, no solo la ausencia de patología, y puede promoverse potenciando los factores protectores.

La resiliencia es también un factor crucial en la salud, en el bienestar individual y comunitario y, tal como analizaremos luego, como habilidad puede ser influenciada a través de la educación (Ungar et al., 2014).

Resiliencia en la educación

La resiliencia suele conceptualizarse como un factor o rasgo relativamente estable, como un proceso o procesos que se ponen en práctica ante la adversidad, o como un resultado (Troy et al., 2023). Seguramente todo influya y la resiliencia se manifieste como un continuo que se presenta de forma particular en las diferentes situaciones que tengamos que afrontar en la vida cotidiana (ver figura 2). En la práctica, más allá de los condicionamientos genéticos que pueden afectar parcialmente (rasgo biológico o de personalidad), la resiliencia también es una habilidad que puede entrenarse a través de intervenciones educativas y cambiar con el tiempo en función del desarrollo y la interacción con el entorno.

Figura 2. Enfoque conceptual de la resiliencia psicológica (Troy et al., 2023). Las dos líneas representan dos trayectorias prototípicas: la verde que conduce a una salud psicológica mejor de lo esperado (resiliencia) y la roja que conduce a una salud psicológica peor de lo esperado (ausencia de resiliencia). El eje x representa el tiempo relativo al inicio de la adversidad, indicando antes y después de la adversidad. El eje y representa la salud psicológica (es decir, la resiliencia). Los fondos en verde y rojo indican que las personas pertenecen a un continuo de resiliencia en lugar de a tipos discretos. El fondo gris indica la compensación gradual de la exposición a la adversidad.

Tal como nos confirmó la pandemia, las frustraciones son inevitables, pero hay que aprender a superarlas. Por eso, desde la perspectiva educativa, cultivar la resiliencia en el alumnado se nos antoja un aprendizaje esencial. Cualquier oportunidad, en cualquier etapa educativa y en cualquier materia, es válida para impulsar este proceso. Las personas con mayor resiliencia tendrán más facilidades para superar las dificultades y aprender de los errores y ello beneficiará su aprendizaje.  En este sentido, un metanálisis de 49 estudios diferentes sugiere que el uso de intervenciones universales centradas en la resiliencia es más prometedor en la reducción a corto plazo de los síntomas depresivos y de ansiedad en niños y adolescentes, especialmente si se utiliza un enfoque basado en la terapia cognitivo-conductual (Dray et al., 2017). En concreto, los programas que se centran en promover la resiliencia y las habilidades de afrontamiento tienen un impacto positivo en la capacidad de los estudiantes para manejar los factores estresantes diarios (Fenwick-Smith et al., 2018)

Una educación orientada a mejorar la resiliencia es flexible, presta más atención a las virtudes del estudiante, genera un entorno en el que se siente respetado, apoyado y querido, fomenta su autonomía y crea un marco creativo en el que se asume con naturalidad el error y en el que el humor es valorado. Sin olvidar el papel destacado de la familia, que establece normas y límites adecuados (Grané y Forés, 2020; ver video). Tal como mencionamos antes, debemos entender la resiliencia como un proceso dinámico de adaptación que puede ser entrenado, es decir, todos podemos aprender a ser más resilientes, más allá de los condicionantes individuales vinculados a situaciones personales, familiares, sociales o profesionales, por ejemplo.

Asumiendo que la gestión de la crisis ha de adaptarse a las circunstancias y posibilidades propias de la persona, a continuación, analizamos algunas características concretas (personales y sociales), muchas directamente relacionados entre sí, que pueden ayudarnos a fortalecer la resiliencia, lo cual es imprescindible en la escuela y en la vida (ver, por ejemplo, Chmitorz et al., 2018; Dahl et al., 2020; Feder et al., 2009; Wu et al., 2013).

Optimismo

Ya hace algunos años, los estudios de Martin Seligman demostraron que el problema básico que subyace en la depresión de muchos niños y en su bajo rendimiento radica en el pesimismo. Las creencias que los propios niños tenían sobre la permanencia de los acontecimientos negativos, junto con la aparición de adversidades en sus vidas, representaban factores significativos de riesgo para sufrir una depresión y el consiguiente fracaso académico.

Las emociones positivas nos ayudan a combatir el estrés (a través de las vías mesolímbicas de la dopamina) recuperándonos antes de las adversidades. Y están asociadas a una mejor salud global (Alexander et al., 2021). Las personas optimistas (nos referimos a un optimismo realista) utilizan más estrategias proactivas, muestran un mayor bienestar subjetivo y tienden a generar conexiones sociales más amplias y satisfactorias que las personas pesimistas (Carver et al., 2010). Todo ello tiene un gran impacto en el desarrollo de la resiliencia.

El “optimismo aprendido” que nos permite reconocer y reinterpretar los pensamientos negativos (ver apartado siguiente) está vinculado al desarrollo de la flexibilidad cognitiva, una función ejecutiva básica que se trabaja en el contexto del aula cuando, por ejemplo, utilizamos analogías y metáforas, planteamos problemas abiertos, permitimos diferentes opciones para la toma de decisiones o asumimos con naturalidad el error en el proceso de aprendizaje.

Reevaluación cognitiva

La reevaluación cognitiva nos permite replantear o reformular aquello que desencadena una experiencia emocional, y reaccionar en función de esa nueva interpretación. Primero analizamos lo que desencadena esa experiencia emocional y luego buscamos una nueva forma de verla. Es clave identificar los errores en el pensamiento que dan lugar a creencias limitantes, cuestionarlos y combatir la evitación de situaciones problemáticas que provocaron los sentimientos anteriores. Esto ayuda a diferenciar entre las causas internas de las externas.

Las personas resilientes utilizan esta técnica mejor o con más frecuencia. Pensemos, por ejemplo, en un estudiante que suspende una asignatura. Puede interpretar que no es inteligente y que no podrá aprobar la materia en el futuro. En lugar de considerar el error como consistente y representativo del trabajo que hace, la reevaluación cognitiva le enseña a contemplar la posibilidad de haber cometido el error porque ha dormido mal esa noche, porque tuvo un mal día o, simplemente, porque todos cometemos errores. Este tipo de entrenamiento que hace participar directamente a la corteza prefrontal da como resultado un incremento de la inhibición prefrontal sobre la amígdala (Buhle et al., 2014), que es un patrón de actividad cerebral característico de la resiliencia.

Estrategias proactivas

Aun cuando es imposible evitar completamente el futuro, podemos anticiparlo y cambiarlo. Enfrentar los miedos promueve estrategias activas de afrontamiento, como la planificación y la resolución de problemas, funciones ejecutivas de orden superior que contribuyen a una mayor resiliencia (Ellis et al., 2017). Pensemos, por ejemplo, en la presentación oral de un trabajo que colma de inseguridad al estudiante. Si visualiza una gran variedad de posibles objeciones que se le pueden plantear podrá planificar una exposición bien estructurada que le ayude a combatir su inseguridad.

Se ha demostrado que la exposición cotidiana a agentes estresantes leves en la infancia mejora nuestra capacidad futura para regular las emociones y nos concede una resiliencia que podemos aprovechar durante toda la vida. Sin embargo, la exposición a un estrés extremo o prolongado produce el efecto contrario: induce la hiperactividad del eje HHA (eje hipotalámico-hipofisario-adrenal) y una vulnerabilidad de por vida al estrés (Dhabhar, 2014). Las personas resilientes no sufren más, sino que gestionan su dolor de forma constructiva. Afrontan el estrés y buscan una salida a la situación de manera activa. En el caso de la resiliencia ocurre algo parecido a lo que pasa con el sistema inmunitario, debemos estar expuestos a los ataques para desarrollar la resistencia necesaria.

Ejercicio físico

En los últimos años se han producido grandes avances en la comprensión de los mecanismos moleculares y celulares responsables de la incidencia positiva del ejercicio físico (que puede verse como una forma de afrontamiento activo) sobre el cerebro. En concreto, los niveles de la molécula BDNF (factor neurotrófico derivado del cerebro) aumentan con la actividad física y esta proteína es muy importante porque mejora la plasticidad sináptica, aumenta la neurogénesis en el hipocampo e incrementa la vascularización cerebral. Pues bien, el cerebro de las personas resilientes produce más BDNF, mientras que los pacientes depresivos presentan menores niveles de BDNF en sangre que las personas sanas. Un número creciente de estudios han demostrado que el ejercicio no solo recupera o minimiza los déficits cognitivos al inducir una mejor neuroplasticidad y reserva cognitiva, sino que también contrarresta la patología cerebral (Arida y Teixeira-Machado, 2021; ver figura 3).

En general, las personas que llevan un estilo de vida activo y saludable (importante también la alimentación) son más resilientes, combaten mejor el estrés, tienen mejor humor e incrementan las posibilidades para establecer buenas relaciones con otras personas. En la práctica, salir a correr unos minutos puede producir los mismos efectos que una pequeña dosis de los fármacos Concerta o Prozac, pero provocando un mayor equilibrio entre neurotransmisores y, por supuesto, de forma más natural y saludable.

Figura 3. El ejercicio influye positivamente en la reserva cognitiva a través de múltiples vías, protegiendo contra las consecuencias de eventos estresantes, mejorando la salud y reduciendo el riesgo de enfermedades crónicas (Arida y Teixeira-Machado, 2021).

Relaciones sociales

El vínculo y las habilidades sociales promueven la resiliencia en la infancia y la adultez. Los estudios con neuroimágenes han revelado que durante la cooperación se activan regiones del sistema de recompensa cerebral, como el núcleo accumbens, o la corteza prefrontal ventromedial (Gangopadhyay et al., 2021).

La liberación de dopamina refuerza el deseo de continuar la interacción, y ello genera más altruismo y permite aplazar la recompensa de los participantes que cooperan en los estudios. Este vínculo entre lo social y lo emocional se ha identificado en las personas más resilientes pues, en promedio, son más empáticas y muestran actitudes más prosociales y altruistas. Cuando compartimos con los demás estimulamos la liberación de la hormona oxitocina en el hipotálamo que reduce la respuesta del sistema nervioso simpático al estrés, entre otros múltiples beneficios  (Insel, 2010).

En general, la superación de una adversidad requiere el encuentro con una persona significativa. Nuestro cerebro es social y la promoción de la resiliencia es una tarea colectiva. Y qué mejor forma de hacerlo que mediante el aprendizaje-servicio (ApS), una propuesta educativa que consiste en aprender haciendo un servicio a la comunidad.

Por otra parte, el aislamiento social no deseado es un gran factor de estrés, perjudicando el funcionamiento adecuado de regiones como la corteza prefrontal y la amígdala que regulan el eje HHA. El apoyo social es importante para cultivar la resiliencia y puede ayudar a combatir la depresión (Cano et al., 2020; ver figura 4).

Figura 4. El apoyo social actúa como moderador en la asociación entre la resiliencia y los síntomas depresivos (Cano et al., 2020).

Humor

Cuando somos capaces de relativizar las situaciones con sentido del humor, mejora nuestro bienestar. Aunque es difícil demostrar que el humor tiene beneficios terapéuticos, sí podemos afirmar que mejora la resiliencia de las personas y ayuda a disfrutar más de la vida. Según el investigador Stefan Vanistendael, especializado en el estudio de la resiliencia, “el humor es la capacidad de conservar la sonrisa ante la adversidad”. Seguramente, el humor se desarrolló como un mecanismo de regulación emocional necesario para afrontar unas relaciones sociales cada vez más complejas. Pero lo que está claro es que las personas que contrarrestan el estrés con humor obtienen beneficios físicos, cognitivos y emocionales, y que, cuando sonreímos, nos sentimos bien porque activamos el sistema de recompensa cerebral (Vrticka et al., 2013)

En un interesante estudio en el que participaron adolescentes se comprobaron los beneficios socioemocionales del humor, facilitando el vínculo con amigos y familiares y siendo un factor protector en situaciones de riesgo sociales (Cameron et al., 2010). En lo referente a la etapa de educación infantil, también se han identificado los beneficios de la dimensión social del humor. Estudiantes de tres años se reían ocho veces más en compañía que solos cuando veían unos dibujos animados (Addyman et al., 2018).

Mindfulness

La práctica continuada del mindfulness nos ayuda a debilitar la cadena de pensamientos que nos mantiene obsesionados sobre un contratiempo y hace que esta obsesión remita. Los estudios con neuroimágenes han demostrado que el mindfulness refuerza las conexiones entre la corteza prefrontal y la amígdala facilitando los recursos mentales para parar la espiral de pensamientos negativos generados (“He vuelto a suspender”, “No se me dan bien las matemáticas”, “No podré ir a la universidad”) que pueden aparecer ante la adversidad (Tang, Hölzel y Posner, 2015; ver figura 5).

Intervenciones específicas basadas en el mindfulness mejoran la resiliencia de estudiantes -incluso universitarios- y les ayudan a combatir el estrés generado por los exámenes (Galante et al., 2018). La evaluación de programas de aprendizaje socioemocional como MindUp en los que cada unidad incorpora prácticas de mindfulness en la infancia, ha demostrado una mejora de la capacidad cognitiva de los estudiantes, que va acompañada de otra no menos importante asociada a habilidades socioemocionales como el autocontrol, la respuesta al estrés, la empatía o las relaciones entre compañeros (Bockmann y Yu, 2023). Todo ello es básico en el desarrollo de la resiliencia.

Figura 5. Regiones del cerebro implicadas en el mindfulness que intervienen en el control de la atención (la corteza cingulada anterior y el cuerpo estriado), la regulación emocional (múltiples regiones prefrontales, regiones límbicas y el cuerpo estriado) y la autoconciencia (la ínsula, la corteza prefrontal medial, la corteza cingulada posterior y el precúneo).

Propósito

La sensación de propósito y de sentido de la vida permite a las personas afrontar más adecuadamente los retos cotidianos, reformulándolos de una forma que favorece la recuperación.  A su vez, una mayor capacidad para recuperarse de eventos negativos puede permitirnos lograr o mantener un sentimiento de mayor propósito en la vida a lo largo del tiempo (Schaefer et al., 2013). Las personas resilientes poseen un “sentido de coherencia”, una característica psicológica que define una orientación vital básica que permite encontrar un sentido a lo que se vive. Las personas con un sentido de coherencia hallan una explicación para la crisis o los avatares del destino y creen que poseen suficientes recursos (personales, sociales, económicos, etc.) para afrontarlos y superarlos utilizándolos de forma más eficiente.  Junto a esto, la investigación indica que es muy importante que el propósito personal trascienda: los planes vitales orientados a ayudar a otras personas tienen un impacto más beneficioso sobre la salud que los dirigidos a uno mismo (Van Den Broeck et al., 2019).

Stefan Vanistendael creó La Casita de la Resiliencia, un modelo cualitativo de elementos de resiliencia como la aceptación de la persona, la búsqueda de sentido o el humor constructivo (ver figura 6). Se trata de una pequeña casa con varios pisos y habitaciones que hacen referencia a posibles campos de intervención para la construcción o mantenimiento de la resiliencia. Por un lado, se buscan cosas generalizables (cada habitación de la casita) y, por otra parte, se han de personalizar las intervenciones (lo que se hace dentro de la habitación). La Casita puede utilizarse como un instrumento de trabajo que puede adaptarse a las necesidades específicas de cada estudiante.

Figura 6. La Casita de la Resiliencia de Vanistendael (2018).

La escuela que se impregna de esperanza, alegría, altruismo o creatividad repercute positivamente en el proceso de formación de personas íntegras y felices. Anna Forés y Jordi Grané lo resumen muy bien: “La resiliencia es más que resistir, es también aprender a vivir”. Una puerta abierta a la esperanza que huye de determinismos y que posibilita el cambio. No somos responsables de los problemas que nos surgen, pero sí de cómo los afrontamos.

Jesús C. Guillén


Referencias:

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    3. Arida, R. M., y Teixeira-Machado, L. (2021). The contribution of physical exercise to brain resilience. Frontiers in Behavioral Neuroscience, 279.

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    La práctica de recuperación: la técnica de estudio y aprendizaje más efectiva

    Recuperar conocimientos previos de la memoria, conectarlos con experiencias nuevas y ensayar mentalmente aquello que podría hacerse de otra forma la próxima vez lleva a un aprendizaje más sólido. La práctica de recuperación es más poderosa que otras técnicas comúnmente utilizadas por profesores y estudiantes, como impartir clases magistrales, releer o tomar apuntes. Es una técnica muy fácil de incorporar, tanto en los hábitos de estudio individual como en el aula.

    De la memoria al aprendizaje

    Existen tres etapas básicas que constituyen el aprendizaje: codificación, consolidación y recuperación (Nadel et al., 2012). A grandes rasgos podemos decir que la codificación es el proceso mediante el cual adquirimos la información a través de los estímulos sensoriales que nos llegan del exterior. La consolidación nos permite almacenar la información, es decir, transformar las memorias a corto plazo en memorias a largo plazo. Y la recuperación se da cuando recordamos algo que aprendimos previamente. Tendemos a pensar que la mayor parte del aprendizaje ocurre durante la etapa de codificación, sin embargo, el aprendizaje se fortalece durante la recuperación. Resulta más efectivo extraer información de la mente de los estudiantes, en lugar de llenarlos de datos.

    En un estudio muy citado (Roediger III y Karpicke, 2006), estudiantes universitarios tenían que leer textos breves sobre biología. A unos estudiantes se les pidió que los leyeran repetidas veces, mientras que los otros debían recuperar la información escribiendo todo lo que recordaran sobre lo que habían leído. Los investigadores evaluaron el rendimiento de los estudiantes con dos pruebas. Una de ellas la realizaron cinco minutos después del estudio y la otra una semana más tarde. Tras cinco minutos, los integrantes del grupo de relectura obtuvieron mejores resultados que los del grupo de recuperación (83% vs 71%; ver figura 1). Sin embargo, tras una semana, el rendimiento de los estudiantes que recuperaron la información fue mucho mejor (61% vs 40%). Como consecuencia del paso del tiempo, olvidaron parte de la información, aunque mucho menos que los otros. Curiosamente, los estudiantes piensan que recordarán mejor después de la relectura, pero en realidad es cuando más olvidan. Este tipo de patrones se han identificado en muchos otros estudios realizados tanto en el laboratorio como en el aula (Adesope et al., 2017; Agarwal et al., 2021).

    Figura 1. Estudiantes universitarios recuerdan información a muy corto plazo después de releer los textos (S: sesión de estudio, T: recuperación), pero a largo plazo retienen mucho más después de haber practicado la recuperación (Roediger III y Karpicke, 2006).

    Hacer el intento por recuperar de la memoria hechos, conceptos o destrezas nos ayuda a identificar las cuestiones más relevantes que estamos estudiando y también lo que sabemos y lo que no sobre la cuestión concreta, generándose nuevos patrones neurales que se integrarán en otros ya consolidados (Marin-Garcia et al., 2021). Este esfuerzo por recordar fomenta un aprendizaje más profundo que no se da cuando leemos una y otra vez los apuntes porque se generan ilusiones de competencia (Karpicke et al., 2009). Como la información analizada está cercana en el tiempo (memoria a corto plazo) creemos que va a quedar almacenada (memoria a largo plazo), pero no es así. Y lo mismo ocurre cuando subrayamos un texto. Creemos que esa información quedará almacenada en la memoria a largo plazo (para que ello ocurra se requiere práctica y también es muy importante el sueño en el proceso de consolidación de las memorias), que es la que nos permitirá recuperar la información, pero tampoco es así. Otra cuestión distinta es cuando en el margen del texto o libro realizamos un pequeño resumen sobre lo leído. Ello requiere un esfuerzo cognitivo de análisis y reflexión que siempre va a tener un mayor impacto en el aprendizaje. De hecho, se ha comprobado que la práctica de recuperación será más efectiva cuando se realice varias veces en sesiones separadas dejando un periodo de olvido que haga algo costosa la recuperación de información (Rawson y Dunlosky, 2012). En este caso, más sí que es mejor.

    Querer aprender un determinado material de estudio y dedicarle mucho tiempo no garantiza el aprendizaje porque, si ya se ha captado la idea básica, repetirla continuamente no mejorará la memoria a largo plazo. Ponerte a prueba intentando recordar las ideas básicas de lo estudiado es una forma de no engañarte, aunque es obvio que para el estudiante resulta más fácil mirar el libro o los apuntes que hacer el esfuerzo de intentar recordar la información más relevante.

    Correlatos neurobiológicos

    A nivel cerebral se han identificado varias regiones que intervienen en el proceso activo de recuperación de la información (Van den Broek et al., 2016; ver figura 2).

    Figura 2. Áreas clave en la práctica de recuperación (Van der Broek et al., 2016).

    El lóbulo temporal (giros temporales superior, medio e inferior; STG, MTG e ITG en la figura 2) y el lóbulo parietal inferior (incluidos el giro supramarginal y angular; SMG y AG) aumentan su activación durante las tareas semánticas. La región dorsal (DLPFC) y la ventral lateral (VLPFC) de la corteza prefrontal se activan más en las tareas que requieren esfuerzo mental y control de la acción, como en el caso de la recuperación selectiva de la memoria. La corteza cingulada anterior (ACC) está vinculada al control de la atención y es necesaria para monitorizar los resultados de las acciones. Junto a la ínsula anterior, forma parte de la red de asignación de relevancia (saliency network). También intervienen otras regiones que están asociadas a la red neuronal por defecto, como la corteza prefrontal medial (mPFC), la corteza cingulada posterior (PCC), la corteza retroesplenial, el precúneo, el hipocampo, junto al lóbulo parietal inferior (IPL) y las cortezas laterales temporales.

    En un estudio reciente se ha identificado la activación durante la recuperación de información de una red específica del hemisferio izquierdo que conecta la corteza parietal inferior (giro supramarginal) con el estriado (putamen), a diferencia de la relectura que activa más las regiones frontales del cerebro (Marin-Garcia et al., 2021).

    La recuperación de la memoria implica la interacción entre señales externas o internas y los llamados engramas (sustrato neuronal de las memorias almacenadas) en un proceso complejo conocido como ecforia, cuyos mecanismos neurobiológicos precisos se desconocen (Frankland et al., 2019). Y es que el universo cerebral es complejo (¡también el universo educativo!).

    Algunas ideas clave

    1. La práctica de recuperación es intencional. No estamos hablando de preguntar ocasionalmente a los estudiantes sobre conceptos que aprendieron tiempo atrás, sino de un uso estratégico sistemático y regular que hace que la práctica de recuperación se convierta en una sección permanente de las clases. Cuando hacemos preguntas en el transcurso de la clase hacemos participar a unos pocos estudiantes, mientras que la práctica de recuperación involucra a todo el alumnado. Es mejor que la recuperación sea individual (Rajaram y Pereira-Pasarin, 2010). Luego ya se podrá compartir la información en parejas o en grupos. Se ha comprobado que cuando se hace una recuperación colaborativa, muchas veces se acepta la primera respuesta de un integrante del grupo, mientras el resto no dice nada. Para algunos estudiantes puede ser molesto equivocarse ante los compañeros.

    2. La práctica de recuperación requiere un periodo de olvido. Espaciar el estudio y practicar dejando pasar cierto tiempo hace que el aprendizaje y la memoria se refuercen (Kornmeier et al., 2022). El intervalo de tiempo entre sesiones ha de ser el suficiente para que la práctica no se convierta en una repetición mecánica sin sentido. Un poco de olvido entre sesiones es positivo ya que has de esforzarte más para recordar. Por ello es especialmente beneficiosa la práctica de recuperación después de una unidad didáctica. Aunque ha de ser una dificultad que le permita al estudiante sobreponerse esforzándose un poco más.  Es lo que se conoce en la literatura científica como dificultades deseables, es decir, impedimentos que hacen más sólido el aprendizaje a corto plazo (Bjork y Bjork, 2011). Si el material presentado tiene una excesiva demanda cognitiva puede perjudicar la recuperación (Heitmann et al., 2022). Y cuando el estudiante no tiene los conocimientos o habilidades básicas para responder con éxito, la dificultad se convierte en indeseable.

    3. La práctica de recuperación es una estrategia de aprendizaje, no de calificación. La práctica de recuperación constituye una oportunidad de aprendizaje para los estudiantes en un entorno de apoyo sin riesgos. Se ha de fomentar una cultura de recuperación positiva en el aula explicándoles a los estudiantes el objetivo de las estrategias utilizadas. Ello permitirá convertir la práctica de recuperación en un hábito, alejándonos de las percepciones negativas y la ansiedad que generan los exámenes en los estudiantes (Agarwal et al., 2014). Se ha comprobado que la recuperación con errores mejora el aprendizaje, especialmente cuando va acompañada del adecuado feedback que hace que la metacognición del estudiante esté en sintonía con su aprendizaje real. Parece que retrasar brevemente este feedback, en lugar de suministrarlo inmediatamente, produce un mejor aprendizaje a largo plazo (Roediger III y Butler, 2011; ver figura 3).

    Figura 3. El feedback optimiza los beneficios de la práctica de recuperación (Roediger III y Butler, 2011).

    4. La práctica de recuperación puede adoptar muchas formas distintas. Como veremos en el apartado siguiente, la variedad es muy importante. La práctica de recuperación puede adoptar muchas formas diferentes que sean beneficiosas en distintos contextos, disciplinas y etapas educativas. Por ejemplo, se ha comprobado que la práctica de recuperación puede mejorar el aprendizaje utilizando diferentes tipos de preguntas: tipo test (de opción múltiple), de respuesta breve o de recuerdo libre (McDermott et al. 2014). En el caso de las preguntas tipo test, parece importante crear opciones de respuesta que sean semejantes para que la recuperación sea más costosa.

    La práctica de recuperación también estimula el aprendizaje cuando los estudiantes generan sus propias preguntas. Agarwal y Bain (2021) sugieren que en este caso es importante que los estudiantes creen preguntas variadas en términos de formato (respuesta breve y opción múltiple), complejidad (detallada y amplia) y contenido (temas generales y conceptos específicos). Y cuando un estudiante le enseña a otro sin acceso a sus apuntes (tutoría entre iguales) ya está practicando la recuperación.

    Asimismo, los cuestionarios de libro abierto pueden incrementar el aprendizaje de forma similar a los que no permiten la utilización del libro (Wenzel et al., 2022), aunque pueden disminuir el estudio.

    5. La práctica de recuperación incrementa la comprensión. La práctica de recuperación incrementa la metacognición de los estudiantes, el pensamiento de orden superior y la transferencia de conocimientos. Incentivar a los estudiantes a recuperar las respuestas por sí solos

    puede hacer que se vuelvan más conscientes de sus conocimientos o de la falta de ellos, al tener que monitorear su aprendizaje en momentos en que las respuestas no estén inmediatamente disponibles (Ariel y Karpicke, 2018).

    Preguntas específicas que requieren aplicación e inferencia fomentan un pensamiento de orden superior, cosa que no ocurre con las preguntas factuales, las cuales benefician el aprendizaje más superficial, pero no el de orden superior (Agarwal, 2019; ver figura 4). Esto sugiere que una buena estrategia para favorecer un aprendizaje más global es mezclar los dos tipos de preguntas.

    Figura 4. Preguntas específicas de mayor reflexión en la práctica de recuperación (gris oscuro) beneficiaron un aprendizaje de orden superior (gráfico de la derecha), cosa que no ocurrió con preguntas factuales (Agarwal, 2019).

    En situaciones en las que se han de aplicar conocimientos o hacer inferencias, la práctica de recuperación también puede mejorar mucho la transferencia. Esto se da especialmente cuando las preguntas de recuperación (mejor preguntar “por qué” y “cómo” y no simplemente “qué”) se combinan con un feedback detallado y los estudiantes saben qué información aplicar. Las pistas o sugerencias para utilizar los conocimientos previos en contextos novedosos les ayudan mucho. Se cree que la práctica de recuperación estimula más la transferencia que cualquier otra técnica de estudio porque conlleva dificultades deseables. Los estudiantes aprenden la información de una manera más profunda que no cuando simplemente la revisan (Pan y Rickard, 2018).

    De la teoría a la práctica

    A continuación, analizamos cinco ejemplos sencillos de aplicación de la técnica en el aula (ver más en Agarwal, Bain, 2021 y Jones, 2020).

    Minicuestionarios

    Para los minutos finales de la clase, creamos un cuestionario en el que se identifica lo más relevante que se ha trabajado. Este esfuerzo que tendrá que hacer el alumnado para recordar la información analizada más significativa tiene un gran impacto sobre su aprendizaje.

    También podemos entregar un cuestionario a los estudiantes para que lo respondan, por escrito, durante los primeros minutos de la clase. Después de ello, pueden debatir esas cuestiones en pequeños grupos y luego compartir las reflexiones con el resto del grupo. Estos cuestionarios también pueden ser creados por los propios estudiantes.

    Descargas de conocimiento

    La idea es simple: extrae del cerebro del estudiante todo lo que haya aprendido. Por ejemplo, paramos la clase y les pedimos a los estudiantes que escriban todo lo que recuerden sobre la clase de ayer. Luego pueden compartir la información en parejas y, después de ello, continuamos la sesión con normalidad. O incluso podrían grabar un video.

    “Dos cosas”

    En cualquier momento de la clase, nos detenemos y les pedimos a los estudiantes que escriban dos cosas acerca de un tema específico. Por ejemplo: “¿Cuáles son las dos cosas más importantes que aprendiste hoy (o ayer)?”, “¿Cuáles son las dos conclusiones de esta unidad?”, “¿Cuáles son dos ejemplos de tu vida que se relacionan con lo estudiado hoy?”, “¿Cuáles son las dos cosas que te gustaría aprender?”, etc. Esta estrategia es muy fácil de utilizar y ayuda al alumnado a reflexionar sobre lo que sabe y lo que no. Junto a ello es importante suministrar el feedback adecuado que haga que la metacognición del estudiante le permita aprender bien.

    Toma de apuntes recuperando información

    Se les pide a los estudiantes que escuchen una determinada explicación pero que no tomen apuntes. Después, tras una pausa, dejamos un tiempo para que escriban las ideas más relevantes que se hayan analizado. Luego se puede generar un debate en el que los estudiantes comparten lo que escribieron y suministramos un feedback rápido sobre la información clave que se ha trabajado.

    Guías de recuperación

    Creamos ejercicios en los que los estudiantes deben llenar espacios que se dejan en blanco en ciertas frases con conceptos que se están trabajando durante la unidad didáctica. Después de que los estudiantes hayan escrito las respuestas de las guías, podemos plantear un debate en el grupo para asegurarnos que las respuestas sean correctas.

    La lista no tiene fin. Sin olvidar la importancia de los recursos tecnológicos en el aula, como, por ejemplo, la utilización de los clickers, insertar pequeños test durante la presentación de los videos que grabamos o la utilización de recursos digitales (Quizizz, Kahoot, etc.) que permiten al docente hacer test rápidos y que los alumnos pueden responder inmediatamente desde sus tabletas o móviles. ¡Ponte a prueba!

    Jesús C. Guillén


    Referencias:

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    21. Van den Broek, G. et al. (2016). Neurocognitive mechanisms of the “testing effect”: A review. Trends in Neuroscience and Education5(2), 52-66.

    22. Wenzel, K. et al. (2022). Are open‐book tests still as effective as closed‐book tests even after a delay of 2 weeks?. Applied Cognitive Psychology36(3), 699-707.

    Memoria de trabajo en el aula

    La memoria de trabajo establece una conexión crucial entre la cognición y la acción. Puede recoger información en múltiples niveles, de lo sensorial a lo perceptivo y también de la memoria a largo plazo.

    Alan Baddeley

    Imaginemos que hemos de multiplicar mentalmente los números 43 y 27. Para que este cálculo lo podamos realizar deberemos recordar los dos números, aplicar las reglas propias de la multiplicación, almacenar la información correspondiente a los productos intermedios e ir procesándola atentamente para evitar las distracciones que perjudicarían la secuencia adecuada que nos conduzca al resultado final. O pensemos, por ejemplo, en cómo le explicaríamos a una persona cómo llegar desde la estación de tren al hospital. Probablemente necesitaríamos crear alguna representación visoespacial de la zona, elaborar la mejor ruta, y transformarla en instrucciones verbales comprensibles para la otra persona. Y ella, a su vez, tendrá que realizar una tarea parecida, aunque en orden inverso, repitiéndose mentalmente la información, anotándola o confiando en su memoria a largo plazo. En ambas situaciones estamos utilizando la memoria de trabajo, una función ejecutiva básica que nos permite almacenar de forma consciente durante un breve periodo de tiempo una pequeña cantidad de información para ser utilizada en cualquier tarea cognitiva. Este sistema de mantenimiento y manipulación temporal de la información (esta mayor actividad mental la diferencia de la memoria a corto plazo) depende de la corteza prefrontal, y su capacidad, aunque limitada, se va desarrollando durante la infancia. Dado que posibilita combinar la información que nos llega del entorno a través de los órganos de los sentidos con la almacenada en la memoria a largo plazo, resulta fundamental para la reflexión y la resolución de problemas. Todo ello tiene muchas implicaciones educativas.

    Componentes de la memoria de trabajo

    En el modelo multicomponente de Baddeley y Hitch (Baddeley, 2021), modelo que tiene grandes ventajas porque es fácil de comprender y tiene un gran respaldo de la evidencia empírica, se representa la memoria de trabajo como un sistema jerárquico (ver figura 1; Baddeley, 2020) en el que un componente atencional de capacidad limitada (ejecutivo central) controla tres sistemas de almacenamiento temporal en los que se representa información de tipo verbal y acústica (bucle fonológico), visual y espacial (agenda visoespacial)  o episódica (búfer o retén episódico).

    Figura 1

    Para familiarizarnos con el modelo, analicemos un ejemplo sencillo. Por ejemplo, piensa en tu casa. ¿Cuántas puertas tiene? Tómate tu tiempo…

    ¿Cómo conseguiste llegar al número exacto? Probablemente, visualizaste la casa, proceso en el cual se apoya la agenda visuoespacial, después contaste verbalmente las puertas, utilizando el bucle fonológico, y, a lo largo de todo el proceso, fue necesario que el ejecutivo central seleccionase y aplicara la estrategia adecuada para responder a la pregunta planteada.

    La memoria de trabajo es un sistema cognitivo de capacidad limitada que está directamente vinculado a la atención ejecutiva, el tipo de atención que puede ser controlada por nuestras propias intenciones, es decir, aquella que nos permite seleccionar la información relevante y supervisar que nuestros pensamientos y acciones estén en sintonía con nuestros objetivos (Rueda, 2021). Pensemos, por ejemplo, cuando el estudiante se centra en el proceso de resolución de un problema de forma voluntaria o sigue la explicación del profesor durante la clase a pesar de que el compañero le está molestando.

    Las tareas cognitivas que evalúan la memoria de trabajo, como las tareas de span o las tareas n-back (e incluso otras de control inhibitorio o de inteligencia fluida, por ejemplo), requieren recursos atencionales. La información que es relevante para la consecución de la tarea (o cualquier otro objetivo cotidiano) se mantiene activa a través de mecanismos atencionales que posibilitan que los contenidos de la memoria de trabajo estén accesibles, protegiéndolos del desvanecimiento producido por el paso del tiempo o de la interferencia que pueda ocasionar información relevante durante la tarea que estemos realizando.

    En cuanto a los componentes fonológico y visoespacial de la memoria de trabajo, son relativamente independientes. Ello implica que la memoria de trabajo puede procesar los dos tipos de información simultáneamente, por lo que combinar lo visual con lo verbal constituye una buena estrategia pedagógica para todos los estudiantes. Pensemos, por ejemplo, cuando analizamos una imagen que aparece en una diapositiva de nuestra presentación. El cerebro del estudiante procesará antes la imagen y la explicación no generará ninguna interferencia. Sin embargo, la capacidad de la memoria de trabajo colapsará rápidamente si realizamos dos o más tareas a la vez que procesen el mismo tipo de información. Eso ocurre, por ejemplo, cuando leemos un texto que aparece en una diapositiva debido a que la corteza auditiva del estudiante estará procesando lo que escucha y, a su vez, el sonido del texto a través de su habla interna. Sobrecargar de texto los PowerPoint no parece lo más adecuado para optimizar el aprendizaje (Horvath, 2014).

    Por otra parte, el búfer episódico es un sistema de almacenamiento temporal pasivo capaz de mezclar información procedente del bucle fonológico, la agenda visoespacial, la memoria a largo plazo, o incluso del input perceptivo (ver figura 2; Baddeley, 2020), en un episodio coherente. Es decir, une e integra los diferentes tipos de información que nos llegan a través de los sentidos para formar los objetos y escenas que percibimos de forma coherente (color azul y forma cuadrada conforman un cuadrado azul, por ejemplo). Procesos que no requieren una gran demanda atencional, como la imagen de la escuela en la que trabajas o el sonido de la voz de tu pareja no dependen mucho de la agenda visoespacial ni del bucle fonológico, sino del búfer episódico, el nexo de unión entre el ejecutivo central y la memoria a largo plazo.

    Figura 2

    Memoria de trabajo en el cerebro

    Las neuroimágenes han confirmado que cuando realizamos pruebas de memoria de trabajo se activa especialmente la corteza prefrontal (en concreto, la región dorsolateral, junto a otras regiones como la corteza parietal lateral y la ínsula; Lemire-Rodger et al., 2019), considerada como la sede logística de las funciones ejecutivas.

    La corteza prefrontal tiene una gran conectividad con otras regiones, sobre todo cuando realizamos tareas en las que interviene la memoria de trabajo. Por ejemplo, cuando estamos buscando el restaurante en el que queremos cenar (tarea visoespacial), la corteza prefrontal recibe señales del hipocampo que nos permiten determinar donde estamos actualmente y hacia donde tenemos que ir. O cuando tenemos que responder preguntas en una entrevista de trabajo (tarea verbal), nuestra corteza prefrontal recibirá información de centros del lenguaje, como el área de Broca, para elaborar las respuestas adecuadas.

    En el video siguiente se muestra la activación cortical ante un estímulo auditivo en una tarea de memoria de trabajo verbal. El participante oye una palabra (“pen”) que ha de recordar. Tras unos segundos, se le presenta una lista de palabras y tiene que decir si la palabra inicial se encuentra en esa lista. Como se ve en el video, inicialmente se activan áreas de la corteza auditiva, luego regiones frontales (como el área de Broca), se da una interacción entre zonas anteriores y posteriores del cerebro y, al final, se activan las áreas visuales.

    En la figura 3 (Fuster, 2015) se desglosan las diferentes fases de activación durante la tarea.

    Figura 3

    Desarrollo y limitaciones

    La corteza prefrontal es la región del cerebro que tarda más en completar su desarrollo (hasta pasados los veinte años no acaba de madurar). Su proceso de maduración está directamente vinculado al desarrollo de la memoria de trabajo. Como se observa en la figura 4 (Alloway y Alloway, 2014), su crecimiento más espectacular se da durante la infancia. La memoria de trabajo aumenta más en los primeros diez años de vida que en el resto de la vida. En promedio, su capacidad se incrementa de forma constante hasta los 30 años, alcanza un máximo y se estabiliza. A medida que envejecemos, la amplitud de la memoria de trabajo se irá reduciendo.

    Figura 4

    Porque, efectivamente, en consonancia con la naturaleza atencional del ejecutivo central, la memoria de trabajo es limitada, tanto en tiempo como en amplitud (Cowan, 2010). En lo referente a la limitación temporal, tras unos segundos, la información almacenada en la memoria de trabajo tiene que ser actualizada. Y en lo que respecta a la amplitud, solo permite almacenar simultáneamente unas pocas unidades de información, asumiendo que las capacidades cognitivas de cada persona son diferentes y que las limitaciones de la memoria de trabajo se ven afectadas por las características de la información procesada.

    Pensando en el contexto del aula, algunos autores sugieren que la capacidad de la memoria de trabajo permitiría procesar 2 instrucciones entre los 5 y 6 años de edad, 3 instrucciones entre los 7 y 9 años, 4 instrucciones entre los 10 y 12 años, 5 instrucciones entre los 13 y los 15, y 6 instrucciones entre los 16 y los 29 años, que es el rango de edad en el que se alcanzaría el máximo (Alloway y Alloway, 2014). Esta información es orientativa y, por supuesto, está basada en promedios.

    Vulnerabilidades

    Aunque la corteza prefrontal es la región más moderna del cerebro (evolutivamente hablando), también es la más vulnerable. Dice el gran neurocientífico Robert Sapolsky (2020) que “Las neuronas frontales son células caras, y las células caras son células vulnerables. Congruente con esa idea es que el lóbulo frontal es atípicamente vulnerable a varios daños neurológicos.”

    Efectivamente, sabemos que cuando el lóbulo frontal está trabajando mucho, tiene unas tasas metabólicas muy altas. Como analizamos en un artículo anterior (¿Cómo pasar del deseo a la acción? Buenos hábitos en la educación y en la vida), el autocontrol constituye un recurso limitado y las personas que regulan mejor sus vidas no son las que tienen más fuerza de voluntad, si no las que hacen lo correcto de forma menos consciente a través de buenos hábitos y automatismos. Relacionado con esto, sabemos que cuando la corteza prefrontal frontal trabaja intensamente (por ejemplo, en una tarea difícil que hace participar a la memoria de trabajo) y luego ha de intervenir en una tarea inmediatamente posterior, el rendimiento baja mucho. Y lo mismo ocurre en tareas simultáneas (Watanabe y Funahashi, 2014).

    El hecho de que la memoria de trabajo tenga una capacidad limitada sugiere que, en la práctica, puede ser útil la adquisición de determinados automatismos. Así, por ejemplo, se ha demostrado que si los niños no aprenden de memoria determinadas operaciones aritméticas, como las tablas de multiplicar, tienen mayores dificultades para resolver problemas aritméticos en niveles más avanzados porque dedican los recursos de su memoria de trabajo al cálculo y no a la resolución del problema planteado, que es lo prioritario.

    Por otra parte, sabemos que el estrés, la tristeza, la soledad, no dormir las horas adecuadas o una mala condición física, por ejemplo, pueden perjudicar el buen funcionamiento de la corteza prefrontal, en general, y la memoria de trabajo, en particular. Por ejemplo, en un estudio se comprobó que la administración de glucocorticoides a personas sanas durante 10 días perjudicó su memoria de trabajo de forma similar a lo que se observa tras una lesión del lóbulo frontal (Young et al., 1999). Y el proceso puede amplificarse durante la infancia y la adolescencia debido a la gran reorganización cerebral que se da en estas etapas. De hecho, en una situación de estrés se pueden manifestar síntomas parecidos a los asociados al TDAH debido a la dificultad para pensar con claridad o ejercitar el adecuado autocontrol.

    La calidad y la cantidad del sueño también afectan el desempeño en tareas de memoria de trabajo visual y verbal en los niños en edad escolar. La privación del sueño conlleva una reducción en el metabolismo de la glucosa en la corteza prefrontal, junto a otras regiones que también son básicas para un buen rendimiento cognitivo (Satterfield y Killgore, 2019; ver figura 5).

    Figura 5

    Por cierto, una fantástica estrategia para combatir el estrés, dormir mejor y mejorar el rendimiento cognitivo es el ejercicio físico, especialmente si se realiza en plena naturaleza. Un simple paseo por un entorno natural es suficiente para recargar de energía los circuitos cerebrales asociados a la fatiga mental y mejorar el desempeño en tareas en las que interviene la memoria de trabajo (Berman et al., 2008).

    ¿Se puede entrenar la memoria de trabajo?

    Los estudios sugieren que la memoria de trabajo puede entrenarse y mejorarse a través de tareas como la n-back, en la cual hay que recordar si la posición de una figura que va apareciendo y desapareciendo en una pantalla coincide o no con su posición anterior, e incluso hay indicios de que esto podría mejorar la inteligencia fluida (Au et al., 2015). Otro ejemplo conocido con el que se han conseguido buenos resultados ejecutivos que pudieron transferirse a tareas no entrenadas es el programa Cogmed, con el que se trabaja la memoria de trabajo, durante cinco semanas, a través de tareas verbales y visoespaciales que van ajustando el grado de dificultad a cada individuo. Sin embargo, en un importante estudio longitudinal de dos años en el que participaron niñas y niños de seis y siete años con déficits de memoria de trabajo, se identificó una mejora a corto plazo en el funcionamiento cognitivo de las tareas entrenadas, aunque sin incidencia en algunas tareas académicas (Roberts et al., 2016). Las pruebas actuales que respaldan una transferencia del aprendizaje a competencias escolares (transferencia lejana), como la lectura o las matemáticas, como consecuencia del entrenamiento específico de la memoria de trabajo, no son claras. Seguramente la mejor estrategia consista en diversificar el entrenamiento cognitivo más a largo plazo, trabajando de forma global las diferentes funciones ejecutivas. Si hacemos una analogía con el entrenamiento físico, sería algo del estilo: “Si en el gimnasio entreno todo el cuerpo, será más fácil fortalecer los brazos que si únicamente hago sentadillas”.

    Está claro que este tipo de entrenamiento específico es complicado de llevar a cabo en el aula (aunque, en la actualidad, lo estamos evaluando). No obstante, en la práctica sí que podemos ayudar a los estudiantes a utilizar de forma más eficiente la memoria de trabajo a través de estrategias concretas que luego analizamos.

    Resultados académicos

    La memoria de trabajo correlaciona de forma positiva con el rendimiento académico del estudiante e, incluso, con su inteligencia fluida, la que nos permite resolver problemas nuevos (Burgess et al., 2011).

    En un estudio realizado en escuelas inglesas en el que participaron cientos de niñas y niños en la etapa de infantil (5 y 6 años) durante un periodo de 6 años, se encontró que los estudiantes con una mejor memoria de trabajo se desenvolvían mejor en tareas de lectura, escritura y matemáticas que aquellos que sus evaluaciones en los test de memoria de trabajo eran peores (ver figura 6; Gathercole y Alloway, 2008).

    Figura 6

    En concreto, la capacidad de la memoria de trabajo en niñas y niños de 5 años de edad fue el mejor predictor del rendimiento en lectoescritura y aritmética hasta seis años después (Alloway y Alloway, 2010). Por encima, incluso, del cociente intelectual.

    Asimismo, se ha comprobado que los déficits en memoria de trabajo son comunes en estudiantes con autismo, TDAH, dislexia, discalculia, trastornos específicos del lenguaje, síndrome de Down, entre otros (Forsberg et al., 2021). ¿Qué podemos hacer al respecto?

    En el aula

    En el contexto general del aula, a los niños que presentan déficits en su memoria de trabajo les cuesta realizar tareas que requieren varios pasos y también pueden tener problemas para retener pequeñas cantidades de información al realizar una actividad, lo cual suele conllevar un ritmo de aprendizaje más lento y dificultades académicas relacionadas con la lectura o el cálculo matemático, por ejemplo, tal como mencionamos en el apartado anterior. En investigaciones realizadas en el contexto del aula (Gathercole y Alloway, 2008), los maestros suelen describir a los niños que puntúan bajo en los test de memoria de trabajo como estudiantes distraídos, aunque no problemáticos, incapaces de seguir las instrucciones de las tareas académicas y de acabarlas cuando existe un cierto grado de procesamiento mental. Aunque en muchas ocasiones los propios docentes no son conscientes de la complejidad de algunas de las instrucciones que dan a su alumnado (“Dejad vuestras libretas en la mesa, los lápices en el estuche y sentaos en la alfombra de la esquina”). El niño empieza la tarea, pero luego parece perder el hilo. Los mismos niños decían que olvidaban las instrucciones. Sin embargo, los maestros no solían darse cuenta de estos problemas. 

    Aunque estos niños no muestran la impulsividad o hiperactividad características del TDAH, muchos de los diagnosticados con este trastorno sí que manifiestan déficits en la memoria de trabajo.

    A continuación, analizamos algunos principios básicos que podemos utilizar en el aula para ayudar, especialmente, a los estudiantes que muestran déficits en la memoria de trabajo, especialmente en las etapas de Educación Infantil y Primaria (Alloway y Copello, 2013; Gathercole y Alloway, 2008).

    1. Identificar déficits en la memoria de trabajo

    A los estudiantes con déficits en la memoria de trabajo les cuesta recordar y actualizar la información suministrada en las tareas o en las instrucciones dadas. Por ejemplo, el niño olvida las palabras de una frase que tiene que escribir o sabe ir a la clase de una maestra concreta, pero, una vez allí, olvida lo que tenía que decirle. Como consecuencia de lo anterior, suelen cometer muchos errores en las tareas de aprendizaje y eso los lleva a abandonarlas por completo en muchas ocasiones. Asimismo, en actividades en las que se ha de seguir una secuencia concreta, los niños con déficits de memoria de trabajo pierden la noción de lo que ya han hecho, o lo que les falta por hacer, y ello les hace repetir elementos de la tarea (como contar más de una vez un objeto o escribir una palabra dos veces seguida, por ejemplo) o saltarse una parte de la misma.

    Si se detecta algún signo, se deben evaluar las demandas de memoria de trabajo de la tarea (ver punto 3) para determinar si es probable que la causa sea la sobrecarga de la memoria de trabajo. Si las demandas de memoria de trabajo de la tarea son significativas, se recomienda que la actividad se repita con una carga de memoria de trabajo reducida. Esto se puede lograr mediante las estrategias mencionadas en los puntos 4, 6 y 7.

    2. Observar al niño

    En consonancia con lo anterior, resulta fundamental observar al niño en el desarrollo de las tareas para advertir si le producen una sobrecarga en su memoria de trabajo, por lo que es importante preguntarle sobre lo que está haciendo, o tiene intención de hacer. Incluso a edades tempranas, los niños pueden suministrar información relevante porque suelen ser conscientes de los errores que cometen vinculados a la memoria de trabajo. Cuando el niño haya olvidado información relevante, podemos repetirle las instrucciones según sus necesidades (ver punto 5), suministrarle facilitadores de la tarea (ver punto 6), dividir las tareas en bloques más pequeños o animarle a que pregunte y pida ayuda cuando lo necesite.

    3. Valorar las demandas de memoria de trabajo en las tareas

    Para que la intervención sea eficaz, el maestro debe poder identificar qué características de una actividad en particular, si las hay, imponen demandas importantes sobre la memoria de trabajo. Una vez que se han identificado, la actividad se puede modificar para reducir la carga de la memoria de trabajo (ver punto 4) y así aumentar las posibilidades de que se complete con éxito.

    Debido a que la memoria de trabajo tiene una capacidad limitada, no se recordarán secuencias largas que excedan la capacidad del niño. Y es que muchas de las tareas académicas cotidianas sobrecargan la memoria de trabajo de los estudiantes exigiéndoles la retención de gran cantidad de información verbal, muchas veces de forma arbitraria.  Esto se da, por ejemplo, cuando les pedimos recordar secuencias largas de palabras o números, les damos instrucciones complejas o les pedimos resolver problemas con enunciados en los que existe información irrelevante que impide identificar las ideas clave. Asimismo, los contenidos irrelevantes o imprevisibles pueden imponer grandes exigencias a la memoria de trabajo, porque los niños no pueden utilizar su conocimiento existente (en otras palabras, la memoria a largo plazo) para respaldar su desempeño. Qué importante es incrementar el sentido y significado de lo que se está estudiando. O, si se quiere, es imprescindible identificar los conocimientos previos de los estudiantes y vincular los aprendizajes a situaciones cotidianas. Y también qué importantes son los buenos hábitos para combatir el estrés inadecuado (enemigo de la memoria de trabajo y de regiones críticas del cerebro, como la corteza prefrontal o el hipocampo) y para adquirir determinados automatismos (sea en aritmética, lectura, estudio, etc.) que liberan espacio en la memoria de trabajo evitando su sobrecarga.

    4. Reducir la carga cognitiva de la memoria de trabajo si es necesario

    Es posible que sea necesario modificar tareas académicas con antelación para que puedan adaptarse mejor a las necesidades específicas de los niños con una memoria de trabajo reducida. O que, en el transcurso de la unidad didáctica, haya que modificar alguna actividad y presentarla de forma distinta porque se han detectado sobrecargas en la memoria de trabajo de algunos niños. En la práctica, podemos evitar errores vinculados a la memoria de trabajo minimizando los objetivos de aprendizaje perseguidos en la tarea, reduciendo la cantidad de material que se ha de procesar, proporcionando esquemas claros y estructurados, incrementando la familiaridad de lo que se está estudiando, simplificando las instrucciones verbales (incluso cambiándolas por un formato visual o combinando ambos), reestructurando las tareas de forma que cada paso sea independiente o fomentando el uso de facilitadores (punto 6), entre otras estrategias.

    5. Repetir con frecuencia la información importante

    Repetir la información más relevante de las tareas académicas puede ser una gran ayuda para estudiantes con déficits de memoria de trabajo. Ello hace referencia tanto a las instrucciones generales de la tarea, como a las más específicas. Como las necesidades de los estudiantes son diferentes, también es importante generar un entorno de aprendizaje positivo en el que se alienta a los niños a solicitar la repetición de información importante en caso de olvido. También se ha comprobado que es muy útil agrupar a un estudiante con problemas de memoria de trabajo con otro que tenga mejor desempeño para que pueda guiarlo durante las tareas con indicaciones ocasionales.

    6. Fomentar el uso de facilitadores

    Existe una enorme variedad de herramientas que pueden ayudar de diferentes formas a reducir la carga de la memoria de trabajo de los estudiantes, como correctores ortográficos, calculadoras, ábacos, pósters, diccionarios personalizados, programas informáticos y muchos otros recursos. Sin embargo, muchos niños con problemas de memoria de trabajo a menudo tienen dificultades para usar tales herramientas, posiblemente debido a las dificultades iniciales en el dominio de la nueva habilidad. Por lo tanto, es recomendable que los niños tengan práctica en el uso de los facilitadores utilizados comenzando con tareas sencillas que requieren demandas menores de memoria de trabajo para, de esta forma, ir adquiriendo las habilidades básicas antes de afrontar tareas con mayor demanda cognitiva.

    7. Desarrollar las estrategias personales del niño

    Las estrategias de los puntos anteriores están centradas en lo que puede hacer el docente para evitar la sobrecarga de la memoria de trabajo de los estudiantes. Junto a estas estrategias, también podemos fomentar el uso de otras que pueden ir utilizando los propios niños de forma autónoma. Por ejemplo, los niños con déficit de memoria de trabajo suelen ser conscientes de cuándo han olvidado información crucial, pero a menudo no saben qué hacer en tales situaciones. Qué importante en el aula es generar climas emocionales positivos en los que los estudiantes no tienen miedo a equivocarse y tienen la confianza para pedir ayuda cuando lo necesiten. Pero más allá de esto, los niños pueden desarrollar estrategias relativamente simples que les pueden ayudar a optimizar su aprendizaje. Por ejemplo, repitiendo una cantidad limitada de información verbal (en silencio o en voz alta) que solo debe recordarse durante un periodo corto de tiempo. Asimismo, los niños que hayan adquirido un desempeño básico en lectoescritura se beneficiarán de tomar apuntes en tareas largas o que tengan varios pasos. Hay que enseñarles estrategias de planificación que les ayude a identificar las ideas más relevantes de las tareas e ir apuntándolas. Y también les ayuda subrayar, utilizar reglas mnemotécnicas en casos concretos, etc. Todo en beneficio del funcionamiento de su memoria de trabajo, que es más que una memoria explícita y consciente, es un sistema de gestión ejecutivo que tiene como objetivo guiar el comportamiento.

    Jesús C. Guillén


    Referencias:

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    2. Alloway, T. P., Alloway, R. G. (2014). Understanding working memory. SAGE.

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    4. Au, J. et al. (2015). Improving fluid intelligence with training on working memory: a meta-analysis. Psychonomic Bulletin & Review, 22(2), 366-377.

    5. Baddeley, A. (2020). La memoria de trabajo. En A. Baddley, M. W. Eysenck y M. C. Anderson (Eds), Memoria (p. 91-134). Alianza Editorial.

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    7. Berman, M. et al. (2008). The cognitive benefits of interacting with nature. Psychological Science, 19, 1207-1212.

    8. Burgess, G. C. et al. (2011). Neural mechanisms of interference control underlie the relationship between fluid intelligence and working memory span. The Journal of Experimental Psychology: General, 140(4), 674-692.

    9. Cowan, N. (2010). The magical mystery four: How is working memory capacity limited, and why? Current Directions in Psychological Science, 19, 51-57.

    10. Forsberg, A. et al. (2021). The role of working memory in long-term learning: Implications for childhood development. En Psychology of Learning and Motivation, 1-45. 

    11. Fuster, J. M. (2015). The Prefrontal Cortex, 5th ed. Academic Press.

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    14. Lemire-Rodger, S. et al. (2019). Inhibit, switch, and update: A within-subject fMRI investigation of executive control. Neuropsychologia,132, 107134.

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    19. Watanabe y S. Funahashi (2014). Neural Mechanisms of Dual-Task Interference and Cognitive Capacity Limitation in the Prefrontal Cortex. Nature Neuroscience, 17, 601-611.

    20. Young, A. et al. (1999). The Effects of Chronic Administration of Hydrocortisone on Cognitive Function in Normal Male Volunteers.  Psychopharmacology, 145, 260-266.

    Las claves de la motivación académica

    15 septiembre, 2021 14 comentarios

    La motivación es esencial: solo aprenderemos bien si tenemos una idea clara del objetivo que queremos alcanzar y nos involucramos plenamente.

    Stanislas Dehaene

    No hay duda de que la motivación (etimológicamente, “lo que nos mueve a actuar”) es un producto de la emoción. Y los seres humanos tenemos una premisa motivacional fundamental: buscamos el placer y evitamos el dolor. Necesitamos sentir placer para encontrarnos bien y alcanzar bienestar.

    En el contexto educativo, escuchamos con frecuencia que los estudiantes no muestran interés por las cuestiones académicas y que no están motivados. Sin embargo, sí que lo están para realizar otro tipo de tareas que les resultan más gratificantes. Como consecuencia de ello, cabe preguntarse: ¿Qué podemos hacer los docentes en el aula? ¿Cómo podemos conseguir despertar el interés de los estudiantes por el aprendizaje (motivación inicial) y mantener una implicación regular (motivación de logro)?

    ¿Qué ocurre en nuestro cerebro?

    Nuestro cerebro posee una capacidad extraordinaria para hacer predicciones continuas sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Pensemos, por ejemplo, cuando estamos leyendo. Cuanto más nos acercamos al final de una frase, más fácilmente nuestro cerebro podrá predecir cómo acabará. Si tras los cálculos anticipatorios que realiza ocurre lo previsto, lo sucedido será considerado como poco importante y no será necesario procesar y almacenar esa información (el conocimiento implícito del proceso está ya en el cerebro). Pero a veces el resultado de nuestra acción mejora lo esperado. En ese caso, nuestro cerebro envía una serie de señales que nos permiten aprender lo acontecido (Jang et al., 2019).  Estas señales se producen en el sistema de recompensa cerebral, en el cual interviene la dopamina, un neurotransmisor ligado a la curiosidad y a la búsqueda de novedades que tiene menos que ver con la recompensa que con su anticipación y que alimenta el comportamiento dirigido hacia la consecución de un objetivo necesario para obtener la recompensa. Más que producir placer, motiva a buscarlo.

    Casi todas las neuronas que producen dopamina están situadas en dos zonas del cerebro: el área tegmental ventral y la sustancia negra (Cromwell et al., 2020). Los axones que salen de esos dos grupos de neuronas forman los circuitos neuronales conocidos como vías dopaminérgicas. La vía mesolímbica se extiende desde el área tegmental ventral hasta zonas de la corteza prefrontal, el hipocampo, la amígdala y el núcleo accumbens (ver figura 1). Esas regiones son importantes para el razonamiento, la memoria, las emociones y el comportamiento, respectivamente. La vía nigroestriada comienza en la sustancia negra y se extiende hasta el cuerpo estriado dorsal, una región del cerebro que interviene en las funciones motora y espacial.

    Figura 1. La red de comunicaciones formada por las neuronas productoras de dopamina en la vía mesolímbica constituye la ruta principal del sistema de recompensa cerebral (Kandel, 2019)

    Este mecanismo de acción, asociado solamente a las experiencias positivas, es el que nos motiva y el que posibilita que aprendamos a lo largo de toda la vida. Los estudios han demostrado que cuando se suscita una mayor curiosidad, aumenta la activación de las regiones cerebrales cuyas neuronas sintetizan dopamina, y otras en donde se libera dicho neurotransmisor, como el núcleo accumbens, y todo ello mejora la actividad del hipocampo y facilita el aprendizaje (Gruber et al., 2014; ver figura 2). Se trata de un sistema en continuo funcionamiento desde el nacimiento, el cual ha garantizado nuestra supervivencia, es decir, los seres humanos estamos motivados desde el nacimiento. Por lo tanto, no tiene sentido preguntarse cómo motivar sino por qué algunas personas están desmotivadas ante determinadas situaciones o tareas. Asimismo, no podemos obviar que las experiencias positivas para los seres humanos se refieren principalmente a las relaciones sociales positivas. La actividad social es el refuerzo natural más potente del aprendizaje y una necesidad educativa.

    Figura 2. La curiosidad activa las regiones en las que se sintetiza dopamina (Sn: sustancia negra y VTA: área tegmental ventral). Ello incrementa la activación del hipocampo (Gruber et al., 2014)

    Motivación intrínseca vs. motivación extrínseca

    ¿Nos motivan factores externos o internos? Las motivaciones externas son las que se derivan de otras personas. Las motivaciones intrínsecas, por su parte, son las que se dan cuando nos sentimos impulsados a hacer cosas por decisiones o deseos que vienen de nosotros mismos. Es decir, podemos realizar una tarea por el simple hecho de que nos satisface en sí misma cuando la realizamos, o bien podemos realizarla para satisfacer necesidades ajenas a la tarea.

    Las motivaciones intrínsecas y extrínsecas mantienen un delicado equilibrio. Deci y Ryan formularon la teoría de la autodeterminación en la que se analiza lo que motiva a las personas en ausencia de toda influencia externa. Según esta teoría (Ryan y Deci, 2017), ampliamente avalada por la investigación, las personas están motivadas para conseguir autonomía (control sobre las cosas), competencia (destreza a la hora de hacer las cosas) y conexión (reconocimiento por las cosas que hacen). Pensemos, por ejemplo, en esa persona en el trabajo que no para de decirnos cómo tenemos que realizar cualquier tarea, incluso las más sencillas. Eso puede hacernos sentir que no tenemos el control de nosotros mismos perjudicando nuestra sensación de competencia. Y algo parecido ocurre en el contexto educativo. Si los docentes nos excedemos en las explicaciones podemos llegar a inhibir la curiosidad del alumnado, lo cual se ha demostrado incluso en la infancia temprana (Bonawitz et al., 2011).

    En una revisión de estudios se demostró que premiar a los estudiantes con dinero por la cantidad de libros leídos o por buenas calificaciones obtenidas no conllevó mejoras en su rendimiento académico (Fryer, 2011). Imaginemos que pedimos a nuestros alumnos que resuelvan unos puzles y a la mitad de ellos les pagamos por cada puzle resuelto. Al finalizar la tarea les dejamos solos durante un tiempo con los materiales con los que han estado trabajando. ¿Qué sucederá? Pues que es menos probable que los estudiantes que han recibido la recompensa monetaria se pongan a resolver los puzles en ese periodo de tiempo de libre elección. Parece que el hecho de que asociemos un resultado positivo con nuestros propios actos es más poderoso que si el resultado positivo viene del exterior. ¿Quién nos asegura que nos van a recompensar la próxima vez? El premio por la realización de la tarea disminuye la motivación por realizarla, mientras que se incrementa dando mayor control sobre los actos.

    Este tipo de experimento que se ha replicado muchas veces con estudiantes de distintas etapas educativas demuestra que la motivación extrínseca (en este caso, a través de la recompensa monetaria) disminuye la motivación intrínseca, aquella que fluye de nuestro interior y que es la que queremos fomentar en el aula porque nos permite aprender de forma más profunda, ser más creativos y tener mayores niveles de bienestar (Ryan y Deci, 2020). La motivación extrínseca acaba socavando la motivación intrínseca y ello conlleva a nivel cerebral una disminución en la activación del cuerpo estriado y la corteza prefrontal (Murayama et al., 2010; ver figura 3).

    Figura 3. La activación del cuerpo estriado disminuye entre sesiones en el grupo al que se da una recompensa monetaria por las tareas (Murayama et al., 2010)

    Aunque hemos de ser flexibles en la interpretación de estos conceptos. Es cierto que la necesidad de sentirnos competentes y autónomos está asociada a la motivación intrínseca, algo que puede favorecerse cuando se nos ofrece la posibilidad de elección en las tareas. O que la motivación extrínseca conlleva conductas rutinarias, memorización y niveles menores de bienestar y que las recompensas se utilizan, frecuentemente, para controlar los comportamientos de los demás. Pero si a través de un proceso de internalización la satisfacción adquirida por la recompensa externa proviene de nuestro interior, la motivación extrínseca puede compartir varias cualidades de la motivación intrínseca. Y ahí interviene otro factor imprescindible que debemos cuidar mucho: la interacción social.

    Escuchamos con frecuencia que los estudiantes no están motivados, pero lo que realmente ocurre es que no están motivados para hacer lo que nosotros queremos que hagan. Porque, en la práctica, están muy motivados para hacer múltiples tareas no académicas que les resultan muy gratificantes. La pregunta que nos planteamos es ¿cómo combatir la creciente desmotivación académica del alumnado?

    Motivación en el aula

    El reto que nos planteamos los docentes es el de favorecer la motivación intrínseca de nuestro alumnado, aquella que nos permite dedicar mucho tiempo a una actividad que nos apasiona, en detrimento de una motivación extrínseca, basada en premios y castigos y que resulta insuficiente para promover el aprendizaje de conductas más complejas.

    Analicemos, a continuación, estrategias que nos sugieren las investigaciones, algunas de ellas directamente relacionadas, que pueden ayudar a promover la motivación de los estudiantes. En la práctica, inciden especialmente en la importancia que el estudiante atribuye al objetivo de aprendizaje (valor subjetivo) y en la estimación que hace de su propia capacidad para alcanzarlo (expectativas). Asumiendo que no existen soluciones únicas ni generalizables a todos los contextos educativos.

    Objetivos de aprendizaje claros

    Es imprescindible clarificar los objetivos de aprendizaje y los criterios de éxito que permitan alcanzarlos para que los estudiantes puedan entender qué han de aprender y por qué han de hacerlo, y así poder controlar sus avances. La motivación de los estudiantes aumenta cuando valoran lo que están aprendiendo, es decir, cuando sienten que el aprendizaje es interesante, importante y útil.

    En un interesante estudio, se les dijo a los estudiantes que iban a presenciar una conferencia aburrida en el marco de la lección que estaban trabajando. A un grupo de ellos se les explicó cómo y por qué les ayudaría en su aprendizaje, reconociendo que la charla sería difícil. Y se les animó para que fueran persistentes ante la tarea. A otro grupo de estudiantes no se les comentó nada antes de la conferencia. Los resultados revelaron que los estudiantes que recibieron la información adicional sobre la conferencia estuvieron más motivados durante la lección, participaron un 25 % más, se sintieron más interesados por lo que estaban aprendiendo, lo valoraron como más importante y mostraron unos niveles de conocimiento superiores de la materia tras la conferencia (Jang, 2008).

    La motivación de logro de los estudiantes y su motivación intrínseca están más vinculadas a las metas de competencia (“Me esfuerzo por aprender y mejorar durante el curso”, “Siempre busco oportunidades para desarrollar nuevas habilidades y adquirir nuevos conocimientos”), que no a las metas de rendimiento (“Deseo sacar buenas notas”, “Para mí es importante hacerlo bien durante el curso”) (Grant y Dweck, 2003). Por lo general, las metas de competencia tienen un mayor impacto en el aprendizaje de los estudiantes, un aprendizaje que será más profundo, duradero y transferible (Murayama y Elliot, 2011).

    Conocer los intereses del alumnado

    Tal como acabamos de mencionar, es muy difícil que el estudiante se interese por algo si interpreta que la tarea de aprendizaje no es útil o relevante. De ahí el valor de conocer, a través de los procesos de evaluación iniciales, cuáles son sus conocimientos previos, porque el aprendizaje es un proceso constructivista en el cual se va integrando la información novedosa en lo ya conocido. Así es como procesa la información nuestro cerebro, asociando patrones. Pero también, por supuesto, conviene conocer sus intereses personales. Cuando los contenidos que se van a trabajar tienen un enfoque multidisciplinar y son cercanos a la vida cotidiana del estudiante, es más fácil motivarlo.

    Todos los estudiantes están interesados por algo y aunque a los seres humanos nos cueste reflexionar (dado el gasto energético suplementario que comporta), somos curiosos por naturaleza y ello nos predispone para el aprendizaje. Bebés de solo once meses de edad se sorprenden ante objetos o procesos que violan las leyes de la física, y dedican más tiempo a analizar situaciones inesperadas o irreales, como, por ejemplo, que una pelota atraviese una pared o se deje caer por un recipiente y salga por otro situado al lado. En estas situaciones, los bebés exploran y aprenden más de este tipo de objetos y son capaces de identificar sonidos asociados a los objetos que rompen sus expectativas más fácilmente que en el resto (Stahl y Feigenson, 2015; ver video).

    Retos adecuados

    El estudiante puede desmotivarse tanto si la exigencia de la tarea es elevada (se siente desbordado y ve que no progresa) como si es pequeña (la rutina puede desmotivar). Evidentemente, para que exista un reto se ha de salir de la zona de confort, y en este proceso la figura del docente como gestor del aprendizaje, que guía al alumnado y analiza sus errores cuando aparezcan, es clave. Al detectar los errores, nuestro cerebro logra corregir sus modelos del mundo y eso posibilita la adaptación y el aprendizaje.

    Aunque en lugar de hablar de “ni muy difícil, ni muy fácil”, estudios recientes demuestran que deberíamos decir “ni muy difícil, ni muy aburrido». Con frecuencia, los estudiantes se embarcarán en tareas que les supongan un reto si las encuentran atractivas, quieren esforzarse por realizarlas o porque ya saben lo que conlleva conseguirlas y conocen diferentes estrategias que les ayudarán a superar las dificultades durante el proceso (Lomas et al., 2017).

    Relacionado con esto, es mucho más probable que los estudiantes logren sus metas a largo plazo cuando establecen metas alcanzables a corto plazo en el proceso. A medida que completan las metas a corto plazo y experimentan el éxito al completarlas, mantienen su motivación para lograr sus metas a largo plazo (Anderman, 2020). Y qué importante resulta también el modelado, que puede influir en la autoeficacia (la confianza en las propias habilidades para realizar una determinada tarea con éxito). Bebés de solo 15 meses persisten más en una tarea después de observar a un adulto trabajando duro para poder realizarla que no cuando ven a otro alcanzar el objetivo sin esfuerzo (Leonard et al., 2017; ver figura 4).

    Figura 4. Los bebés ven al adulto realizar una tarea (con esfuerzo, sin esfuerzo o sin hacer nada) que luego tienen que realizar ellos (Leonard et al., 2017)

    Altas expectativas

    Las expectativas del estudiante sobre su propia capacidad tienen un gran impacto sobre su aprendizaje. Pero también las expectativas del profesorado sobre la capacidad de su alumnado. Para que estas expectativas sean positivas y tengan un impacto a nivel motivacional es esencial promover climas emocionales positivos en el aula que fomenten la conocida mentalidad de crecimiento, que nos hace perseverar ante los retos. Una estrategia para ello consiste en elogiar al estudiante por su esfuerzo, y no por su capacidad, priorizando el proceso por encima del resultado, lo que contribuye a mejorar su motivación de logro y su perseverancia a la hora de afrontar tareas de mayor dificultad. Aceptando que la mejor estrategia para cumplir nuestras metas propuestas consiste en dotar al optimismo de una adecuada dosis de realismo (contraste mental), lo cual también se puede trabajar en el aula, tal como analizamos en un artículo anterior.

    Un simple mensaje puede tener un potente efecto motivador. En un estudio se comprobó que el 40 % de los estudiantes a los que se les devolvió un trabajo con la anotación “Espero que estos comentarios te sirvan para el trabajo que has presentado” decidieron entregar el trabajo revisado, mientras que el 80 % de los estudiantes que recibieron el mensaje “He escrito estos comentarios porque tengo expectativas muy altas sobre ti y sé que no me defraudarás” lo revisaron (Yeager et al., 2014 b).

    Todo ello incide en el autoconcepto del estudiante (cómo se ve a sí mismo como estudiante) y en su autoeficacia, creencias que están directamente vinculadas. Aunque estudios recientes sugieren que el autoconcepto es un mejor predictor de la motivación y tiene mayor impacto en la orientación académica del estudiante en la adolescencia, mientras que la autoeficacia predice mejor los resultados académicos (Van der Aar et al., 2019).

    Aprendizaje activo

    En el proceso de evolución académica y personal del estudiante es esencial ir fomentando su autonomía, una autonomía valiente que le permite actuar y responsabilizarse de sus actos. Para ello es necesario que participe de forma activa en el aprendizaje y que tenga la posibilidad de elección. Hemos de respetar las preguntas, intervenciones, debates suscitados o reflexiones entre estudiantes, sin prisas. Guiando este proceso, el profesorado cede parte del protagonismo al alumnado (hablando menos y escuchando más), porque en el aula aprendemos todos. Por tanto, la utilización de metodologías educativas activas, se nos antoja esencial.

    Hoy más que nuca necesitamos desarrollar buenos proyectos educativos, como los ApS (aprendizaje-servicio), una estupenda forma de vincular el aprendizaje con situaciones reales y de fomentar la cooperación o el análisis crítico, entre otras muchas competencias esenciales en los tiempos actuales. En estudios en los que se les hace preguntas a los estudiantes del tipo: “¿Cómo se podría mejorar el mundo?” y se les pide que relacionen la respuesta con lo que están aprendiendo en la escuela, la reflexión sobre la contribución al bienestar ajeno impulsa su motivación hacia el aprendizaje y fomenta su autorregulación (Yeager et al., 2014). El propósito es lo que nos motiva, inspira y nos impulsa en la vida.

    Estrategias lúdicas

    Una forma sugerente de poner en práctica un aprendizaje activo es a través del juego. Jugando estimulamos la curiosidad y la creatividad y generamos el deseo de abrir nuevas puertas hacia el conocimiento. El juego conecta directamente con nuestra motivación intrínseca, es decir, jugamos por el placer que nos produce el hecho de jugar. A diferencia de la gamificación, en donde los juegos se proponen con un propósito al margen del juego, aunque, por supuesto, es mucho más que una simple repartición de puntos, medallas, avatares, etc.

    En una revisión reciente de estudios sobre los efectos de la gamificación en la motivación se ha encontrado que estas propuestas lúdicas producen una internalización al margen de la motivación extrínseca dada por los premios, es decir, los estudiantes también realizan las tareas propuestas por el mero placer de realizarlas. Aunque las recompensas en los juegos impulsan a los jugadores a seguir jugando más allá del valor de la tarea. Asumiendo, tal como comentamos antes, que la gamificación va más allá de la satisfacción producida por los premios y puede fomentar la interacción social, la cooperación, la exploración conjunta y el entretenimiento, que tiene efectos positivos en la motivación intrínseca de los estudiantes (Alsawaier, 2017).

    Evaluar para aprender

    La satisfacción que produce al estudiante ver que va progresando debe ser confirmada por medio de la aplicación de criterios de evaluación claros (la utilización de rúbricas puede ayudar) que tengan en cuenta su esfuerzo y su progreso y que no se limiten al nivel de conocimientos adquirido. Cuando se asocia la evaluación a las tareas en el aula a través de proyectos, problemas, debates y muchas otras estrategias, como ocurre en la evaluación formativa, se pueden detectar las necesidades reales del alumnado y proponer soluciones para mejorar su aprendizaje. Y para que la magia del proceso no se disipe, es necesario que exista el adecuado feedback, aquel que incide en el aprendizaje promoviendo la motivación y la autorregulación. Cuando el estudiante observa una evolución positiva y encuentra satisfacción en lo que hace, su compromiso está garantizado.

    Algunos de los elementos que conforman la evaluación formativa (feedback, conocimiento de los objetivos de aprendizaje, etc.) tienen un gran impacto en el aprendizaje de los estudiantes. Sin embargo, a pesar de las numerosas evidencias que demuestran lo contrario, la comparación entre estudiantes (especialmente en Secundaria), el protagonismo excesivo de las calificaciones y el uso de recompensas externas que de nuevo comparan a los estudiantes, no conducen a la mejora del aprendizaje (Hattie y Clarke, 2020).

    Vínculo

    Los seres humanos somos seres sociales, y las relaciones en el aula entre compañeros, o entre los estudiantes y el docente, tienen una enorme incidencia en el aprendizaje. Nuestros alumnos necesitan el reconocimiento y aprecio de los compañeros (y no sólo de los compañeros) por lo que fomentar las necesidades sociales constituye un recurso más para motivarles. Promoviendo las buenas relaciones entre compañeros se favorece el trabajo cooperativo en detrimento del competitivo. Y en plena consonancia con el desarrollo del cerebro social, resulta útil enseñar a trabajar de forma cooperativa en el aula, utilizar estrategias proactivas que prevengan la aparición de determinados problemas o realizar tutorías, tanto individuales como en grupo.

    En un estudio en el que participaron 643 estudiantes de 37 clases de Secundaria de diferentes escuelas en Estados Unidos, la calidad de las relaciones entre los docentes y sus alumnos predijo los resultados académicos de los estudiantes a final de curso, especialmente en aulas con menos estudiantes (ver figura 5; Allen et al., 2013). Estas clases se caracterizaban por generar climas emocionales positivos, eran sensibles a las necesidades de los adolescentes, utilizaban estrategias de enseñanza variadas y atractivas y se centraban en el desarrollo de la metacognición de los estudiantes en la resolución de problemas. Según los autores de la investigación, involucrar emocionalmente a los estudiantes adolescentes puede ser clave para maximizar su motivación académica en el aula.

    Figura 5. El vínculo emocional se da más fácil en clases con menos estudiantes y ello repercute en los resultados académicos (Allen et al., 2013)

    Pasión por la educación

    En un estudio reciente se ha demostrado la gran influencia que tiene la forma de comunicar el docente en el aula en la percepción del estudiante sobre la relevancia de lo que se estudia y la adopción de metas de competencia (Iaconelli y Anderman, 2021). Los autores de la investigación explican que los resultados sugieren que los docentes pueden generar entornos de aprendizaje positivos en el aula utilizando un lenguaje verbal y no verbal que manifieste una verdadera preocupación por las necesidades y aprendizaje de su alumnado. Siempre lo supimos, el profesorado es el instrumento didáctico más potente. Qué importantes son todos aquellos docentes vocacionales que inspiran y transmiten entusiasmo por lo que hacen, fomentando un aprendizaje significativo en sus estudiantes, transformando y mejorando sus vidas con mucho cerebro y más corazón. Motivados que motivan.

    Jesús C. Guillén


    Referencias:

    1. Allen, J. et al. (2013). Observations of effective teacher-student interactions in secondary school classrooms: predicting student achievement with the classroom assessment scoring system-secondary. School Psychology Review, 42 (1), 76-98.

    2. Alsawaier, R. S. (2018). The effect of gamification on motivation and engagement. The International Journal of Information and Learning Technology, 35(1), 56-79.

    3. Anderman, E. M. (2020). Sparking student motivation: The power of teachers to rekindle a love for learning. Corwin.

    4. Bonawitz E. et al. (2011). The double-edged sword of pedagogy: Instruction limits spontaneous exploration and discovery. Cognition, 120 (3), 322-330.

    5. Cromwell, H. C. et al. (2020). Mapping the interconnected neural systems underlying motivation and emotion: a key step toward understanding the human affectome. Neuroscience and Biobehavioral Reviews, 113, 204-226.

    6. Fryer, R. G. (2011). Financial incentives and student achievement: Evidence from randomized trials. The Quarterly Journal of Economics, 126, 1755-1798.

    7. Grant, H., Dweck, C. S. (2003). Clarifying achievement goals and their impact. Journal of Personality and Social Psychology, 85, 541-553.

    8. Gruber M. J. et al. (2014). States of curiosity modulate hippocampus-dependent learning via the dopaminergic circuit. Neuron, 84 (2), 486-496.

    9. Hattie, J., Clarke, S. (2020). Aprendizaje visible: Feedback. Ediciones Paraninfo.

    10. Iaconelli, R., Anderman, E. M. (2021). Classroom goal structures and communication style: the role of teacher immediacy and relevance-making in students’ perceptions of the classroom. Social Psychology of Education, 24,37-58.

    11. Jang, H. (2008). Supporting students’ motivation, engagement, and learning during an uninteresting activity. Journal of Educational Psychology, 100, 798e811.

    12. Jang, A. I. et al. (2019). Positive reward prediction errors during decision-making strengthen memory encoding. Nature Human Behaviour, 3,719-732.

    13. Kandel, E. (2019). La nueva biología de la mente: Qué nos dicen los trastornos cerebrales sobre nosotros mismos. Paidós.

    14. Leonard, J. A., Lee, Y., Schulz, L. E. (2017). Infants make more attempts to achieve a goal when they see adults persist. Science, 357, 1290–1294.

    15. Lomas, J. D. et al. (2017). “Is Difficulty Overrated?” Proceedings of the 2017 CHI Conference on Human Factors in Computing Systems – CHI’17 (New York, NY: ACM Press), 1028-1039.

    16. Murayama, K., et al. (2010). Neural basis of the undermining effect of monetary reward on intrinsic motivation. PNAS, 107, 20911-20916.

    17. Murayama, K., Elliot, A. J. (2011). Achievement motivation and memory: Achievement goals differentially influence immediate and delayed remember–know recognition memory. Personality and Social Psychology Bulletin, 37 (10), 1339-1348.

    18. Ryan, R. M., Deci, E. L. (2017). Self-determination theory: Basic psychological needs in motivation, development, and wellness. Guilford Publications.

    19. Ryan, R., Deci, E. (2020). Intrinsic and extrinsic motivation from a self-determination theory perspective: Definitions, theory, practices, and future directions. Contemporary Educational Psychology, 61.

    20. Van der Aar et al. (2019). The neural correlates of academic self-concept in adolescence and the relation to making future-oriented academic choices. Trends in Neuroscience and Education, 15, 10-17.

    21. Yeager, D. S. et al. (2014). Boring but important: A self-transcendent purpose for learning fosters academic self-regulation. Journal of Personality and Social Psychology, 107, 559-580.

    22. Yeager, D. S. et al. (2014 b). Breaking the cycle of mistrust: Wise interventions to provide critical feedback across the racial divide. Journal of Experimental Psychology: General, 143, 804-824.

    Metacognición en el aprendizaje

    La metacognición, esta capacidad de conocernos, de autoevaluarnos, de simular mentalmente qué pasaría si reaccionáramos de tal o cual manera, tiene un papel fundamental en los aprendizajes humanos. La opinión que nos forjamos de nosotros mismos nos ayuda a progresar o, al contrario, nos encierra en el círculo vicioso del fracaso. Por lo tanto, no es desacertado pensar el cerebro como una tumultuosa reunión de expertos que compiten o colaboran entre sí.

    Stanislas Dehaene

    La autorregulación es un componente básico de todo aprendizaje competencial. En concreto, es muy eficaz para desarrollar la competencia para aprender a aprender. Según algunos autores, el aprendizaje autorregulado tiene tres componentes principales: la cognición, la metacognición y la motivación (Muijs y Bokhove, 2020). La cognición incluye las habilidades necesarias para codificar, relacionar, consolidar y recuperar la información; la metacognición integra estrategias que permiten comprender y controlar los procesos cognitivos; y la motivación incluye las creencias y actitudes que afectan al uso y desarrollo de las habilidades cognitivas y metacognitivas. Cada uno de estos componentes es necesario para el aprendizaje, pero no suficiente. Se requiere la interacción continua entre ellos.

    Desde la perspectiva educativa, la metacognición es especialmente relevante porque permite al estudiante valorar sus propios pensamientos y posibilita reconocer, orientar y mejorar su propio proceso de aprendizaje. Hoy más que nunca es necesario ayudar a nuestro alumnado a convertirse en personas autónomas y eficaces. Fomentar la utilización de estrategias metacognitivas es una forma de lograr este objetivo.

    En los últimos años las investigaciones sobre el impacto de la metacognición en el aprendizaje se han incrementado mucho. Hay dos buenas razones que pueden justificar esto. Por un lado, se ha identificado que los estudiantes que tienen mayor dificultad para aprender no utilizan las estrategias metacognitivas de forma adecuada. Y por otro, parece que estas estrategias se pueden enseñar, lo cual repercute directamente en el rendimiento académico de los estudiantes (Heyes et al., 2020).

    ¿Qué es la metacognición?

    Simplificando, la metacognición puede entenderse como las instrucciones que nos damos a nosotros mismos sobre cómo realizar una tarea de aprendizaje concreta, mientras que la cognición es la forma en que realmente la hacemos.

    Aunque la metacognición se ha estudiado desde diferentes disciplinas, la mayoría de las investigaciones identifican dos elementos esenciales (conocimiento y regulación) que, según Schraw et al. (2006), tienen tres subcomponentes cada uno de ellos:

    Conocimiento metacognitivo

    Es lo que saben los estudiantes sobre sus propios procesos cognitivos. Por ejemplo, “sé que la analogía con el sistema solar me ayuda a entender el modelo atómico de Bohr”. Incluye:

    1. Conocimiento declarativo (saber qué): incluye el conocimiento sobre uno mismo como aprendiz y los recursos y factores que influyen en el rendimiento. Por ejemplo, si nos cuesta recordar una información podemos utilizar estrategias para compensar esa dificultad.

    2. Conocimiento procedimental (saber cómo): se refiere al conocimiento sobre las estrategias que podemos utilizar durante las tareas. Por ejemplo, tomar apuntes, resumir la información relevante, plantearnos preguntas para recordar la información, etc.

    3. Conocimiento condicional (saber cuándo y por qué): hace referencia a saber cuándo y por qué utilizar una determinada estrategia.

    Regulación metacognitiva

    Son los mecanismos de control de la propia cognición que ayudan al desarrollo de la tarea y al aprendizaje. Por ejemplo: “como no acabo de entender el enunciado de la primera ley de Newton, lo reescribo con mis propias palabras”). Incluye:

    1. Planificación (qué estrategias utilizar): son actividades anticipatorias que nos permiten abordar la tarea. Por ejemplo, el establecimiento de metas, la activación de conocimientos previos o asignar el tiempo requerido a la tarea.

    2. Supervisión (cómo lo estoy haciendo): es la conciencia sobre la comprensión de la tarea y el desempeño durante la misma. Por ejemplo, comprobar si el progreso durante la tarea está en consonancia con los objetivos de aprendizaje identificados o retomar la lectura de un texto si se cree que no se ha entendido.

    3. Evaluación (¿debería cambiar las estrategias?): es la valoración de los productos obtenidos y de los propios procesos de regulación del aprendizaje. Por ejemplo, interpretar los resultados obtenidos y reflexionar sobre el proceso de aprendizaje puesto en práctica.

    Podemos concluir que la metacognición permite al estudiante elegir la mejor forma de realizar una tarea. Asumiendo, por supuesto, que no siempre hemos de utilizarla porque algunas acciones se acaban automatizando. Y cuando la utilizamos, las dificultades tienen que ser las adecuadas. Como veremos luego, las estrategias metacognitivas pueden aplicarse en contenidos de cualquier materia, aunque su dominio depende del contexto, es decir, un estudiante puede mostrar buenas habilidades metacognitivas en unas tareas o materias y débiles en otras. Pero antes de adentrarnos en las estrategias concretas, conviene analizar algunos estudios sugerentes sobre el desarrollo de la metacognición que provienen de la neurociencia.

    Desarrollo de la metacognición

    Los estudios de hace unos años con pacientes amnésicos, todos con lesiones en el hipocampo, revelaron que la mayor parte de ellos manifestaban déficits de memoria (como era de esperar) sin ser conscientes de sus dificultades para recordar. Ello sugería que la metacognición podía estar vinculada al lóbulo frontal, el director ejecutivo de nuestro cerebro. Experimentos posteriores identificaron a pacientes con lesiones en el lóbulo frontal que no se creían capaces de reconocer unas frases que les presentaban, aunque sí que podían recordarlas, es decir, mostraban un buen funcionamiento de las regiones que intervienen en la formación de memorias, pero una metacognición deteriorada (Fleming, 2021). En concreto, estudios recientes con neuroimágenes han confirmado un vínculo directo existente entre áreas concretas de la corteza prefrontal (también intervienen la ínsula y la corteza parietal lateral) y la metacognición. Y, además, esas áreas prefrontales también se activan cuando hacemos uso de nuestra particular teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018; ver figura 1). Por consiguiente, podemos decir que los pensamientos sobre nosotros mismos y sobre los demás comparten correlatos neurales.

    Figura 1. Comparación entre la activación cerebral en procesos de metacognición y de teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018)

    Figura 1. Comparación entre la activación cerebral en procesos de metacognición y de teoría de la mente (Vaccaro y Fleming, 2018)

    El periodo continuo de maduración del cerebro, especialmente la corteza prefrontal (la región del cerebro que tarda más en madurar) seguramente explique el desarrollo de la metacognición durante la infancia y la adolescencia. Debido a que los niños pequeños a menudo proporcionan información inexacta en juicios metacognitivos cuando se les pide que lo hagan verbalmente, se ha asumido durante mucho tiempo que esta capacidad no se desarrolla hasta la infancia tardía. Sin embargo, ya en la infancia temprana regiones críticas de la corteza prefrontal son funcionales y posibilitan cierto grado de metacognición (implícita) que es necesaria para la curiosidad. Con solo 20 meses de edad, los bebés piden ayuda a la persona adulta que los acompaña cuando no son capaces de resolver solos un problema planteado, como recordar la ubicación de un juguete escondido en dos posibles cajas que el experimentador cambió sin que se dieran cuenta (Goupil et al., 2016; ver figura 2). Ser curioso es querer saber y eso conlleva también saber lo que ignoramos.

    Figura 2. Bebés de 20 meses piden ayuda a su madre para recuperar el juguete cuando son más propensos a cometer un error (Goupil et al., 2016)

    En cuanto al proceso continuo de desarrollo de la metacognición, existen experimentos de laboratorio interesantes. Por ejemplo, Hembacher y Ghetti (2014) pidieron a niños de 3, 4 y 5 años que memorizasen unos objetos. Luego se les mostró pares de dibujos en los que aparecían uno de los objetos anteriores y tenían que elegirlo. Tras ello, se les pidió que eligieran la foto de otro niño que revelara cómo se sentían tras la elección: muy inseguros, un poco inseguros o seguros. Los juicios de confianza de los niños de tres años mostraron poca diferencia entre las decisiones correctas e incorrectas. Su capacidad para saber si habían hecho la elección correcta era mala. Por el contrario, los niños de cuatro y cinco años mostraron una buena metacognición.

    Investigaciones posteriores han confirmado que la capacidad de darnos cuenta de que no sabemos algo (meta-ignorancia), surge aproximadamente a los cinco años de edad (Filevich et al., 2020). Asimismo, la capacidad de estimar si alguien más tiene una visión diferente del mundo (teoría de la mente) surge en los niños aproximadamente al mismo tiempo que adquieren una metacognición explícita. Tal como plantea el neurocientífico Stephen Fleming (2021), es posible que la aparición de la metacognición permita a los niños reconocer la diferencia entre creencias y realidad y crear un mundo imaginario por sí mismos. El juego simbólico o el teatro son básicos en este proceso de desarrollo. Y es que el cerebro está continuamente haciendo simulaciones.

    Metacognición en el aula

    Se han identificado algunas características de los estudiantes que muestran una buena autorregulación y las correspondientes estrategias metacognitivas que utilizan de forma efectiva (Clark y Dumas, 2016):

    1. Se autoevalúan (evaluación de los métodos seguidos en el proceso de aprendizaje).

    2. Registran y monitorean el aprendizaje (buscar señales de progreso).

    3. Piden ayuda a los adultos (buscar apoyo social en el docente o en los padres).

    4. Utilizan la autoexplicación (visibilizar explícitamente lo que ocurre en nuestra mente durante el aprendizaje).

    5. Crean nuevas estrategias de aprendizaje (uso de la evidencia para la mejora del aprendizaje).

    6. Establecen metas y planifican el proceso (asumir retos adecuados).

    7. Reestructuran el entorno de aprendizaje (elección de las condiciones físicas y sociales que faciliten el aprendizaje).

    8. Gestionan el tiempo (regular el progreso para optimizar los resultados).

    9.  Interactúan de forma activa con los compañeros (cooperación con los compañeros).

    10. Utilizan recursos fuera del aula (buscar información en Internet, bibliotecas, etc.).

    11. Son persistentes, resilientes y están centrados en la tarea (mantenimiento de la actividad a pesar de la dificultad o distracción).

    12. Se premian cuando toca (actuar según los resultados).

    13. Repasan la información (uso de estrategias para mejorar la recuperación de información).

    14. Son conscientes de sus posibilidades sin juzgarlas (ser conscientes de las propias fortalezas y debilidades).

    Las investigaciones demuestran que las estrategias de metacognición y autorregulación pueden enseñarse y mejorarse en el contexto del aula combinando la enseñanza explícita y la implícita. Por ejemplo, el docente puede analizar el proceso metacognitivo que sigue al resolver un problema, pero también puede guiar la resolución de un problema a través de unas preguntas orientativas. Todo ello tiene un gran impacto en el desempeño académico de los estudiantes, especialmente en lectura, escritura, matemáticas y ciencias, dominios en los que se han realizado más estudios. Asimismo, se han obtenido resultados algo mejores en Secundaria que en Primaria (Dent y Koenka, 2016). Seguramente esto esté relacionado con el lento proceso de maduración de la corteza prefrontal, que puede alargarse hasta pasados los veinte años.

    Aprender a usar estrategias metacognitivas de manera efectiva no ocurre rápidamente. Evidentemente, para que los estudiantes puedan utilizar de forma adecuada estas estrategias necesitan el tiempo necesario para practicarlas, el feedback adecuado que les permita ajustar el proceso y la interiorización de las estrategias para que puedan llegar a utilizar este tipo de pensamiento sin darse cuenta de que lo hacen. Sin olvidar las cuestiones afectivas. El estudiante ha de estar motivado para poder utilizar de forma adecuada las estrategias metacognitivas durante el aprendizaje, es decir, el conocimiento sobre cómo aprendemos tiene que ir acompañado del esfuerzo correspondiente que requiere el aprendizaje. Todos podemos mejorar.

    En una investigación en la que participaron estudiantes universitarios, a los integrantes del grupo de control se les envió un recordatorio de un examen dentro de una semana que ya podían preparar. Mientras que el grupo experimental recibió el mismo recordatorio junto a un ejercicio con tres preguntas sobre las que tenían que reflexionar: “¿Qué recursos me ayudarán a estudiar?”, “¿Por qué son útiles?”, “¿Cómo los utilizaré?”. Los resultados revelaron que los estudiantes del grupo experimental obtuvieron mejores resultados en el examen que realizaron y también en la repetición del experimento (segundo examen), independientemente de la edad o del rendimiento académico (Chen et al., 2017; ver figura 3). Y no solo eso, la utilización de la estrategia metacognitiva condujo a una menor sensación de ansiedad y estrés para el siguiente examen. El desarrollo de las habilidades metacognitivas de los estudiantes impulsa su motivación y aprendizaje. No solo se trata de la cantidad de estudio, sino también de la calidad del mismo.

    Figura 3. Promedio de las calificaciones de los estudiantes en el primer examen, en el segundo y en el curso completo (Chen et al., 2017)

    En una investigación posterior, Patricia Chen ha demostrado que la adopción de una mentalidad estratégica, es decir, la utilización intencionada de estrategias metacognitivas, puede ser beneficiosa en la educación y en la vida. Plantearnos preguntas del tipo “¿Cómo puedo hacer esto?”, “¿Hay cosas que pueda hacer de otra manera?” ¿Hay maneras de hacerlo aún mejor?, pueden ayudarnos a alcanzar los objetivos en la vida, incluidas las metas educativas, laborales, de salud y de estado físico (Chen et al., 2020). Todo ello tiene grandes implicaciones educativas.

    En la práctica

    En la práctica, podemos reforzar la metacognición en el aula aplicando sencillas estrategias. Analicemos algunas actividades concretas (ver más en Agarwal y Bain, 2021; Pérez y González, 2020; Ritchhart y Church, 2020):

    “Dos cosas”

    En cualquier momento de la clase, nos detenemos y les pedimos a los estudiantes que escriban dos cosas acerca de un tema específico. Por ejemplo: “¿Cuáles son las dos cosas más importantes que aprendiste hoy (o ayer)?”, “¿Cuáles son las dos conclusiones de esta unidad?”, “¿Cuáles son dos ejemplos de tu vida que se relacionan con lo estudiado hoy?”, “¿Cuáles son las dos cosas que te gustaría aprender?”, etc. Este es un ejemplo de práctica de recuperación, una técnica de estudio que tiene un gran impacto sobre el aprendizaje y que, además, ayuda al alumnado a reflexionar sobre lo que sabe y lo que no. Junto a ello es importante suministrar el feedback adecuado que haga que la metacognición del estudiante esté en sintonía con su aprendizaje real.

    Los cuatro pasos de la metacognición

    Al final de la clase entregamos a los estudiantes una hoja dividida en diferentes cuadros en los que aparecen definiciones y espacios en blanco, relacionados con lo estudiado antes, que hay que completar. Para rellenar las hojas se siguen los siguientes pasos:

    1. Pon una * si sabes la respuesta o un ? si no la sabes.

    2. Responde todas las * sin revisar tus libros o apuntes.

    3. Completa todos los ? utilizando tus libros y apuntes.

    4. Verifica que todas las * estén correctas.

    De esta forma los estudiantes tienen la oportunidad de recuperar la información y practicar la metacognición.

    Creación de palabras clave

    Pedimos a los estudiantes que generen unas palabras clave que resuman un tema determinado que están estudiando. La creación de palabras clave es una forma interesante de reforzar la conciencia del propio conocimiento. En un estudio que utilizó esta estrategia se comprobó una mejora en la metacognición de los estudiantes que les permitió gestionar mejor el tiempo de estudio y dedicar más esfuerzo a las materias que habían entendido peor (De Bruin et al., 2011).

    Autoexplicación

    Se les plantea a los estudiantes un cuestionario que les permite recordar información relevante que han trabajado en el aula y al final se les pide que elijan entre las frases “¡lo conseguí!” o “¡no estoy seguro!”. Para decidir si lo consiguieron o si no están seguros de ello, se les anima a preguntarse: “¿Cómo se relaciona esto con lo que ya he aprendido?” o “¿Por qué esta pregunta ayuda a generar nuevas ideas?”. La autoexplicación estimula los juicios de aprendizaje y de confianza, junto a la metacognición y la comprensión de su propio aprendizaje (Wiley et al., 2016).

    Junto a esto, qué importante es fomentar las preguntas abiertas del tipo (“¿Cómo?”, “¿Por qué?”) ya que estimulan un pensamiento más complejo y están más vinculadas a la vida real que las preguntas cerradas (“¿Quién?”, “¿Cuándo?”, “¿Dónde?”).

    Pensando en voz alta

    En esta actividad cooperan dos estudiantes. Uno resuelve la tarea explicando en voz alta sus pensamientos y sentimientos durante el desarrollo de la misma, mientras que el compañero va anotando todo lo que escucha, reflexionando e identificando posibles errores.

    Antes pensaba …, ahora pienso

    Esta rutina de pensamiento se utiliza para ayudar a los estudiantes a reflexionar sobre cómo su pensamiento sobre un tema o cuestión ha cambiado a lo largo del tiempo. Además de desarrollar las habilidades de razonamiento, esta rutina también desarrolla sus habilidades metacognitivas. Puede utilizarse después de leer información novedosa, ver una película, escuchar una conferencia, un debate en el aula o al finalizar una unidad didáctica, por ejemplo. Se explica a los estudiantes que el objetivo de esta rutina es ayudarlos a reflexionar sobre su pensamiento acerca del tema elegido e identificar cómo sus ideas han evolucionado a lo largo del tiempo. Se les pide que reflexionen individualmente, lo escriben y, luego, han de compartir las ideas, en parejas o en pequeños grupos, y explicar sus cambios de pensamiento.

    Diario de aprendizaje

    Un instrumento muy útil para promover la autoevaluación y la reflexión es el portafolio, un dosier que recoge de forma sistemática y organizada sus trabajos durante una unidad didáctica o un curso académico. Asimismo, el uso del portafolio promueve el desarrollo de habilidades imprescindibles como la reflexión, el análisis crítico o la autoevaluación, lo cual impulsa el desarrollo metacognitivo. El diario podría ser un diario de papel tradicional, un documento de Google o incluso una grabación de audio o video. En el contexto de matemáticas, por ejemplo, un estudiante podría detallar cómo trabajaron para comprender un problema, cómo intentaron resolverlo, cómo cambiaron el esquema que estaban usando inicialmente, y cómo finalmente llegaron a la solución y la comprobaron.

    ¡Date un respiro!

    Podemos fomentar descansos durante el estudio para reflexionar sobre el propio aprendizaje. En tareas de laboratorio, se ha comprobado que los participantes son más conscientes de su propio aprendizaje al cabo de un tiempo y no inmediatamente después de la tarea (Fleming y Lau, 2014). Asimismo, la meditación parece mejorar también la metacognición (Baird et al., 2014). Esto es muy interesante ya que hemos comprobado lo útil que puede llegar a ser integrar este tipo de técnicas, como en el caso del mindfulness, en los programas de educación emocional. Sin olvidar el para, piensa y actúa, esencia del buen funcionamiento ejecutivo, que podemos y debemos promover en cualquier etapa educativa.

    Seguimos conociéndonos a nosotros mismos y a los demás. Un aprendizaje que es para toda la vida.

    Jesús C. Guillén


    Referencias:

    1. Agarwal, P. K., Bain, P. M. (2021). Enseñanza efectiva: Herramientas de la ciencia cognitiva para el aula. Aptus.

    2. Baird, B. et al. (2014). Domain-specific enhancement of metacognitive ability following meditation training. Journal of Experimental Psychology: General, 143 (5), 1972-1979.

    3. Clark. I., Dumas, G. (2016).  The regulation of task performance: A trans-disciplinary review. Frontiers in Psychology, 6 (1862).

    4. De Bruin, A. et al. (2014). Generating keywords improves metacomprehension and self-regulation in elementary and middle school children. Journal of Experimental Child Psychology 109(3), 294-310.

    5. Chen, P. et al. (2017).  Strategic resource use for learning: A self-administered intervention that guides self-reflection on effective resource use enhances academic performance. Psychol. Sci. 28, 774-785.

    6. Chen, P. et al. (2020). A strategic mindset: An orientation toward strategic behavior during goal pursuit. PNAS, 117(25), 14066-14072.

    7. Dehaene, S. (2019). ¿Cómo aprendemos? Los cuatro pilares con los que la educación puede potenciar los talentos de nuestro cerebro. Siglo XXI Editores.

    8. Dent, A., Koenka, A. (2016). The relation between self-regulated learning and academic achievement across childhood and adolescence: A meta-analysis. Educational Psychology Review, 28(4), 425-474.

    9. Filevich, E. et al. (2020). I know that I know nothing: Cortical thickness and functional connectivity underlying meta-ignorance ability in pre-schoolers. Developmental Cognitive Neuroscience, 41:100738.

    10. Fleming, S. M. (2021). Know thyself. The new science of self-awareness. John Murray Press.

    11. Fleming S. M., Lau H. C. (2014). How to measure metacognition. Frontiers in Human Neuroscience, 8 (443).

    12. Goupil, L. et al. (2016). Infants ask for help when they know they don’t know. PNAS, 113 (13), 3492-3496.

    13. Hembacher, E., Ghetti, S. (2014). Don’t look at my answer: subjective uncertainty underlies preschoolers’ exclusion of their least accurate memories. Psychological Science, 25 (9), 1768-1776.

    14. Heyes, C. et al. (2020). Knowing ourselves together: The cultural origins of metacognition. Trends in Cognitive Sciences, 24(5), 349-362.

    15. Muijs, D., Bokhove, C. (2020). Metacognition and Self-Regulation: Evidence Review. London: Education Endowment Foundation.

    16. Pérez, G., González L. (2020). Actividades para fomentar la metacognición en las clases de biología. Tecné, Episteme y Didaxis, 47, 233-247.

    17. Ritchhart, R. y Church, M. (2020). The power of making thinking visible: practices to engage and empower all learners. Jossey-Bass.

    18. Schraw, G., et al. (2006). Promoting self-regulation in science education: metacognition as part of a broader perspective on learning. Research in Science Education, 36, 111-139.

    19. Vaccaro, A.G., Fleming, S.M. (2018). Thinking about thinking: a coordinate-based metaanalysis of neuroimaging studies of metacognitive judgements. Brain and Neuroscience Advances, 2, 1-14.

    20. Wiley, J. et al. (2016). Improving metacomprehension accuracy in an undergraduate course con- text. Journal of Experimental Psychology: Applied, 22, 393-405.

    Sinergias para la mejora educativa

    Los seres humanos somos reacios al cambio, pero seguimos teniendo la capacidad de cambiar.

    Carol Tavris

    Los días 4, 5 y 6 de marzo tuvimos la fortuna de participar en el III Congreso Internacional de Neuroeducación Sinergias para el re-encuentro. Este año el congreso tuvo que ser online e incidió, especialmente, en las sugerentes sinergias que surgen del encuentro entre saberes, una necesidad absoluta en los tiempos actuales.  

    Gracias a todas las personas que lo hicisteis posible. Fueron días maravillosos en los que pudimos compartir con un montón de profesionales de distintas disciplinas con un objetivo común: la mejora educativa y social. En el siguiente artículo en Escuela con Cerebro, aprovechamos esos días de enriquecimiento, inspiración y aprendizajes continuos para analizar, desde la perspectiva neuroeducativa, algunas ideas que surgieron en los brain talks de Marina Garcés, Tracey Tokuhama-Espinosa, Mònica Alonso y Alfons Cornella. Asimismo, acompañamos las reflexiones con los fantásticos resúmenes visuales realizados, en vivo y en directo, por Lucía López, experta internacional en visual thinking.

    Marina Garcés

    ¿Cómo queremos ser educados?

    La pregunta que toda sociedad se ha hecho ha sido la de cómo educar. El problema de esta pregunta es que está asociada al punto de vista del educador, considerándose al aprendiz como un receptor de la educación al ser una acción unidireccional. Sin embargo, desde una perspectiva de reciprocidad y de implicación mutua, es preciso preguntarnos cómo queremos ser educados. Donde hay convivencia, hay aprendizaje entre todas las personas.

    En el contexto del aula, sabemos que es necesario generar climas emocionales positivos que faciliten las buenas relaciones entre estudiantes y con el profesorado. De hecho, cuando esto ocurre se da una sincronización neural entre cerebros, con patrones de activación cerebral similares. Qué importante que los profesores nos convirtamos en alumnos de nuestra propia enseñanza (análisis del impacto de nuestras prácticas) y que los alumnos se conviertan en sus propios profesores (tutoría entre iguales). Sin olvidar que el feedback que los alumnos dan a sus profesores es más importante que el que los profesores les dan a ellos.

    ¿De qué sirve saber cuándo no sabemos cómo vivir?

    Educar es aprender a vivir juntos y aprender juntos a vivir. Educar es guiar el destino de la comunidad y de cada uno de sus miembros.

    En clave educativa, es necesaria la participación de toda la comunidad en la mejora de la educación. Por eso son tan importantes los proyectos ApS (aprendizaje-servicio), una propuesta educativa activa orientada a la cooperación y al altruismo que permite acercar la escuela a cuestiones socialmente significativas y vincular, así, la acción, el conocimiento y los valores. Esta educación integral que va más allá de lo cognitivo y atiende las necesidades emocionales, sociales y físicas de todos los estudiantes, está en plena consonancia con lo que proponen algunos estudios sobre la mejor forma de aprender.

    Tracey Tokuhama-Espinosa

    Los profesores nos tenemos que convertir en científicos del aprendizaje

    La profesión docente es imprescindible para el buen funcionamiento y desarrollo de la sociedad. Pero, hoy más que nunca, es necesario conocer las prácticas educativas con mayores evidencias empíricas, las causas reales por las que funcionan y en qué contextos son útiles. Ello requiere un análisis crítico de lo que se hace en el aula y la necesaria flexibilidad para cambiar nuestras prácticas educativas (en el que caso de que no funcionen), de modo que hemos de alejarnos de la autocomplacencia y del inmovilismo asociado al “nosotros siempre lo hemos hecho así”. Cuando el aula se convierte en un “laboratorio” y los profesores pasan a ser investigadores de sus prácticas educativas, es más fácil mejorar y actualizar el currículo y las metodologías utilizadas, adaptarlos a las necesidades reales de los estudiantes y hacer de este proceso algo mucho más atractivo y motivador. Asumiendo, por supuesto, que las mejores respuestas en educación son transdisciplinares (ver figura).

    Todos los estudiantes necesitan nuestro apoyo

    Sabemos que el cerebro de cada uno de nosotros es único y que el ritmo de aprendizaje y de maduración cerebral es singular. Cada estudiante tiene sus capacidades, fortalezas, intereses, motivaciones y conocimientos previos, todo lo cual se ha de considerar a fin de atender de forma adecuada la diversidad en el aula. Sin embargo, muchas veces la identificación de determinados déficits en el aprendizaje (también fortalezas) va acompañada de etiquetas o estereotipos que chocan con lo que sabemos hoy día sobre nuestro cerebro plástico y que dañan gravemente las creencias del alumnado sobre su propia capacidad. Las bases de datos de los escáneres cerebrales revelan que la noción de cerebro típico o normal es un mito, porque lo que realmente predomina es todo tipo de anomalías funcionales y estructurales. Estos estudios sugieren que la excepcionalidad es la norma y que los estudiantes considerados con capacidades y necesidades especiales, lejos de constituir un pequeño porcentaje dentro del grupo, son todo lo contrario, a diferencia de lo que se ha sostenido tradicionalmente.

    La educación ha cambiado para siempre

    El COVID-19 lo ha transformado todo, también la educación. Las enseñanzas son claras: hemos de aprender más sobre el cerebro y también más sobre tecnología.

    Las revisiones recientes nos demuestran que la educación presencial es la que tiene un mayor impacto en el aprendizaje, aunque también se pueden realizar buenas prácticas en los entornos online si la formación y expectativas del profesorado son las adecuadas. Así, por ejemplo, podemos utilizar estrategias de aprendizaje activo que fomenten la cooperación, actividades asíncronas que estimulan la reflexión (aula invertida), tareas síncronas que favorecen el vínculo (sesión en Zoom) o existen herramientas digitales potentes que fomentan la metacognición y suministran un buen feedback (sistemas de tutoría inteligentes). En general, parece que es muy importante para los docentes en un entorno online hablar menos, escuchar más y plantear la siguiente pregunta al estudiante: ¿Qué necesitas de mí para tener éxito?

    Mònica Alonso

    La naturaleza estimula la creatividad

    Vivimos en una época de incertidumbre y cambio permanente que requiere que utilicemos todos nuestros recursos creativos para poder transformar y adaptar la escuela del siglo XXI a las necesidades actuales. Una forma de fomentar la creatividad en la escuela es acercándonos a los entornos naturales. La naturaleza genera gran curiosidad ayudando mucho en el proceso de descubrimiento personal y en la aparición de ideas creativas. Se puede educar fuera del contexto clásico del aula, sea el parque, el bosque…, en definitiva, en cualquier espacio verde, despertando la imaginación, especialmente en la infancia. Todo esto está en consonancia con el proceso evolutivo de nuestra especie. Efectivamente, los seres humanos hemos aprendido en contacto con la naturaleza, está en nuestro ADN.

    Los errores marcan el camino hacia el aprendizaje

    La corrección constante hace menguar la autoestima de la persona, especialmente en la infancia. El ensayo y error es un proceso de aprendizaje potente muy ligado a la creatividad. Preguntarle al estudiante sobre el proceso que ha seguido en una determinada tarea es mucho más importante que hacerle saber que cometió el error corrigiéndoselo inmediatamente. En la práctica, para que los estudiantes puedan considerar los errores como una herramienta relevante hay que brindarles un entorno seguro. Cuando perciben que la clase es un entorno permisivo con el error se esfuerzan más.

    Alfons Cornella

    En un mundo con máquinas inteligentes nuestra mejor opción es ser humanos

    En los tiempos de la inteligencia artificial tenemos que plantearos qué podemos aportar los humanos que una máquina no pueda aportar, lo cual tiene una gran relevancia en la educación presente y de un futuro cercano. Hay algunas características esenciales que nos diferencian de las máquinas. Por ejemplo, los seres humanos somos imaginativos, analizamos con espíritu crítico, nos gusta experimentar (o jugar), hacer (especialmente con las manos), somos sociales y también conscientes de lo que hacemos. En consonancia con lo anterior, hay muchas escuelas que están apostando con éxito por la experiencia maker en las aulas. Y otras se centran en el trabajo de competencias socioemocionales básicas en los tiempos actuales. La clave está en vincular el aprendizaje a la vida cotidiana identificando las necesidades del contexto educativo concreto.

    Menos respuestas y más preguntas

    En un mundo de máquinas enseñar a pensar es más necesario que nunca. De hecho, los humanos somos seres curiosos que siempre estamos haciéndonos preguntas.

    En clave educativa, los estudios han identificado la importancia de que el estudiante se plantee preguntas durante las tareas de aprendizaje que le permitan explicarse y reflexionar sobre lo que está haciendo, lo que en definitiva son maneras de implicarse en el aprendizaje y de fomentar su metacognición. Los buenos docentes hacen más preguntas y fomentan un aprendizaje más profundo. Por ejemplo: “¿Qué quieres decir con eso?”, “¿Por qué crees que eso es así?”, “¿Puedes dar un ejemplo de dónde ocurre eso?”, “¿Puedes explicar cómo resolviste la tarea?”, “¿Cuál es la evidencia que apoya esa sugerencia?”, etc. En general, las buenas preguntas son preguntas abiertas que invitan a la reflexión, estimulan un pensamiento más complejo, proponen ideas importantes y sugieren nuevas preguntas.

    Involucra, inspira y empodera

    Los buenos proyectos educativos fomentan un aprendizaje activo, estimulan la curiosidad y empoderan a nuestro alumnado. Y para que cada estudiante pueda aprender con todo su potencial es imprescindible la figura del buen docente, una persona vocacional y entusiasta que conoce, reflexiona, inspira, fomenta la autonomía, propone retos adecuados, asume el error, estimula la creatividad y, por encima de todo, mira con afecto al estudiante.

    Como dijimos el año anterior: ¡no hay excusas! El proceso de transformación siempre parte de uno mismo. Nuevos tiempos, nuevas ilusiones y nuevas necesidades educativas. La pandemia nos ha confirmado que somos flexibles, resilientes y sociales. Pero también que nos necesitamos. Aprovechemos las sinergias. Estudiantes, docentes, familias, científicos…, todos juntos para hacer progresar la neuroeducación y su aplicación práctica en la escuela y en la vida. Nos vemos el próximo curso en el IV Congreso Internacional de Neuroeducación, mejorando siempre lo presente con mucho cerebro y más corazón.

    Jesús C. Guillén

    Aprendizaje-servicio: cerebros sociales en acción

    La educación no es preparación para la vida; la educación es la vida misma.

    John Dewey

    El pasado mes de diciembre tuve la fortuna de ser invitado al XIII Encuentro Estatal de Aprendizaje-Servicio Cáceres 2020. Mi participación consistió en una ponencia en la que analicé brevemente algunos de los factores críticos que caracterizan a los buenos proyectos Aprendizaje-Sertvicio (ApS) y cómo, de forma indirecta, algunos estudios que provienen de la neurociencia pueden respaldar la utilización de estos proyectos que vinculan los contenidos curriculares con los servicios a la comunidad, en especial en lo referente al trabajo de las importantes funciones ejecutivas del cerebro:

    Tomando como referencia la anterior charla, en este nuevo artículo en Escuela con Cerebro nos proponemos analizar algunas de las características esenciales que hacen imprescindibles este tipo de proyectos sociales en una educación desde, en y para la vida.

    Aprendizaje real

    El ApS es una propuesta educativa activa orientada a la cooperación y al altruismo que, mediante un tratamiento interdisciplinar, permite acercar la escuela a cuestiones socialmente significativas y vincular, así, la acción, el conocimiento y los valores. De esta forma, los estudiantes relacionan aspectos cognitivos y emocionales del aprendizaje haciendo, reflexionando y sintiendo. Esta educación integral que va más allá de lo cognitivo y atiende las necesidades emocionales, sociales y físicas de todos los estudiantes, está en plena consonancia con lo que proponen algunos estudios sobre la mejor forma de aprender (Immordino-Yang et al., 2019) y también es una estrategia necesaria para trabajar bien las funciones ejecutivas del cerebro, básicas para el bienestar personal, el rendimiento académico y el éxito en la vida (Diamond y Ling, 2020).

    En la práctica, este tipo de proyectos que requieren la cooperación dentro de la escuela (entre alumnado y profesorado) o fuera de ella (entre los centros educativos y las entidades sociales, por ejemplo), constituye una excelente forma de vincular el aprendizaje al mundo real y de trabajar de forma activa muchas competencias básicas que capacitarán a los estudiantes para desenvolverse en la vida, que es uno de los objetivos esenciales que se asumen desde la perspectiva neuroeducativa.

    A continuación, analizamos los cuatro ingredientes básicos que caracterizan a las experiencias de aprendizaje-servicio (Batlle, 2020), por muy diferentes que sean, y relacionaremos algunas de las cuestiones que se trabajan en ellas con lo que nos sugieren las investigaciones, especialmente aquellas que provienen de la neurociencia.

    1. Se parte de una necesidad social

    En el ApS se parte de una necesidad social del entorno que nos incumbe, posibilitando una acción responsable que pueda mejorar la situación y ayudar a cubrir una necesidad educativa de los estudiantes. Por ejemplo, identificar que el parque del barrio está abandonado puede mejorar la falta de sensibilidad de los estudiantes hacia el entorno natural en el que viven. O detectar el riesgo de aislamiento que sufren personas de la tercera edad puede ayudar a mejorar la comunicación con estas personas. Actuar de forma adecuada sobre la necesidad social identificada requiere profundizar en la cuestión planteándonos preguntas que abran la puerta a una verdadera investigación (“¿Cuál es la causa del abandono del parque?”, “¿Qué conlleva?”, “¿Quién debería responsabilizarse de que el parque esté bien?”, ¿Qué ocurre si no actuamos?”, etc.).

    Los estudios demuestran la importancia de que los estudiantes se planteen preguntas durante las tareas de aprendizaje que les permita explicarse y reflexionar sobre lo que están haciendo (Roediger III y Pyc, 2012), lo que en definitiva son formas de fomentar la metacognición y de implicarse en el aprendizaje, dotándolo de sentido y significado. La pregunta “¿Y esto para qué sirve?” desaparece cuando los estudiantes ayudan a personas de la tercera edad, trabajan para restaurar un ecosistema debilitado…, y perciben lo que van aprendiendo actuando (ver video).

    Relacionado con todo lo anterior está lo que se conoce como aprendizaje vivencial (aprender haciendo), una característica esencial de los proyectos ApS. Meterte de lleno en una tarea desconocida hará que se incremente mucho más la probabilidad de que aprendas y recuerdes la solución que si empiezas pidiéndole a alguien que te la enseñe. En el contexto del aula, nuestro exceso de explicaciones puede llegar a inhibir la curiosidad del alumnado, lo cual se ha comprobado incluso en la infancia (Bonawitz et al., 2011). Pues bien, el aprendizaje a través de la acción está directamente asociado a tres factores que son críticos: la sorpresa, la alegría y el vínculo. Todos ellos impregnados del componente básico que es la emoción. Sabemos que cuando se incrementa lo novedoso, lo diferente…, lo que, en definitiva, suscita una mayor curiosidad, aumenta la activación de regiones que forman parte del llamado sistema de recompensa cerebral y así se facilita el aprendizaje. Este mecanismo de acción está asociado a las experiencias positivas, es decir, aprender con alegría constituye un refuerzo positivo que nuestro cerebro trata de repetir y así mantiene lo aprendido en la memoria durante más tiempo. Y el proceso se amplifica cuando cooperamos, una auténtica recompensa a nivel cerebral (Rilling et al., 2002; ver figura 1).

    Figura 1. Activación del núcleo accumbens del sistema de recompensa

    cerebral durante la cooperación (Rilling et al., 2002).

    2. Se realiza un servicio a la comunidad

    En el ApS, el servicio a la comunidad es la acción intencionada que se realiza para atender la necesidad social del entorno identificada que, por supuesto, está centrada en la mejora colectiva. Sin olvidar que este servicio que van a realizar los propios estudiantes tiene unos objetivos claros que les va a permitir aprender conocimientos, habilidades, conductas y valores (va más allá de un acto cívico cotidiano), aunque el beneficio en la acción solidaria debe ser para la comunidad. Ello requiere movilización, sensibilidad, compromiso, cooperación, altruismo…, en definitiva, poner el foco en los demás. Una auténtica necesidad educativa y social. Hoy, en tiempos de pandemia, más que nunca.

    Todo esto lo podemos vincular al capital social, la cantidad colectiva de recursos como la confianza, la reciprocidad y la cooperación. Las culturas con una mayor desigualdad en los ingresos tienen menos capital social, dado que la confianza requiere reciprocidad y la reciprocidad requiere igualdad, mientras que la jerarquía tiene que ver con la dominación y la asimetría (Sapolsky, 2020). Y en clave educativa, los niveles elevados de desigualdad o los niveles bajos de capital social en un país predicen que los índices de acoso escolar serán altos (Elgar et al., 2009; ver figura 2). Las culturas desiguales hacen que las personas sean menos amables y que la gente goce de peor salud.

    Figura 2. Correlación entre la desigualdad de ingresos y el bullying

    en estudiantes de 11 años de 37 países (Elgar et al., 2009).

    Desde la perspectiva neurocientífica, existen varios estudios que demuestran la capacidad de comprensión social innata de que gozamos los humanos, inicialmente a través de la imitación. Más tarde, con pocos meses de edad, los bebés muestran preferencia por conductas altruistas, aunque estas habilidades son frágiles y conviene ir trabajándolas desde la infancia temprana.

    Los seres humanos tenemos una gran necesidad de pertenencia al grupo. La exclusión social duele a nivel cerebral, especialmente en la etapa adolescente (se activan más regiones que intervienen en la percepción del dolor físico, como la corteza cingulada anterior, y menos otras que intervienen en la racionalización de la situación, como la corteza prefrontal ventrolateral; Masten et al., 2009; ver figura 3).

    Figura 3. Menor activación de la CPF ventrolateral derecha de los adolescentes en

    situaciones de mayor estrés, debido a la exclusión social (Masten et al., 2009).

    Asimismo, tal como adelantábamos en el apartado anterior, las neuroimágenes han revelado que durante la cooperación se activan regiones del sistema de recompensa cerebral, como el núcleo accumbens, o la corteza prefrontal ventromedial, que interviene en la toma de decisiones emocionales (Rilling et al., 2002). Esta activación no solo es el resultado de un beneficio (por ejemplo, económico) a través de la cooperación, sino que el propio comportamiento cooperativo puede incrementar la participación de estas áreas, cosa que no ocurre cuando existe una recompensa igual sin pasar por la cooperación. La liberación de dopamina refuerza el deseo de continuar la interacción, y ello genera más altruismo y permite aplazar la recompensa de los participantes que cooperan. De hecho, la simple expectativa de la acción cooperativa es suficiente para liberar la dopamina que fortalecerá el deseo de seguir cooperando. En el caso de los adolescentes, cuando se añade a la acción una dosis de altruismo (actos caritativos, por ejemplo), mejora su salud mental combatiendo los síntomas asociados a la depresión (Telzer et al., 2014; ver figura 4).

    Figura 4. Los adolescentes con una mayor activación del núcleo accumbens durante acciones caritativas (a diferencia de

    los que realizaron actos individualistas) manifestaron menos síntomas depresivos un año después (Telzer et al., 2014).

    3. Aprendizajes significativos

    Los proyectos ApS proporcionan a los estudiantes una gran variedad de aprendizajes vinculados, básicamente, a cinco áreas diferentes (Batlle, 2020):

    • Competencias y conocimientos: investigación de las necesidades sociales, contraste de la información, etc.
    • Autoestima: satisfacción de poder incidir y mejorar la realidad social, el reconocimiento de las personas destinatarias, etc.
    • Habilidades sociales: organización de las acciones, cooperación, gestión de los conflictos, etc.
    • Valores humanos: A través de la acción, interactuando, empatizando, etc.
    • Participación ciudadana: a través de la implicación directa en la mejora del entorno.

    John Hattie ha identificado en sus famosos estudios con metaanálisis que el aprendizaje-servicio tiene un impacto importante sobre el aprendizaje de los estudiantes (tamaño del efecto de 0,58, que es alto), lo cual puede deberse a la mejora en la autoestima, la motivación, el compromiso, las conductas prosociales o el desarrollo de la autonomía que favorecen estos proyectos. De hecho, los metaanálisis que hemos consultado añaden a la mejora de los resultados académicos y el desarrollo cognitivo, efectos positivos en la motivación, actitud y compromiso de los estudiantes (Conway et al., 2009), mejora en la autoestima, el compromiso cívico, las habilidades sociales y la actitud hacia el aprendizaje y hacia la escuela (Celio et al., 2011) y efectos positivos en la percepción personal y las habilidades sociales (Yorio y Fe, 2012).

    Este enfoque educativo integral vinculado a la vida real que no se limita a lo cognitivo, es necesario para promover el bienestar, el desarrollo saludable y el aprendizaje eficiente de niños y adolescentes y permite atender mejor las necesidades individuales de cada estudiante y trabajar la resiliencia (Darling-Hammond et al., 2020; ver figura 5). Y también constituye la esencia de un buen trabajo de las funciones ejecutivas básicas (control inhibitorio, memoria de trabajo y flexibilidad cognitiva) que posibilitan otras funciones cognitivas de orden superior como son la planificación, el razonamiento y la resolución de problemas. Sin olvidar la necesaria reflexión (individual, con los compañeros y con los socios comunitarios) y análisis crítico que tiene que acompañar al ApS antes, durante y después de las experiencias, para que sean verdaderamente educativas. Por ejemplo, a través de un portafolio. Por eso es tan importante vincular el ApS (y cualquier otro proyecto) a los intereses, motivaciones y habilidades del propio estudiante, lo cual facilitará el trabajo de las funciones ejecutivas. Como ocurre, por ejemplo, en los proyectos Learning in Depth, en los que los estudiantes se convierten en expertos de algo que les apasiona dedicando un tiempo semanal durante su proceso de escolarización. Todo parece indicar que, si el proyecto es social, como en el caso del ApS, los efectos se pueden amplificar.

    Figura 5. Educación integral que tiene en cuenta las cuestiones académicas, cognitivas, 

    éticas, físicas, psicológicas y socioemocionales (Darling-Hammond et al., 2020).

    4. Trabajo en red

    En los proyectos ApS la escuela necesita colaborar activamente con entidades sociales, fundaciones, ayuntamiento, etc. Ello constituye un trabajo en red en el que la escuela va concretando los aprendizajes de los estudiantes (en la práctica coexistirán los aprendizajes espontáneos ligados a la actividad con los diseñados por los educadores) y las entidades sociales definirán mejor el servicio necesario. Y para que realmente funcione este trabajo en red tiene que darse la necesaria cooperación para alcanzar objetivos comunes, no solo entre la escuela y las entidades sociales, sino también entre profesores de distintas disciplinas, entre estudiantes de diferentes etapas educativas o con las familias, por ejemplo.  Cooperar es más que trabajar en equipo porque se añade un componente emocional que hace que las relaciones entre miembros del grupo sean más cercanas y humanas, y no se limiten, únicamente, a alcanzar los objetivos propuestos. Requiere asumir toda una serie de competencias emocionales básicas que permiten a los estudiantes ir aprendiendo a comunicarse, respetarse y ser solidarios, entre otras muchas cosas. Y si esto es necesario para los estudiantes, también para los adultos. De hecho, la eficacia colectiva del profesorado (creencia compartida del grupo docente de que puede influir positivamente sobre el desempeño de los estudiantes) es una de las estrategias de mayor impacto sobre el aprendizaje del alumnado. Cuando estas expectativas son positivas, es más fácil que profesores de distintas disciplinas puedan compartir la docencia, cooperar en proyectos multidisciplinares o crear sinergias con cualquier integrante de la comunidad educativa y social. Y es que, efectivamente, la emoción es el motor del aprendizaje a todos los niveles.

    En experimentos en los que se han utilizado las modernas técnicas de escaneo cerebral que permiten medir la actividad del cerebro de varias personas a la vez, como en el caso de estudiantes interactuando en el aula, se ha comprobado que cuando existe un vínculo adecuado entre los compañeros (también con el profesor) se da una mayor sincronización entre las ondas cerebrales de los estudiantes, que tiene una incidencia positiva en su desempeño. Y también se da una mayor sincronización neural cuando los estudiantes participan en debates grupales que cuando están escuchando pasivamente la explicación del docente (Reinero et al., 2020). No es sino una prueba más de que nuestros cerebros están preparados para la interacción social. Qué importante es esto porque los proyectos ApS buscan por encima de todo el éxito colectivo. Y así es cómo realmente trabaja nuestro cerebro: en red. Las redes neuronales que nos permiten aprender son asociativas (ver video).

    Y si el cerebro humano es muy social, también es tremendamente plástico, lo cual implica que debemos esperar la mejora de todo nuestro alumnado. Todos podemos cambiar, mejorar y florecer (a todos los niveles, también en lo referente al bienestar; Dahl et al., 2020). Asumiendo que cada cerebro y cada persona es única y singular y que constituye una prioridad educativa atender de forma adecuada las necesidades de cada estudiante. Una estupenda forma de hacerlo es a través de los buenos proyectos educativos. Y los mejores son los ApS.

    En la práctica

    De forma parecida a como se organiza cualquier trabajo por proyectos, con la planificación, ejecución y evaluación correspondientes, un esquema de desarrollo de un proyecto ApS podría tener las siguientes fases de aplicación:

    Fase 1: Identificación de necesidades y definición del proyecto.

    Fase 2: Búsqueda de información y preparación del servicio.

    Fase 3: Seguimiento de los aprendizajes y realización del servicio.

    Fase 4: Evaluación y difusión del proyecto.

    Los proyectos cooperativos ApS pueden abordar temáticas y retos sociales muy diversos y se pueden realizar en cualquier etapa educativa. Veamos algunos ejemplos que ya se han puesto en práctica (Batlle y Escoda, 2019):

    Civismo o vandalismo (3-12 años)

    Estudiantes de una escuela rural de Educación Primaria, en un proyecto común de centro, realizaron una campaña de sensibilización (a través de folletos informativos, entrevistas, carteles, etc.) para mejorar el aspecto y la imagen del pueblo, campaña que culminó con la restauración del frontón de la localidad (ver video). En el proyecto se trabajaron contenidos de economía, competencias artísticas, uso de las TIC, habilidades comunicativas, estrategias cooperativas, compromiso social, etc.

    Ciencio, luego existo (12-16 años)

    Estudiantes de 1.º y 2.º de ESO diseñaron, fuera del horario escolar, talleres científicos sobre el aire, el agua, la luz y la electricidad o los imanes y el magnetismo. Estos talleres los pusieron en práctica con alumnado de Primaria. Se trabajaron conocimientos científicos, procedimientos experimentales, el interés por la ciencia, habilidades comunicativas y de trabajo en equipo, actitudes de respeto y empatía, etc.

    Estimulación cognitiva y acompañamiento a mayores (16-18 años)

    Estudiantes de ESO, Bachillerato, Formación Profesional Básica y Ciclos Formativos prepararon materiales y desarrollaron actividades para la estimulación cognitiva y el acompañamiento a usuarios de un Centro de Día de Mayores y Centro Ocupacional para jóvenes con diversidad funcional. Se trabajaron conocimientos y habilidades sobre estimulación cognitiva, relaciones intergeneracionales, trabajo cooperativo y toda una serie de aprendizajes vinculados a la motivación, autoconcepto, solidaridad, autonomía, espíritu emprendedor, ciudadanía activa y comprometida, etc.

    Electrónica y TEA (+18 años)

    Estudiantes del Ciclo Formativo de Grado Superior de Automatización y Robótica Industrial construyeron dispositivos electrónicos de carácter lúdico y didáctico para niñas y niños con TEA (ver video): una sala multisensorial portátil, una agenda electrónica, un gestor de turnos, un panel de rutinas, un temporizador visual, etc. Se trabajaron conocimientos sobre el autismo y las situaciones cotidianas a las que se enfrentan los niños y niñas con TEA y sus familiares, la integración de los contenidos de distintos módulos del Ciclo Formativo implementando soluciones lúdicas y didácticas, el desarrollo de competencias como la iniciativa, la automotivación, la cooperación, la empatía, etc.

    Como dice María Nieves Tapia (2017), directora de Centro Latinoamericano de Aprendizaje y Servicio Solidario (CLAYSS): “En todo el mundo, las buenas prácticas de aprendizaje-servicio son conocidas, en definitiva, por sus avances concretos en la calidad de vida de las personas y comunidades, por los vínculos positivos y la satisfacción del conjunto de los actores involucrados, y por los aprendizajes significativos y relevantes para la vida real.” Bienestar, vínculo y aprendizaje que promueven la mejora educativa y social.

    Jesús C. Guillén


    Referencias:

    1. Batlle, R. (2020). Aprendizaje-servicio: compromiso social en acción. Santillana Activa.

    2. Batlle, R. y Escoda, E. (2019). 100 buenas prácticas de Aprendizaje-Servicio. Inventario de experiencias educativas con finalidad social.Santillana.

    3. Bonawitz E. et al. (2011). The double-edged sword of pedagogy: Instruction limits spontaneous exploration and discovery. Cognition, 120 (3), 322-330.

    4. Celio, C. I. et al. (2011). A meta-analysis of the impact of service-learning on students. Journal of Experiential Education, 34 (2), 164-181.

    5. Conway, J. M. et al. (2009). Teaching and learning in the social context: A meta-analysis of service learning’s effects on academic, personal, social, and citizenship outcomes. Teaching of Psychology, 36(4), 233–245.

    6. Dahl, C. J. et al. (2020). The plasticity of well-being: A training-based framework for the cultivation of human flourishing. PNAS, 117 (51), 32197-32206.

    7. Darling-Hammond, L. et al. (2020). Implications for educational practice of the science of learning and development. Applied Developmental Science, 24 (2), 97-140.

    8. Diamond, A., Ling, D. S. (2020). Review of the evidence on, and fundamental questions about, efforts to improve executive functions, including working memory. En J. Novick et al. (Eds.), Cognitive and working memory training: Perspectives from psychology, neuroscience, and human development, (143-431). Oxford University Press.

    9. Elgar, F. K. et al. (2009). Income inequality and school bullying: multilevel study of adolescents in 37 countries. Journal of Adolescent Health 45 (4), 351-359.

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    12. Reinero, D. A. et al. (2020). Inter-brain synchrony in teams predicts collective performance. Social Cognitive and Affective Neuroscience, 1-14.

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